Los ‘errores’ de Benedicto XVI

Gerardo Pisarello

Jaume Asens

14/11/2010


En ocasión de su viaje a Edimburgo, en setiembre pasado, el papa Benedicto XVI cargó contra el “extremismo ateo del siglo XX” y lo responsabilizó por el advenimiento de tiranías que, como el nazismo, “pretendían erradicar a Dios de la sociedad”. Poco después, horas antes de aterrizar en Barcelona, denunció la irrupción de un anticlericalismo y de un secularismo “fuerte y agresivo, como se vio en los años treinta”, e instó a “reevangelizar a España”. Algunos comentaristas han querido minimizar estas declaraciones, atribuyéndolas a un simple error o a un mal entendido. No obstante, todo mueve a pensar que el jefe de la Iglesia católica sabe bien lo que dice y que sus palabras encierran una provocación inaceptable desde una perspectiva laica y pluralista.

De entrada, la invocación de Hitler para descalificar a quienes no comparten sus creencias se parece mucho a la operación de quien pretende hace de un buen ataque su mejor defensa. Pero el argumento es poco convincente. Hitler era católico apostólico de bautismo, nunca presumió de ateo y, por el contrario, muchas de sus víctimas si lo fueron. Ya en su Mein Kampf, después de oír la noticia del estallido de la Primera Guerra Mundial, escribió: “caí sobre mis rodillas y di gracias al Cielo con todo mi corazón por el favor de haberme permitido vivir en este tiempo”. Años después, en 1922, en un discurso en Baviera, insistió en que su fe cristiana constituía un antídoto contra “el veneno judío”. Y en 1933, en Berlín, remató la cuestión declarando que lo que pretendía erradicar no era a Dios sino a lo que llamó el “movimiento ateo”.

Por otro lado, la reductio ad Hitlerum pasa por alto otras cuestiones que conviene no olvidar. Ante todo, la propia complicidad de la Iglesia católica con dictaduras como la de Mussolini, que le cedió tres kilómetros cuadrados del centro de Roma a cambio de su apoyo al régimen. Pero también el hecho, excusable pero no inexistente, del paso fugaz de un Ratzinger adolescente por las juventudes hitlerianas.

Naturalmente, la complicidad de las jerarquías eclesiásticas con regímenes fascistas no oculta que también numerosos cristianos fueron víctimas de los mismos. Con todo, estas víctimas fueron a menudo abandonadas a su suerte e incluso culpabilizadas por la propia jerarquía católica, como ocurrió, por ejemplo, con no pocos cristianos de base aniquilados por dictaduras como las de Videla, en Argentina.     

Este sesgo histórico también está presente en el intento de Ratzinger de utilizar las luchas anticlericales de la II República como arma arrojadiza contra las posturas laicistas de hoy. Aquellas luchas, en efecto, comportaron a menudo actos enconados contra la Iglesia católica. Pero no pueden presentarse como si hubieran surgido de la nada o fueran simplemente irracionales. Ya en 1870, los obispos se opusieron cerrilmente al reconocimiento de uniones civiles con el argumento de que suponían “la legalización del concubinato universal”. Poco después, cuando el proyecto de constitución de la I República intentó consagrar la separación entre Estado e Iglesia, esta última se convirtió en un poderoso freno a la democratización social y cultural y fue una  pieza clave del corrupto y autoritario régimen monárquico posterior.

El pecado imperdonable de la II República fue pretender poner un límite a los privilegios que el clero católico y sus socios políticos venían defendiendo con uñas y dientes: desde el reconocimiento de un estatuto especial para la Iglesia, hasta el reforzamiento de la enseñanza religiosa, pasando por la plena conservación de sus bienes materiales y la continuidad de las subvenciones estatales. Sin ser expresión de las versiones laicistas más radicales, la Constitución de 1931 procuró contener aquel embiste: prohibió el mantenimiento económico de las iglesias, decretó la disolución de algunas órdenes religiosas –como los jesuitas- y prohibió al resto adquirir bienes y ejercer la enseñanza. Las propiedades del clero pasaron a ser objeto de fiscalización estatal, y excepto autorización gubernativa, se abolió el culto público.

Naturalmente, poco y nada en la política gubernamental actual evoca semejante programa laicista. Es más, cuando Ratzinger apunta contra el secularismo de los años 30, no sólo silencia el estrecho vínculo entre Iglesia y poder que explica su surgimiento. También calla la furibunda reacción eclesiástica frente al mismo y su abierta complicidad con los casi 40 años de dictadura nacional-católica que vinieron luego.

El franquismo, en efecto, reparó sobradamente a la Iglesia por las agresiones sufridas. El Concordato de 1953, apenas alterado tras la transición, le garantizó exenciones fiscales, subvenciones de toda clase y una incidencia desmesurada en la educación o el ejército. Su poder se hizo sentir también durante la elaboración de la Constitución de 1978, cuando los sectores católicos presionaron con denuedo para que la financiación de la educación religiosa se blindara como derecho fundamental. Esa presión explica que el artículo 16 renunciara a la consagración de un Estado laico, reconociendo la aconfesionalidad pero previendo, al mismo tiempo, el establecimiento de relaciones especiales de cooperación con la Iglesia católica.

A la luz de este relato, no extraña tanto que la jerarquía católica siga militando en, en pleno siglo XXI, por mantener viva la memoria de los vencedores de la guerra civil, humillando así a las millares de familias de creyentes y no creyentes asesinados por la dictadura. Que Ratzinger exhume el espantajo del “anti-clericalismo agresivo”, ocultando la genealogía de un nacional-catolicismo más furioso aún, justifica las simpatías que la Iglesia oficial cosecha entre la derecha política o entre la familia Real. Pero torna inexplicable la condescendencia que otros partidos de la izquierda exhiben hacia ella, pensando que con ello aplacarán su afán de interferencia en la vida pública.

Lejos de exhibir una actitud de autocrítica y de renovación similar a las que supusieron el Concilio Vaticano II o el papado de Juan XXIII, la Iglesia oficial de las últimas décadas parece enquistada en posiciones cada vez más reaccionarias y excluyentes. El propio Ratzinger, de hecho, ya había ejercido de azote de las posiciones más aperturistas cuando se desempeñó como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, una versión modernizada del funesto Santo Oficio de la Inquisición. De ahí que, durante su visita a Barcelona, no haya pronunciado mea culpa alguno por el apoyo de la jerarquía eclesiástica a dictaduras de diverso tipo, por la persecución injusta de cristianos solidarios con la suerte de las clases populares, como los vinculados a la teología de la liberación, o por la hipócrita y dañina conducta sexual de muchos de sus pastores. Todo lo contrario: el desmesurado apoyo brindado por las instituciones públicas le ha servido de plataforma para lanzar una enésima soflama contra las obsesiones patológicas del laicismo: la defensa de los derechos reproductivos de las mujeres, de las uniones sexuales “anti-naturales” o de la racionalidad científica.

Estas declaraciones no provienen de un artista o de un intelectual provocador. Son pronunciadas por el máximo representante de una institución que, a pesar de perder cada vez más feligreses, goza de privilegios que sublevarían los ánimos tratándose de otras confesiones. El laicismo blando del gobierno del PSOE, de hecho, se ha mostrado plenamente compatible con un trato de favor que –sea por convicción, sea por simple cálculo electoral- no ha hecho sino incrementarse en los últimos años. Quienes profesan otras creencias religiosas, y llegan incluso a ser estigmatizados por ello, tienen todo el derecho a sentirse discriminados. Quienes no profesan ninguna, y ven cómo los recursos públicos se utilizan para impedir la imparcialidad estatal en la materia, también. No hay que engañarse: al decir lo que dice, Benedicto XVI no comete error alguno. El error es que unas instituciones supuestamente democráticas contribuyan a otorgar a su visita y a sus declaraciones un aura de asunto de Estado y de respetabilidad que no merecen.

Gerardo Pisarello es jurista y miembro del Consejo de Redacción de Sin Permiso. Jaume Asens es jurista y ambos pertenecen al Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona


Fuente:
www.sinpermiso.info, 14 de noviembre de 2010

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