Greg Grandin
Kenan Malik
Enzo Traverso
07/01/2024Arno Mayer nos deja un marxismo no ortodoxo
Greg Grandin
El historiador Arno Mayer ha fallecido en paz y tranquilidad a la edad de 97 años. Mayer había nacido en Luxemburgo en 1926 en el seno de lo que él llamaba una familia judía de clase media "totalmente emancipada y en gran medida aculturada" que había huido en su Chevrolet hacia Francia minutos antes de la llegada de la Wehrmacht. Atribuyó al sionismo de izquierdas de su padre el que hubiera reconocido a los nazis como lo que eran y hubiese preparado la huida con antelación: Verdún, Marsella, Orán, Casablanca, Tánger, Lisboa y, finalmente, Nueva York: una "vasta y variada mancomunidad de refugiados", tal como describió Mayer el refugio de su familia, "temblando por el mundo que era nuestro".
Mayer formó parte, tal como escribe Enzo Traverso, el historiador de Cornell, de esa "extraordinaria generación de eruditos judíos de habla alemana" nacidos entre las dos guerras mundiales y exiliados en los Estados Unidos, entre los que se cuentan Raul Hilberg, Peter Gay y Fritz Stern. Mayer, sin embargo, era más explícitamente izquierdista, irreverente e iconoclasta que otros de esta cohorte y, con el paso del tiempo, más agudamente crítico con Israel.
Conocí a Arno cuando ya había cumplido los ochenta, y su mente y su ingenio seguían echando chispas. Había conservado una amabilidad europea, pero se le daban bien las palabrotas, y te hacía sentir rápidamente como si le conocieras de toda la vida.
Más de una vez le encantaba contar esta historia: a finales de la década de 1950 daba clases en la Universidad de Brandeis, junto al filósofo radical Herbert Marcuse, con quien se alineaba políticamente. También estaban en el campus, como estudiantes universitarios, Michael Walzer y Martin Peretz, futuros intelectuales públicos, los cuales, según Mayer, ya se habían dado a conocer como críticos liberal-izquierdistas de la izquierda. Por eso, cada vez que Marcuse y Mayer los veían pasar, Marcuse le daba un codazo a Arno y le decía: "mira, ahí van los Katzenjammer Kids", en referencia a una popular tira cómica de la época, especialmente divertida para Arno, ya que Katzenjammer en alemán significa maullar desesperado como un gato en celo. Mayer contaba esa historia como si quisiera plasmar toda la historia moral de la izquierda de postguerra en una burla infantil. El mundo en un grano de arena.
Con anterioridad, Mayer se había alistado en el Ejército norteamericano, donde trabajó con otros europeos, muchos de ellos exiliados judíos como él, interrogando a nazis insertos en el procedimiento de la Operación Paperclip. Mayer contaba que había servido como "oficial de moral" del científico nazi Werner von Braun, que luego haría películas con Walt Disney y ayudaría a dirigir el programa Apolo de la NASA. Mayer, que había perdido a varios miembros de su familia, incluido su abuelo, en los campos, afirmaba que "no estaba exactamente de humor para, diría yo, andar de juerga, con Wernher von Braun". Fue testigo del racismo y el antisemitismo en el Ejército, y sus compañeros de litera le apodaron "Jodío intelectual", un apelativo que, según declaró, sería el título de unas memorias largamente prometidas.
Arno abandonó el Ejército y se matriculó en el City College de Nueva York para luego, gracias a la GI Bill [ley que ayudaba a cursar estudios universitarios a quienes habían servido en las fuerzas armadas durante la II Guerra Mundial], y se doctoró en la Universidad de Yale. Después de Brandeis, aterrizó en la Universidad de Princeton en 1962, donde seguiría el resto de su carrera. Pronto se uniría a los estudiantes para protestar contra la guerra de Vietnam. Una vez le pregunté a Mayer cómo había llegado a la política, y no citó el sionismo de izquierdas de su padre, el fascismo, la guerra o el Holocausto, que sin duda influyeron. En cambio, lo primero que mencionó fue un viaje de cuatro meses a la India, patrocinado por la World Government Foundation, en el que había pasado la mayor parte del tiempo hablando con comunistas en el estado sureño de Kerala.
Arno viajó asimismo varias veces a Israel, incluida una temporada trabajando en un kibbutz. Su amistad con israelíes disidentes, seguidores algunos de Martin Buber, le apartó del sionismo. "Su humanidad cosmopolita", dijo de los disidentes, "les movía a advertir, por motivos tanto morales como pragmáticos, de la imprudencia de despreciar y desdeñar primero a los árabes palestinos y, finalmente, condenarlos como enemigos irreconciliables e iluminados". Israel, temía él, se convertiría inevitablemente en una especie de Esparta, enormemente militarizada y aislada. Le gustaba decir, y lo decía a menudo, que "como judío europeo procedente del Gran Ducado de Luxemburgo, soy particularmente inmune al encanto de todo nacionalismo".
Los estudiosos académicos de Europa pueden hablar mejor que yo de las aportaciones de Mayer a la Historia del continente, de sus argumentos sobre las guerras mundiales, el Holocausto y las revoluciones francesa y rusa. Lo que a mí lo que me atrajo fue su método. El historiador Samuel Moyn ha señalado recientemente el fracaso de la Teoría Crítica (representada por la Escuela de Fráncfort y sus herederos) a la hora de elaborar teorías útiles sobre los temas que más preocupan a los intelectuales más jóvenes, como el militarismo estadounidense posterior a la Guerra Fría y el neoliberalismo, empujándoles "en masa hacia críticas más o menos economicistas y materialistas del capitalismo".
Un compromiso con la obra de Mayer podría significar un puente para volver, si no a la Escuela de Frankfurt como tal, sí a un tipo de marxismo sazonado de atención a la ideología, el instinto, la pasión y la contingencia. Arno nunca ofreció un análisis del impulso de Washington hacia un supremacismo global. Pero he descubierto que intentar pensar como pensaba Arno Mayer ayuda a dar sentido, por usar una de las expresiones preferidas de Mayer, a nuestra "crisis general".
La obra de Mayer
Revisitar la labor académica de Arno Mayer hoy -especialmente sus escritos sobre la radicalización de la derecha y la descomposición social- es estimulante, tanto porque gran parte de ellos siguen siendo relevantes como porque se da uno cuenta de lo poco que nos han servido, desde la elección de Donald Trump en 2016, la mayoría de los comentarios académicos y públicos sobre el fascismo.
En Yale, a principios de la década de 1950, Arno se formó como historiador diplomático y escribió luego una disertación en dos volúmenes que echó por tierra la primera premisa de la historia diplomática: que para ser historiador diplomático era necesario estudiar la diplomacia. Arno dijo que no, que para entender el sistema interestatal primero había que estudiar las crisis internas de cada nación.
Mayer quería escribir su tesis sobre las negociaciones que desembocaron en el Tratado de Versalles de 1919 y la creación de la Sociedad de Naciones. Pero se dio cuenta de que, para comprender la naturaleza de la paz, primero tenía que entender la guerra. Y para dar sentido a la I Guerra Mundial, no había que fijarse en las relaciones internacionales -ni en la ruptura del equilibrio de poder en Europa ni en la activación del sistema de alianzas del continente-, sino en la Innenpolitik, la política interior, de los beligerantes.
"Cuando el examen de las causas y objetivos de la guerra se centra en la toma de decisiones en uno de los países beligerantes", escribiría Mayer más tarde, "el peso analítico y explicativo recae en su vida interna y política, más que en su vida externa y diplomática". "Los partidos del statu quo", escribió Mayer, se enfrentaban a agravios y temores que se acumulaban rápidamente, agravados por huelgas generales, atentados anarquistas y feministas, demandas cada vez más estridentes de mayor democracia y, en lo que toca a los pueblos sometidos, de autodeterminación. Ante el creciente malestar social y el colapso de la legitimidad, "las élites gobernantes y de poder, gravemente asediadas" optaron por la guerra para apuntalar su autoridad.
Los gobernantes europeos, escribe, eran "intensamente sensibles a los usos y abusos políticos internos de la guerra". Mayer, sin embargo, tenía un ojo puesto en lo descabellado, en cómo las medidas tomadas para apuntalar la estabilidad aceleran la inestabilidad. Los tradicionalistas, por ejemplo, suelen caer cautivos de los radicales de su propia coalición: "Los ultras encerraron a toda la clase dirigente y gobernante en una crisis de sobrerreacción", escribió Mayer, "cuya principal expresión fue la política de la sinrazón y la dominación en casa y la diplomacia de la confrontación y la guerra en el exterior".
Y la guerra que consiguieron las élites no fue la que esperaban. En ausencia de objetivos bélicos claramente definidos, la lucha se intensificó y la política se descontroló, provocando una revolución en Rusia y amenazando con causar otro tanto en Alemania. Woodrow Wilson temía que el conflicto "trastornara el mundo que habíamos conocido", provocando una redistribución del poder dentro de las naciones y desafiando el dominio anglosajón desde los rincones más remotos y oscuros del globo.
Mayer inició su tesis con dos libros: Wilson vs. Lenin: Political Origins of the New Diplomacy, 1917–1918 (1959) y Politics and Diplomacy of Peacemaking: Containment and Counterrevolution at Versailles, 1918–1919 (1967) - y una serie de ensayos programáticos que desarrollaron su argumento acerca de la "primacía de la política interior". Pronto describió la I Guerra Mundial como una contrarrevolución "preventiva", dirigida por reaccionarios que acabarían por determinar la naturaleza conservadora del acuerdo de paz.
The Persistence of the Old Regime: Europe to the Great War [La persistencia del Antiguo Régimen, Alianza Editorial, 1994], publicado en 1981, dotaba de mayor complejidad al argumento de Mayer de que es la Innenpolitik la que impulsa la guerra exterior, argumentando que, contrariamente a las interpretaciones ortodoxas de la historia, Europa no era en vísperas de la Primera Guerra Mundial ni moderna ni liberal. Culturalmente, prevalecían los modos aristocráticos; económicamente, eran dominantes las grandes clases feudales; políticamente, las clases con título nobiliario controlaban gran parte del Estado, incluido su aparato represivo.
Enfrentados a la crisis interna, los "ultraconservadores agresivos" se lanzaron a una ofensiva implacable, cada vez más fanática, más decidida a la destrucción. El feroz empuje pretendía "endurecer el orden establecido", pero sus consecuencias fueron las contrarias: "dos guerras mundiales y el Holocausto" acabaron por quebrar "el poder feudal y aristocrático", junto con los mitos, rituales y conjuros que justificaban ese poder.
El método de Mayer
Mucho antes de que el término policrisis se pusiera de moda, Mayer había ofrecido una visión de la historia casi sinónimo de crisis. "Los conceptos verbales de estabilidad y equilibrio -de normalidad- son muy problemáticos", escribió, "debido a sus implicaciones normativas". "Puesto que todo equilibrio está constantemente en flujo", la tarea de un historicista sutil consiste en "determinar las condiciones en las que las perturbaciones inherentes a un equilibrio en movimiento pero estable convergen en última instancia para producir un equilibrio inestable", en identificar las cronologías superpuestas y no sincrónicas, las múltiples cadenas de causa y efecto, que producen rupturas sociales. Sin embargo, la tarea es difícil, ya que la palabra-concepto "crisis" no era menos compleja que la normalidad; "no existe una prueba de fuego que indique cuándo el alcance, la intensidad y el patrón de las perturbaciones producen un cambio" hacia la ruptura y la radicalización.
Mayer era un cronometrador empedernido, que derramaba una secuencia interminable de épocas de crisis. Estaba la "crisis general" de Europa, con fechas de inicio y fin que eran flotantes. Estaba la crisis que precedió a la Primera Guerra Mundial y ciclos más largos de convulsiones, que se remontaban a la Comuna de París o a 1848. Y era un tipólogo enloquecido, que nos ofreció al menos siete tipos de contrarrevoluciones, junto con muchas subvariantes. La "contrarrevolución camuflada", por ejemplo, implicaba utilizar la reforma desde arriba para pacificar y dividir la movilización popular. Sólo una de las siete, la "contrarrevolución posterior", es una respuesta a una amenaza de revolución real. El resto son diversas contrarrevoluciones "preventivas" o "anticipatorias", lanzadas por las élites tradicionales y respaldadas por potencias extranjeras, movilizadas ya sea para apuntalar una legitimidad frágil o, en el caso del fascismo, destruir la legitimidad que quedaba para instalar al extremismo en el poder.
Arno conceptualizó, tipificó y comparó para dar sentido explicativo a la historia que narraba. A veces parece un positivista de las ciencias sociales y un metafísico continental. En una frase puede estar hablando de la necesidad de crear "constructos" comparativos para identificar variables casuales. En otra, está citando a Ernst Bloch sobre la "no simultaneidad" del capitalismo, la idea de que las sociedades están estructuradas por modos de producción antagónicos y que los individuos experimentan su presente como un bricolaje, que cualquier momento histórico dado está compuesto de múltiples coyunturas que anidan dentro de estructuras multiformes.
Es fácil sentirse abrumado ante las exhortaciones programáticas y los saltos comparativos de Mayer. En el momento en que Why Did the Heavens Not Darken?: The “Final Solution” in History (1990) se lanza a comparar la "crisis general" del siglo XVII para dar sentido a la "crisis general" del XX, uno empieza a pensar en Mayer como Walter Benjamin en el Ángel de la Historia, como un ser cuya visión del pasado es tan amplia que lo abarca todo a la vez, sin ver nada más que un cataclismo indiferenciado (algo así como esas tomas aéreas de los escombros de Gaza).
Pero luego Mayer transforma sin esfuerzo el caos en algo concreto, ofreciéndonos vívidos retratos de diplomáticos ansiosos, campesinos vengativos, nazis revanchistas, sionistas agraviados y jacobinos delirantes jadeando por el regicidio, todo ello narrado con gran atención al tiempo y al detalle. Why Did the Heavens Not Darken? hace gala de una maestría tolstoiana de tiempo y espacio, proporcionando a los lectores una sensación táctil del modo en que el ritmo de las batallas campales y el exterminio de los judíos mantuvieron un ritmo parejo. No se trataba de narrar por narrar. Mayer estaba decidido a fusionar en este libro el Holocausto con la guerra, a indexar el ritmo de matanzas de los campos de la muerte con la intensidad de la campaña en el frente del Este contra el Ejército Rojo.
La otra preocupación de Mayer era insertar el eliminacionismo nazi en la centenaria historia europea de fanatismo religioso, no para presentarlo como algo que surgía desde tiempos inmemoriales, sino para entrelazar el antisemitismo con otras cepas de fanatismo, para mostrar que la guerra que Berlín libró en Moscú tenía las dimensiones de una cruzada, la Primera Cruzada (1095-1099), en la que los "fanáticos de Cristo" masacraron a musulmanes y judíos por igual "sin tener en cuenta edad, sexo, salud ni estatus".
The Furies [Las Furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014] es la expresión más completa del método de Mayer y su aplicación; la primera mitad ofrece un léxico de "conceptos-palabra", entre los que se cuentan "violencia", "terror", "religión" y "venganza", y la segunda una lectura comparativa minuciosa del desarrollo del terror revolucionario y contrarrevolucionario en las revoluciones francesa y rusa. Cuando se publicó el libro en 2000, una década después del final de la Guerra Fría y en la cúspide del triunfalismo neoliberal, se había convertido en un lugar común argumentar que el terror revolucionario era inherente a la idea revolucionaria, al impulso de imponer la utopía, una premisa que algunos extendieron más allá del jacobinismo y el estalinismo a cualquier esfuerzo por desafiar a la democracia de mercado.
Mayer, naturalmente, no estaba de acuerdo, y The Furies es su esfuerzo por historizar el extremismo revolucionario, de un modo no muy distinto a su historización del fanatismo nazi. La premisa de partida del libro es la contingencia. Dado que la historia es abierta e indeterminada, porque nada en el paso del tiempo es inevitable, los revolucionarios operan en "una historia abierta, no cerrada", en un sistema social que no es unilateralmente determinante, sino algo que hay que transformar mediante la acción política.
En todo caso, los revolucionarios tienden a subestimar la naturaleza arraigada e intransigente de las fuerzas alineadas contra una distribución más equitativa de los recursos y el poder. Enfrentados a algo tan intratable, "los revolucionarios aceleran su embestida hacia un futuro imperativo pero incontrolable y peligroso". Es esta contingencia abierta, y no una plantilla ideológica fija -codificada en la ideología por haber leído a Platón, Marx o Lenin- lo que impulsa a los militantes a actuar en un presente desconocido.
A medida que la política se polariza, se forman coaliciones. Los revolucionarios tratan de establecer la soberanía sobre un terreno social que ellos mismos han hecho pedazos. La violencia y el terror suelen formar parte de esta centralización, ya que los líderes intentan no sólo neutralizar a la oposición, sino incorporar las demandas populares de justicia y venganza a las nuevas estructuras estatales. Ésta es una de las razones por las que el terror rojo suele ser público y verse incesantemente teorizado, mientras que el terror blanco puede hacer su trabajo de forma silenciosa y encubierta, a través de escuadrones de la muerte. Sin embargo, los líderes revolucionarios suelen considerar que la resistencia a su programa es más coherente de lo que a menudo es, abriendo un cisma amigo-enemigo cada vez más intenso.
Mayer se basa en el existencialista marxista francés Maurice Merleau-Ponty para argumentar que, durante los momentos revolucionarios, "la historia se suspende y las instituciones al borde de la extinción exigen que los hombres tomen decisiones fundamentales que están cargadas de un enorme riesgo en virtud de que su resultado final depende de una coyuntura en gran medida imprevisible". "La historia", escribe Merleau-Ponty, "es terror porque hay contingencia". Los lectores de The Black Jacobins [Los jacobinos negros, Katakrak, 2022] pueden reconocer una relación similar entre terror y contingencia en la observación de C. L. R. James de que "en una revolución, la revolución es lo primero", lo que significa que lo que determina la acción son los imperativos de maniobrar a través de las complejidades de la política revolucionaria inmediata, más que la insistencia en mantenerse fiel a la rigidez ideológica que determina la acción.
El materialismo histórico de Mayer
A lo largo de los años, Arno sería cuestionado por sus colegas historiadores europeístas en relación con los detalles. Aun así, es difícil observar la crisis general actual y no pensar que muchos de sus "constructos" son sólidos. Vivimos en un mundo azotado por reacciones exageradas preventivas ante amenazas percibidas, por luchas de clases que no se viven como luchas de clases ni se reducen a determinantes específicos de clase, por guerras impulsadas más por la inestabilidad nacional que por intereses estratégicos globales, por el desencadenamiento de furias vengativas a través de un campo histórico sin límites, por odios que parecen atávicos, pero que son tan modernos como “el Evangelio” (el programa de inteligencia artificial utilizado por Israel para elegir sus objetivos de bombardeo en Gaza), por un "cártel superior de la ansiedad", élites que no tienen ni idea de cómo reconstruir la legitimidad o restaurar el equilibrio.
Mayer se centró sobre todo en Europa y, posteriormente en su vida, en Israel, manteniendo un silencio grande sobre los Estados Unidos. Pero el prefacio de un pequeño libro teórico, Dynamics of Counterrevolution in Europe, 1870–1956: An Analytical Framework, insinúa que su método podría aplicársele. Escribiendo en el verano de 1970, después de la invasión en primavera de Camboya por Richard Nixon, Mayer dedicó unas líneas a lo que llamó la "situación en que se desenvolvían los Estados Unidos". "Cualquier estudioso de la contrarrevolución", dijo, "debe detenerse ante el auge de la extrema derecha en una política y sociedad imperiales insensibles cuya desagregación se está viendo simultáneamente detenida y acelerada por un formidable complejo militar-industrial y su concomitante truculencia internacional".
Hagamos por un momento una pausa y apreciemos la imaginería del desenmarañamiento interno a la vez detenido y acelerado por la guerra exterior. Mayer se sumerge en la dialéctica. Continúa diciendo que, cuando se trata de los Estados Unidos, no hay mucho que decir. Las "palabras y hechos" de hombres como Ronald Reagan y George Wallace, junto con sus partidarios y patrocinadores financieros, "son tan inequívocos que se explican por sí mismos". Nótese que Mayer no menciona al entonces presidente, Richard Nixon, sino a aquel peor que estaba por venir.
Puede que el matizado materialismo histórico de Mayer no suponga clarividencia, pero le permitió ver en 1970, cuando muchos de los sucesores de la Escuela de Frankfurt aún se centraban en el gerencialismo corporativo, los horrores que se avecinaban. Mientras tanto, la "situación en la que se desenvuelve Norteamérica" continúa desenvolviéndose.
Fuente: Jacobin, 27 de diciembre de 2023
El conflicto entre historia y memoria está en el centro de las actuales divisiones culturales
Kenan Malik
La diferencia entre el estudio de la historia y la construcción de la memoria pública, señalaba el historiador norteamericano Arno Mayer, es que "mientras que la voz de la memoria es unívoca e incontestable, la de la historia es polifónica y está abierta al debate". La memoria, añadía, "tiende a volverse rígida con el tiempo, mientras que la historia exige revisarse".
Cuando Mayer falleció a principios de este mes, los medios de comunicación apenas se hicieron eco de su muerte. Sin embargo, en una época en la que el choque entre historia y memoria se encuentra en el centro de muchos conflictos políticos, desde los debates de la guerra cultural sobre las estatuas y la esclavitud hasta la confrontación entre las historias de origen de judíos y palestinos, la obra de Mayer sigue siendo indispensable para dar sentido no sólo a dónde estamos, sino también a cómo hemos llegado hasta aquí.
Mayer nació en Luxemburgo en 1926 en el seno de una familia judía. Obligados a huir de los nazis en 1940, encontraron refugio en los Estados Unidos. Tras alistarse en el ejército, Mayer estudió historia y se asentó en la vida académica, enseñando durante casi tres décadas en Princeton hasta su jubilación en 1993.
Mayer era marxista, aunque poco ortodoxo en sus opiniones; se definía a sí mismo como "disidente de izquierdas". Lo que tomó de Marx fue la insistencia en que los acontecimientos históricos sólo pueden entenderse dentro de su contexto más amplio, cada uno en relación con la totalidad de los acontecimientos. Eso le llevó a menudo a enfrentarse al consenso histórico imperante, ya fuera sobre la Revolución Francesa o sobre la fundación de Israel.
The Persistence of the Old Regime es quizá su obra fundacional. Publicada en 1981, cuestionaba la idea, aceptada tanto por historiadores liberales como marxistas, de que el siglo XIX señaló la substitución de la aristocracia por la burguesía como clase dominante en Europa. Por el contrario, de acuerdo con Mayer, las élites terratenientes dominaron la escena europea hasta bien entrado el siglo XX.
Los conflictos que asolaron Europa entre 1914 y 1945 fueron, en su opinión, parte de una "guerra de los Treinta Años" en la que las viejas clases dominantes patricias lanzaron una reacción conservadora, intentando aferrarse al poder. "Harían falta dos guerras mundiales y el Holocausto", escribió Mayer, "para desalojar definitivamente la presunción feudal y aristocrática de las sociedades civiles y políticas de Europa".
La idea de que el Ancien Régime conservó el poder hasta el siglo XX ha resultado influyente; una versión británica la desarrolló antes incluso Tom Nairn, también fallecido este año, así como Perry Anderson, que argumentaban que la decadencia británica se debía al peso morboso de la aristocracia en la vida económica y social del país, una afirmación muy discutida y que no ha resistido demasiado examen.
Sin embargo, lo que la tesis de Mayer ponía de relieve era el fracaso del orden liberal en el arraigo social de los ideales liberales de libertad, igualdad y democracia. Irónicamente, argumentaba Mayer, fue necesaria la aparición de movimientos obreros -sindicatos, partidos socialdemócratas, grupos revolucionarios- y la amenaza del socialismo para hacer realidad, al menos en parte, esos ideales.
Hoy, esas cuestiones de libertad, igualdad y, en particular, democracia han vuelto al primer plano del debate público, debido en parte a la desaparición de esos movimientos obreros. Puede que el análisis de Mayer sobre el largo alcance de la aristocracia haya sido deficiente, pero su comprensión de la compleja relación entre la política radical y las normas liberales, y su distinción entre movimientos de masas de izquierda y de derecha, con los primeros tratando de hacer frente a las desigualdades, y los segundos, de reforzar las jerarquías, proporcionan nuevas formas de pensar sobre los debates y movimientos políticos contemporáneos.
La idea de la persistencia del Antiguo Régimen, y de la guerra de los Treinta Años, sirvió de marco para gran parte de la obra de Mayer, desde The Furies, su estudio de la violencia revolucionaria, hasta Plowshares Into Swords, [El arado y la espada. Del sionismo al Estado de Israel, Península, 2010], una reescritura de la historia del sionismo. El libro más influido por la creencia de Mayer de que todos los conflictos del periodo de entreguerras estaban relacionados con las luchas del viejo orden por conservar el poder fue también el más polémico, Why Did the Heavens Not Darken?, una historia del Holocausto que ponen el consenso en tela de juicio.
Los nazis, argumentaba Mayer, estaban impulsados tanto por el anticomunismo como por el antisemitismo. Las viejas élites utilizaron el nazismo en un intento de "preservar el estatus y el poder". La "solución final" no fue planeada de antemano, sino que surgió ad hoc de los fracasos del asalto militar de Hitler a la Unión Soviética y de la degeneración de su control del poder.
Es un análisis sorprendente, aunque con defectos. Hay críticas importantes que hacer al argumento de Mayer, desde que minimiza la profundidad del antisemitismo y la ideología racial dentro de los movimientos reaccionarios alemanes hasta la descripción descuidada de los acontecimientos que condujeron a la "solución final". Sin embargo, muchos de los oponentes de Mayer no sólo estaban interesados en la crítica, sino también en la condena, acusándole de ser un "revisionista del Holocausto", incluso de participar en una “sutil forma de negación del Holocausto”, tal como afirmó el historiador israelí Yehuda Bauer. La Liga Antidifamación, organización estadounidense creada para combatir el antisemitismo, incluyó a Mayer en su informe de 1993 sobre Hitler’s Apologists [Los apologetas de Hitler].
Tales descalificaciones no tenían mucho sentido, dado que el núcleo del libro de Mayer es la realidad del Holocausto (o "Judeicidio", como prefería llamarlo él). Cuestionar el relato aceptado de cómo y por qué ocurrió el Holocausto no es lo mismo que negarlo. Las feroces denuncias revelaron el deseo de considerar ilegítimas ciertas formas de interpretación histórica para preservar un relato particular del Holocausto.
Como observó D.D. Guttenplan en su libro Holocaust on Trial, Mayer no fue el primero en sufrir ese destino. Hannah Arendt e incluso Raul Hilberg, uno de los más importantes estudiosos del Holocausto, se enfrentaron a formas similares de censura. Hilberg, cuya obra The Destruction of the European Jews [La destrucción de los judíos europeos, Akal, 2020] marcó un hito, fue acusado de "impiedad" y de "difamar a los muertos", e incluso se le prohibió utilizar los archivos de Yad Vashem, el centro israelí para la memoria del Holocausto, por su observación de que los nazis se habían apoyado en los judíos para instigar su propia destrucción. "Me enfrentaba a la corriente principal del pensamiento judío", observó Hilberg casi medio siglo después.
Se hace visible aquí el choque sobre el que Mayer advirtió, entre el estudio de la historia y la construcción de la memoria pública. Hoy en día, ese choque se ha convertido en una característica clave de la vida política, y muchos debates se ven forzados a entrar en camisas de fuerza que definen lo que es aceptable creer. Por eso Mayer fue uno de nuestros historiadores más vitales. Incluso cuando se equivocaba -y a menudo tenía razón- la voluntad de Mayer de provocar el pensamiento más allá de los límites de la ortodoxia era valiosa para sugerir una reevaluación de las opiniones establecidas. Es un enfoque que deberíamos valorar.
Fuente: The Guardian, 31 de diciembre de 2023
El siglo XX de Arno Mayer
Enzo Traverso
El historiador estadounidense Arno J. Mayer pertenece a una extraordinaria generación de eruditos judíos de habla alemana -George L Mosse, Raul Hilberg, Peter Gay y Fritz Stern, entre otros- que nacieron en Europa entre el final de la Primera Guerra Mundial y el ascenso de Hitler al poder, y llegaron a su madurez durante la II Guerra Mundial. Los cataclismos del siglo XX forjaron su habitusmental y les otorgaron un agudo sentido de la Historia. Para ellos, la Historia no es objeto de contemplación pacífica y desapegada; es un reino de repentinas bifurcaciones, de giros inesperados que rompen continuidades y lo cambian todo. Es también el reino de la tragedia humana. La peculiaridad de Mayer dentro de ellos reside en la amplitud de su perspectiva y la variedad de sus intereses. Presentarle como un "especialista" en temas concretos -diplomacia, revoluciones, Holocausto, sionismo, violencia política- corre el riesgo de eclipsar el rasgo más llamativo de su obra: la propia "Europa", la historia del Viejo Continente concebida e interpretada como crisol de interacciones, intercambios y, a menudo, enredos mortales.
Nacido en Luxemburgo en 1926 en el seno de una familia de la clase media culta judía (Bildungsbürgertum), Mayer y su familia huyeron de Francia en medio de la invasión nazi de junio de 1940. Tras serles denegada la entrada en España y Marruecos por falta de visado, fueron detenidos durante varias semanas en Argelia y llegaron finalmente a los Estados Unidos en 1941. En 1944, cuando tenía 18 años, Mayer obtuvo la ciudadanía estadounidense y se alistó en el ejército. Gracias a sus conocimientos lingüísticos, le destinaron a Fort Ritchie (Maryland), donde los oficiales de inteligencia interrogaban a prisioneros de guerra alemanes de alto rango. Al año siguiente inició sus estudios en el City College de Nueva York, que continuó en el Instituto de Postgrado de Estudios Internacionales de Ginebra y concluyó en Yale, donde se doctoró en Historia. Tras enseñar durante casi diez años en Wesleyan, Brandeis y Harvard, en 1961 se trasladó a la Universidad de Princeton, donde enseñó hasta su jubilación.
La trayectoria existencial e intelectual de Mayer se vio marcada por la experiencia del exilio, y sus obras expresan la mirada de un intelectual europeo emigrado a América. No cabe duda de que sus orígenes luxemburgueses le empujaron a pensar históricamente más allá de los patrones nacionales y las fronteras políticas. Como él mismo señaló, Mayer compartía este horizonte cosmopolita y supranacional con otros historiadores procedentes de naciones pequeñas, como el suizo Jacob Burckhardt, el belga Henri Pirenne y el holandés Johan Huizinga.
Pero pensar globalmente precisa de una metodología y, en cierta medida, implica una filosofía de la historia. Fue Marx quien modeló el estilo de pensamiento de Mayer más que ningún otro, por lo que, adoptando una vieja categoría marxista, podemos definirlo como un historiador de Europa considerada como totalidad concreta. Es decir, cada parte sólo puede entenderse en relación con sus otras partes. Sin adherirse a ninguna ortodoxia marxista, Mayer mira al pasado considerando las conexiones entre estructuras sociales, conflictos de clase y formas de dominación, conectando ideologías, culturas y visiones del mundo con estas infraestructuras materiales.
Escribiendo en inglés, pero con un dominio del alemán y el francés como lenguas maternas, Mayer es más cosmopolita que la media de los eruditos académicos norteamericanos y, al mismo tiempo, no pertenece en sentido estricto al entorno de los exiliados judeo-alemanes. Su bagaje cultural es europeo. Por otra parte, su apego a la cultura norteamericana hunde sus raíces en la tradición de la izquierda intelectual que combinaba espíritu crítico, radicalismo político y una fuerte conciencia de sus raíces europeas. Al principio de la Guerra Fría, cuando Mayer terminó sus estudios universitarios, la trayectoria de los intelectuales neoyorquinos también estaba terminando, pero él sentía cierta afinidad con personalidades como Max Eastman o Irving Howe. En los años cincuenta fue antimacartista y se hizo buen amigo del filósofo de la Escuela de Frankfurt Herbert Marcuse.
En el prólogo de Why Did the Heavens not Darken? (1988), su célebre libro sobre los orígenes del Holocausto, Mayer narraba su biografía como joven refugiado rescatado por los Estados Unidos. Aunque sirvió en la II Guerra Mundial, nunca idealizó su nueva patria. En nuestras conversaciones a lo largo de los años, mencionaba a menudo la sofocante atmósfera de racismo y antisemitismo que rodeaba a las universidades de la Ivy League en los años 50, cuando comenzó su carrera académica. En 1970, fue incluso detenido y encarcelado durante un día tras ocupar con sus estudiantes un edificio de Princeton en el que los especialistas académicos realizaban estudios cartográficos encargados por el Pentágono para preparar los bombardeos en Vietnam. En este sentido, podría definírsele como un típico representante de la "izquierda sin techo" estadounidense, una izquierda sin filiación partidista, crítica, radical y claramente influida por el marxismo, pero lejos de ortodoxias o dogmatismos. En Princeton, se sintió cercano a Felix Gilbert y Carl Schorske. Sus amigos políticos estaban fuera del entorno de la Ivy League: en Estados Unidos, Marcuse y Barrington Moore; en el Reino Unido, Eric Hobsbawm; en Francia, Pierre Vidal-Naquet.
Como "macrohistoriador", nada indiferente a los detalles ni a los acontecimientos singulares, pero siempre preocupado por inscribirlos en un contexto histórico más amplio, Mayer se centró en una serie de temas como las guerras y revoluciones, el nacionalismo y el genocidio, la diplomacia, los levantamientos populares, la aristocracia y la clase media, la longue durée y la contingencia, los siglos XIX y XX, Europa y los Estados Unidos, así como Asia y Oriente Medio. En respuesta a sus críticos, Mayer resumía hace varios años su propia concepción de lo que supone escribir sobre Historia, indicando algunas "reglas" subyacentes a sus trabajos: contextualización, historicismo, comparación y conceptualización. Era un interesante autorretrato metodológico, y tomar prestadas estas categorías -y a veces redefinirlas- es una buena manera de "deconstruir" al historiador Arno J. Mayer.
La contextualización es un hilo conductor que recorre todo el corpus de Mayer, desde sus primeros libros dedicados a reinterpretar el nacimiento de la diplomacia del siglo XX - Political Origins of the New Diplomacy 1917-1918 (1959) and Politics and Diplomacy of Peacemaking (1967) – to Why Did the Heavens not Darken?. Consiste en situar un acontecimiento o una idea en su época, en su marco social, su entorno intelectual y su paisaje mental. Para Mayer, esto resulta particularmente importante, por ejemplo, cuando se trata de comprender las actitudes de Vladimir Lenin y Woodrow Wilson en vísperas de la Conferencia de Paz de Versalles en 1919, o de explicar el nacimiento del Terror en las revoluciones francesa y rusa, ya que evita las interpretaciones puramente ideológicas. La contextualización también permite a Mayer considerar el Holocausto -que él denomina pertinentemente “judeicidio”- como el resultado del crisol de la Segunda Guerra Mundial, en plena cruzada secularizada nazi contra el bolchevismo, cuando la lucha por conquistar el Lebensraum, destruir la URSS y exterminar a los judíos se convirtió en una guerra apocalíptica única.
Contextualizar significa observar el nacimiento de Israel, como hizo en Plowshares into Swords: From Zionism to Israel (2008), como una contingencia histórica condicionada por la situación internacional al final de la II Guerra Mundial, en lugar de celebrarlo en términos teleológicos como la realización de un destino judío. También le permite dilucidar el “judeicidio” sin caer en una visión "mística" o, en última instancia, obscurantista del exterminio de los judíos como un acontecimiento que "transciende" la historia, tal como hizo el cineasta francés Claude Lanzmann en su documental Shoah (1985) al adoptar como propio un infame aforismo de las SS citado por Primo Levi: Hier ist kein Warum ("Aquí no hay un por qué"). Describir la guerra nazi contra la Unión Soviética como una "cruzada" moderna contra el bolchevismo significa inscribirla tanto en la "visión larga" de la historia al considerar sus antecedentes -la ideología nazi del siglo XX como una guerra religiosa o una teología política secularizada- como en la "segunda Guerra de los Treinta Años" desencadenada por el colapso del orden europeo del siglo XIX en 1914.
El historicismo constituye la segunda regla de Mayer. No se trata simplemente de situar los hechos y las ideas en su orden cronológico. Aunque Mayer -por citarlo- sea un "historicista que se toma muy en serio la diacronía (la cronología)", eso no le convierte en un historiador neo-rankeano [de Leopold Von Ranke, el historiador decimonónico alemán], cuando el significado del pasado surge simplemente de su cuidadosa reconstitución mediante una amplia investigación de archivo. Aunque su atención tanto a los acontecimientos como a las fuerzas sociales que actúan en el proceso histórico le excluye de muchas variantes de la historiografía posestructuralista y posmodernista, su concepción de la cronología está, sin embargo, en desacuerdo con un tipo tradicional de historicismo (el Historismuscriticado por Walter Benjamin como un tiempo lineal, "homogéneo y vacío"). El historicismo de Mayer, por el contrario, significa periodización, que es el resultado de una compleja interacción -en ocasiones un choque perturbador- entre tendencias estructurales y contingencia histórica, entre larga y corta duración, entre épocas y acontecimientos. Esto resulta cierto, de distintas maneras, también para el estallido de la Gran Guerra, el Holocausto y el nacimiento de Israel.
De acuerdo con Mayer, cronología significa, en primer lugar, dar cuenta de la autonomía de los acontecimientos. Todos los acontecimientos históricos tienen sus propias premisas, pero no resultan de una causalidad determinista, porque pueden asumir su propia dinámica, "transcender" sus premisas e incluso cambiar radicalmente el curso de la historia. El terror revolucionario, así como las guerras y los genocidios, deben interpretarse en su contexto; no pueden explicarse en términos puramente teleológicos. Este tipo de historicismo inspira la crítica de Mayer a la visión de Fernand Braudel de la longue durée: una historia estratificada en la que el movimiento de las fuerzas estructurales -demografía, economía, geografía, mentalidades, etc.- reduce los acontecimientos a epifenómenos superficiales e irrelevantes, comparados por el historiador francés a la "espuma" que corona las olas del océano. A diferencia de Braudel, Mayer subraya que los acontecimientos pueden invertir tendencias estructurales: el Holocausto destruyó un siglo y medio de emancipación judía, cuyos logros aparecían como irreversibles para muchos observadores al comienzo de la II Guerra Mundial.
La autonomía de los acontecimientos puede ser crucial, pero no suficiente. El historicismo de Mayer inscribe los acontecimientos -con su carácter perturbador- en tendencias más amplias, sin diluir los primeros en las segundas, sino considerando ambas en su relación simbiótica. Así, revoluciones, guerras y genocidios se convierten en etapas diferenciadas del proceso histórico, que surgen de sus estructuras y contradicciones, pero que también configuran y transforman sus tendencias principales. En otras palabras, los acontecimientos pueden convertirse en su propia causa inmediata. Toda la obra de Mayer es un intento de aprehender la "crisis general del siglo XX", una crisis que se le aparece como una moderna Guerra de los Treinta Años, como una época con perfil propio, hecha de acontecimientos cataclísmicos entrelazados. Así, la Primera y la Segunda Guerras Mundiales están conectadas entre sí por un "cordón umbilical"; el Terror de la Revolución Rusa, así como el Holocausto, son dos momentos paroxísticos de esta "crisis general". Este énfasis en vincular los acontecimientos a fenómenos coyunturales más amplios y a tendencias estructurales es lo que conecta todos sus libros, desde The Persistence of the Old Regime (1981), su retrato de la Europa dinástica, hasta los publicados sobre la diplomacia, el Holocausto y el nacimiento de Israel.
Al asignarle un papel crucial a las fuerzas sociales, así como a la violencia en la historia -una violencia que surge desde abajo, como Geburtshelferin der Geschichte ("partera de la historia")-, Mayer pertenece a una tradición historiográfica marxista, enriquecida por otras aportaciones sociológicas y políticas, en particular las de Max Weber. Su historicismo, sin embargo, no debe adscribirse a un historicismo marxista clásico como el que inspira el cuarteto de obras de Hobsbawm sobre los siglos XIX y XX: un encadenamiento casi lineal de "épocas" diferentes y ascendentes de Revoluciones, Capital, Imperios y Extremos. Para Mayer, la crisis general del siglo XX fue el resultado de la "persistencia del Antiguo Régimen", el entorno en el que se crearon y movilizaron las fuerzas de su propia disrupción.
El siglo XIX fue una época de profundas transformaciones sociales, con la aparición de las ciudades, los centros industriales, la cultura de masas y el ascenso de una burguesía moderna como fuerza económica más dinámica. Pero estos cambios se produjeron en un mundo que seguía siendo en gran medida rural y que conservaba sus instituciones dinásticas. La aristocracia aparecía, incluso a los ojos de las nuevas clases dirigentes, como un horizonte insuperable que definía costumbres, rituales y comportamientos. El siglo XX nació del desmoronamiento de este mundo de estabilidad y tradición. El resultado fue una segunda Guerra de los Treinta Años, e incluso el mundo bipolar posterior a 1945 -no por casualidad llamado "Guerra Fría"- no podía compararse con el "concierto europeo" que rigió la "Paz de los Cien Años" entre el Congreso de Viena de 1814-15 y el estallido de la Gran Guerra. Rechazando cualquier perspectiva teleológica, algunas obras recientes aclamadas sobre la historia del siglo XIX -The Birth of the Modern World, 1780-1914 (2004) de CA Bayly y The Transformation of the World (2009) de Jürgen Osterhammel- confirman la hipótesis de Mayer, con la diferencia de que se escribieron después, no antes, de la ruptura histórica de 1989.
La tercera regla de la escritura histórica de Mayer es la comparación. Comparar acontecimientos, épocas, contextos e ideas es indispensable para comprenderlos. La comparación exige precauciones, principalmente la conciencia de la distancia histórica que separa los acontecimientos paralelos, el reconocimiento de que las afinidades no son identidades, de que las analogías no pueden transformarse en homologías. Subyacente a su pensamiento histórico, la comparación adquiere una importancia creciente en las obras de Mayer: rápidamente evocada en sus primeros libros -en los que la Restauración de 1815 es la referencia oculta a su interpretación de la Conferencia de Versalles que tuvo lugar un siglo después-, la comparación se convierte en el objeto mismo de The Furies: Violence and Terror in the French and the Russian Revolutions (2000).
En este tour de force, critica muchas formas abusivas e ideológicamente orientadas de comparación, como la asimilación tanto de la rebelión de la Vendée de 1793 como de la colectivización soviética de principios de los años treinta al genocidio. Mayer demuestra que, a pesar de sus excesos, la guerra de Vendée no debe verse a través del prisma de los perpetradores y las víctimas. Por el contrario, opuso a dos ejércitos enemigos como parte de un enfrentamiento general entre revolución y contrarrevolución: el objetivo del Terror jacobino era la contrarrevolución organizada, no un grupo étnico. Podrían hacerse consideraciones similares sobre la colectivización soviética. En contra de la mayoría de los enfoques inspirados en las teorías del totalitarismo, Mayer sugiere que la comparación más pertinente del Holodomor -la hambruna inducida por la colectivización forzosa de la agricultura en toda la URSS (mucho más allá de Ucrania) entre 1930 y 1933- no es Auschwitz, sino la hambruna irlandesa de la década de 1840, una catástrofe que mató a una octava parte de la población de la isla. Ambas fueron el resultado de políticas económicas y sociales, impulsos autoritarios y actitudes de desprecio hacia el campesinado, pero -crucialmente- ninguna de las dos se planificó como genocidio.
.La cuarta regla es la conceptualización, no en el sentido de la historia conceptual de Reinhart Koselleck, que se esfuerza por captar las transformaciones de nuestro lenguaje en relación con las de su mundo social subyacente, sino más bien en el sentido de Marx y Weber, que consideraban los conceptos como herramientas analíticas. Mayer trata los conceptos como "tipos ideales" útiles para interpretar procesos históricos reales. Mayer se presenta como "un conceptualizador, pero sin dejar de ser un narrador". No es fácil fusionar conceptualización y narración. La primera ofrece un marco interpretativo, mientras que la segunda muestra la complejidad de las cosas reales, en la medida en que la historia es un proceso vivo que no puede reducirse a abstracciones. Encontrar una síntesis entre la inteligibilidad de los conceptos y el buen gusto de la narración es un reto importante en la escritura histórica.
En cuanto a la comparación, los libros de Mayer son cada vez más conceptuales, desde sus primeras obras, construidas de forma más convencional a partir de copiosas investigaciones de archivo, hasta sus últimos trabajos, concebidos como ambiciosos esfuerzos hacia una interpretación global de los dos últimos siglos de Europa. La primera parte de The Furies esboza una teoría de la revolución y la contrarrevolución, y la segunda compara las dos mayores revoluciones de la modernidad, pero los conceptos que estructuran el libro -contrarrevolución, violencia, venganza, religión y sacralidad- se deducen de la narración de los acontecimientos en lugar de aplicarse o proyectarse mecánicamente sobre ellos. El título del libro, tomado del historiador francés del siglo XIX Jules Michelet, se convierte en un concepto metafórico, transformando un Idealtypus weberiano, o tipo ideal, en algo que evoca la "imagen-pensamiento" de Benjamin. En otros libros, Mayer crea nuevos conceptos como "judeicidio" para captar la singularidad de un acontecimiento histórico, o inventa fórmulas para describir el significado de una época histórica, y en consecuencia las transforma en metáforas tan llamativas como la "persistencia del Antiguo Régimen" o "los arados en espadas".
Estas reglas no son "leyes" del conocimiento histórico, sino que designan una "práctica" -la de escribir la Historia- que permanece profundamente arraigada en el presente. Es siempre en el tiempo que les es propio cuando los historiadores intentan reconstruir, pensar e interpretar el pasado, y escribir la Historia no escapa al "uso público del pasado". Los historiadores deben ser conscientes de ello, evitando tanto los imperativos de la contingencia como la ilusión de neutralidad ligada a una falsa distancia olímpica. Esa cómoda serenidad le resultaba desconocida a Mayer.
La obra de Mayer no es ideológica ni partidista, pero revela un compromiso político. Deconstruir la contrarrevolución en tiempos de la Guerra Fría; elaborar una interpretación laica del Holocausto en el momento de su conmemoración litúrgica; desmitologizar el sionismo, sugiriendo que, sin un cambio radical, Israel no podría salvarse ni con la Biblia ni con la bomba atómica: estas apreciaciones revelan una postura política. Este compromiso no expresa un a priori ideológico, sino que es el resultado de una erudición académica crítica. Esa es probablemente la forma más fructífera de superar la discrepancia descrita por el teórico polaco Zygmunt Bauman entre "legisladores" e "intérpretes", las dos principales formas de intelectuales que hemos conocido en el siglo XX.
Nota del editor: Este ensayo se publicó originalmente en febrero de 2023, con Mayer todavía vivo.
Fuente: The Newstatesman, 19 de diciembre de 2023