Harold Meyerson
02/03/2024El antiliberalismo ruso se ganó la lealtad de los comunistas occidentales en la década de 1930 y se ha ganado a los republicanos trumpistas en la actualidad.
Los acontecimientos han querido que la noticia de la muerte de Alexei Navalni llegara justo dos días después de que yo terminase de leer el segundo volumen de la biografía de Stephen Kotkin sobre Joseph Stalin, que cubre el periodo desde la consolidación del poder de Stalin y la promulgación de la política de industrialización über alles (1929) hasta la invasión de Rusia por Hitler (1941). Es decir, el periodo que incluye la guerra de Stalin contra el campesinado (llevada a cabo en gran medida mediante colectivización forzosa y hambrunas) y su Gran Terror posterior, que supuso la ejecución de casi un millón de soviéticos, incluidos prácticamente todos los demás dirigentes importantes del comunismo soviético y de las fuerzas armadas soviéticas, bajo acusaciones no sólo fabricadas sino claramente absurdas de que trabajaban en secreto para la Alemania nazi. El libro es una asombrosa obra de erudición, pues Kotkin ha desenterrado las actas y notas de innumerables sesiones del politburó de Stalin y de reuniones informales con su círculo íntimo.
Si no otra cosa, el presidente ruso Vladimir Putin ha demostrado de forma convincente que el brutal autoritarismo de Rusia no terminó con la muerte de Stalin, ni de Beria, ni de Suslov, ni de la URSS. La línea que va del zarismo al comunismo y del comunismo al putinismo es bien clara. Entre sus rasgos comunes se cuenta la oposición al liberalismo occidental y la correspondiente creencia en la misión de Rusia como guardiana y promotora de la ortodoxia antiliberal, aunque la substancia de esa ortodoxia ha variado de un régimen a otro. Lo que no ha variado es que los regímenes basados en la ortodoxia defienden esa ortodoxia en casa a través de medios autoritarios, a veces autocráticos y (bajo Stalin) totalitarios. Hubo paréntesis durante la década de 1920 bujarinista, los años 80 y 90 gorbachovianos y los años de Yeltsin posteriores a Gorbachov, aunque el capitalismo cleptocrático y el declive nacional del periodo de Yeltsin allanaron sin duda el camino para que el putinismo volviera a la media asesina y autoritaria.
Hay otra reversión a esa media que estamos viendo hoy, y es la recurrencia de la defensa occidental de ese autoritarismo, e incluso el entusiasmo por el mismo. Durante el reinado de Stalin fue cuando los partidos comunistas occidentales alcanzaron su apogeo. En los años que van entre 1935 y 1945 (con dos años menos por el mal comportamiento de la alianza de Stalin con Hitler entre 1939 y 1941), la URSS les dijo a los partidos comunistas de otros paìses que hicieran causa común con los socialdemócratas, los liberales y los partidos burgueses a secas para hacer frente a la amenaza del fascismo ascendente. En los Estados Unidos y en otros países, el número de miembros de dichos partidos aumentó a medida que los comunistas trabajaban junto a los socialistas y otros grupos para crear sindicatos, hacer campaña por la igualdad racial y apoyar la lucha contra la Alemania nazi. Sin embargo, también fueron los años (sobre todo de 1936 a 1939) del Gran Terror en Rusia, de los juicios amañados en los que los líderes supervivientes de la Revolución Bolchevique y del Estado soviético antes del ascenso de Stalin, tras haber sido torturados y haber visto amenazadas a sus familias, confesaron haber llevado una vida secreta ayudando a los nazis, para acabar posteriormente todos ellos ejecutados. Tal era el celo, la ceguera y el caracter obtuso de los comunistas occidentales de la época que se creyeron realmente esta patraña, o al menos la excusaron como algo políticamente necesario.
Hoy en día, ha surgido en Occidente y en otros lugares una versión de los últimos tiempos del apoyo a la ortodoxia autoritaria rusa, esta vez entre nacionalistas reaccionarios cuya base de apoyo se centra en comunidades rurales, tradicionalistas, nacionalistas y xenófobas, todas ellas enfrentadas a lo que consideran una amenaza del liberalismo a sus valores. Eso es lo que une a los seguidores de Le Pen en Francia, a los de Orbán en Hungría, a los de AfD en Alemania y a los republicanos trumpificados aquí, en los Estados Unidos, gran número de los cuales, según las encuestas, creen que la fuerza es necesaria para repeler esa amenaza. Lo que se decía de los partidarios occidentales de Stalin en los años 30, podemos hoy afirmarlo igual de los de Putin: Son todos "tontos útiles", aunque hay quienes son también aspirantes a matones.
Para el propio Trump, la Putinfilia es más personal. Está claro que su idea del liderazgo adecuado es la autocracia y el uso de la fuerza que la acompaña. Por eso ha expresado su admiración no sólo por Putin, sino también por el chino Xi y el norcoreano Kim Jong Un. Ninguna ideología más amplia nubla la visión de Trump; todos los acontecimientos se canalizan a través de su narcisismo sociópata. De ahí su "respuesta" al aparente asesinato de Navalni por parte de Putin, que fue aludirle indirectamente y luego compararlo directamente con el abuso maligno del que insiste en ser víctima en virtud de su condena por fraude financiero y de sus próximos juicios por intentar aferrarse ilegalmente al poder anulando unas elecciones presidenciales.
Si de verdad cree que es el mismo tipo de víctima que Alexei Navalny, al menos debería tener la decencia de morirse.