Gerardo Pisarello
Jaume Asens
30/09/2012
Hace casi un año y medio, un sector del 15-M propuso rodear el Parlament de Catalunya. El objetivo de la acción era protestar por los recortes sociales más drásticos aprobados desde tiempos del franquismo. Los convocantes sostenían que los partidos favorables a los ajustes habían traicionado sus promesas electorales y habían subordinado las instituciones públicas a poderes privados sin legitimidad alguna. En un momento de la protesta, hubo insultos y empujones a algunos diputados, pero no se produjeron incidentes de mayor gravedad. La respuesta del gobierno presidido por Artur Mas y de buena parte de la oposición fue sin embargo airada. Ya entonces, los manifestantes fueron acusados directamente de "golpistas", y el conseller de Interior Felip Puig prometió utilizar contra ellos todo lo que la ley permitía y más allá si fuera necesario. La operación de criminalización resultó tan tosca que a los pocos días generó una nutrida movilización de repudio en las calles de Barcelona.
La represión de Madrid de la última semana ha reditado de manera más drástica y patética los hechos de junio de 2011. Y lo ha hecho en un contexto mucho más grave que el de entonces. En el último año, la impotencia y la complicidad del gobierno con los recortes impuestos por troika y por los mercados financieros han alcanzado cotas escandalosas. La mayoría de los ajustes se ha aprobado a través de decretos leyes, con mínima o nula discusión parlamentaria. Hasta la Constitución, supuestamente intocable, se ha puesto al servicio de los grandes acreedores en virtud de la vergonzante reforma exprés del artículo 135. A pesar de ello, la propuesta de rodear pacíficamente el Congreso para "rescatarlo de un secuestro que lo ha convertido en un órgano superfluo" ha sido tratada como un atentado a la seguridad del Estado.
Con mayor saña que los dirigentes convergentes, el Partido Popular desplegó una campaña de criminalización preventiva de los convocantes acusándolos de "peligrosos exaltados", de "turbas incontroladas" e incluso de "nazis". La delegada de gobierno, Cristina Cifuente, la secretaria general del partido popular, Dolores de Cospedal, e incluso algunos diputados del PSOE, no dudaron en sacudir, también aquí, el espantajo golpista. Esta construcción de la manifestación del 25-S como hecho delictivo antes incluso de su celebración, preparó el terreno para la perpetración de una cadena de actuaciones arbitrarias, muchas de ellas claramente ilegales. Hubo personas detenidas solo por desplegar banderas. Otras, simplemente por reunirse, fueron objeto de la insólita acusación de haber infringido el artículo 493 del Código que castiga con penas de prisión los delitos "contra los altos organismos de la Nación". Con un hemiciclo parapetado tras casi dos mil agentes antidistrubios, las duras cargas contra los manifestantes, los porrazos indiscriminados en la plaza Neptuno y alrededores, o las persecuciones por los andenes de la estación Atocha, pusieron en evidencia el bloqueo de unas instituciones sordas a los reclamos ciudadanos.
Esta tendencia a descalificar como "golpista" cualquier protesta capaz de desbordar la interpretación gubernamental de los "intereses de Estado" no se ha limitado, en todo caso, a movilizaciones como las del 25-S. El propio gobierno de la Generalitat de Catalunya, otrora inquisidor, ha pasado él mismo a engrosar la lista de los "sediciosos" acusados de desafiar ilegítimamente la legalidad constitucional. El disparador, en este caso, ha sido la propuesta, impulsada tras el estrepitoso fracaso de otras vías federalistas, de un referéndum que incluya como opción la independencia de Catalunya. Lejos de constituir una simple maquinación del ejecutivo catalán, la iniciativa aparece estrechamente ligada a las pacíficas consultas ciudadanas por el derecho a decidir celebradas en numerosos municipios en los últimos años y a la masiva movilización de la diada del 11-S, y cuenta con un amplio respaldo en el parlamento autonómico. Sin embargo, ha sido tratada como una oscura conspiración que merece ser frenada por todos los medios.
Buena parte de los dirigentes del PP que por la mañana pedían dureza y ejemplaridad contra los manifestantes anti-recortes de Madrid, desempolvaban por la tarde los artículos 2, 8 y 155 de la Constitución de 1978 para recordar que el uso de la fuerza, incluida la militar, era una de las posibles respuestas "legales" a la eventual convocatoria democrática a un referéndum. Muy lejos de la relativamente serena actitud del Reino Unido en relación con el referéndum de autodeterminación escocés convocado para 2014, esta reacción ha evocado lo peor de la España cerril y autoritaria de 1934 y 1981. Esa confianza, precisamente, en que las fuerzas armadas puedan actuar como elemento de cierre de las interpretaciones mas restrictivas del marco constitucional es seguramente lo que ha llevado al eurodiputado conservador Alejo Vidal Quadras a extremar las bravuconadas y a instar al gobierno central a "preparar un general de brigada de la Guardia Civil" por si hubiera que invadir Catalunya.
Lo cierto, en todo caso, es que el PP no ha tenido dificultades a la hora de reclutar aliados para su enroque neocentralista tanto en las filas del PSOE como en otras fuerzas de ámbito estatal y autonómico. En el Parlament de Catalunya, Albert Rivera, del españolista partido Ciutadans, se adelantó a los propios populares a la hora de desenfundar la acusación de golpismo, esta vez dirigida contra Mas. De un argumento similar se sirvió su compañera Rosa Díez, de la también nacionalista UPyD, para exigir la criminalización del derecho a decidir en una línea similar a la impulsada en su día por José María Aznar.
En el fondo, la forma en que se han venido despachando las numerosas propuestas y movilizaciones desatadas por la crisis no es solo una cuestión de arrogancia o de intransigencia política. La ofensiva anti-social, represiva y recentralizadora de los últimos años tiene que ver, ciertamente, con la crisis financiera y con la propia deriva mercantilizadora del proceso de integración europea. Pero hunde sus raíces, también, en un marco constitucional que nació condicionado por el ruido de sables y que ha ido perdiendo de manera acelerada y acaso irreversible sus potencialidades democratizadoras.
Esta singularidad del caso español, de hecho, permite establecer algunas diferencias nada desdeñables respecto de otros marcos constitucionales con un origen claramente anti-fascista, como el italiano o el portugués, nacido de la revolución de los claveles. De hecho, no es descabellado otorgar a esta marca de origen un cierto peso a la hora de explicar fenómenos como la menor virulencia de la policía lusa frente a las recientes movilizaciones anti-ajustes. O como la existencia de sectores de las fuerzas armadas que, en lugar de soltar soflaman amenazantes, han llegado a emitir declaraciones solidarias con unas protestas callejeras que, en pocos meses, han puesto al gobierno de Passos Coelho contra las cuerdas y han conseguido arrancarle el compromiso de replantear parte de su programa de recortes.
Desde esta perspectiva, es innegable que en las manifestaciones y protestas que están teniendo lugar en distintos puntos del Reino de España hay una corriente de fondo destituyente. Una corriente que viene a impugnar claramente las supuestas virtudes de la restauración borbónica iniciada tres décadas atrás. Estos impulsos siguen amparándose en parte en la legalidad vigente, sobre todo en aquella que, en materia de libertades y de derechos sociales, señala al gobierno central y a sus aliados como los principales incumplidores. Sin embargo, también plantean, de manera cada vez más clara, la necesidad de desbordar un marco constitucional que se ha convertido en un cerrojo utilizado contra las demandas populares tanto en el terreno social como en el democrático, incluida la cuestión de la organización territorial. Precisamente por eso, estos embrionarios impulsos destituyentes, de ruptura, son todo menos una amenaza para la democracia. Representan, por el contario, la única esperanza de que ésta pueda sobrevivir y refundarse, aquí y en Europa, a partir de procesos constituyentes que reviertan el auténtico "golpe" oligárquico que, más por la violencia que por los argumentos, se está ejecutando ante nuestros ojos desde hace tiempo.
Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional y miembro del Consejo de Redacción de Sin Permiso. Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Ambos integran, además, el Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.