Ian Proud
Mark Episkopos
Eldar Mamedov
29/12/2024¿Un gasto militar del 3% para los países de la OTAN? Eso sí que es imperio.
Ian Proud
Mark Rutte, nuevo secretario general de la OTAN, ha pedido que la Alianza Atlántica se comprometa a mantener los niveles de gasto militar de la guerra fría para 2030.
Al obrar así, está instalando en la mente de los ciudadanos de la OTAN la idea de que la Rusia moderna ofrece el mismo nivel de amenaza que la Unión Soviética. Pero no hace falta fijarse demasiado en las cifras para darse cuenta de que se trata de una comparación falsa y deliberadamente engañosa.
La declaración de Rutte se hace eco de un llamamiento de Donald Trump para aumentar el gasto de la OTAN hasta un 3%, un carro al que se subió rápidamente el ministro de Asunto Exteriores británico. Al fin y al cabo, los Estados Unidos gastan el 3,38 % del PIB en defensa, lo que representa dos tercios del gasto total de la OTAN. Sólo otros tres miembros -Polonia, Estonia y Grecia- gastan por encima del 3%, mientras que hay ocho miembros que no alcanzan el objetivo actual del 2%.
"Durante la Guerra Fría, los europeos gastaban mucho más del 3 % de su PIB en defensa", declaró Rutte.
Sin embargo, la comparación con la Guerra Fría resulta muy errónea. La Unión Soviética era un competidor directo de Estados Unidos, con sus tanques y tropas justo a las puertas de Europa Occidental. Aunque la economía soviética nunca fue comparable a la de los EE.UU., representaba algo más de la mitad del PNB norteamericano en 1984. Sin embargo, los soviéticos gastaban considerablemente más en defensa, y un informe de la CIA de 1982 estimaba que el gasto militar soviético total había superado el gasto norteamericano por un pequeño margen en 1980.
En la década de 1980, la Unión Soviética contaba con un ejército permanente de 4,3 millones de efectivos, más del doble que el de los Estados Unidos. En 1990, la población soviética era de 288 millones de habitantes, frente a los 250 millones de estadounidenses. Así que, en términos generales, era un adversario comparable, si no mayor.
Esa comparación, sencillamente, no resulta aplicable hoy en día. Rusia no es, desde ningún punto de vista económico, demográfico o militar convencional, un competidor comparable ni a los Estados Unidos ni a la OTAN en general. La única excepción es el arsenal nuclear ruso, que tiene un tamaño aterradoramente comparable.
El PIB ruso es 24,5 veces menor que el PIB combinado de los miembros de la OTAN y 11,5 veces menor que el de EE.UU. Su población es siete veces menor que la población combinada de la OTAN y casi dos veces y media menor que la estadounidense. Su número total de efectivos militares, muy superior al de los Estados Unidos, sólo representa el 45% del tamaño de los ejércitos permanentes de la OTAN. En una guerra de desgaste con la OTAN, que Rusia siempre ha intentado evitar, no dispondría de las reservas demográficas o económicas necesarias para vencer.
Así que la comparación con la Guerra Fría resulta muy poco útil e irrelevante como marco de referencia. La cuestión más importante es que, incluso con el gasto en defensa en los niveles actuales, la OTAN es el mayor imperio militar que el mundo haya visto jamás. Según la base de datos del SIPRI, en 2023 la OTAN representará el 57% del gasto mundial en defensa.
Para ponerlo en perspectiva, con los niveles de gasto actuales la OTAN gasta en defensa cinco veces más que China y 10 veces más que Rusia. Siete veces más que toda Asia, excluyendo China e India, 10 veces más que Oriente Medio, 20 veces más que Latinoamérica y 31 veces más que África.
Si la OTAN pasara al 3% del gasto en defensa, eso supondría un aumento de unos 260.000 millones de dólares anuales a precios actuales. Eso es 1,8 veces más de lo que Rusia tiene previsto gastar en defensa en total en 2025 (unos 145.000 millones de dólares). Y, para que quede claro, casi todo ese dinero se gastaría a las puertas de Rusia en Europa, pues los Estados Unidos ya superan el 3%. Los países europeos de la OTAN ya gastan en defensa 3,3 veces más de lo que Rusia tiene previsto gastar en 2025.
¿Cuántas veces tiene que llegar a ser la OTAN más grande que Rusia para convencerse de que los tanques rusos no están a punto de entrar en Riga?
¿Adónde iría a parar este gasto extravagante de la OTAN? Rutte habló de la necesidad de reactivar la "vaciada" industria de defensa de la OTAN, así que podemos tener por seguro que buena parte del dinero se destinará a equipamiento militar.
Por término medio, según los datos de la OTAN, el 32% del gasto en defensa de todo el grupo se destina a equipamiento (en el caso de Estados Unidos, es el 30%). Así que, de acuerdo con estas cifras, la OTAN gasta aproximadamente 472.000 millones de dólares al año sólo en equipamiento militar, 3,2 veces más que el gasto militar total previsto en Rusia para 2025. A mí eso no me suena a "vaciamiento". Superar el 3% añadiría otros 83.500 millones de dólares todos los años a esa cifra descomunal.
No es de extrañar que las empresas mundiales de defensa, de las cuales son norteamericanas las cinco principales, estén obteniendo en esos momentos ingresos nunca vistos. Los Estados Unidos representan alrededor del 57% de la industria mundial de defensa, tanto por la producción nacional como por las exportaciones de defensa. Por lo tanto, un 3% de gasto en defensa significaría que las empresas norteamericanas tendrían unos ingresos combinados que serían más del doble del total del gasto militar ruso.
Ah, sí, pero Europa necesita gastar más por si un día los Estados Unidos se deciden a abandonar la Alianza. Pero no se van a retirar de la OTAN a corto plazo. Si algo le gusta a Donald Trump es obtener beneficios, y la alianza de la OTAN supone un ingente negocio redondo para los contratistas norteamericanos.
Desde el lado ruso, sólo ven una enorme y -para ellos- amenazadora alianza militar que busca crecer todavía más. Si se quiere, la OTAN es para Rusia lo que la Unión Soviética era para Europa Occidental hace cuarenta años. Rusia no está librando en absoluto una costosa guerra en Ucrania porque quiera invadir después la OTAN; lo está haciendo para impedir que la OTAN se acerque más a su frontera.
Fuente: Responsible Statecraft, 17 de diciembre de 2024
Ya es hora de jubilar la analogía de Múnich
Mark Episkopos
El neoconservadurismo contemporáneo es, en sus preceptos rectores y en sus manifestaciones políticas, una ideología profundamente ahistórica. Es un proyecto milenarista que no sólo evita, sino que rechaza explícitamente gran parte de la herencia del arte de gobierno norteamericano anterior a 1991 y muchas generaciones de sabiduría de civilización acumulada, de Tucídides a Kissinger, en su intento de rehacer el mundo.
Una de las perdurables ironías de la era posterior a la Guerra Fría es que este credo revolucionario y decididamente presentista tenga que apuntalar su legitimidad recurriendo continuamente a ese venerable accesorio del historicismo de la II Guerra Mundial, la analogía de Múnich de 1938. La premisa es simple y, por esa razón, ha tenido amplia resonancia: el primer ministro británico Neville Chamberlain, en su "ansia de paz", hizo inevitable la guerra al permitir las ambiciones irredentistas de Adolf Hitler hasta que ya no pudieron contenerse por ningún medio que no fuera la confrontación directa entre las grandes potencias.
El profesor Andrew Bacevich ha sintetizado con brillantez las dos partes constituyentes de la analogía de Múnich: "La primera verdad es que el mal es real. La segunda es que para que prevalezca el mal sólo hace falta una cosa: que quienes se enfrentan a él flaqueen ante el deber", ha escrito. "En la década de 1930, con gobiernos insensibles como los de Gran Bretaña y Francia empeñados en apaciguar a Hitler y con unos Estados Unidos aislacionistas que se negaban a actuar, el mal se salió con la suya". Esta es la teoría del patio de recreo de las relaciones internacionales: no plantar cara a un matón lo antes posible sólo sirve para envalentonarle en su comportamiento maligno, preparando el terreno para un combate mayor y más penoso más adelante.
En los años de la Guerra Fría se produjo una febril universalización de la analogía de Múnich, según la cual cada adversario extranjero es Adolf Hitler, cada acuerdo de paz es Múnich 1938 y cada disputa territorial son los Sudetes arrancados a Checoslovaquia mientras el mundo libre mira encogiendo los hombros. Esta era la ansiedad que animaba la espuria teoría del dominó que precipitó la implicación de Estados Unidos en Corea y Vietnam, pero la fiebre del apaciguamiento se mantuvo bajo control gracias a las realidades de una Guerra Fría bipolar que imponía importantes limitaciones a lo que Estados Unidos podía hacer para contrarrestar a su poderoso rival soviético, dotado de armas nucleares.
Estas limitaciones desaparecieron prácticamente de la noche a la mañana con la caída del Muro de Berlín y la disolución del bloque soviético. El presidente George H. W. Bush proclamó el fin del "síndrome de Vietnam", o el sano escepticismo de los norteamericanos ante la guerra, derivado de la desastrosa intervención en Vietnam, que duró décadas, tras la aplastante victoria de las fuerzas norteamericanas en la Guerra del Golfo. La administración de George W. Bush se dio a sí misma licencia infinita para intervenir en cualquier lugar contra cualquiera, incluso de forma preventiva contra "amenazas inminentes", con el argumento de que cualquier otra cosa equivalía a apaciguamiento. "En el siglo XX, algunos optaron por apaciguar a dictadores asesinos, cuyas amenazas se permitió que se convirtieran en genocidio y guerra mundial", declaró Bush en 2003. "En este siglo, cuando hay hombres malvados que planean el terror químico, biológico y nuclear, una política de apaciguamiento podría acarrear una destrucción de un género nunca visto en esta tierra".
Aunque el panorama de las amenazas ha cambiado desde 2003, los epígonos del neoconservadurismo han sacado a relucir la analogía de Múnich para justificar cada una de las intervenciones militares posteriores en Oriente Medio. Cuando la confrontación directa resulta demasiado costosa y arriesgada, como en el caso de Rusia y China, los historicistas insisten en que todo lo que no sea una política de máxima presión y aislamiento total e implacable equivale a apaciguamiento.
Así pues, estamos sometidos a la insistencia, que siempre fue inverosímil pero que hoy resulta especialmente fantasiosa, en que cualquier conclusión de la guerra de Ucrania que no sea la derrota total de Rusia en el campo de batalla recuerda a Chamberlain en Múnich.
La analogía de Múnich es potente en la medida en que se ha utilizado como garrote neoconservador para golpear a todos los disidentes como tontos cobardes que venderían sus principios por una promesa ilusoria de paz, pero eso no la convierte en verdad. La realidad de Múnich, si a alguien le sirve de ayuda, es que Hitler era invencible e imperturbable en el contexto de la política internacional europea de mediados del siglo XX. La Alemania nazi era un adversario excepcionalmente peligroso porque era una potencia revisionista con objetivos territoriales y políticos prácticamente ilimitados y, por tanto, insaciables. Francia y Gran Bretaña no podían darle a Hitler lo que buscaba -es decir, destruir el sistema internacional y reconstruirlo desde cero con Alemania como hegemón mundial- aunque quisieran. Las amenazas y las demostraciones de fuerza habrían modificado los cálculos tácticos de Hitler, pero no le habrían disuadido de la conclusión de que sus objetivos sólo podían alcanzarse mediante una guerra general europea que él creía que podía ganar Alemania. París y Londres se encontraban en una situación militar y geopolíticamente desventajosa frente a una Alemania resurgida, ya que los Estados Unidos seguía adhiriéndose a una política de neutralidad, un frente antifascista unido con los soviéticos no era políticamente viable y los gobiernos ultranacionalistas estaban llegando al poder en todo el continente de tal forma que inclinaban aún más la balanza en contra de las potencias liberales que quedaban en Europa.
Los críticos del "apaciguamiento" distorsionan el difícil panorama político al que se enfrentaron Gran Bretaña y Francia, conjurando oportunidades de disuasión y anticipación que sencillamente no existían a mediados de 1938. Condensan estos argumentos engañosos en una analogía histórica, la "lección de Múnich", que ni siquiera funciona en su propio contexto original y la imponen como una especie de verdad sagrada a través de la cual deben filtrarse todas las decisiones políticas de Estados Unidos.
Los Estados Unidos nunca han vuelto a enfrentarse a un adversario como la Alemania nazi. La URSS, a pesar de toda su estética y retórica revolucionarias, era una potencia del statu quo que competía, pero también cooperaba, con los Estados Unidos en los márgenes y nunca trató de desafiar los principales intereses de seguridad occidentales del modo en que lo hizo la Alemania nazi.
El panorama estratégico contemporáneo recuerda aún menos al de los años 30. China alberga ambiciones regionales en Asia-Pacífico que entran en conflicto con los intereses de los Estados Unidos, y Rusia intenta evitar que los países postsoviéticos se inclinen hacia Occidente, lo que supondría un desafío para la OTAN. Pero ninguno de los adversarios persigue objetivos que sólo puedan alcanzarse mediante un conflicto entre grandes potencias, posicionándose como hegemón mundial o intentando derrocar el sistema internacional. Tal y como expliqué junto a mis colegas George Beebe y Anatol Lieven, Rusia invadió Ucrania como parte de una estrategia de excelencia híbrida para reducir la influencia de Occidente en parte de la esfera postsoviética, no como preludio de un programa planificado de mayor envergadura de conquista continental contra los Estados de la OTAN.
La analogía de Múnich es muy peligrosa, no porque sea históricamente analfabeta y totalmente inaplicable a los retos a los que se enfrentan los Estados Unidos hoy en día -aunque ciertamente supone ambas cosas- sino porque, al presentar a los adversarios como enemigos existenciales a los que hay que presionar, aislar y enfrontarse a cada paso, precipita la misma catástrofe contra la que supuestamente advierte. Gestionar estas complejas relaciones estratégicas de forma que no desemboquen en una guerra entre las grandes potencias requerirá un conjunto de herramientas políticas diverso y flexible que reconozca nuestros limitados recursos y sea capaz de equilibrar la disuasión y el compromiso, en lugar de comprometerse con una política de retroceso que habría sido apropiada contra la Alemania nazi, pero que sencillamente no capta el entorno de amenazas contemporáneo.
La verdadera "lección de Múnich" reside en lo corrosivo que puede resultar el historicismo ideológico, completamente desvinculado de la historia real, para el debate sobre política exterior. Ya es hora de dejar descansar a los fantasmas de 1938.
Fuente: Responsible Statecraft, 13 de diciembre de 2024
Macartismo a la europea: Las élites reprimen las voces disidentes sobre Ucrania
Eldar Mamedov
A medida que la guerra entre Rusia y Ucrania queda encuadrada por los políticos y comentaristas gobernantes en Europa y Norteamérica como parte de una supuesta lucha global entre democracias y autocracias, se ha visto afectada la calidad de la democracia en el propio Occidente.
Las voces dominantes que abogan por la victoria de Ucrania y la derrota de Rusia, ambas definidas en términos maximalistas y cada vez más inalcanzables, están decididas a silenciar perspectivas más reflexivas y matizadas, privando así al público de un debate democrático sobre las cuestiones existenciales de la guerra y la paz.
En lo que resulta un patrón familiar en todo Occidente, respetadas personalidades académicas que predijeron correctamente el atolladero en el que se encuentran ahora Ucrania y Occidente se han visto calumniadas y deslegitimadas como portavoces del Kremlin, sometidas a acoso, marginación y ostracismo.
La situación es especialmente alarmante en Europa. Aunque el debate sobre Ucrania en los Estados Unidos está, en una medida preocupante, determinado por grupos de reflexión pro-militarista, como el Atlantic Council, por políticos de línea dura y expertos neoconservadores, ha ido creciendo un movimiento compensatorio formado por voces favorables a la moderación. Entre ellos se encuentran Defense Priorities, el CATO Institute, publicaciones como The Nation en la izquierda y The American Conservative en la derecha, y figuras académicas como Stephen Walt, John Mearsheimer y Jeffrey Sachs, entre otros. Hay un espacio mayor para voces alternativas en el discurso norteamericano.
En Europa, por el contrario, los debates sobre política exterior tienden simplemente a hacerse eco de las voces más belicistas dentro de Washington y alrededores.
Suecia es un ejemplo especialmente elocuente de esta tendencia. Tras la invasión rusa de Ucrania, el gobierno y la clase política suecos se apresuraron a adherirse a la OTAN. Sin embargo, tal como me dijo en una entrevista Frida Stranne, una de las principales especialistas suecas en relaciones internacionales, "no hemos tenido un debate adecuado sobre cuestiones clave, como si constituía realmente la agresión de Rusia contra Ucrania una amenaza tan inmediata para la seguridad de Suecia como para tener que abandonar el estatus neutral del que disfrutó incluso durante la Guerra Fría" (yo mismo puedo atestiguar, por mi trabajo como alto asesor de política exterior en el Parlamento Europeo a principios de 2022, que hasta algunos miembros del partido socialdemócrata sueco, entonces en el gobierno, se mostraban horrorizados de que el gobierno pisoteara las opiniones alternativas sobre la OTAN).
Stranne, además, en conversación conmigo, si bien reconoció que la invasión rusa de Ucrania fue "una violación atroz del derecho internacional", señaló las políticas norteamericanas habidas desde 2001, como la invasión de Irak, señalando que "han contribuido a socavar los principios jurídicos internacionales y a sentar un precedente para que otros países actúen 'preventivamente' contra lo que perciben como amenaza".
En la misma entrevista, también advirtió que "la negativa a aceptar una solución negociada a la guerra en Ucrania está llevando al mundo peligrosamente cerca del borde de un gran conflicto militar entre la OTAN y Rusia".
Mientras que en los Estados Unidos es habitual este tipo de afirmaciones por parte de personalidades académicas nada radicales, en Suecia desencadenaron una feroz campaña contra Stranne y la convirtieron en una suerte de paria para los medios de comunicación y los círculos de política exterior. Los principales medios de comunicación la vilipendiaron como odiadora de los Estados Unidos y "putinista".
Alemania es otro ejemplo de cómo el pensamiento colectivo obligado ha llevado a una marginación de perspectivas discrepantes en los debates políticos. Lo que es particularmente digno de mención es la rapidez y el radicalismo con que los halcones de los grupos de expertos, los medios de comunicación y los partidos políticos han logrado redefinir el debate en un país conocido anteriormente por su ya desaparecida Ostpolitik, una política de compromiso pragmático con la Unión Soviética y posteriormente con Rusia.
Uno de los expertos en política exterior más destacados de Alemania, Johannes Varwick, de la Universidad Halle-Wittenberg, lleva tiempo desafiando la tendencia y abogando por la diplomacia. En diciembre de 2021, junto con una serie de ex oficiales militares de alto rango, diplomáticos y académicos, advirtió de que un deterioro masivo de las relaciones con Rusia podría conducir a la guerra, debido, en parte, a la negativa de Occidente a tomar en serio las inquietudes de Rusia sobre su seguridad, mayormente relativas a las perspectivas de expansión de la OTAN hacia el este.
Sin embargo, dichas opiniones le valieron a Varwick acusaciones de "servir a los intereses rusos". Como resultado, según me contó en una entrevista, sus «lazos con los partidos políticos y los ministerios responsables de dirigir la política exterior y de seguridad de Alemania se han roto".
Los expertos de países neutrales tampoco se han librado de la marginación. El profesor austriaco Gerhard Mangott, uno de los más eminentes expertos en Rusia del mundo germanoparlante, señaló una “responsabilidad compartida” de Rusia, Ucrania y los países occidentales en el fracaso en la resolución pacífica del conflicto ucraniano posterior a 2014. Ese análisis, tal como me dijo Mangott, le llevó a su "pronta excomunión por parte de la comunidad científica germanoparlante, que se pasó rápidamente al activismo político y se convirtió en parte de la guerra".
La trágica ironía, por supuesto, es que estas voces condenadas al ostracismo han demostrado tener razón en la mayoría de los aspectos en lo que respecta a esta guerra.
Cuando, pese a sus advertencias, se produjo la invasión rusa de Ucrania, Varwick, que la condenó como ilegal e inaceptable, hizo un llamamiento para que siguieran haciéndose esfuerzos a fin de encontrar una solución negociada realista al conflicto. Según me dijo, en ella debería "incluirse, en primer lugar, un estatus neutral para Ucrania con fuertes garantías de seguridad para el país. En segundo lugar, habría cambios territoriales en Ucrania que no serían reconocidos por el Derecho internacional, pero que deben aceptarse como modus vivendi temporal, y en tercer lugar, debe ofrecerse una perspectiva de suspensión de algunas sanciones en caso de un cambio en el comportamiento de Rusia".
En marzo de 2022, tanto Ucrania como Rusia estuvieron a punto de llegar a un acuerdo que, en líneas generales, seguía estos mismos parámetros. No funcionó porque, entre otras razones, Occidente animó a Ucrania a creer que era posible una «victoria» militar. El papel del entonces primer ministro británico, Boris Johnson, en el fracaso de las conversaciones es se reconoce ahora de modo general. Sin embargo, lo que resulta especialmente sorprendente es que el propio Johnson haya admitido recientemente que veía la guerra de Ucrania como una guerra por poderes contra Rusia, una afirmación que Stranne y Trita Parsi, del Quincy Institute, formularon en su libro de 2023, en sueco, La ilusión de una paz norteamericana, por el que se vieron vapuleados por haber promovido supuestamente las versiones de Rusia.
A finales de 2024, ante las crecientes dificultades en el campo de batalla, el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, está señalando que podría aceptar algunos de los elementos descritos por Varwick, a saber, aceptar algunas pérdidas territoriales de facto para evitar otras aún mayores si la guerra continúa.
En la actualidad, Ucrania está más lejos de lograr algo remotamente parecido a una victoria militar que en cualquier otro momento desde febrero de 2022. En contra de lo que se esperaba en los Estados Unidos y la UE, las sanciones no han hundido la economía rusa ni han modificado su política en el sentido que buscaba Occidente.
En el propio Occidente, las fuerzas políticas que instan a negociar el fin de la guerra están en ascenso, tal como demuestra la elección de Donald Trump como presidente en los Estados Unidos y el auge de los partidos antibelicistas en Alemania, Francia y otros países de la UE. Las encuestas de opinión pública muestran sistemáticamente la preferencia de la mayoría de los europeos por un final negociado de la guerra.
La realidad es que, independientemente del resultado de la guerra en Ucrania, habrá que restablecer un modus vivendi entre Occidente y Rusia para garantizar, en palabras de Varwick, "su coexistencia en una Guerra Fría 2.0 sin una escalada permanente". Hace tiempo que debería haberse restablecido un debate democrático abierto sobre esta cuestión vital.
Escuchar a los expertos que cuentan con un historial probado de análisis correctos sería un primer paso necesario.
Fuente: Responsible Statecraft, 12 de diciembre de 2024