Jorge Moruno Danzi
18/04/2020Reconocer y proclamar que cada cual tiene ante todo el derecho a vivir, y que la sociedad debe repartir entre todo el mundo, sin excepción, los medios de existencia.
Kropotkin
En una reciente entrevista publicada en el diario El País, el historiador económico Adam Tooze explicaba que nos adentramos en lo que él entiende como terra incógnita. Según explica, no encuentra ejemplos parecidos ni se puede rastrear nada parecido en los últimos dos siglos y medio de historia. En efecto, no existen precedentes en la historia, ni en intensidad ni en dimensión, de lo que ha provocado la pandemia del Covid-19 o, dicho de otro modo, nunca como ahora se había parado tanto todo durante tanto tiempo. Desconocemos la dimensión de los efectos sociales, políticos y económicos que nos aventura el futuro más próximo, pero revisando las reacciones en las anteriores crisis, nos podemos hacer una idea y asegurar que, de seguir el normal curso de las cosas, el resultado será más desigualdad, más desgarro, dolor y segregación.
Todo cambia, pero el espíritu permanece y el capitalismo seguirá siendo capitalismo por una sencilla razón: persisten los elementos nucleares que hacen posible que se pueda hablar de capitalismo, tanto en la Inglaterra del siglo XIX como en la Unión Europea del siglo XXI. El valor necesita seguir valorizándose, el dinero necesita seguir multiplicándose y el proceso subyacente del modo de producción e intercambio de mercancías sigue teniendo como finalidad crecer sin medida y sin término. Esas variables nunca han variado, de hecho, se han expandido e intensificado, y no lo van a dejar de hacer por ciencia infusa; el trabajo seguirá siendo esa relación social que tiene por finalidad crear la riqueza como capital.
Si echamos una mirada atrás al pasado reciente, podemos observar cómo la tendencia pre-coronavirus ya era preocupante: si desde 1990 casi el 60% del trabajo creado en los países OCDE es “no estandarizado” (temporal, partido, autoempleado), desde el 2010 en adelante los puestos de trabajo que se han creado se ubican en sectores de baja productividad y estrechamente relacionados con el estancamiento salarial. Asistíamos, comentaba la OCDE, a un «repunte del crecimiento empresarial» que, gracias a la economía colaborativa, hacía aumentar el número de los autoempleados a tiempo parcial en sustitución del trabajo a tiempo completo. A todo esto le tenemos que sumar la creciente disparidad entre los precios de la vivienda y los ingresos medios de la población, lo que, en palabras del Secretario General de la OCDE, Ángel Gurría, significa que “hoy en día, la clase media se parece cada vez más a un bote en aguas rocosas”. No, nunca fue cierto aquello que se anunciaba como “el fin del trabajo”, lo que de facto implicaría el fin del capitalismo, pues nunca como antes del Covid-19 tanta cantidad de gente había estado trabajando en la Unión Europea. Más bien la tendencia del crecimiento sin salario era la de una modalidad de “pleno empleo” que conducía al aumento de la precariedad, la inseguridad y la pobreza laboral.
En todos estos factores, que podemos resumir en 1) aumento del trabajo no estandarizado 2) intensificación en sectores de baja productividad 3) estancamiento salarial 4) crecimiento de la economía colaborativa 5) dificultad en el acceso a la vivienda, España se encuentra a la cabeza de todos ellos y se ubica como segundo país de la OCDE con más pobres en edad de trabajar. Este cuadro del que partimos no ha caído del cielo, es más bien el resultado de un proyecto de país excluyente y funcional a los intereses de las economías del norte de Europa y de las élites patrias; esas que con tanto fervor defendía quien por entonces fue Ministro de Economía, Cristóbal Montoro, cuando rechazaba la equiparación fiscal con la media europea porque esa diferencia representaba “nuestra ventaja competitiva para industrias como el turismo”.
Ahora se vuelve a hablar de la necesidad de renovar las bases del contrato social, y observamos cómo desde voces tan dispares como las del Papa Francisco o el Financial Times, la renta básica se ha introducido con fuerza en el debate público. Corren ríos de tinta sobre su idoneidad, las posibilidades de su implantación y los peligros y beneficios que puede suponer. Sin embargo, lo importante de la renta básica es el marco general donde se introduce, no solo la discusión técnica sobre la medida. La renta básica no es buena ni mala en sí misma, sino que se define por el contexto en que se inserta y por el sentido social que adopta. Es ahí donde tiene lugar la disputa política: si es un derecho o no lo es, cómo se financia, si solo se enfoca en reducir la pobreza o sirve para aumentar la libertad. Para ser democrática, la renta básica tiene que formar parte de una ambición mayor que excede el diseño de las políticas públicas concretas, y que entra de lleno en la política con mayúsculas, esa que abre la discusión a cuáles son los parámetros y pilares que definen la convivencia en común, o a qué entendemos por lo justo y lo deseable.
Más que limitarse a paliar los efectos nocivos del actual modo de funcionar, se trata de modificar la manera en la que funcionamos, el modo en que se organiza la sociedad, así como los criterios que definen la condición de ciudadanía. No se trata de limitarse a ofrecer “ayudas a quienes más lo necesitan”, monitorizadas a través de “itinerarios de inclusión”, para seguir insistiendo en controlar a los pobres, y hacerlo desde un enfoque que persiste en fijar la condición de ciudadanía al molde salarial propio del siglo pasado. La potencia transformadora de la renta básica no se basa solo en reducir la pobreza mientras todo lo demás se mantiene igual. Su potencia reside en forjar un derecho de nuevo cuño que, junto con el resto de los derechos de existencia, aumente el margen de libertad individual y colectiva y haga avanzar hacia una época sustentada en lo que podemos llamar derechos incondicionales. Derechos de existencia desvinculados de la condición laboral a través de unos servicios públicos que incluyan el acceso a la vivienda y un ingreso monetario incondicional, con el objetivo de independizar a la vida de la necesidad de tener que someterse al escrutinio y la coacción del trabajo impuesto por necesidad. Se trata de pasar del actual mantra «es mejor tener un trabajo, por malo que sea, a no tener ninguno» hacia un escenario donde «es mejor no tener ningún trabajo a tener que aceptar un trabajo basura». Para que esto sea posible hace falta contar con garantías de existencia incondicionales (renta básica, alquiler social y asequible, servicios públicos etc..) que permitan poder rechazar ese trabajo.
Todo esto es materialmente viable. El capitalismo eleva la productividad como ninguna otra forma social lo hizo antes. Sin embargo, dado que se rige por su propia ley inmanente, lo hace con una finalidad que no es la de mejorar la vida de la población sino la de incrementar su extorsión y extracción de plusvalor. Por un lado, recuerda Marx, la tendencia del capitalismo es la de aumentar el tiempo disponible, el tiempo de no-trabajo, pero, al mismo tiempo, dado que su riqueza consiste en aumentar el valor y no el valor de uso, necesita traducir esa liberación de tiempo en, paradójicamente, una mayor dependencia de la sociedad con respecto al trabajo, tal y como se ha expuesto al inicio de este artículo. En esa contradicción, en aumentar el tiempo disponible a la vez que recrudece el encadenamiento al trabajo, el capital “sirve, a pesar suyo, de instrumento para crear las posibilidades del tiempo disponible social, para reducir a un mínimo decreciente el tiempo de trabajo de toda la sociedad”. Dicho de otra forma, hoy es posible pensar una sociedad que gire en torno al derecho a la existencia, del mismo modo que otrora fue posible pensar la jornada laboral de 8 horas y las vacaciones pagadas. Lo que permite su viabilidad y lo convierte en derecho es la fuerza social que, contra quienes repiten que es imposible, arranca tiempo al capital y lo convierte en tiempo de vida liberado de su férula. El fulcro de la libertad es, hoy al igual que ayer, el hambre social de emancipación y la voluntad de poder por mejorar.
El progreso humano no nace de la bondad ni del funcionamiento intrínseco del capitalismo, que solo le interesa la tecnología si le sirve para reducir el trabajo pagado, de ahí que en el siglo XIX insistiera en usar a mujeres para sirgar los canales en lugar de caballos porque salía más barato. La historia avanza cuando existe una posición de poder que permite decir ¡no! ahí donde la necesidad obliga a tener que decir sí, forzando así al capital a tener que abandonar “su zona de confort” e impulsar una transformación del tejido productivo. En la posibilidad de rechazar el trabajo impuesto es precisamente donde reside el instinto de libertad y la fuerza motriz que obliga al capital a tener que adaptarse y ofrecer una oferta acorde a una sociedad cuyas capacidades están muy por encima de las posibilidades actuales.
La propaganda liberal se pasa la vida reivindicado que el dinero está mejor en los bolsillos de los ciudadanos, pero es escuchar hablar de alquiler asequible y de renta básica y salen espantados echando mano de la pistola. Tampoco les gusta el dinero que se ahorra con la sanidad y la educación pública en lugar de pagar pólizas de seguros y escuelas privadas o concertadas. Las mismas voces que insisten en que “persigas tus sueños”, son las que se escandalizan cuando se habla del derecho a la existencia o del derecho al tiempo garantizado, porque, según ellos, de esa forma “nadie haría nada”. ¿En qué quedamos? ¿No era que la motivación más importante para hacer algo era la de perseguir tus sueños? Pensar que rechazar la precariedad implicaría «no hacer nada» es fruto de una concepción conservadora de la antropología humana, por la que solo «te mueves» e «innovas» forzado por el miedo, la necesidad y la competencia. No es cierto, inventos y descubrimientos que van desde la teoría de la relatividad hasta la tabla periódica, pasando por el GPS, la aspirina, internet, la anestesia o la segunda ley de la termodinámica son fruto de un trabajo que no tenía por objeto fines mercantiles. Son mucho más determinantes los entornos y los ecosistemas donde se forjan ideas en libertad que el incentivo económico y el miedo, de lo que podemos deducir que una sociedad que cuenta con derechos de existencia garantizados es una sociedad más inteligente y que aprovecha mejor su potencial. Establecer las condiciones que permiten ejercer la libertad a todas las personas, esto es, una libertad que está por encima de la libertad del dinero, no solo da pie, como recuerda Aristóteles, a que se agranden la justicia y la amistad, “pues es mucho lo que tienen en común los que son iguales”, además sienta las bases de un nuevo renacimiento intelectual y civilizatorio. Las mejores ideas no brotan de la exclusión privada, al contrario, se producen cooperando y afloran más cuantos más cerebros lo comparten y se enriquecen, pues las ideas, como decía Thomas Jefferson, “son como el aire que respiramos y no pueden ser, por naturaleza, sujetas a propiedad”.
Lo que se levante de este derrumbe que estamos viviendo pueden ser valores nuevos grabados en tablas nuevas, esto es, una nueva idea de ciudadanía y libertad basada en el Derecho a la existencia o, por el contrario, una sociedad hundida y segregada que endiosa como nunca a los más poderosos. Empezar, desde ahora mismo, un proyecto civilizatorio que frene el embiste de la muerte y al mismo tiempo sea capaz de abrir un horizonte y una voluntad que ambicione abandonar la riqueza propia de la modernidad capitalista: valor, dinero, trabajo, mercancía. Una riqueza fundada sobre el tiempo libre y sobre un tiempo propio, solo es pensable si primero nos atrevemos a imaginar lo que hoy parece impensable; solo es factible si nos atrevemos a ir más allá del bien y del mal, más allá del trabajo y el capital. Rescatar a la libertad del secuestro neoliberal; luchar para que lo que hoy parece imposible mañana se vuelva insuficiente.
¡Sanidad, renta, vivienda, derechos de existencia!