80 aniversario de la liberación de Auschwitz: recordar el mal radical. Dossier

Pablo Pillaud-Vivien

Enzo Traverso

Moshe Zuckermann

24/01/2025

La banalidad del mal más radical

Pablo Pillaud-Vivien

El lunes 27 de enero se conmemorarán los 80 años de la liberación del campo de Auschwitz. En la confusión actual, ¿el mal está volviendo a convertirse en banal?

El concepto fue forjado por Emmanuel Kant (1724-1804) y retomado por Hannah Arendt (1906-1975): el mal absoluto se hizo concreto cuando, el 27 de enero de 1945, se liberó el campo de exterminio nazi de Auschwitz. Ese día, el mundo comenzó a descubrir los abominables abusos que se cometieron allí. Poco a poco se reveló la violencia bárbara del odio a los judíos, el antisemitismo, erigido como misión civilizadora por el Tercer Reich. ¿Qué queda hoy de ese asombro?

Se aleja y reina la mayor confusión. Los herederos de esta terrible ideología conmemorarán la liberación de los campos, junto con los últimos supervivientes y sus hijos. El hombre más rico del planeta, Elon Musk, agitador del presidente de extrema derecha estadounidense, acaba de hacer un saludo nazi a la multitud presente para la investidura de este último: se pregunta por el significado del gesto y finalmente no causa tanto revuelo. Otra parte del edificio construido al final de la guerra se está derrumbando: esta vez, es la memoria y la moral las que se convierten en polvo.

Sin embargo, no es conocimiento lo que falta. Muchas películas, documentales y programas escolares se esfuerzan por transmitir recuerdos y significados. En 2022, el 86% de los menores de 25 años afirmó haber oído hablar de él. Pero saber no siempre es entender cuando los vientos del confusionismo soplan con fuerza. Incluso un eminente editorialista político de izquierda escribió hace unos días sobre la liberación de los campos por los estadounidenses. Les atribuye a ellos mismos y solo a ellos este tiempo histórico y liberador. Este evento ya no es un momento de la humanidad triunfante, sino el reto de una victoria de un bando, el de los estadounidenses y sus aliados. Y nos deslizamos...

La banalidad del mal se pone en todas las salsas, comparando males que no tienen absolutamente nada que ver, más alla de compartir solo la cobardía y la banalidad. Cada vez más, nos atrevemos a comparar el nazismo con el Islam; las más altas instituciones francesas invitan a acoger a Rassemblement National en una marcha contra el antisemitismo; se comparan los genocidios, no para considerarlos en su cruel realidad sobre la base de fundamentos legales establecidos por la historia, sino para establecer jerarquías de lo peor en un relativismo desolador.

Las mecánicas innobles que condujeron al exterminio sistemático de los judíos, así como a la aceptación o incluso a la validación de los pueblos, deben seguir siendo una fuente de reflexión y marcar nuestra forma de ver el mundo. El antisemitismo no es prerrogativa de Europa; el crimen genocida contra los judíos en la magnitud que lo conocemos, sí. Recordemoslo - o perezcamos como unos tristes señores.

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La singularidad de Auschwitz. Un debate sobre el uso público de la historia

Enzo Traverso


Definiciones

Desde hace algunos años el problema de la singularidad histórica de Auschwitz suscita un debate muy vivo, a menudo acompañado de polémicas estériles que, en ocasiones, no están exentas de desviaciones particularmente deplorables en el plano ético-político. Dicho de otro modo, es un debate capaz de cristalizar conflictos y pasiones que tienden a traspasar las fronteras de una reflexión racional.

Entre las numerosas variantes del discurso sobre la singularidad de Auschwitz,sólo tomaré en consideración las relacionadas con el campo histórico. Por ejemplo, no analizaré la tesis según la cual la unicidad de la Shoah pudo haberse debido a la elección del pueblo judío, ni la que pretende reducirla a una dimensión supra-histórica, es decir, a su carácter de acontecimiento que trasciende la historia, según las palabras de Elie Wiesel. La confrontación de los historiadores con tales planteamientos me parece imposible a priori, incluso aunque éstos no dejen de influir en el contexto en el que se elabora el relato histórico. La desviación más perniciosa de esta controversia ha sido analizada por Jean-Michel Chaumont en un trabajo reciente sobre “la rivalidad de las víctimas”: judíos deportados contra políticos deportados, judíos contra cíngaros [gitanos], negros, homosexuales, etcétera. Uno podría sentir la tentación de hacer caso a la propuesta de Chaumont, es decir, archivar esas polémicas

[…] en una barraca de horrores, como se los presentaba antiguamente en las ferias. Igual que las monstruosidades que se exhibían allí, se trata de algo macabro, inútil y de gusto dudoso. Metámoslo, pues, sin más, en un tarro de formol [Chaumont, 1997:201].

La tentación es fuerte pero peligrosa, porque uno se expone al riesgo clásico de “tirar al bebé con el agua del baño”. Ignorar el problema o declararlo inexistente no permite resolverlo. Con el fin de evitar malentendidos, deseo precisar desde el principio que no trataré ni de reivindicar la singularidad de Auschwitz (lo que me parece absurdo) ni trataré de negarla (lo que me parece dudoso). Me interrogaré más bien sobre las causas y las condiciones de tal debate, inexistente para otros grandes cambios históricos. Incluso sin ser unánime, la tesis de la singularidad de Auschwitz es compartida hoy por la mayoría de los historiadores del mundo contemporáneo. En pocas palabras, esta tesis podría resumirse así: el genocidio judío es el único de la historia que ha sido perpetrado con el fin de remodelar biológicamente a la humanidad, el único completamente desprovisto de naturaleza instrumental, el único en el que el exterminio de las víctimas no fue un medio sino un fin en sí. Esta tesis es defendida en decenas de libros. Me limitaré aquí a citar dos textos, el primero debido a la pluma de un historiador israelita, el otro a la de un historiador alemán.

Retomando una intuición esbozada por Hannah Arendt en su ensayo Eichmann à Jerusalem [1991:448], donde escribe que los nazis quisieron “decidir quién debía y quién no debía habitar este planeta“, Saul Friedländer añade el siguiente comentario:

Aquí hay algo que ningún otro régimen intentó hacer, sin importar lo criminal que fuera. En este sentido, el régimen nazi ha alcanzado una clase de límite teórico exterior. Se pueden considerar incluso mayor número de víctimas y medios de destrucción tecnológicamente más eficaces; pero cuando un régimen, con base en sus propios criterios, decide que hay grupos que no tienen derecho a vivir sobre la tierra, así como el lugar y el plazo de su exterminio, entonces se ha alcanzado ya el umbral extremo. Desde mi punto de vista, este límite no se ha alcanzado más que una sola vez (only once) en la historia moderna, por los nazis [Friedländer, 1993:82 y s].

Esta tesis ha sido defendida, al grado de la polémica, por Eberhard Jäckel:

[…] el asesinato de judíos por los nazis —escribe durante la Historikerstreit— ha tenido algo de único (einzigartig) porque nunca antes había decidido y anunciado un Estado bajo la autoridad de su responsable supremo, que cierto grupo humano debía ser exterminado en su totalidad si fuera posible: los viejos, las mujeres, los niños, incluidos los niños de pecho; decisión que este Estado aplicó después con todos los medios que estaban a su disposición [Jäkel, 1988:97 y s].

Esta definición genealógica de la singularidad de Auschwitz se argumenta a menudo mediante comparaciones tipológicas con otras violencias y genocidios del siglo XX. Los campos de exterminio nazis se convirtieron en el símbolo de esta singularidad que distingue el genocidio judío, tanto de otros crímenes nazis como de las violencias del estalinismo. Buchenwald y la Kolyma siguen siendo universos de muerte, pero la muerte no era su finalidad inmediata, era, más bien, la consecuencia de un proceso más lento de “exterminio mediante el trabajo”. La gran mayoría de las víctimas judías de los campos nazis prácticamente no conocieron el mundo del campo de concentración porque fueron eliminadas el día mismo de su llegada a Auschwitz-Birkenau y Treblinka, gracias a un sistema industrializado de exterminio que en múltiples ocasiones ha sido comparado con el funcionamiento racional de una cadena de producción: llegada de los convoyes, selección, confiscación de bienes, despojo de ropas, cámara de gas y, al final, el horno crematorio. Varios sociólogos e historiadores han subrayado el carácter comparable pero no identificable de los crímenes de Stalin y los de Hitler [Kershaw, 1996].2

Hace poco Sonia Combe examinó detenidamente esta distinción comparando a dos personajes siniestros: Evstigneev, el jefe del campo siberiano de Ozerlag, y Rudolf Hoess, el comandante de Auschwitz. La tarea del primero era la construcción de un ferrocarril, tarea que realizó pagando con la vida de millares de zeks; la tarea del segundo era la gestión de un campo, Birkenau, cuya meta esencial era exterminar a los judíos [Combe, 1991:226 y s].3 El rendimiento del primero se calculaba por los kilómetros de vía férrea, el del segundo por la cantidad de muertos. El primero podía derrochar o economizar vidas humanas de acuerdo con sus necesidades. El otro había recibido la orden de subordinar cualquier consideración de tipo productivo a sus órdenes de exterminio. El sistema concentracionario soviético tuvo una duración superior a la de los KZ nazis, empero, provocó un número considerablemente menor de muertos [cfr. Werth, 1993:24].4 En su gran mayoría, los prisioneros del goulag eran ciudadanos soviéticos, mientras que los prisioneros de los campos nazis (salvo una minoría de antifascistas alemanes), pertenecían todos, según el vocabulario hitleriano, a la categoría de Gemeinschaftsfremde, ajenos al pueblo (Volk) ario; estas diferencias no son despreciables. La dimensión genocida del estalinismo, en cambio, presenta mayores afinidades con el exterminacionismo nazi en el curso de la colectivización de las campañas soviéticas entre 1929 y 1933, especialmente en Ucrania. No obstante, la liquidación de los kulaks (terratenientes rusos) no correspondió a un proyecto de depuración biológica y racial; fue, más bien, la consecuencia de una guerra social declarada por el poder soviético contra el mundo tradicional heredado del imperio de los zares. El propósito de Stalin no era la creación de un orden racial, sino la transformación a fondo de la sociedad rusa, lo cual fue puesto en práctica mediante métodos autoritarios y violentos en extremo. Es decir, Stalin tenía su propia “racionalidad”, aunque totalitaria. El exterminio de los judíos, al contrario, refutó cualquier criterio de racionalidad económica o militar. La tensión entre explotación y exterminio, superada en el fondo por la prioridad otorgada a la segunda, determina el conjunto del proceso de la solución final. Dicha tensión estuvo también en el origen de las reservas —de orden estrictamente utilitario y no humanitario— expresadas por algunos sectores de las SS (Schutzstaffel) en la política genocida del nazismo (por ejemplo, la Oficina Central de Administración de la Economía dirigida por Oswald Pohl).

Esta definición de la singularidad histórica de la Shoah puede revelarse fecunda, en el plano metodológico, como hipótesis de investigación, no debe ser postulada como una categoría normativa ni impuesta como un dogma. Auschwitz no es un acontecimiento históricamente incomparable. Además, comparar, distinguir y ordenar no significa jerarquizar. La singularidad de Auschwitz no funda ninguna escala de la violencia y el mal. No hay un genocidio “peor” o “menor” que otro y la calidad de Auschwitz no confiere a sus víctimas un aura especial, ni les concede privilegio alguno en el martirio y, en consecuencia, tampoco en la memoria colectiva. Definida así, la singularidad de Auschwitz no excluye otras —por ejemplo las del gulag o Hiroshima—5 porque se inscribe en el contexto de una edad bárbara a la cual pertenecen otras violencias y genocidios. En lugar de favorecer un enfoque exclusivo sobre la Shoah, se convierte en herramienta para elaborar una hermeneútica de la barbarie del siglo XX, salvo que tal singularidad se sustraiga a los procedimientos tradicionales de historización. Asimismo, los conflictos de interpretación que ella suscita no son del mismo orden que las discusiones escolares sobre la especificidad del Renacimiento italiano, de la Reforma en Alemania o de la Revolución francesa.

La conciencia histórica no puede integrar a Auschwitz como un acto fundacional o una etapa del proceso de civilización, sino solamente como un desgarro de humanidad. Bajo esta perspectiva, la insistencia sobre la singularidad de Auschwitz no es más que otra manera de designar las aporías de una historización inacabada. El genocidio judío es uno de los acontecimientos del siglo mejor conocidos y más frecuentados por la historiografía. Los investigadores han podido sacar a la luz las causas, las estructuras, las etapas y la dinámica del conjunto, pero el hecho del exterminio sigue siendo, como ha escrito Dan Diner [1987:73] “una no man´s land de la comprensión” o “un agujero negro”, como decía Primo Levi [1987] poco antes de su muerte.

Ahora es necesario intentar explicitar los problemas subyacentes a este debate en torno a la singularidad de la Shoah. En primer lugar, el problema de la relación de la memoria con la historia (con sus singularidades respectivas); luego, el problema de la relación de Auschwitz con la historia de Occidente (que cuestiona la racionalidad propia de nuestra civilización); y por último el problema más controvertido, lo que Jürgen Habermas llamó “el uso público de la historia” (la conciencia histórica como uno de los fundamentos de nuestra responsabilidad ético-política en el presente).

La singularidad de la memoria y la de la historia

La irrupción del problema de la singularidad de la Shoah en la tarea del historiador se debe también a los itinerarios de la memoria judía, a su emergencia en el seno del espacio público en el transcurso de estos últimos años, y a su interferencia con las prácticas tradicionales de la investigación, ante todo gracias al desarrollo de la historia oral, archivos audiovisuales que reúnen los testimonios de los sobrevivientes de los campos. Si un trabajo tal se ha revelado extremadamente fructífero, no debería, sin embargo, ocultar una constatación metodológica tan banal como esencial, a saber, que la memoria singulariza la historia; ésta es, por definición, subjetiva, selectiva, con frecuencia irrespetuosa con las cronologías lineales, con las reconstrucciones de conjunto, con las racionalizaciones globales.

Elabora la experiencia vivida y, en consecuencia, su percepción del pasado es irreductiblemente singular. Allí donde el historiador no ve más que una etapa de un proceso, un detalle en un cuadro complejo y en movimiento, el testigo puede captar un acontecimiento crucial, el vuelco de una vida. El historiador puede descifrar, analizar y explicar las fotos conservadas del campo de Auschwitz. Sabe que son judíos los que bajan del tren, sabe que las SS que los observa participarán en una selección y que la gran mayoría de las figuras que aparecen en dicha foto no tienen ante sí más que unas horas de vida. A un testigo, esta foto le dirá mucho más. Le recordará sensaciones, emociones, ruidos, voces, olores, el miedo y el extrañamiento de la llegada al campo, el cansancio de un largo viaje efectuado en condiciones horribles, quizá la visión del humo de los hornos crematorios; dicho de otro modo, será un conjunto de imágenes y recuerdos completamente singulares e inaccesibles al historiador. Este último puede acercarse sólo sobre la base de un relato a posteriori, origen de una empatía comparable a la que experimenta el espectador de una película y no a la que siente el testigo. La foto de un Häftling representa a los ojos del historiador una víctima anónima; para un pariente, un amigo o un camarada de detención, esta foto evoca todo un mundo absolutamente único. Para el observador exterior esta foto no representa más que una realidad “no liberada” (unerlöst), como diría Siegfried Kracauer [1977:14]. El conjunto de estos recuerdos forma la memoria judía, una memoria que el historiador no puede ignorar y que debe respetar e incluso, explorar y comprender tanto como sea posible, pero a la que no se debe someter. El historiador no tiene derecho a transformar la singularidad inevitable y legítima de esta memoria con un prisma normativo de escritura de la historia. Su tarea consiste más bien en incluir esta singularidad de la experiencia vivida, en su contexto histórico global, intentando aclarar sus causas, sus condiciones, sus estructuras, su dinámica de conjunto. Esto significa aprender de la memoria, pero también pasarla por el tamiz de una verificación objetiva, empírica, documental y fáctica, detectando, de ser necesario, sus contradicciones y sus trampas. Si puede haber en ello una singularidad absoluta de la memoria, la de la historia será siempre relativa [Chaumont, 1994:87]. Para un judío polaco, Auschwitz significa algo terriblemente único: la desaparición del universo humano, social y cultural en el que nació. Un historiador que no llegue a comprender esto jamás podrá escribir un buen libro sobre el genocidio judío.

Pero el resultado de su investigación no sería apenas mejor si sacara la conclusión —como lo hace, por ejemplo, el historiador estadounidense Steven Katz— de que el genocidio judío ha sido el único de la historia [1996:19-38].6

En una época de discriminaciones y persecuciones, los judíos no podían evitar hacerse la pregunta: “¿Esto es bueno o es malo para los judíos?”, cuya respuesta determinaba en alguna medida una norma de conducta. Ahora bien, esta actitud no puede guiar al historiador, quién, según Eric Hobsbawm, no debe sustraerse a un deber de universalismo: “Una historia destinada a judíos solos (o a los negros americanos, o a griegos, mujeres, proletarios, homosexuales, etcétera) no podría ser una buena historia, aun cuando pueda reconfortar a quienes la ponen en práctica” [Hobsbawm, 1997:277]. Evidentemente, no se trata de oponer de manera mecánica una memoria “mítica” —en la estela de tan vasta literatura en la materia—, a la aproximación científica y racional del historiador.7 Este último está lejos de trabajar encerrado en la clásica torre de marfil. Sufre los condicionamientos de un contexto social, cultural y nacional; no escapa a las influencias de sus recuerdos ni a las de un saber heredado, ni a los condicionamientos e influencias con las que se enfrenta, de las cuales puede intentar librarse, no negándolas, sino mediante un esfuerzo de distanciamiento crítico.8 En esta perspectiva, su tarea no consiste en intentar evacuar la memoria —personal, individual y colectiva—, sino en incluirla en un conjunto histórico más amplio.

Auschwitz o la singularidad de Occidente

Existe también una percepción cultural de la singularidad de Auschwitz. Lejos de haber sido inmediata, ha tomado forma gradualmente, durante decenios, pero, a partir de ahí se ha instalado sólidamente en la opinión pública. En una palabra, se podría decir que este debate sobre la unicidad de la Shoah es un debate esencial, por no decir exclusivamente, occidental, desconocido, o absolutamente marginal, fuera de Europa y de los Estados Unidos. Si el genocidio judío se ha entendido como una cesura histórica mayor, es porque tuvo lugar en el corazón de Europa, porque fue concebido y puesto en marcha por un régimen surgido en el seno del mundo occidental, heredero de su civilización, en un país que fue uno de sus centros desde la Reforma a la República de Weimar, y también porque en el origen de aquélla está el judaísmo en sí, y la ha acompañado en su trayecto durante milenios. La Shoah aparece así como una especie de automutilación de Occidente.

Auschwitz es la causa de que la noción de genocidio entre en las conciencias e, incluso, en el vocabulario occidental. Así, Auschwitz se convierte en una condena implacable de Occidente. El proceso de destrucción de los judíos de Europa, analizado por Raul Hilberg [1988] en sus diferentes etapas —la definición, la expropiación, la deportación, la concentración y el exterminio—, hace de Auschwitz un laboratorio privilegiado para estudiar el inmenso potencial de violencia del que es portador el mundo moderno. Si en el origen de este crimen hay una intención de aniquilar, también implica ciertas estructuras fundamentales de la sociedad industrial. Auschwitz realiza la fusión del antisemitismo y del racismo con la prisión, la fábrica capitalista y la administración burocrática-racional. Para estudiar tal suceso se puede recurrir a Hannah Arendt, a Michel Foucault, a Karl Marx y a Max Weber. En este sentido, el genocidio judío constituye un paradigma de la barbarie moderna.

Varias características de la Shoah se encuentran también en otras formas de violencia o masacres masivas. La deportación ha precedido y acompañado el genocidio de los armenios y la destrucción de los kulaks; las “unidades móviles de matar”, descritas por Raul Hilberg, encontraron sus precursores en el Imperio Otomano y sus epígonos, en Ruanda y en Bosnia; el sistema de los campos concebidos como lugares de exterminio mediante el trabajo, encuentra un paralelo en el goulag y una prolongación en la Camboya de Pol Pot; marcar a las víctimas, signo de degradación del estatuto de individuos al de seres anónimos y despersonalizados, fue experimentado primero por los esclavos africanos deportados al Nuevo Mundo; el carácter moderno e industrial de las cámaras de gas parece rudimentario si se le compara con el exterminio atómico: por último, el racismo biológico que dio origen al genocidio judío encontró sus primeros objetivos en los enfermos mentales, de los que 70 mil fueron eliminados por los nazis. Estos ejemplos no pretenden establecer comparaciones sistemáticas entre acontecimientos que suelen pertenecer a contextos históricos, sociales, culturales y políticos completamente distintos; dichos ejemplos indican solamente que Auschwitz es parte de un conjunto más amplio de violencias. Ellos bastan para mostrar que, al menos en el plano morfológico, Auschwitz constituye mucho más que un acontecimiento sin precedentes y es más bien una síntesis única de diferentes elementos que se encuentran en otros crímenes o genocidios, una síntesis hecha posible por su anclaje en el sistema social, técnico, industrial; en resumen, en la racionalidad instrumental del mundo moderno.

En varios aspectos, el debate sobre la singularidad del genocidio judío no hace más que volver a plantear, bajo una forma trágica, la pregunta formulada por Max Weber acerca de las raíces y el carácter universal del racionalismo occidental al comienzo del siglo XX, en la que profundizaron después Horkheimer y Adorno a la luz de Auschwitz. Weber y los filósofos de la Escuela de Francfort nos incitan a incluir Auschwitz en una propensión del racionalismo occidental a transformarse, dialécticamente, en dispositivo de dominación, luego en causa de destrucción del hombre. Poco antes de su muerte, Weber anunciaba el advenimiento de una “noche polar, glacial, sombría y dura” [Weber, 1988:559].9 Hoy podemos ponerle rostro a esta funesta prefiguración.

El reconocimiento de una singularidad de Auschwitz en el seno de la cultura occidental da pie a un corolario importante. Es por demás evidente que el genocidio judío, como acontecimiento, no es percibido con el mismo valor ante los ojos de un europeo, de un africano o de un asiático [Vidal-Naquet, 1995:288]. Esto no quiere decir que un japonés esté autorizado a ignorar Auschwitz o que un europeo podría quedarse indiferente frente al genocidio de las poblaciones de Timor Oriental (en este mundo, las responsabilidades de Occidente se extienden como un pulpo); pero quienes no desean reconocer esta banal constatación se exponen a las trampas de un viejo prejuicio eurocéntrico. En China, en Camboya o en Ruanda, una ortopedia humanista de la “marcha de pie”, según la feliz definición de Ernst Bloch, puede hacer uso de otros ejemplos más reveladores.

La singularidad de Auschwitz y el “uso público de la historia”

Considerar Auschwitz como un paradigma de la barbarie del siglo XX significa hacer de ella la vía de acceso a sus diferentes manifestaciones, y no objeto de un enfoque exclusivo. Esto último me parecería inaceptable tanto en el nivel ético, porque contribuye a jerarquizar, marginar y olvidar las víctimas de otras violencias (sin olvidar las víctimas no judías del nazismo), como en el plano epistemológico, porque una vez sacado el genocidio judío de su contexto histórico —el conjunto de las violencias del siglo—, llega a ser, a su vez, completamente incomprensible. Los ejemplos de las desviaciones de tal enfoque exclusivo son numerosos. Baste pensar en el historiador americano Bernard Lewis, para el que la unicidad de la Shoah es indiscutible, pero que duda del genocidio de los armenios perpetrado en el Imperio otomano en 1915.10 Se podría evocar también el debate suscitado por la guerra de Yugoslavia. Durante este conflicto el escándalo mayor, a los ojos de algunos, no eran tanto las depuraciones étnicas sino la presunción de los que osaron —equivocadamente— comparar dichas depuraciones con los crímenes nazis. Un mal uso del comparativismo ha revelado una sacralización asombrosa de la singularidad de la Shoah. Se trata de la tendencia, ya denunciada con fuerza por Arno Mayer, a erigir un culto privado de la memoria con el fin de hacer de él “un objeto de conmemoración, de lamentación y de interpretación restringida”, sustrayéndola de esta manera al “pensamiento crítico y contextual“ [Mayer, 1990:35]. Con una actitud mucho más digna, Marek Edelman, uno de los últimos sobrevivientes de la insurrección del ghetto de Varsovia, ha presentado estas recientes masacres como una victoria póstuma de Hitler [en Finkielkraut, 1995:261]. En el otro extremo del enfoque exclusivo, está la relativización apologética. La singularidad de Auschwitz ha sido puesta en duda con el fin de normalizar, si rehabilitar o no el pasado alemán, volviendo a legitimar una tradición ideológica y política que preparó el terreno para el advenimiento de Hitler. Es una tendencia perniciosa, cuyo portavoz más conocido es el historiador conservador Ernst Nolte, tras de quien hay toda una escuela y una parte de los media [Heinz, 1994:428-455]. Sus posiciones son bien conocidas. En su opinión, los crímenes nazis no fueron otra cosa que la réplica a los exterminios practicados por los bolcheviques, la matriz última y decisiva de todos los horrores del siglo XX. De ser así, a Hitler se le podría culpar de un exceso deplorable en el justificado esfuerzo histórico por defender a Alemania y Occidente de la amenaza comunista. Por esta razón su “guerra civil europea” no comenzó en 1914, con el hundimiento del antiguo orden imperial y el estallido de la Primera Guerra Mundial, sino en 1917, en el momento de la Revolución de Octubre. Desde esta óptica, Auschwitz se convierte en el subproducto de una torpe tentativa de imitar las torturas asiáticas de los Tcheka [Nolte, 1987a:33 y s].11

Una vez erigido Auschwitz como modelo de la violencia del siglo XX, cualquier comparación puede parecer una tentativa de empequeñecer su alcance o de amplificar la importancia de otros acontecimientos asesinos. Por una parte, la historiografía y la conciencia histórica no pueden prescindir del método comparativo; por otra parte, el comparativismo se expone siempre a los abusos de la instrumentalización política. Cuando el codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Joachim Fest, subrayó que no existe ninguna diferencia cualitativa entre las cámaras de gas nazis y “las liquidaciones en masa mediante un tiro en la nuca” [Fest, 1987:103] por el NKVD, el mensaje es claro: ¡dejen de señalar con el dedo a los alemanes, miren mejor lo que hicieron los comunistas rusos! Cuando un Instituto de Estudios Ucranianos publica un libro en el cual la hambruna de 1930-1932 se presenta como “un acto deliberado de genocidio” [Mace, 1986:141] comparable a la Shoah, el propósito de la argumentación también resulta claro: atraer la atención sobre un genocidio que en el seno de la opinión pública no ha obtenido el mismo reconocimiento que el “Holocausto”. Es evidente que no se pueden poner en el mismo plano estos dos tipos de relativismo, el primero proclive a banalizar y el otro a llamar la atención sobre un genocidio que a menudo es ignorado u ocultado.

En el contexto italiano, en el que otra disputa virulenta divide desde hace una veintena de años a los historiadores a propósito de la interpretación del fascismo, los papeles parecen invertidos. Aquí, el carácter pretendidamente incomparable de los crímenes nazis se ha convertido en un arma para rehabilitar el fascismo. Para Renzo De Felice, que ha librado una larga batalla con el fin de abandonar toda aproximación “viciada de antifascismo”, el régimen de Mussolini permanece “fuera del cono de sombra del Holocausto” cuya unicidad excluiría de cierta manera todo parentesco del nazismo con el fascismo italiano.12 Por el contrario, para el historiador antifascista Nicola Tranfaglia, hacer demasiado énfasis en la singularidad del genocidio judío tendría el riesgo de dejar en la sombra las afinidades esenciales que existen entre la Italia fascista y la Alemania nazi, perteneciendo los dos, a pesar de sus especificidades indiscutibles, a un mismo “modelo de fascismo europeo” [Tranfaglia, 1996:53-56]. Una subestimación así correría también el riesgo de hacer un paréntesis de los crímenes del fascismo italiano que, incluso, si bien no alcanzó los límites extremos del nazismo,

[…] rozó el genocidio en África, fue el cómplice activo del régimen hitleriano en la deportación de judíos y fue, como la dictadura alemana, un régimen antiliberal, antidemocrático, imperialista y belicoso, cruzado de tendencias racistas [Tranfaglia, 1995:670].

La comparación de estas dos disputas de historiadores, la una alemana y la otra italiana, muestra de manera bastante elocuente hasta qué punto la definición de la singularidad de Auschwitz puede ser objeto de un uso público de la historia, en la que el historiador está llamado a forjar una identidad nacional y una conciencia histórica en el presente a través de su interpretación del pasado.

Aunque argumentado de manera diferente, el hecho de negar o relativizar esta singularidad sirve, en un caso, para rehabilitar el pasado nazi, en el otro, para no banalizar el pasado fascista. Todos estos ejemplos muestran que el “relativismo histórico” puede asumir formas marcadamente distintas. Los que niegan la singularidad de Auschwitz no son todos revisionistas; en ocasiones sus partidarios pueden dar pruebas de una gran ceguera con respecto a otras violencias.

Los unos y los otros pueden instrumentalizar este episodio con fines dudosos. La mejor manera de preservar la memoria de un genocidio no es, desde luego, la que consiste en negar los otros, ni la que consiste en erigir un culto religioso. La Shoah tiene hoy sus dogmas —que es incomparable e inexplicable— y sus temibles guardianes del Templo. Reconocer la singularidad histórica de Auschwitz puede tener sentido sólo si ayuda a fundar una dialéctica fecunda entre la memoria del pasado y la crítica del presente, con el propósito de iluminar los múltiples hilos que relacionan nuestro mundo con el muy reciente, desde el cual, según las palabras de Georges Bataille, la imagen del hombre no podrá disociarse de la de una cámara de gas [1988(1947):228].

Notas:

1) traducción de Isabel Sancho García.

2) A esta misma conclusión llegó Alan Bullock [1993:445] en su biografía comparada de los dos dictadores del siglo XX.
3) Levi [1989:119] concluyó algo análogo. Sobre el exterminio como ”point fixe” del sistema nazi, véase Herbert [1997:234-236].
4) Ver también Werth [1997:228 y s], donde el autor subraya la función esencialmente productiva de los campos soviéticos, precisando que “la entrada en el campo no significaba, por regla general, un billete sin vuelta”. Según estimaciones de Werth, el goulag habría obtenido en 20 años un tercio de las víctimas de la colectivización forzada, cuya duración no fue superior a cinco años
5) Es importante recordar Hiroshima, porque este crimen prueba que las prácticas modernas de exterminio no son monopolio exclusivo de los regímenes totalitarios. Ver a este propósito el ensayo de Wolfgang Kraushaar [1993]. He abordado este tema en mi estudio “L’età barbara. Auschwitz e le violenze del ‘secolo breve’” [1996].
6) Este texto resume el proyecto del que Katz escribió en el primer tomo de The Holocaust in Historical Context [1994, t. I].
7) Un ejemplo clásico de esta aproximación es la de Yosef Haym Hierushalmi [1984].
8) Véase la correspondencia entre S. Friedländer y Martin Broszat con respecto a la historización del nacionalsocialismo, en Baldwin [1990:129]
9) Sobre Weber y Auschwitz véase Peukert [1989:120-121]. Ver también Traverso [1997:45-50].
10) Consultar Le Monde del 16 de noviembre de 1993. Ver sobre este tema Yves Ternon [1994].
11) Nolte ha presentado sus tesis en varios artículos que provocaron la querelle des historiens en Alemania a mediados de los años ochenta. Luego desarrolló y especificó sus tesis en el libro Der europäische Bürgerkrieg 1917-1945. Nationalsozialismus und Bolchewismus [1987b]
12) Véase sobre todo la introducción de R. de Felice en la penúltima edición de su obra, desde ahora, clásica, Storia degli ebrei italiani sotto il fascismo [1987]. Su afirmación a propósito de la exclusión de la Italia fascista del “cono de sombra del Holocausto” está contenida en una entrevista escandalosa publicada por Il corriere della Sera del 27 de diciembre de 1987 [Jacobelli, 1988:6]. Para una comparación entre el “revisionismo” de Nolte y el de De Felice, véase Schieder [1991, t. XVII:359-376].

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Cuicuilco, núm 31, agosto 2004

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Israel y la traición de la memoria de Auschwitz

Moshe Zuckermann

Durante demasiado tiempo, la política israelí ha instrumentalizado la singularidad de Auschwitz con fines políticos no relacionados.

El columnista de Haaretz, Gideon Levy, me ha ganado por la mano: en un artículo de opinión reciente titulado "De Auschwitz a Gaza, con una parada en La Haya", abordó un tema del que también quería hablar en mi propio artículo de opinión. Así que comenzaré citando las palabras de Levy.

"Benjamin Netanyahu no viajará a Polonia el próximo mes para la ceremonia central que marca el 80 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, por la preocupación de que podría ser arrestado sobre la base de la orden emitida en su contra por la Corte Penal Internacional en La Haya", escribe Levy. "Esta amarga y no tan sutil ironía de la historia proporciona una confluencia surrealista que era casi inimaginable antes de ahora: simplemente imaginar al primer ministro aterrizando en Cracovia, llegando a la entrada principal de Auschwitz y siendo arrestado por la policía polaca en la puerta, bajo el lema "Arbeit macht frei" ("El trabajo te libera").

Continúa: "El hecho de que de todos los lugares del mundo, Auschwitz sea el primero al que Netanyahu teme ir, grita simbolismo y justicia histórica". Levy continúa describiendo la imagen de "una ceremonia que conmemora el 80 aniversario de la liberación de Auschwitz" donde "los líderes mundiales marchan en silencio, los últimos supervivientes vivos marchan a su lado y el lugar del primer ministro del estado que surgió de las cenizas del Holocausto está vacio. Está vacio porque su estado se ha convertido en un paria, y porque es buscado por el tribunal más respetado que juzga a los criminales de guerra". Levy concluye: "Netanyahu no estará en Auschwitz, porque es buscado por crímenes de guerra".

Este "evento" es realmente paradigmático. Sin embargo, aunque es un hecho que alrededor de la mitad de la población israelí espera la muerte política de Netanyahu, que muchos también esperan que termine en prisión al final de su juicio, y que ha cometido tantos crímenes (dentro de las fronteras de Israel) que uno puede entender el odio popular hacia él (y su familia), el propio Netanyahu es solo un personaje secundario en el drama que describe Gideon Levy.

Las personas de bajo rango a menudo son culpadas cínicamente por errores y crímenes que realmente fueron causados o iniciados "en lo alto" del orden jerárquico. Hay un dicho muy conocido en Israel que señala con el dedo sarcástico a la jerarquía militar, hablando de culpar a "al que hace la guardia frente a la entrada del campamento militar".

Pero es una situación diferente cuando se condena una práctica social o política por la que no se puede castigar a toda una comunidad (como si fuera posible y se lograra gracias al consenso internacional en el caso del boicot del estado sudafricano del apartheid). En tales casos, el jefe de estado u otros funcionarios de alto rango son responsables como representantes simbólicos de todo el colectivo. Condenar a Netanyahu significa que Israel ha sido condenado.

Esto debe enfatizarse, porque la responsabilidad ministerial de los crímenes de guerra recae en las instituciones gobernantes, pero generalmente es de naturaleza más abstracta. Mientras tanto, la barbarie (física) del crimen ocurre "en el terreno". Como líder del gobierno, Netanyahu es responsable de las políticas que esboza y promulga y, por lo tanto, de la actitud resultante de los militares en la guerra actual.

Aunque se niega constantemente a aceptar cualquier responsabilidad, especialmente por el desastre del 7 de octubre, las órdenes que llevaron a los crímenes de guerra concretos no son necesariamente suyas. Hay que tener en cuenta algo más aquí. Lo que se ha visto en las operaciones de las FDI en la Franja de Gaza durante el último año es una brutalización extrema de las tropas de combate en acción, cuyos crímenes de guerra se han acumulado, y todavía se están acumulando, hasta tal punto que la gente pronto comenzó a hablar de un genocidio contra la población civil de la Franja de Gaza.

El debate sobre si esto constituye efectivamente genocidio debe dejarse para otra ocasión; la disputa que ha estallado sobre esto solo distrae de la sustancia del asunto: a saber, la barbarie conspicua del ejército israelí y sus acciones en la guerra. Basta con centrarse en la acumulación de crímenes de guerra para entender que algo se ha manifestado en esta guerra que va mucho más allá de la persona de Netanyahu. Una forma de llevar a cabo el combate se ha convertido en la norma que ha convertido un número inconcebible de civiles muertos y heridos, en su mayoría mujeres, niños y ancianos, en "una cuestión de curso", junto con una monstruosa devastación de la infraestructura y la destrucción de instalaciones civiles vitales.

En un artículo que escribí recientemente sobre la investigación del Dr. Lee Mordechai de la Universidad Hebrea de Jerusalén, señalé que la acusación de cometer crímenes de guerra ha sido probada durante mucho tiempo y que nadie podrá afirmar después que no lo sabía. El hecho de que los principales medios de comunicación estén ocultando los informes de la barbarie practicada en nombre de la gente del país, prácticamente encubriéndolo, no se puede aceptar como una explicación del silencio público sobre los crímenes: aquellos que quieren saber pueden averiguarlo todo. Por supuesto, uno debe querer saberlo.

Tampoco la "justificación" de invocar los crímenes de guerra contra los judíos israelíes cometidos en el pogromo del 7 de octubre tiene ninguna base aceptable si uno rechaza la noción de que es legítimo poner al ejército al servicio de impulsos colectivos de venganza y represalias. El asesinato de niños por un ejército (como "daño colateral") no puede ser "reparado" por un daño sufrido anteriormente. Esto es aún más indignante a medida que los efectos crecen hasta una desproporcionalidad tan impactante.

Lo que es más llamativo que cualquier otra cosa es la satisfacción, el sadismo y el vil placer de dañar a otros por parte de los soldados, en una masacre que no parece querer terminar. El 7 de octubre ha sido relegado a la permisividad de la destrucción excesiva y la eliminación de vidas sin reparos. Es cierto que en ninguna guerra de la historia los soldados en el campo de batalla han demostrado ser modelos de humanidad. Como escribió Brecht en la Ópera de Tres Centavos, "las tropas viven bajo el trueno del cañón" y cuando se encuentran con el enemigo "los cortan en tartar de carne de res".

Para la población civil del enemigo, la situación se vuelve particularmente horrible cuando los bombarderos modernos se despliegan a gran escala. Pero las cosas que podrían ser explicables en el campo de batalla, de acuerdo con la lógica interna de lo que siempre ha sido la esencia de la guerra -la legitimación de la desinhibición completa en la matanza y devastación de las condiciones de vida materiales-, solo pueden estremecernos cuando es evidente que toda una comunidad apoya los crímenes de su ejército nacional.

Lo poco que la población israelí ha aprendido sobre los horrores de la situación real en Gaza ha sido (y todavía es) rechazada con una indiferencia aterradora como falsa, como una exageración, como una propaganda insidiosa del otro lado, o se racionaliza arrogantemente al culpar de la guerra a los propios residentes de Gaza ("ellos la iniciaron"); o se descarta con la admisión abierta de no poder sentir ninguna compasión por ellos.

Tanto la brutalización de los soldados como la indiferencia de la población civil israelí provienen de la deshumanización de los palestinos, que se ha llevado a cabo incesantemente y durante mucho tiempo. Cincuenta y siete años de la barbarie de la ocupación y el olvido persistente del conflicto israelí-palestino en la agenda política de Israel y el mundo (llevado a cabo principalmente por Netanyahu en el escenario internacional) han demostrado su inevitable efecto. Para la mayoría de los judíos israelíes, la vida humana palestina no vale mucho; aún menos después del 7 de octubre, y menos aún cuando se trata de los habitantes de Gaza, casi todos los cuales son etiquetados como "terroristas de Hamas" por el actual gobierno israelí.

No se puede justificar ninguna comparación entre la catástrofe de Gaza y Auschwitz, algo que Gideon Levy también rechaza en su artículo. Pero ese no es el punto. Durante demasiado tiempo, la política israelí ha instrumentalizado la singularidad de Auschwitz con fines políticos no relacionados. Como ya debería haber sido obvio, uno no puede extraer lecciones de la Shoah, ni siquiera del postulado ideológico de lo necesario que era crear un "refugio para el pueblo judío".

En todo caso, el único mensaje abstracto que podría extraerse de la Shoah sería el principio rector de una sociedad comprometida a minimizar, si no hacer imposible, que los seres humanos continúen produciendo víctimas humanas. Esto podría ser lo que Walter Benjamin quiso decir con el "poder mesiánico débil" que cada generación viva tiene en relación con las generaciones pasadas.

Y es precisamente en este punto que la horrenda traición que Israel ha cometido contra la memoria de Auschwitz (no solo en esta ocasión, sino esta vez con una desproporcionalidad que él mismo ha elegido) se hace obvia. Y en él, más que en cualquier otro lugar, se encuentra la naturaleza aterradora del símbolo de que el primer ministro israelí no asistirá a la ceremonia de conmemoración del 80 aniversario de la liberación de Auschwitz porque teme ser arrestado como el criminal de guerra que es, como representante de Israel.

https://ilmanifesto.it/israele-e-il-tradimento-della-memoria-di-auschwitz

firma la editorial conjunta publicada esta semana por las revistas de izquierda francesas Regards y Politis.
Doctor por la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, ocupa actualmente la cátedra Susan y Barton Winokur de Humanidades en la Universidad Cornell de Nueva York. Su trabajo de los últimos 30 años ha abordado las guerras mundiales, el fascismo, los genocidios, las revoluciones y la memoria colectiva. Algunos de sus trabajos más celebrados son La historia desgarrada: ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, La violencia nazi: una genealogía europea, Los judíos y Alemania: ensayos sobre la «simbiosis judío-alemana», A sangre y fuego: de la guerra civil europea (1914-1945), El final de la modernidad judía: historia de un giro conservador, La historia como campo de batalla: interpretar las violencias del siglo XX, entre otros. Este año publicó Gaza ante la historia (Akal, 2024).
Sociólogo israelí, profesor emérito de Filosofía e Historia de la Universidad de Tel Aviv.
Fuente:
https://regards.fr/la-lettre-de-regards-et-politis-du-24-janvier/
Traducción:
Enrique García

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