Adolfo Gilly
05/08/2005La Revolución es lo que ha de venir bien a todos. Es
como el Viejo Cóndor de los altos cerros con su
penacho blanco y que nos ha de cobijar a todos con sus
poderosas alas.
Francisco Chipana Ramos, 1945 (Silvia Rivera, cit.)
1.
El movimiento insurreccional de septiembre-octubre
2003 en Bolivia aparece, en sus formas, sus
protagonistas y sus contenidos, como un producto de
las trasformaciones impuestas por la reestructuración
neoliberal de fines del siglo XX en la sociedad, en la
economía y, sobre todo, en la vida, los territorios y
las relaciones de las clases subalternas. Es un
movimiento nuevo, con actores antes inexistentes, con
una capacidad fresca para unir las demandas más
inmediatas a las propuestas nacionales más generales
-gas, agua, hidrocarburos, coca, república- y con
métodos de organización y de enfrentamiento de antigua
estirpe pero también nutridos por cuanto las nuevas
tecnologías han puesto a su alcance.
En la insurrección boliviana despuntó una combinación
inédita de rasgos antiguos y modernos y un uso nuevo
de la violencia popular. Más que explicar la
insurrección del altiplano por comparación con las
revoluciones del pasado, hay que analizarla en
relación con las trasformaciones de la sociedad y de
las formas de dominación del capital establecidas
desde la última década del siglo XX.
Si esto es así, en la violenta y victoriosa
insurrección boliviana que culminó en octubre de 2003
estaríamos ante la primera revolución del siglo XXI.
Conviene tratar de descifrar sus contenidos, sus
motivaciones y sus presagios.
*
2.
El 17 de octubre de 2003, aymaras, campesinos,
trabajadores y trabajadoras con empleo y sin empleo,
vendedoras de los mercados y de las calles,
estudiantes indígenas, mineros, migrantes de los
cuatros rumbos -la indiada, pues, la indiada tan
temida- con la violencia de sus cuerpos y sus muertos
tomaron La Paz y derribaron al Presidente de la
República de los Señores y los Ricos, Don Gonzalo
Sánchez de Lozada.
Ellos, pues, esos mismos, que estaban bloqueando
caminos desde inicios de septiembre y en huelga
general desde el 8 de octubre. Con la violencia de sus
cuerpos, sí, porque a más de piedras, palos, hondas,
tres fusiles viejos y unos cachorros de dinamita,
armas no tenían. Con la violencia de sus muertos, sí,
porque el ejército, que para romper bloqueos había
recomenzado a matar indios el 20 de septiembre en la
localidad de Warisata, altiplano paceño, el domingo 12
de octubre ya los había masacrado en El Alto.
Esos, los mismos y las mismas que el lunes 13,
mientras el ejército allá abajo en La Paz seguía
matando, habían llevado sus muertos a los atrios de
sus iglesias y a los patios de sus casas; y los habían
velado; y se habían contado y habían contado a quien
quisiera oír las atrocidades del ejército y la
resistencia con las manos desnudas; y con la ira en
los ojos habían mostrado a los reporteros, como quien
presenta una ofrenda, las manos juntas llenas de
casquillos vacíos recogidos por las calles de El Alto;
y habían hablado entre ellos en voz baja y se habían
aconsejado toda la noche. Y el martes 14, a la mañana,
en cortejos por las calles polvorientas habían llevado
a sus muertos ante sus iglesias y habían asistido en
masa a las misas de cuerpo presente; y habían
conversado en las juntas vecinales de cada esquina con
sus dirigentes; y habían decidido, entonces, que ahora
sí bajarían a La Paz y, así costara quinientos muertos
más, esa cifra dijeron, esta vez tumbarían al odiado
presidente asesino. Con la violencia de sus muertos,
dije, con la violencia de sus cuerpos.
*
3.
Bajarían a La Paz, dije. La Paz está en una hoyada,
cuatrocientos metros más abajo que el altiplano donde,
al borde mismo de la hondonada, se encuentra El Alto
con casi 800 mil habitantes, sus casas de
autoconstrucción y los espléndidos nevados de la
Cordillera Real en su horizonte. Las laderas caen
hacia la capital en forma abrupta, y por ese lado
están totalmente cubiertas por los antiguos barrios de
los trabajadores -Munaypata, Pura Pura, Villa
Victoria- que también tienen su historia de luchas y
masacres: Villa Victoria fue bombardeada por aire en
1950.
Por sus avenidas, calles, callejuelas y senderos
empezó a bajar la torrentera aymara el día miércoles
15. A su paso, los vecinos de las laderas los reciben
con júbilo, les dan refrescos, agua, comida, y se van
sumando a ellos. El 16 llegarían los mineros de
Huanuni, después de sortear, amenazando y negociando,
el bloqueo del ejército cien kilómetros atrás, en
Patacamaya, donde al fin el destacamento militar había
dejado pasar sin atacarlos a los 60 camiones de
mineros, hombres y mujeres (palliris), que venían
desde Oruro, la capital minera. Dejado pasar, dije,
señal de duda que todos percibieron.
Ya habían llegado para entonces por decenas de miles
los campesinos aymaras de la provincia Omasuyos y de
otros rumbos del altiplano, que desde hacía un mes
mantenían el bloqueo carretero. También llegaban los
de su capital rebelde, Achacachi, varias veces
masacrada a lo largo del tiempo, donde se alza una
estatua de Tupaj Katari, el jefe aymara que en 1781
puso cerco a La Paz y estuvo al borde de tomarla antes
de ser derrotado por los españoles. Venían también
destacamentos de cocaleros de los Yungas y de otras
regiones templadas o calientes. Los estudiantes de la
Universidad Pública de El Alto (UPEA) se movían por
todas partes, entre las fogatas de llantas viejas y
las barricadas hechas con los puentes peatonales
tumbados sobre las avenidas a fuerza de muchos brazos
jalando sogas.
Esta vez, octubre de 2003, La Paz estaba bajo el cerco
indio, aymara, el cerco del cierre de caminos y la
huelga general. No permitían entrar alimentos ni
mercancías ni gasolina. Exigían la renuncia del
presidente; la no venta del gas al exterior por los
puertos chilenos; la no erradicación de los cultivos
de coca, sustento de los cocaleros, artículo de
consumo popular y planta sagrada de las antiguas
civilizaciones; una Asamblea Constituyente para
refundar la República; y otras 80 demandas, entre las
más diversas, que cada sector y comunidad traía
consigo. El idioma, los gestos y hasta la bandera
aymara, la wiphala, se habían hecho receptáculos y
portadores de las grandes demandas nacionales.
Desde 1781, el cerco indio de la ciudad es el fantasma
que alucina la imaginación de las clases dominantes:
"La pesadilla del asedio indio sigue incomodando el
sueño del criollaje boliviano", escribía hace veinte
años Silvia Rivera Cusicanqui. Ahora parecía hacerse
realidad. Mientras tanto desde el sur, allá donde el
cauce de La Paz desciende hacia lugares más templados,
allá por donde están las casas de los ricos, cerraban
el cerco y venían avanzando los indios de los valles
de más abajo, los comuneros de Ovejuyos, que subían
por los barrios bonitos sin tirar a su paso una piedra
ni romper un cristal ni cortar una flor. Nomás subían
como río en reversa para ir a tumbar al presidente.
*
4.
Para romper el cerco, disipar la pesadilla, hacer un
escarmiento y permitir el ingreso a la ciudad de
gasolina y abastos, había entrado el ejército el día
12 a masacrar a El Alto, esa enorme ciudad
autoconstruida en dos décadas por los desplazados y
las víctimas del neoliberalismo: migrantes rurales del
Altiplano, obreros mineros y fabriles "relocalizados"
de Oruro y Potosí, empleados de oficinas de La Paz,
comerciantes pobres y medianos, el 80 por ciento de
todos los cuales en el último censo (2001) se
declararon a sí mismos "indígenas", aymaras y
quechuas, de comunidades diversas.
En 1950, cuando los aviones andaban bombardeando a los
pobladores de Villa Victoria, El Alto tenía 11 mil
habitantes, colgados allá arriba al borde de la
hoyada. En el 2001, según el censo, tenía ya 650 mil,
en un país de 8 millones de habitantes. En estos años
siguió creciendo. "Del total de la población
trabajadora de El Alto, el 69 por ciento lo hace en el
ámbito informal, de empleo precario y bajo relaciones
laborales semiempresariales o familiares. Pese a ello,
poco más del 43 por ciento de los alteños son obreros,
operarios o empleados, lo que la convierte en la
ciudad con mayor porcentaje de obreros del país",
anota Álvaro García Linera. Esa población es muy
joven: un 60 por ciento son menores de 25 años y sólo
un 10 por ciento tiene más de 50 años de edad. El 70
por ciento de los hogares no tiene alcantarillado ni
instalación sanitaria, los servicios hospitalarios son
precarios, los servicios educativos también. En El
Alto se encuentran los mayores índices de trabajo
infantil y el promedio más alto de personas ocupadas
por hogar. Pero al mismo tiempo el 60 por ciento de
los hogares está por debajo de la línea de pobreza y
la mitad de éstos últimos en la indigencia.
"El Alto es una ciudad construida por sus vecinos en
cuanto al aporte de su mano de obra y capital
económico para la construcción de sus calles,
avenidas, mercados, canchas de futbol, etc. Además,
hay una construcción social propia de la vida
cotidiana fundamentada en amplias relaciones de
parentesco, compadrazgos dispersos en el espacio
urbano, amistades interbarriales de los jóvenes,
relaciones más o menos comunes de procedencia desde
los ayllus y comunidades del altiplano, los valles y
las regiones subtropicales de los Andes", escribe el
sociólogo aymara Pablo Mamani. "Existen en las
protestas sociales [...] formas de manifestación
aymara en el lenguaje de la vestimenta y sus
significados: la pollera, los sombreros y el lenguaje
de los símbolos: yatiri, coca, pututus y wiphalas que
desde una posición de destierro social gestan actos y
ritualidades alternas a los elementos simbólicos del
Estado".
Esta ciudad joven, moderna, desafiante, alzada por las
propias manos de sus vecinos, es la que surgió del
capitalismo en su fase neoliberal, con la apertura
comercial y la reestructuración iniciadas en 1985
mediante el decreto 21060 -hoy objeto del odio
popular-, bajo cuyos efectos se desprotegió a las
economías campesinas y artesanales, cayeron los
precios de sus productos, se cerraron minas y
manufacturas, cayeron salarios y empleo, se
privatizaron los hidrocarburos y los servicios
públicos, se desencadenó una masiva emigración interna
y externa, se desgarró el tejido social popular urdido
desde la revolución de 1952.
El capitalismo neoliberal creó así, sin proponérselo,
la masa popular, la dimensión territorial y las
condiciones sociales de la insurrección. Destruyó las
antiguas institucionalidades negociadoras, implantó
brutalmente una nueva dominación. Pero a la coerción
con que lo hizo, no la acompañó el consentimiento de
los dominados. El neoliberal es un modo de dominación
que busca desorganizar y atomizar, que no pretende
negociar nada con nadie, sino sólo tratar con
individuos solitarios e indefensos. Al final, resultó
que no pudo. Esa masa nueva recomenzó a organizarse en
sus territorios nuevos con sus saberes antiguos, que
no estaban en las instituciones desmanteladas sino en
sus mentes y en sus cuerpos. La nueva dominación no ha
logrado llegar a establecer una hegemonía, un
consentimiento que acompañe y sea el mediador de la
coerción, como lo habían logrado medio siglo antes en
Argentina el peronismo, en México el PRI, en Bolivia
la revolución de 1952 y el MNR. Al mismo tiempo, las
reglas propias de la nueva dominación excluyen, por el
momento, las dictaduras militares como vía "legítima"
de salida de los conflictos y de administración del
Estado, y esta novedad ha sido debidamente registrada
por los dominados.
*
5.
Contra esta dominación sin hegemonía -como en otro
contexto denomina el historiador Ranajit Guha a la
larga dominación colonial británica en la India-,
contra esta dominación neoliberal en un Estado de
matriz colonial, que la casta oligárquica ha querido
afirmar en Bolivia a punta de tanque y bala a
principios del siglo XXI, entró en rebelión desde el
año 2000 el pueblo boliviano en sucesivas "guerras",
revelador nombre bélico que el pueblo mismo ha dado a
sus movimientos: la guerra contra la privatización del
agua en Cochabamba en 2000; la guerra en defensa de
los plantíos de coca en el Chapare contra el ejército
y la policía en enero de 2003 (13 cocaleros muertos,
60 heridos); la guerra contra el impuesto a los
salarios en La Paz en febrero de 2003 (más de 30
muertos); la guerra del gas en septiembre y octubre de
2003 (80 muertos), hasta culminar con la toma indígena
de La Paz y la caída del gobierno. Este modo de
dominación, además, ha venido a agudizar la fragilidad
congénita de un Estado racista de matriz colonial como
el de Bolivia.
En este mando neoliberal modernizador que no logra
afirmar su hegemonía podría verse, tal vez, un eco
lejano de lo sucedido con las reformas borbónicas del
siglo XVIII, guiadas por ideas iluministas de
racionalización y centralización del mando, a las
cuales respondieron en la región andina, en 1780 y
1781, las gigantescas rebeliones indígenas de Tupaj
Amaru y Tupaj Katari. En un sugerente estudio,
"Costumbres y reglas: racionalización y conflictos
sociales durante la era borbónica", el historiador
Sergio Serulnikov sostiene que las nuevas normas
fueron interpretadas diversamente en la región andina
según los intereses de los españoles y criollos o los
de los indios. Éstos vieron también en ellas "un
instrumento de la resistencia andina contra arraigadas
costumbres de explotación y opresión política en los
pueblos rurales", mientras los gobernantes coloniales
usaron los proyectos racionalizadores para el opuesto
fin de consolidar su mando.
"El punto clave, sin embargo", anota Serulnikov, "es
que la insurrección indígena más radical durante la
época colonial fue el resultado del entrelazamiento,
no del choque, entre procesos de movilización social
desde abajo y de trasformación política desde arriba.
Vista desde esta contexto particular, la crisis de
legitimidad colonial puede haber sido menos el
resultado de la imposición de un nuevo pacto colonial
que de las inesperadas formas en que ese nuevo
proyecto hegemónico contribuyó al colapso del viejo
orden sin consolidar, en el camino, una alternativa
viable (subrayado mío, A.G.). Las políticas borbónicas
aumentaron la carga económica sobre las comunidades
andinas al mismo tiempo que dieron a éstas más poder
para confrontar la autoridad local".
¿Habrá sido esta última insurrección del altiplano,
sin cabezas visibles, sin partidos dirigentes, sin
grandes centrales sindicales, sin toma del poder, una
violenta flor de un solo día; o, como en la revolución
de 1781 contra el Estado colonial, como en la
revolución de 1952 contra el Estado oligárquico,
estamos ante una precursora de respuestas similares
contra la presente dominación neoliberal en otras
zonas de esta región del mundo?
Aunque sólo fuera para responder a esta pregunta, hay
que prestarle atención y, sobre todo, no dejarla sola.
*
6.
Para romper el cerco de La Paz había entrado el
ejército el día 12 de octubre a masacrar El Alto,
dije. Es que no había otro modo para ellos, pues El
Alto, esa ciudad de migrantes desarraigados, en esos
días estaba asombrosamente organizada, con bloqueos de
calles y avenidas, juntas vecinales en cada manzana,
vigilias voluntarias llamadas por altavoces en las
esquinas, barricadas con piedras y alambres y llantas,
radios independientes trasmitiendo las 24 horas de
cada día, guardias populares para evitar saqueos a los
negocios, asambleas en las calles, en los locales
sindicales y en las parroquias. Entre sus escasas
pertenencias, los migrantes habían traído consigo la
herencia inmaterial del saber organizativo.
"La organización comunitaria traída del altiplano y
los centros mineros anuló por completo al gobierno,
que tuvo que llegar al uso discrecional de la fuerza
para romper los cercos de la protesta", escribiría con
cierta lucidez dos semanas más tarde, el 30 de
octubre, el periódico conservador La Razón.
Es hasta cierto punto cierto, pero no es todo. Pues
ese saber comunitario está materializado también en
las formas organizativas que desde hace décadas, con
altibajos de auges y recesos, vinieron construyendo
sus portadores: la Central Obrera Boliviana (COB),
debilitada pero viva, encabezada por Jaime Solares; la
Central Obrera Regional de El Alto (COR), decisiva en
este movimiento, encabezada por Roberto de la Cruz; la
Confederación Sindical Única de Trabajadores
Campesinos de Bolivia (CSUTCB), fuerte en el altiplano
aymara, dirigida por el "Mallku" Felipe Quispe; en la
zona cocalera y otras regiones, el Movimiento al
Socialismo (MAS), encabezado por Evo Morales; en los
valles centrales, los campesinos regantes de Omar
Fernández; en la ciudad de Cochabamba y su
periferia, los trabajadores fabriles y la Coordinadora
del Agua, encabezada por Oscar Olivera, que en el 2000
condujeron la guerrra del agua.
Podría verse aquí un nuevo episodio de lo que Silvia
Rivera Cusicanqui describe como "el proceso difícil y
contradictorio" de "la síntesis entre la memoria larga
(luchas anticoloniales, orden ético prehispánico) y la
memoria corta (poder revolucionario de los sindicatos
y milicias campesinas a partir de la revolución de
1952)".
Sin embargo, en la rebelión de El Alto fueron los
vecinos y sus juntas locales, y no esas organizaciones
ni sus dirigentes, los que articularon el entero
movimiento. Es lo que registraron La Razón y otros
órganos de prensa escrita y radial en esos días. Por
eso el ejército se lanzó a ciegas contra todos, sin ir
a buscar las inexistentes cabezas del movimiento.
"Así, al amanecer del domingo 12", prosigue la crónica
retrospectiva de La Razón, "un enorme operativo
militar inició en la zona norte la matanza que al
final de la tarde cobraría la vida de 28 personas. El
convoy compuesto por carros cisternas y dirigido por
tanques y caimanes bien pertrechados avanzó por la
Avenida 6 de Marzo hasta el cuartel Ingavi, con
ráfagas de metralla que se responden con cachorros de
dinamita, petardos y piedras, dejando a su paso
muertos y heridos".
Con la violencia de sus cuerpos y sus muertos, dije:
"Los movimientos políticos y sindicales casi
desaparecieron del conflicto", sigue refiriendo la
crónica. "Fueron los vecinos los que organizaron la
radicalización. La noche del miércoles 15 la furia
popular movió nueve vagones de tren, cada uno de diez
toneladas, y los dejaron caer desde el puente sobre la
Avenida 6 de Marzo, cerrando el paso sobre esa ruta".
Basta. Ya no pasa ningún convoy, carajo.
Entonces los que empezaron a bajar fueron los vecinos,
los deudos y parientes y conocidos de los muertos, los
heridos y los perseguidos, la masa enfurecida creada
por años de neoliberalismo, los herederos de la
organización comunitaria y de las luchas sindicales,
los aymaras y los quechuas, los indios y los cholos,
los que viven por sus manos, la indiada urbana, pues,
la indiada urbana por la casta divina tan temida.
Mientras tanto, por la otra punta de la ciudad,
cerraban el embudo de La Paz los comuneros indios que
subían desde el sur.
*
7.
A esa altura, después de la matanza del 12 de octubre
en El Alto, en La Paz misma estaba ocurriendo un
vuelco que sería decisivo. Decenas primero, cientos y
cientos después de profesionistas, universitarios,
artistas, escritores, periodistas, sectores de clase
media, habían empezado a hacer "piquetes" -así los
llamaron- en las iglesias, declarándose en huelga de
hambre "en solidaridad con la ciudad de El Alto y con
las familias de los que han sido asesinados", decía su
primer comunicado, denunciando "la culpabilidad de la
clase política" y exigiendo la renuncia de "Sánchez de
Lozada y su gobierno".
El grupo iniciador de la huelga de hambre temía un
enfrentamiento inminente entre la multitud, que ya
ocupaba calles y plazas, y el ejército. Al amanecer
del día 17 la masa cercaba la plaza Murillo y
amenazaba al Palacio Quemado, mientras una primera
línea de policias y una segunda y tercera líneas de
militares protegían la sede presidencial. Según Ana
María Campero, ex Defensora del Pueblo, figura
política destacada y promotora de los "piquetes" de
huelguistas de hambre, entre el 16 y el 17 éstos se
movilizaron con angustia para "convencer a unos y
otros para que no dieran lugar a un enfrentamiento que
hubiera costado mucha sangre". Una semana después, el
24 de octubre, Campero narraba en la revista Pulso lo
que, según lo vivió desde su ubicación en el
conflicto, había sido esta función "mediadora" de los
huelguistas de hambre:
"Mientras los celulares se activaban para contactar a
los líderes sociales, Sacha Llorenti, Ricardo Calla y
Roger Cortés fueron al encuentro de los marchistas. La
respuesta de éstos fue que no harían nada que pudiera
provocar enfrentamientos. Yo logré hacer contacto con
el general Juan Veliz, Comandante General del
Ejército, con quien mantuve una larga charla que
empezó con la invocación: 'Por favor, general, no
disparen contra el pueblo'. Juan Ramón Quintana hizo
lo mismo con otros altos jefes castrenses. De acuerdo
a los informes, esa misma noche los militares le
dijeron a Sánchez de Lozada que se replegarían a sus
cuarteles. Por la tarde habían dejado pasar en
Patacamaya a un contingente de mineros".
Hubo quien me dijo semanas después, desde la
izquierda, que había sido una mezcla de miedo e
hipocresía lo que se encubría tras ese vuelco de
profesionistas, intelectuales y artistas. Miedo es
seguro que había en todas partes, le dije, en El Alto
y en el barrio bonito de Sopocachi. Pero las clases no
actúan por hipocresía.
"Miedo teníamos aquí, en Villa Ingenio", me dijo el
padre Wilson Soria, uno de los curas de El Alto que en
su Parroquia del Cristo Redentor se la jugó con los
suyos desafiando las balas para rescatar a los
heridos, y con los vecinos firmó después un manifiesto
excepcional pidiendo, por "respeto a la dignidad
humana y la fraternidad en la pluralidad cultural",
nada menos que "la disolución progresiva del
ejército". Es seguro que el padre Soria no habría sido
recibido por el general Juan Veliz, ni que tampoco
habría sido esa su aspiración ni su tarea.
"En La Paz, miedo teníamos todos", me dijo Jenny
Cárdenas, cantante sin par de la música boliviana,
iniciadora también de los piquetes. "Pero yo no entré
a la huelga de hambre por miedo, sino porque no quiero
vivir en un país donde para gobernar tengan que seguir
matando al pueblo". No era miedo. Era el
desplazamiento repentino de una clase hacia otra,
propio de los grandes movimientos de la sociedad. Era
el 12 de enero de 1994, cuando el Zócalo entero de la
ciudad de México exigió el alto al fuego y a la
matanza militar de los zapatistas y las comunidades
indígenas insurrectas en Chiapas.
Este vuelco en La Paz, que se extendió el 15 y el 16 a
Cochabamba, Oruro, Potosí, Tarija, Sucre, Santa Cruz y
otras ciudades de la república, terminó de aislar al
presidente, al ejército, a la embajada de Estados
Unidos y a los núcleos irreductibles del racismo
oligárquico reunidos en torno a ese terceto. Cuando el
mando militar dio un paso al costado, se quedaron
solos el presidente y la Embajada. Pese al apoyo
explícito del Departamento de Estado en Washington, la
caída era inminente.
*
8.
El jueves 16 de octubre todo el centro de La Paz, las
avenidas, las plazas, las calles aledañas, estaba
ocupado por la multitud venida de El Alto, del
altiplano, de Oruro, de los Yungas, de los valles del
sur, de los barrios populares, de las universidades y
escuelas, de los mercados, de arriba de las montañas y
de abajo de la tierra.
La Paz, ciudad tomada. Con la violencia de sus cuerpos
y sus muertos, dije, los insurrectos habían
conquistado la ciudad. Se aprestaban ahora,
literalmente a cualquier costo, a tomar la residencia
del presidente y sus subordinados más cercanos, en
especial Carlos Sánchez Berzain, ministro de Defensa,
el artífice de las masacres. Y a colgarlos, decían. A
éstos los protegía sólo un mando militar con fisuras,
que ya había tenido que ejecutar soldados indios que
se negaban a disparar contra los suyos, un mando que
sabía que eso de los quinientos muertos más, era
verdad; y después de esa matanza qué, sino la
desbandada y la deshonra.
El 17 de octubre a la madrugada, dicen las crónicas,
"los militares tenían muchos reparos en continuar
disparando contra la población". El presidente recibió
el informe de que los mandos habían "flexibilizado" su
posición y le pedían que se fuera. Por las calles se
esparcía el rumor de la renuncia. A las 13 horas,
Sánchez de Lozada la redactó. Tres horas después,
junto con sus ministros más cercanos, escapó de su
residencia en helicóptero. Desde el aeropuerto de
Santa Cruz de la Sierra, todos volaron esa noche hacia
Miami. Una vez que el avión hubo despegado, desde el
aeropuerto alguien envió por fax la carta de renuncia
al presidente de la Cámara de Diputados. En este final
de opereta posmoderna el presidente en fuga, como
despedida, acusó todavía a las organizaciones sociales
de "desintegración nacional", "autoritarismo
corporativista y sindical" y "violencia fratricida".
Ahí se acabó. Los insurrectos habían ganado. El
vicepresidente Carlos Mesa, que el día 13 se había
apartado del presidente, se hacía cargo de la
presidencia. En los días siguientes prometía el
referéndum sobre la venta del gas, la asamblea
constituyente y otras demandas del movimiento popular.
Los campesinos se regresaban a sus comunidades, los
mineros se volvían a Huanuni: "Ahi cuando haya que
tumbar otro presidente, nomás nos avisan y
regresamos", dicen los vecinos de El Alto que los
mineros dijeron al partir.
El nuevo presidente no era de ellos. Pero tampoco era
el masacrador. No habían "tomado el poder". Habían
dejado 81 muertos y 400 heridos. Pero habían
conseguido lo que buscaban desde la rebelión de
febrero de 2003 en La Paz, que ya les había costado
otros 33 muertos, varios de ellos caídos por el fuego
de francotiradores del ejército. Esta vez habían
tumbado al asesino. Habían ganado.
Una vez más la pregunta: ¿fue esta insurrección una
estación violenta de una breve semana, apagada después
en el retorno a la dominación cotidiana del Estado y
sus rutinas de opresión, o fue una anunciadora de algo
que vendrá o que ya está en camino?
No sabría ahora responder. Pero sí he podido ver que
el sentimiento de haber ganado es perceptible, fuerte
y duradero; y con ese sentimiento extraño, inusual,
que no calma la rabia porque poco han conseguido
mientras ven que la casta política vuelve a sus
rejuegos, con ese sentimiento los insurrectos de
octubre prosiguen ahora su vida de trabajo y deliberan
en sus lugares, a ver cómo le hacemos, a ver por
dónde, y no nos descuidemos porque éstos nada van a
querer cumplir, nomás promesas nos ofrecen para que
los votemos. ¿Y todos esos muertos, heridos y
descalabrados, nomás para que ellos ganen unas
elecciones y unas curules y todo siga igual? ¿Para eso
pusimos nuestros cuerpos y nuestros muertos?
La violencia sigue incubando en Bolivia, la violencia
de los que ganaron pero no vencieron, de los que no
quieren otra vez ser burlados por los catrines, los
"blanquitos", los q'aras, los eternos señores de la
dominación racista y oligárquica del capital; y
también la otra violencia, la de los señores, que en
este inestable interregno se recomponen y cocinan el
desquite.
*
9.
¿Pero es ésta una revolución? ¿Cuál revolución, si no
destruyó el aparato estatal y su fuerza represiva, no
tomó el poder un partido revolucionario de los
trabajadores, no tuvo jefes, no sacó proclamas? ¿Cuál
revolución, si nomás tumbó a un presidente y su
camarilla de asesinos? ¿Cuál revolución, si no se
quedaron los insurrectos en La Paz, si se volvieron a
sus comunidades, a sus parcelas, a sus minas y
talleres, a sus barrios y sus hogares, a su vida
cotidiana, pues?
Lo que en Bolivia acaba de suceder es antiguo como las
rebeliones y a la vez es nuevo, radicalmente nuevo.
Todos los interrogantes son entonces legítimos.
Ensayemos respuestas.
Una revolución no es algo que pasa en el Estado, en
sus instituciones y entre sus políticos. Viene desde
abajo y desde afuera. Sucede cuando entran al primer
plano de la escena, con la violencia de sus cuerpos y
la ira de sus almas, esos que siempre están,
precisamente, abajo y afuera: los postergados de
siempre, los dirigidos, aquellos a quienes los
dirigentes consideran sólo suma de votantes, clientela
electoral, masa de acarreo, carne de encuesta. Sucede
cuando ésos irrumpen, se dan un fin político, se
organizan según sus propias decisiones y saberes y,
con lucidez, reflexión y violencia, hacen entrar su
mundo al mundo de los que mandan y logran, como en
este caso, lo que se habían propuesto. Lo que viene
después, vendrá después.
Si la revolución sucediera sólo cuando conquista el
poder del Estado una nueva elite dirigente, ¿dónde
quedarían las revoluciones de 1848 en Europa, la
revolución de 1857 en la India (que los británicos
llaman "motín"), la revolución de 1905 en Rusia, la
revolución alemana de 1919, la revolución española de
1936, la revolución griega de 1944, la revolución
húngara de 1956, la revolución guatemalteca, la
revolución salvadoreña, y tantas otras canonizadas en
las historias de la izquierda?
En julio de 1917, ante las incógnitas de un movimiento
de masas sin precedentes iniciado en las tierras
rusas, Vladimir Ilich Lenin se preguntaba: "¿Qué es lo
que define a una revolución?". Esta era su respuesta:
"Si tomamos como ejemplos las revoluciones del siglo
XX, tendremos que reconocer como burguesas,
naturalmente, las revoluciones portuguesa y turca.
Pero ni la una ni la otra son revoluciones 'populares,
pues ni en la una ni en la otra actúa
perceptiblemente, de un modo activo, por propia
iniciativa, con sus propias reivindicaciones
económicas y políticas, la masa del pueblo, la inmensa
mayoría de éste. En cambio, la revolución burguesa
rusa de 1905 a 1907, aunque no registrase éxitos tan
'brillantes' como los que alcanzaron en ciertos
momentos las revoluciones portuguesa y turca, fue, sin
duda, una revolución verdaderamente popular, pues la
masa del pueblo, la mayoría de éste, los estratos
sociales de más abajo, aplastados por la opresión y la
explotación, se levantaron por propia iniciativa y
estamparon en todo el curso de la revolución el sello
de sus reivindicaciones, de sus intentos de construir
a su modo una nueva sociedad en lugar de la sociedad
vieja que había de ser destruída".
Vladimir Ilich sabía que estaba ante hechos nuevos,
engendrados por la expansión del capital en las
décadas precedentes y por la violencia de sus guerras:
las primeras revoluciones del siglo XX. No los definía
por sus direcciones, sus programas y sus resultados,
sino por sus protagonistas, sus dinámicas y sus
hechos. Buscaba definir y nombrar lo que era nuevo. A
comienzos del siglo XXI, después de otra onda
expansiva de la dominación del capital en las décadas
pasadas, estamos otra vez ante la incógnita.
*
10.
Cuesta darle a esta insurrección boliviana el nombre
de "revolución". Cuesta empezar de nuevo con ese viejo
cuento, cuando ya parecía que "había consenso" en que
las revoluciones eran cosa del pasado y ahora nomás
elecciones habría, transiciones democráticas,
gobernabilidades, acuerdos y consensos. Cuesta tener
que tratar otra vez con lo intratable: la revolución,
otra vez aquí, otra vez violenta, confusa, sucia, mal
vestida, mal comida, mal hablada, oliendo a pobre,
otra vez tirándonos encima con violencia sus cuerpos y
sus muertos.
Mejor digamos que esto no fue una revolución, sino un
gran motín, una rebelión, una insurrección que cometió
muchos yerros, que no tenía partido dirigente, que era
nomás por el gas y por los sembradíos de coca, un
movimiento popular, una asonada grande y poco más.
Quedémonos entonces con el balance del periódico La
Razón, lúcido vocero conservador, que el 30 de octubre
escribía: "En un confuso, desarticulado y sangriento
conflicto de 41 días, el presidente boliviano había
renunciado, derrotado por una batalla que nunca
lideró, asfixiado por su entorno más cercano, aislado
de la gente, pero seguro de que no se equivocó en su
segunda gestión de 437 días, iniciada el 2 de agosto
de 2002". Con cierto desencanto por este derrumbe sin
honor y sin gloria, el articulista agregaba: "Se
impuso el conservadurismo presidencial, alentado por
la administración tecnocrática del Estado y la pasión
por las encuestas hechas en casa".
"Confuso, desarticulado y sangriento conflicto": cada
uno describe, con las palabras y los sentimientos que
le son afines, lo que desde su mirador ve y desde la
conciencia de su ubicación social percibe. La del
articulista de La Razón no deja de ser una conciencia
que se siente desdichada ante los acontecimientos que
sus percepciones registraron.
Yo sigo creyendo, en cambio, que estamos ante una
revolución, cuyo momento de victoria fue la toma de la
ciudad de La Paz y la caída y la fuga del gobierno de
Sánchez de Lozada el 17 de octubre de 2003. No sé qué
vendrá después. Sé que la revolución está otra vez en
estas tierras latinoamericanas, aunque para las
miradas conservadoras aparezca como "un conflicto
confuso, desarticulado y sangriento".
*
11.
Los indios, los cholos, los hombres y las mujeres de
las clases subalternas, con sus formas de organizarse
y decidir, con sus organizaciones de múltiples niveles
o sin ellas, con los dirigentes que tuvieron a la
mano, con la violencia de sus cuerpos y sus muertos y
con la furia de sus almas, tomaron La Paz, paralizaron
al ejército y tumbaron al presidente y al gobierno de
los asesinos. Cualquier cosa suceda después, que
todavía no sabemos, eso se llama revolución.
Regatearle el nombre es regatearles esta difícil
victoria a sus protagonistas: los indios, los cholos,
las mujeres y los hombres de las clases subalternas de
Bolivia. Mejor tengámoles confianza.
Adolfo Glly
Febrero 2004
Citados:
- Silvia Rivera Cusicanqui, Oprimidos pero no vencidos
- Luchas del campesinado aymara y qhechwa, 1900-1980,
Ediciones Yachaywasi, La Paz, 2003, 210 ps. (4a.
edición en castellano).
- Sergio Serulnikov, "Costumbres y reglas:
Racionalización y conflictos sociales durante la era
borbónica (Provincia de Chayanta, siglo XVIII)", en
Forrest Hylton et al, Ya es otro tiempo el presente -
Cuatro momentos de insurgencia indígena, Muela del
Diablo Editores, La Paz, 2003, 279 ps., ps. 78-133.
- Alvaro García Linera, "El Alto insurrecto", en El
Juguete Rabioso, La Paz, año 3, nº 90, 12 octubre
2003.
- Pablo Mamani, "Levantamiento en El Alto: el rugir de
la multitud", en www.econoticiasbolivia.com.
- Ana María Campero, "Los piqueteros de la esperanza",
en Pulso, octubre 24 a octubre 30, 2003, p. 6.
- Silvia Escobar de Pabón, "Ajuste y liberalización,
cuna de los movimientos sociales", en Pulso, noviembre
14 a noviembre 20, 2003, ps.8-9.