Loren Balhorn
27/03/2024Hace diez años, la UE se opuso con todas sus fuerzas a un resurgimiento de la izquierda. Hoy contempla un auge de la derecha.
Desde la invasión de Ucrania como muy tarde, un nuevo viento de patriotismo europeo sopla en la UE. Fuertemente unidas por una amenaza militar inmediata, las clases políticas europeas vuelven a caminar por el mundo con la espalda erguida, después de años caracterizados por crisis económicas, convulsiones políticas y la salida del Reino Unido de la UE.
El ataque ruso y el auge de los partidos populistas de derechas, con fake news incluidas, dejan claro que, como dice la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, necesitamos una "Unión más audaz" que luche "decidida y solidariamente" por la democracia "día tras día".
Pero detrás de las palabras fuertes, la democracia europea es bastante débil. En las últimas elecciones de la UE en 2019, la participación electoral superó el 50% por primera vez en veinte años. En muchos Estados miembros fuera del núcleo de países centrales de la Unión, alcanzó el 30% en el mejor de los casos.
Aunque las organizaciones “paraguas” europeas de partidos políticos, sindicatos y organizaciones de la sociedad civil se han convertido desde hace tiempo en la norma, "Europa" sigue siendo una empresa extremadamente cargada de cúpulas. Aunque la libertad de circulación dentro de Europa ha aumentado la movilidad de las personas, especialmente de los trabajadores, apenas se ha formado una opinión pública europea, por no hablar de un demos europeo, fuera de los círculos elevados y los medios de comunicación dominantes.
El único ámbito de la Unión en el que la Unión parece funcionar realmente es el de los mercados. Desde la fundación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero hace casi 75 años, la unidad europea se ha basado en la presunta armonización de los intereses económicos en forma de mercados comunes. Y, al menos desde el punto de vista de los empresarios, ha sido un buen negocio, como demuestran el crecimiento constante del PIB del continente y el disparado aumento del número de millonarios y multimillonarios. Pero, ¿puede un mercado común por sí solo -aunque esté equipado con los sistemas de armamento "Made in EU" de von der Leyen- mantener unido a un continente?
No
A mediados de la década de 2000, el politólogo Peter Mair publicó un notable estudio sobre la UE. Como parte de una investigación más amplia de una tendencia que él señaló como el "socavamiento de la democracia occidental", abordó la UE como un proyecto político que fue "construido como una esfera protegida en la que la formulación de políticas puede sustraerse a las obligaciones de la democracia representativa". Así pues, si bien la UE no es "antidemocrática" en la medida que está abierta a la consulta con grupos de presión, la sociedad civil, los sindicatos y similares, es claramente "no democrática" e incapaz de "operar dentro de las convenciones y modalidades familiares de la gestión de gobierno representativa".
Para el análisis de Mair es determinante que la UE tenga dos "canales de representación" políticos superpuestos: por un lado, el Parlamento Europeo, elegido pero en gran medida sólo consultivo y, por otro, los gobiernos nacionales, quienes ocupan por designación la mayoría de los puestos clave de las instituciones europeas.
Paradójicamente, las cuestiones relativas a la "institucionalización" concreta de la Unión se debatieron sobre todo en el Parlamento Europeo, aunque éste no tenga en absoluto competencias para modificarlas. Al mismo tiempo, las cuestiones de "profundización" - hasta qué punto las instituciones europeas deberían poder intervenir en los respectivos Estados miembros - fueron debatidas predominantemente a nivel nacional, a pesar de que es precisamente ahí donde se requeriría la autoridad del Parlamento Europeo. Como resultado, concluyó Mair, "las decisiones de ambas vías son cada vez más irrelevantes para los resultados del sistema". Los ciudadanos y las ciudadanas van a votar, se forman gobiernos, pero los marcos políticos fundamentales en los que operan estos gobiernos ya no los deciden ellos, sino las instituciones a las que se han comprometido por tratado.
Mair no vivió para ver la explosión del llamado populismo, pero probablemente se habría sentido confirmado en sus afirmaciones. Apenas diez años después de la publicación de su estudio, Syriza, una fuerza socialista, llegó repentinamente a ser responsable del gobierno en Grecia. El programa de Syriza incluía un aumento significativo del gasto social y las inversiones, rebajas fiscales para las rentas bajas e incluso una especie de garantía para la vivienda. Incluso fuera de tiempos de crisis, el programa habría sido ambicioso.
Pero frente al poder concentrado de las instituciones europeas, el partido demostró ser incapaz de mantener su posición ni siquiera durante unos meses. Syriza podía aprobar tantas leyes como quisiera, pero no si Grecia quería seguir formando parte de los Mercados Unidos de Europa en torno a los cuales había crecido su economía en los últimos cincuenta años. Sus aliados en otros países de la UE podían aplaudirles desde la barrera, pero no mucho más.
Syriza no fue el único experimento de gobierno de izquierdas, pero sí el más desastroso y, por tanto, el más memorable. A otros gobiernos con participación de la izquierda no les fue tan mal, pero no se enfrentaron a las mismas decisiones existenciales que Syriza. Al haber llegado a un callejón sin salida estratégico, las tensiones dentro de la izquierda aumentaron. En Francia, España y Grecia, los partidos que impulsaron la revuelta de la década de 2010 se volvieron contra sí mismos y se escindieron. En Alemania, esta revuelta no se produjo, pero el partido que habría querido liderarla también se desmembró el pasado otoño.
Mientras tanto, las estructuras europeas de la izquierda, que nunca han sido particularmente activas, luchan por ser escuchadas públicamente. Nadie -ni siquiera los pocos partidos que se están resistiendo a la tendencia negativa, como los comunistas austriacos o el Partido Laborista belga- ha encontrado todavía el camino para imponerse políticamente a los mercados en un Estado miembro de la UE.
Los enemigos de mis enemigos no son mis amigos
Los partidos de derechas, en cambio, han hecho notables progresos políticos en los últimos años. En agudo contraste con los ataques a los que fue sometida Syriza cuando llegó al gobierno en 2015, Giorgia Meloni, una política con probados antecedentes políticos neofascistas, fue bienvenida a las ciudadelas del poder europeo, aunque a regañadientes.
Esto no debería sorprender: después de todo, un programa de extrema derecha, cuando se le suavizan sus aristas nacionalistas y antifederalistas más afiladas, es conciliable en términos generales con los intereses de las élites económicas. Puede que no sea la opción preferida de la mayoría del lado de los empresarios, pero es mejor que dejar el poder en manos de fuerzas impredecibles que podrían intentar regular el mercado laboral, o algo peor.
Alemania destaca, en comparación con otros países europeos, por el hecho de que su partido de extrema derecha en ascenso no se ha moderado políticamente hasta ahora -sino más bien todo lo contrario - mientras se acerca su participación en el gobierno. Ahora existe una posibilidad muy real de que una organización de extrema derecha como la AfD pueda tomar parte en varios gobiernos estatales en los próximos años. No sin razón, más de un millón de personas han salido a la calle contra esta posibilidad en los últimos meses.
Muchas fuerzas que se habían opuesto al centro político se ven ahora obligadas a defender ese mismo centro frente a oponentes situados más a la derecha, en parte porque sus propios intentos de desafiar al establishment no han tenido éxito. Los activistas de izquierdas que protestan junto a los principales políticos de la CDU y el SPD contra las consecuencias sociales de sus propias políticas son un blanco fácil para el ridículo. Pero en la misma situación contradictoria se encuentran también todos los partidarios de Melénchon que votaron a Macron en 2022 para evitar a Le Pen o aquellos miembros de la oposición polaca que apoyaron a Donald Tusk a pesar de su programa neoliberal y su retórica a veces xenófoba para deshacerse por fin del odiado Gobierno del PiS.
A veces parece que no hay alternativa a aliarse con las élites liberales. Pero esto es como "confiar a un grupo de pirómanos la dirección de los bomberos", en palabras de los politólogos Arthur Borriello y Anton Jäger. Aunque consigan apagar los fuegos que alimentan el populismo de derechas, es sólo cuestión de tiempo que provoquen otro incendio y el ciclo comience de nuevo, normalmente con un éxito cada vez menor para los liberales. Por ello, las fuerzas socialistas deben esforzarse siempre por oponerse a este ciclo desarrollando ofertas políticas independientes más allá de los partidos de centro.
No hay vuelta atrás en la UE
El aparente callejón sin salida de la izquierda y el ascenso aparentemente imparable de la derecha remiten a la realidad de fondo de la Europa posterior a 2015: el poder indiscutido del capital, tanto en la economía como en la política. La oleada de protestas masivas y los éxitos electorales de la izquierda en la década de 2010 han resultado en cada caso insuficientes para desafiar de forma sostenible este poder, mientras que la derecha está canalizando su "populismo" más allá de los intereses sensibles del capital hacia las cuestiones de la migración y la guerra cultural (Kulturkampf)
Incluso los programas de gasto e inversión de la UE, adoptados en respuesta a las más recientes crisis y que han llevado a algunos a especular prematuramente sobre la muerte del neoliberalismo en la Unión, son de hecho una expresión de este poder. Ya se trate del programa coyuntural "Next Generation" o de la suspensión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, estas medidas se presentan sistemáticamente como excepciones para garantizar la estabilidad a largo plazo de la norma. Pero aunque señalen una modesta apertura de la política fiscal, faltan fuerzas políticas capaces de transformarla en un cambio de rumbo fundamental.
Los partidos de izquierda se encuentran actualmente en horas bajas y no estarán en condiciones de desafiar el poder de los mercados ni siquiera después de las próximas elecciones europeas. Sin embargo, esto no les exime de la obligación de pensar fundamentalmente en cómo podría funcionar esto de principio. En cualquier caso, la experiencia griega ha demostrado cómo no funciona.
En el caso de futuros gobiernos de izquierdas en la UE (si es que los hay), mucho dependerá de si surge una alianza de Estados miembros capaz de renegociar los tratados y dar a la Unión al menos un carácter socialdemócrata de izquierdas. Si esto no es posible, la única opción sería salir de la eurozona, lo que podría abrir un margen de maniobra considerable en materia de política económica para los distintos países a largo plazo, pero traería consigo inmediatamente enormes desafíos económicos que nadie parece actualmente capaz de superar.
Por lo tanto, no hay forma de eludir la UE para un proyecto socialista a medio y largo plazo. Sin embargo, no puede persistir dentro de su marco. El factor decisivo será hasta qué punto sea posible forjar alianzas sociales en los propios Estados miembros que puedan contrarrestar el inminente giro a la derecha y los balbuceos del centro con algo sustancial. Sólo cuando la correlación de fuerzas sobre el terreno -en las calles y en los parlamentos nacionales, pero sobre todo en el mundo laboral- parezca significativamente diferente, las consideraciones sobre una "Europa diferente" de cualquier tipo podrán ser algo más que ilusiones.