Gerardo Pisarello
Jaume Asens
31/03/2013El intento del Partido Popular de vincular a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) con ETA y con el nazismo ha resultado un fracaso. La operación ha sido tan burda que ni siquiera ha conseguido convencer a algunos aliados usuales en estas campañas de miedo y orden. Estos sectores se han mostrado dispuestos a discutir sobre las líneas rojas que ninguna protesta social debería traspasar. Pero se han negado a aceptar que cualquier protesta incómoda pueda hacerse pasar sin más por coacción, violencia, o peor, terrorismo. Esta reacción puede considerarse uno de los grandes éxitos de la PAH: haber conseguido que el escrache del poder contra las familias desahuciadas y endeudadas aparezca como un peligro más temible que el que se intenta atribuir a estas últimas. Con todo, no se trata de un triunfo definitivo. Por un lado, porque a pesar del rechazo de las tesis del gobierno, existe un sector social significativo que considera que el escrache o señalamiento público es un error. Que se trata de un ejercicio inadmisible de coacción sobre cargos electos que abre las puertas a prácticas que serían difíciles de justificar en otros casos. Por otro, porque la alianza entre poder político y poder económico-financiero que ha perpetrado la estafa de las últimas décadas está cada vez más deslegitimada, pero conserva espacios decisivos de poder. Y ha quedado claro que los utilizará sin miramientos para desplazar la atención o para criminalizar cualquier reclamo que considere amenazador.
Los escraches de la PAH como legítimo ejercicio de la libertad de crítica
Se ha dicho mucho en la última semana acerca de la legitimidad del escrache. Pero a menudo se ha tratado de un juicio abstracto, que prescinde tanto de las razones de la PAH como del contexto concreto que lo origina. Como es sabido, esta modalidad de protesta nació en Argentina con un doble objetivo. Por un lado, dar respuesta a la falta de actuación estatal en el esclarecimiento de los crímenes cometidos durante la dictadura. Por otro, hacer visibles en el espacio público a quienes, beneficiándose de dicha impunidad, pretendían pasar inadvertidos. Si se compara la situación argentina con la española, se detectan diferencias evidentes. Parece excesivo, por ejemplo, comparar las desapariciones y asesinatos masivos provocados por la dictadura argentina con el genocidio financiero simbólicamente denunciado por la PAH. Del mismo modo, puede resultar desmedido equiparar a los responsables de crímenes de lesa humanidad con los miembros de un gobierno o de un grupo parlamentario que se niega a aprobar una iniciativa legislativa popular.
Dicho esto, las similitudes tampoco pueden minimizarse. A diferencia de Argentina, es verdad, el caso español no admite hablar de genocidio. Pero sí de una vulneración generalizada y persistente de derechos que no puede equipararse a un reclamo de privilegios o a un capricho aislado. En el origen del escrache convocado por la PAH hay una situación objetiva de violación de derechos fundamentales que no perjudica a un grupo restringido de personas, sino a miles de familias. Muchas de ellas han sido víctimas de prácticas que, según la ONU y el Tribunal de Luxemburgo, habrían hecho las delicias de Gobseck, aquel personaje de palidez lunar en el que Balzac inmortalizara a todos los usureros del mundo. Muchas de ellas, también, han perdido sus casas, han tenido que cargar con deudas inasumibles y se han visto expuestas, junto a sus hijos, a actuaciones vejatorias que incluyen el acoso y la amenaza de las entidades financieras y la violencia policial. En ocasiones, estas actuaciones han generado en las víctimas enfermedades graves o las han inducido al suicidio. Es cuando menos banal, pues, situar los escraches contra la estafa inmobiliaria al mismo nivel que otras como las protestas contra la prohibición de las corridas de toros o de las drogas. Unas y otras, en efecto, son legítimas. Pero solo en el primer caso se está ante una situación de ilegalidad estructural, de vulneración generalizada y persistente de derechos básicos.
El juicio sobre el escrache tampoco puede obviar la sostenida inacción y falta de respuesta por parte de los principales poderes del Estado. A diferencia de otros movimientos de desobediencia civil, la PAH ha agotado prácticamente todas las instancias institucionales en busca de una solución concreta al drama de las personas afectadas. Ha llevado sus demandas a defensorías del pueblo y tribunales ordinarios. Ha conseguido mociones favorables de decenas de ayuntamientos. Ha impulsado negociaciones con todas las entidades financieras. Sin embargo, una y otra vez se ha topado con la inacción o el bloqueo de los órganos con mayor capacidad para decidir: el gobierno, el parlamento y el propio Tribunal constitucional (cuya pobre actuación en la materia sería en parte corregida por el Tribunal de Luxemburgo). Cuando por fin la PAH se decidió a encabezar una iniciativa legislativa popular (ILP) contra los desalojos, en defensa de la dación en pago retroactiva y del alquiler social, los obstáculos no fueron menores. A pesar de ello, consiguió más de un millón y medio de firmas y forzó a un PP reticente a admitir a trámite su propuesta. Dicha admisión, con todo, no supuso una súbita conversión del gobierno. En todo momento, este mostró que no estaba dispuesto a torcer su política favorable a las entidades financieras (puesta de manifiesto, ya, con el impulso de un Código de Buena Conducta basado en la autorregulación de la banca o con la creación del llamado Banco Malo). Por el contrario, a poco de admitida a trámite la ILP, aceleró, con el apoyo de UPyD, una drástica reforma en materia de arrendamientos urbanos que condena a la indefensión y al desalojo a quienes (mal)viven del alquiler.
Es en este contexto, justamente, en el que la PAH se planteó recurrir al ejemplo utilizado por los HIJOS argentinos para contrarrestar la impunidad de los crímenes de la dictadura. Para ello, propuso llevar adelante una campaña de señalamiento público de los diputados que desvirtuaran el contenido de su propuesta de mínimos. La idea era arriesgada, pero no carecía de lógica. Los diputados y senadores, incluidos los del PP, tienen buena cuota de responsabilidad en la falta de respuesta a una situación de vulneración estructural de derechos constatada por órganos locales y por distintas instancias internacionales. Después de todo, son los que han producido y los que mantienen las reglas que hacen posible dicha situación. Sin embargo, apenas responden por estas violaciones a título individual. Amparados en la disciplina de partido, viven en un confortable anonimato decisorio. La inmensa mayoría de la población no conoce sus nombres ni cómo votan. Las protestas ciudadanas no los afectan en términos personales. Y a diferencia de lo que ocurre en otros países, sus mandatos ni siquiera pueden ser revocados por la ciudadanía.
Esta falta de responsabilidad individual, sumada a la existencia de una situación límite de vulneración de derechos, obliga a los cargos electos a soportar un escrutinio más severo que el resto de personas. Incluso fuera del parlamento. Muchas veces, este escrutinio incisivo, enérgico, es la única manera de sortear el bloqueo mediático y de informar y de hacer públicas actuaciones que de otro modo permanecerían ocultas o impunes.
Así concebido, no hay muchas dudas de que el escrache está amparado por la libertad de crítica, de reunión y de manifestación. Esto no quiere decir, naturalmente, que no esté sujeto a límites. La violencia física, la intimidación grave y el insulto personal, por ejemplo, son actuaciones que no cuentan con cobertura legal. Pero ni los poderes públicos pueden invocar coacción y violencia cada vez que se los incomode, ni toda protesta ilegal merece el mismo reproche. La ONU y el Tribunal europeo de derechos humanos han insistido en este punto repetidamente. La libertad de expresión y manifestación no se limita a proteger la crítica educada o la que no molesta. Tutela también, y sobre todo, la que puede ofender, resultar ingrata o perturbar. Enviar correos electrónicos a un diputado, tocar el timbre de su casa para dejarle una carta o gritarle consignas hirientes, pero no estrictamente personales, sino con finalidades políticas, puede causar molestias. Pero forma parte de las cargas que ha de aceptar en un régimen que se pretenda democrático. Sobre todo, como se apuntaba antes, cuando: a) existe una vulneración grave y sistemática de derechos; b) los poderes públicos no han hecho el máximo de esfuerzos para dar una respuesta adecuada; y c) quienes protestan son colectivos en situación de vulnerabilidad que carecen de fuerza para hacerse oír en el espacio público o que no pueden contrarrestar la capacidad de otros actores privados, como los bancos, para acosar efectivamente a las instituciones.
Que el escrache, así concebido, pueda estar justificado, no quiere decir que no tenga que respetar la existencia otros derechos (a la intimidad o a la integridad física y moral, por ejemplo). Pero incluso si no lo hace, eso no autoriza, jurídicamente, a descargar sobre él cualquier sanción penal. Y menos aún a identificarlo con actos de terrorismo. Hay actuaciones violentas y coercitivas que, con el Código Penal en la mano, pueden ser una falta, pero no un delito (como arrojar una tarta o un huevo). O que pueden ser delitos, pero delitos leves o con atenuantes derivados, precisamente, de la situación límite de las propias víctimas. El escrache, así, puede aparecer como una medida extrema. Pero en términos jurídicos es una variante de la libertad de crítica, esencial para remover la impunidad de hechos potencialmente delictivos como las estafas hipotecarias y para asegurar la existencia de una esfera pública e informada. Como ocurre con todo acto de protesta, puede invadir otros derechos. Pero esto no torna admisible ni su demonización preventiva ni su criminalización indiscriminada. Estas respuestas punitivas, en realidad, son más peligrosas que el propio escrache, ya que comportan un uso arbitrario, no de cualquier poder, sino del poder represivo del Estado.
La tosca respuesta criminalizadora del gobierno
La perspectiva de que la criminalización abusiva es un peligro mayor que el propio escrache, ha presidido buena parte de las reacciones de la última semana. Esta reacción es inseparable del tosco intento de vincular a la PAH con actuaciones nazis o filo-etarras realizado por algunos medios conservadores y por dirigentes del PP como Esteban Fernández Pons o Cristina Cifuentes. Con todo, no solo la derecha clásica se ha adentrado en esta vía. La diputada de UPyD, Rosa Díez, también se sumó al símil nazi y anunció que ni cedería al chantaje ni aceptaría que la democracia asamblearia sustituya al voto emitido por los ciudadanos en las urnas. Estas declaraciones revelan una memoria muy frágil. Por un lado, porque la propia Rosa Díez participó en el pasado en escraches contra miembros del gobierno vasco. Por otro, porque al fin y al cabo la ILP de la PAH consiguió muchos más avales casi 300.000 que los votos obtenidos por su formación en las últimas elecciones. Intelectuales afines a este espacio político, como Fernando Savater, tampoco tardaron en sugerir que la PAH se estaba pareciendo demasiado a los borrokas, una apreciación presente, con matices, incluso entre dirigentes del propio PSOE.
Si el intento de vincular a ETA a toda protesta social embarazosa suele ser un recurso burdo en la mayoría de contextos, en este caso generó especial rechazo. La actuación del gobierno fue rápidamente condenada por un comunicado firmado por el Observatorio DESC, la Federación de Asociación de Vecinos de Barcelona, la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados, la organización cristiana Justicia y Paz, el Instituto de Derechos Humanos de Catalunya y otras organizaciones de defensa de los derechos humanos del resto del Estado. También la asociación Jueces para la Democracia (JpD) manifestó que resultaba tremendamente censurable que se utilicen hechos tan dolorosos como los vinculados al fenómeno terrorista como fórmula para difamar gratuitamente a quienes expresan su disconformidad con la alarmante situación de los desalojos hipotecarios en nuestro país. En su comunicado, JpD sostiene que la situación de crispación en este ámbito resulta comprensible antes la existencia de datos objetivos como suicidios, multitud de dramas familiares e innumerables personas que han quedado en situación de marginación o exclusión social. Como consecuencia de ello, emplaza al Gobierno a que aporte soluciones a estos problemas, en lugar de dedicarse a descalificar a quienes los sufren y a quienes defienden sus derechos fundamentales.
Lo llamativo del caso es que esta reacción crítica no se circunscribiría a sectores progresistas o activistas en defensa de derechos humanos. Como ya había ocurrido antes, cuando cerrajeros, policías y jueces se negaron a ejecutar desalojos, la PAH reclutó apoyos entre sectores inesperados. Las primeras en criticar las declaraciones de Cifuentes, de hecho, fueron las asociaciones de víctimas de ETA. La Asociación Catalana de Víctimas de Organizaciones Terroristas (ACVOT), por ejemplo, exigió la dimisión de Cifuentes al entender que sus declaraciones estaban fuera de lugar y que suponían una falta de respeto a las víctimas de la violencia de la organización terrorista. También el Sindicato Unificado de la Policía (SUP) se permitió discrepar con la zafia respuesta criminalizadora del gobierno. El disparador fue la instrucción que la Secretaría de Estado de Seguridad hizo llegar a las comisarías, por medio de la Dirección Adjunta Operativa de la Policía Nacional, ordenándoles identificar a quienes participaran en actos de hostigamiento a políticos. El portavoz del SUP, José María Benito, calificó de barbaridad la decisión gubernamental. En su opinión, la instrucción de Interior suponía retorcer la Ley de Seguridad Ciudadana. Si no se está cometiendo ningún delito ni ninguna infracción administrativa declaró Benito identificar a los ciudadanos y proponerlos para sanción es hacer una lectura torticera. Una lectura, según Benito, que podría conducir a identificaciones masivas sin cobertura legal alguna, colocando a los propios policías a los pies del caballo.
La inteligente autocontención de la PAH y la violencia del poder
Por ahora, este tipo de reticencias ha supuesto un freno al afán punitivo del gobierno. Pero nada indica que este vaya a abandonar su estrategia represiva. Hace poco, de hecho, el ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón ha impulsado una reforma del Código penal que facilita aún más la criminalización de la protesta. Junto a la inconstitucional cadena perpetua revisable, el gobierno se propone castigar la difusión de mensajes que inciten a la comisión de algún delito de alteración del orden público (como los que se envían por Twitter o cualquier red social). Asimismo, abre la vía a que formas de resistencia pasiva como la realizada por diferentes colectivos (como los Yayoflautas o Rodea el Congreso) puedan ser criminalizadas. Igualmente, se plantea suprimir las faltas y mantenerlas, en su caso, como delitos leves que generan antecedentes penales. Por si esto fuera poco, hace unos días la prensa ha filtrado el borrador de un anteproyecto de ley que prevé la pérdida de nacionalidad de las personas extranjeras por razones imperativas de orden público o de seguridad o interés nacional. Este tipo de anuncios apunta de manera especial a la PAH, ya que las familias de origen extranjero tienen en ella un papel importante.
A pesar de esta ofensiva, sin embargo, no parece que el gobierno tenga sencillo imponer su agenda punitiva. Por una parte, porque sus políticas de recortes están afectando a algunos autores clave en su ejecución, comenzando por los jueces y la propia policía. Por otro, porque la cuestión hipotecaria no es una conspiración subversiva de izquierdistas. Es un problema objetivo, anclado en la esencia misma de la deudocracia. De hecho, afecta a gente que votó al propio Partido Popular y que incluso puede militar en sus filas. El 90% de apoyo ciudadano con el que, según una reciente encuesta de Metroscopia, cuenta la PAH, no podría explicarse de otro modo.
Sumado a esto, hay que tener en cuenta que de todos los movimientos sociales nacidos en los últimos años, la PAH es posiblemente uno de los mejor articulados y más creativos. Su discurso en el plano jurídico, político y económico, o al menos el de algunos de sus portavoces, como Ada Colau, es sólido y altamente eficaz. Además, como bien apunta Guillermo Zapata, del colectivo Madrilonia, las campañas de la PAH han permitido a las familias afectadas salir de la desesperación, sentirse arropadas, adquirir visibilidad y convertir su rabia en organización. Y esto vale también para los escraches. De ahí que, contra lo que sostienen las voces más alarmistas, la mayoría de estas acciones suela exhibir un alto grado de articulación y de autocontención. Si se analizan, de hecho, los propios protocolos de la PAH en casos de escrache, lo primero que salta a la vista es la exquisita conciencia de los límite de la propia actuación y de los derechos de terceros en juego.
De entrada, se recuerda que los escraches son una acción informativa, que se ha de hacer de manera totalmente pacífica y sin importunar a los vecinos. También se estipula que deben realizarse en días laborables y en horario escolar, de modo que los niños nunca sean interpelados. Los casos personales se intentarán explicar sin insultos ni amenazas. Se evitarán ruidos o molestias innecesarios y se procurará ser amables con quienes trabajan en comercios y con los transeúntes. Naturalmente, estas reglas pueden romperse. Pero cualquiera que haya asistido a las últimas acciones de la PAH puede dar cuenta del notable esfuerzo que sus miembros realizan para respetarlas y proteger a su colectivo. Lo cierto, en todo caso, es que este esfuerzo de autocontención contrasta abiertamente con falta de escrúpulos y con la violencia deliberada exhibida por las entidades financieras y por sus aliados institucionales. Por eso la consigna de que habría que escrachar a los escrachadores, en boca de tantos tertulianos, resulta tan miserable. Porque pretende equiparar a las víctimas con los victimarios. A quienes no tienen más armas que su dignidad con quienes, cegados por i subiti guadagni, por los rápidos beneficios en moneda, tendrían un lugar seguro en el infierno del Dante.
Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional y miembro del Comité de Redacción de SinPermiso. Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona. Ambos forman parte del Observatorio de Derechos Económicos Sociales y Culturales.