John Nichols
14/10/2007Habiendo ganado las primarias de Oslo, es razonable preguntar por qué Al Gore habría de querer abrirse camino a través de las nieves de Nueva Hampshire.
Pero la incómoda verdad es que nunca como ahora el hombre que podría ser ya presidente se ha visto tan urgido a considerar seriamente su legado personal (por no hablar del asunto menor que es su potencial para reconfigurar el mundo).
Es, después de todo, el asunto del espacio que se abre al final de lo que ahora es el más notable currículo acumulado nunca por un aspirante o posible aspirante a la presidencia.
Repasemos.
He aquí el currículum de Gore hasta esta mañana:
Hijo de un gran senador
Licenciado con honores por Harvard
Veterano de la guerra de Vietnam.
Periodista de investigación premiado.
Congresista.
Senador.
Vicepresidente.
Vencedor, en voto popular, en unas elecciones presidenciales.
Autor de un superventas.
Activista ecologista.
Ganador de un Óscar.
Y ahora, Nóbel de la paz (premio compartido con el Panel intergubernamental de la ONU para el cambio climático), por sus esfuerzos para afirmar y difundir un mejor conocimiento del cambio climático de origen humano, y para sentar las bases de las medidas necesarias para contrarrestar ese cambio.
Como currículum, fuera de serie.
Pero pasa de largo de la gran pregunta: ¿No debería un hombre que ha conseguido todo esto pensar en culminarlo?
¿Y no es caso el Despacho Oval el fin de trayecto?
Pensar que Gore no se está planteando esas cuestiones ahora, sería absurdo.
Claro que el ex-vicepresidente dice que la crisis climática no es un asunto político, es un desafío moral y espiritual para toda la humanidad.
Sin duda.
Pero Gore no puede fingir ignorancia de su propio asunto político. Cuando apareció en San Francisco el viernes, la víspera de que se anunciara su premio, en un acto para recaudar fondos a favor de la senadora californiana Barbara Boxer, el hombre del momento trató de lanzar un grave mensaje sobre el cambio climático. Pero cuando concluyó, la muchedumbre estalló en cantos: ¡Preséntate, Al, preséntate!
Este mensaje se hacía eco de la página entera de publicidad, financiada por el incipiente movimiento Reclutemos a Gore para Presidente, que en su sección frontal reproducía el New York Times del pasado miércoles. El anuncio sugería abiertamente que los actuales candidatos Demócratas a la nominación carecen de la visión, de la reputación mundial y del coraje político de Gore, no sólo en lo que toca al cambio climático, sino en también por su expresa oposición a la guerra de Irak, por su defensa de las libertades civiles y por su apuesta a favor de un renovado compromiso con la ciencia y la razón.
Hay tiempos para políticos y tiempos para héroes. América y la Tierra precisan urgentemente de un héroe, se lee en la carta abierta del movimiento Reclutemos a Gore a quien estaba a punto de recibir el premio Nóbel. Por favor, acepta ese reto, o tú y millones de nosotros viviremos siempre con el remordimiento de lo que podría haber sido y no fue.
Eso es presión. Pero es una tenaza de terciopelo, ésta en que se halla ahora atrapado el ganador del Nóbel de la paz.
Al Gore está en una cumbre a la que la mayoría de los políticos, ni en sus más salvajes fantasías, soñarían llegar. El mundo entero le pide, no sólo que sea candidato, sino un salvador ecológico por no decir, ideológico. Ni se cuestiona su viabilidad. De hecho, ahora es un candidato más viable que nunca.
¿Puede Gore resistirse? Probablemente.
¿Debería resistirse? Probablemente, no.
Es verdad: se dirá que Gore puede hacer más por detener el cambio climático como ciudadano privado. Pero nadie que, como él, haya estado tan cercano a la presidencia puede pasar por alto que el funcionario más poderoso del planeta tiene alguna capacidad de maniobra en asuntos que afectan al planeta todo.
El último candidato presidencial serio al Nóbel fue Teddy Roosevelt, que lo recibió cuando era presidente en 1906. (A los noruegos les impresionó que fuera capaz de convencer a rusos y japoneses para enviar delegados a Portsmouth, en Nueva Hampshire, consiguiendo que negociaran el final de la terrible guerra que estaban librando.)
Roosevelt resolvió dejar la presidencia en 1908, y casi inmediatamente comenzó a lamentar su decisión. El premio Nóbel de la paz no bastó para que los Republicanos se deshicieran de su sucesor, el infortunado William Howard Taft, y dejaran a Roosevelt fuera de su candidatura en 1912. Pero Roosevelt concurrió, de todos modos, hacienda la más exitosa campaña presidencial de un tercer partido el Progresivo en todo el siglo XX.
Roosevelt nunca abandonó la creencia de que, si hubiera logrado la nominación republicana en 1912, habría vuelto a ser presidente. Y ocho años después, en un momento en que, tras los horrores de la I Guerra Mundial, la gente tomaba los premios Nóbel de la paz muy en serio, se le animó de todas partes para concurrir a una nominación Republicana que probablemente le habría llevado a hacerse no sólo con el partido, sino con la presidencia de la nación.
No necesitaba Roosevelt que le animaran mucho. Con apenas 60 años la edad que tendrá Gore el próximo marzo, el Bronco Jinete estaba bien dispuesto para un mandato más; su familia y sus amigos atestiguan que se preparaba para ello.
Sólo la embolia coronaria que acabó con su vida el 6 de enero de 1919 logró frustrar la ambición presidencial de Teddy Roosevelt. Y no hay razón para creer que Al Gore, un hombre que empezó postulándose para la presidencia en 1988, que consideró la posibilidad de concurrir en 1992, que dedicó 8 años a prepararse estudiando y que volvió a postularse en 2000 ganando la nominación Demócrata y el voto popular, pero perdiendo el cargo por una decisión de 5 a 4 en la Corte Suprema, esté menos inclinado que Roosevelt a intentarlo de nuevo.
Mucho se hablará en los próximos días de agallas.
Pero Al Gore no debería preocuparse de poner a prueba las suyas.
Debería pensar en su currículum, tan trabajosamente forjado.
Ahora resulta más impresionante que nunca.
Desgraciadamente, el que Gore venga de colmar su currículum de forma tan impresionante sólo sirve para poner de relieve que aún está incompleto.
Un premio Nóbel de la paz es un gran honor. Pero puede mirarse en el espejo de un hombre que ganó la presidencia y el premio, sin poder abandonar la arena política.
"No es el crítico quien cuenta: no es el hombre que señala al hombre fuerte que tropieza o al hombre de acción que podría haberlo hecho mejor, dijo Teddy Roosevelt cuando se preparaba para otra carrera hacia la Casa Blanca. De crédito goza quien está realmente en la brega, anegado el rostro de polvo, sudor y sangre; quien lo intenta con coraje, quien yerra y lo reintenta una y otra vez porque no hay esfuerzo sin yerro ni fracaso, pero sabe de grandes entusiasmos, de grandes devociones; quien se entrega a una causa valiosa; quien, en el mejor de los casos, conoce a la postre el triunfo de los grandes logros, y quien, en el peor caso, si fracasa, lo hace con audacia, de manera que su sitio no estará nunca entre las almas frías y timoratas, que no saben de victorias ni de derrotas.
John Nicols es un periodista de investigación que escribe regularmente en The Nation. Su última publicación importante es el libro, coescrito con Robert McChesney: Tragedy and Farce: How the American Media Sell Wars, Spin Elections, and Destroy Democracy [Tragedia y farsa: cómo los medios de comunicación americanos venden guerras, distorsionan las elecciones y destruyen la democracia], The New Press, Nueva York, 2005.
Traducción para www.sinpermiso.info: Roc F. Nyerro