Shlomo Sand
12/10/2014
Shlomo Sand, uno de los más audaces intelectuales de Israel (al que considera una "etnocracia liberal"), ofrece aquí un extracto editado de su How I Stopped Being a Jew [Cómo dejé de ser judío], que acaba de publicar en Londres la editorial Verso.
A lo largo de la primera mitad del siglo XX, mi padre abandonó la escuela talmúdica, dejó de ir de modo permanente a la sinagoga, y expresó de modo regular su aversión a los rabinos. En este punto de mi propia vida, siento a mi vez la obligación moral de romper definitivamente con el judeocentrismo tribal. Hoy soy plenamente consciente de no haber sido nunca un judío genuinamente secular, al entender que esa característica imaginaria carece de toda base específica o perspectiva cultural, y que su existencia se basa en una visión vacua y etnocéntrica del mundo. Antes creía erróneamente que la cultura yiddish de la familia en la que crecí era la encarnación de la cultura judía. Poco después, inspirado por Bernard Lazare, Mordechai Anielewicz, Marcel Rayman y Marek Edelman, todos los cuales combatieron el antisemitismo, el nazismo y el estalinismo sin adoptar una visión etnocéntrica, me identifiqué como parte de una minoría oprimida y rechazada. En compañía, por así decir, del dirigente socialista Léon Blum, del poeta Julian Tuwim y muchos otros, seguí siendo obstinadamente un judío que había aceptado esta identidad a causa de las persecuciones y los asesinos, los crímenes y sus víctimas.
Hoy, al haberme vuelto dolorosamente consciente de haber experimentado la adhesión a Israel, de haber sido asimilado por ley a un ethnos ficticio de perseguidores y de partidarios suyos, y de haber aparecido en el mundo como alguien de ese exclusivo club de los elegidos y sus acólitos, deseo renunciar y dejar de considerarme judío.
Aunque el Estado de Israel no esté dispuesto a transformar mi nacionalidad oficial de "judío" a "israelí", me atrevo a esperar de los generosamente filosemitas, de los comprometidos sionistas y exaltados antisionistas, todos ellos tan frecuentemente nutridos de concepciones esencialistas, que respeten mi deseo y dejen de catalogarme como judío. El hecho es que me importa poco lo que piensen, y todavía menos lo que piensen los idiotas antisemitas que queden. A la luz de las tragedias históricas del siglo XX, estoy decidido a no seguir siendo más una pequeña minoría en un club exclusivo en el que otros no tienen ni la posibilidad ni las cualificaciones para entrar.
Por mi negativa a ser judío, represento a una especie en trance de desaparición. Sé que al insistir en que sólo mi pasado histórico era judío, mientras que mi presente cotidiano (para bien o para mal) es israelí, y finalmente que mi futuro y el de mis hijos (al menos el futuro que deseo) debe guiarse por principios universales, abiertos y generosos, voy en contra de la moda dominante, que se orienta hacia el etnocentrismo.
Como historiador de la era moderna, adelanto la hipótesis de que la distancia cultural entre mi bisnieto y yo será tan grande o mayor que la que me separa de mi bisabuelo. ¡Mucho mejor! Tengo la mala suerte de vivir hoy entre demasiada gente que cree que sus descendientes se les parecerán en todos los sentidos, porque para ellos los pueblos son eternos a fortiori una raza-pueblo como los judíos.
Soy consciente de vivir en una de las sociedades más racistas del mundo occidental. El racismo está presente en cierto grado en todas partes, pero en Israel existe profundamente inserto en el espíritu de las leyes. Se enseña en colegios y universidades, se propaga en los medios de comunicación y, por encima de todo y lo más espantoso, en Israel los racistas no saben lo que están haciendo y, debido a esto, no se sienten en modo alguno obligados a disculparse. Esta ausencia de una necesidad de justificación ha convertido a Israel en un punto de referencia particularmente preciado para muchos movimientos de extrema derecha en todo el mundo, movimientos cuya pasada historia de antisemitismo es sobradamente conocida.
Vivir en una sociedad así se ha vuelto cada vez más intolerable para mí, pero debo reconocer también que no es menos difícil hacer mi hogar en otra parte. Yo mismo soy parte de la producción cultural, lingüística e incluso conceptual del empeño sionista, y no puedo deshacer esto. Pero por mi vida cotidiana y mi cultura básica soy israelí. No estoy especialmente orgulloso de esto, del mismo modo que no tengo razón alguna para sentirme orgulloso de ser un hombre de ojos pardos y estatura mediana. A menudo me siento avergonzado de Israel, sobre todo cuando soy testigo de la evidencia de su cruel colonización militar, con sus débiles e indefensas víctimas que no forman parte del "pueblo elegido".
Tiempo atrás en mi vida tuve el fugaz sueño utópico de que un palestino israelí debería sentirse en casa en Tel Aviv como un judío norteamericano en Nueva York. Luché y busqué que la vida civil de un musulmán israelí en Jerusalén fuera semejante a la de una persona judía francesa en París. Quería que los niños israelíes de inmigrantes cristianos africanos fueran tratados como lo son los hijos británicos de los inmigrantes del subcontinente indio en Londres. Esperaba con todo mi corazón que todos los niños israelíes fueran educados juntos en las mismas escuelas. Hoy sé que mi sueño es escandalosamente exigente, que mis demandas son exageradas e impertinentes, que el mismo hecho de formularlas es considerado por los sionistas y sus partidarios como un ataque al carácter judío del Estado de Israel y, por lo tanto, como antisemitismo.
Sin embargo, por extraño que pueda parecer, por contraposición al carácter cerrado de la identidad secular judía, tratar la identidad israelí como político-cultural en lugar de "étnica" parece ofrecer el potencial de lograr una identidad abierta e inclusiva. De acuerdo con la ley, de hecho, es posible ser ciudadano israelí sin ser un judío "étnico", participar en su "supra-cultura" a la vez que se preserva la propia "infra-cultura", hablar el lenguaje hegemónico y cultivar en paralelo otro lenguaje, mantener formas variadas de vida y fusionar otras diferentes. Para consolidar este potencial político republicano, sería necesario haber abandonado desde hace mucho el hermetismo tribal, aprender a respetar al Otro y recibirlo, a él o a ella, como igual y cambiar las leyes constitucionales de Israel para hacerlas compatibles con principios democráticos.
Lo más importante, si se ha olvidado momentáneamente: antes de que presentemos ideas para cambiar la política de identidad de Israel, debemos liberarnos primero de la maldita e interminable ocupación que nos lleva camino del infierno. De hecho, nuestra relación con quienes son ciudadanos de segunda está inextricablemente ligada a nuestra relación con los que viven con inmensa aflicción en lo más bajo de la cadena de la operación de rescate sionista. Esa población oprimida, que ha vivido bajo la ocupación durante cerca de cincuenta años, privada de derechos políticos y civiles, en tierra que el "Estado de los judíos" considera propia, sigue abandonada e ignorada por la política internacional,. Hoy reconozco que mi sueño de un final a la ocupación y la creación de una confederación entre las dos repúblicas, una israelí y otra palestina, era una quimera que subestimaba el equilibrio entre las dos partes.
Cada vez más parece que es ya demasiado tarde; todo parece ya perdido y todo enfoque serio de solución política parece estar en punto muerto. Israel se ha acostumbrado a esto, y es incapaz de deshacerse de su dominación colonial sobre otro pueblo. El mundo exterior, por desgracia, no hace tampoco lo que es necesario. Sus remordimientos y mala conciencia le impiden convencer a Israel de que se retire a las fronteras de 1948. Y tampoco está dispuesto Israel a anexionarse oficialmente los territorios ocupados, puesto que supondría otorgar igual ciudadanía a la población ocupada y, sólo mediante ese acto, transformarse en un Estado binacional. Es más bien como la serpiente mitológica que se traga una presa de gran tamaño, pero prefiere ahogarse antes que soltarla.
¿Significa esto, también, que debo abandonar la esperanza? Vivo en una profunda contradicción. Me siento como un exiliado frente a la creciente etnicización judía, mientras que al mismo tiempo la lengua en que hablo, escribo y sueño es abrumadoramente hebrea. Cuando me encuentro en el extranjero, siento nostalgia de este idioma, vehículo de mis emociones y pensamientos. Cuando estoy lejos de Israel, veo la esquina de mi calle en Tel Aviv y siento ansias del momento en que pueda volver. No voy a las sinagogas para disipar esta nostalgia, porque en ellas se reza en un lenguaje que no es el mío, y la gente que me encuentro en ellas no tiene interés en absoluto en comprender lo que significa para mí ser israelí.
En Londres son las universidades y sus estudiantes de ambos sexos, no las escuelas talmúdicas (en las que no hay estudiantes femeninas) las que me recuerdan el campus en el que trabajo. En Nueva York son los cafés de Manhattan, no los enclaves [judíos] de Brooklyn los que me invitan y atraen, como los de Tel Aviv. Y cuando visito las bulliciosas librerías de París, lo que me viene a la cabeza es la semana del libro hebreo que se organiza cada año en Israel, no la literatura sagrada de mis antepasados.
Mi profundo apego por el lugar sólo sirve para alimentar el pesimismo que siento hacia él. Y así caigo con frecuencia en el abatimiento por el presente y el temor por el futuro. Estoy cansado y siento que las últimas hojas de la razón van cayendo de nuestro árbol de acción política, dejándonos yermos frente a los caprichos de los hechiceros sonámbulos de la tribu. Pero no puedo permitirme ser del todo fatalista. Me atrevo a creer que si la humanidad consiguió salir con éxito del siglo XX sin una guerra nuclear, todo es posible, hasta en Oriente Medio. Deberíamos recordar las palabras de Theodor Herzl, soñador responsable del hecho de que yo sea israelí: "Si lo quieres, no es leyenda".
Como vástago de los perseguidos que emergieron del infierno europeo de los años 40 sin haber abandonado la esperanza de una vida mejor, no tengo permiso del aterrado arcángel de la historia para renunciar y desesperar. Que es la razón por la cual, con el fin de apresurar a un mañana distinto, y sea lo que fuere que digan mis detractores, seguiré escribiendo.
Shlomo Sand (1946), nacido en Linz (Austria), emigró a Jaffa (Israel) en 1948. Profesor de la Universidad de Tel Aviv, ha enseñado en Berkeley y París, donde se doctoró con una tesis sobre Jean Jaurès. Célebres libros suyos como La invención del pueblo judío (Akal, Madrid, 2011) y La invención de la tierra de Israel: de tierra santa a madre patria (Akal, Madrid, 2013) han revolucionado de modo crítico la visión del judaísmo y el moderno Israel.
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón