El “caso Lucián” y la banalización de la tortura

Gerardo Pisarello

Jaume Asens

21/12/2008

 

Que la tortura, sobre todo la que se comete desde el aparato institucional, es una de las  lacras más terribles que puede incubar una comunidad política, es algo que nadie se atrevería a negar públicamente ¿Cómo se explica entonces que la reciente condena de tres policías por abusar de un ciudadano rumano al que confundieron con un atracador haya generado un inusual cierre de filas entre la clase política catalana y algunos conspicuos formadores de opinión?

Quizás no sea ocioso recordar que estamos hablando de un caso en el que, según la sentencia de la Audiencia Provincial, los funcionarios condenados cometieron hechos que resultarían aberrantes perpetrados por delincuentes ordinarios. Pusieron una pistola en la boca de la víctima, Lucián, entraron en su casa sin orden judicial, lo vejaron, golpearon y obligaron a confesar con frases como "reconócelo todo o te tiramos por el barranco". Además, detuvieron y agredieron a su novia, embarazada de tres meses.

Pese al estremecedor relato de la sentencia, y a que la hipótesis acusatoria había sido defendida por otros fiscales y una jueza instructora, las respuestas institucionales han sido inquietantes. La Consejera de Justicia, Montserrat Tura, no sólo elogió públicamente a los condenados, alguno de ellos ascendido estando ella al frente de Interior, sino que solicitó del Tribunal Supremo la revisión de la sentencia. El ex presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, cuestiono la gravedad de caso ya que la víctima no había sido hospitalizada. Tampoco faltaron los tertulianos de guardia que se enfurecieron porque se prestara más credibilidad al testimonio de las víctimas que al de los propios policías. Los partidos conservadores, finalmente, llegaron a pedir la dimisión del Consejero Joan Saura y éste se defendió asegurando que pondría a disposición de los afectados a "los mejores abogados".

¿A qué atribuir estas reacciones? ¿Cómo explicar que una Consejera de Justicia, en lugar de defender a los tribunales o de hacerse cargo del drama humano de las víctimas, ensalce la actuación policial? ¿Cómo calificar las declaraciones de un ex presidente de la Generalitat que ha padecido la cárcel y que parece ignorar que la tortura puede no dejar secuelas físicas y provocar, sin embargo, un tormento mayor al de un suplicio corporal? ¿Qué tipo de presiones puede llevar a un Consejero del Interior a anunciar para la policía un tipo de protección –"los mejores abogados"- que no reclamaría para los ciudadanos de a pie?

Si estas reacciones se producen en un caso en el que las víctimas eran probadamente inocentes, causa zozobra pensar qué se hubiera dicho si se tratara de situaciones "menos claras". Tal como ha denunciado Amnistía Internacional en su reciente informe titulado "Sal en la herida", dar mayor crédito a la policía que a las víctimas u otros testigos es uno de los motivos principales de impunidad en la violencia institucional. Esto explica que la mayoría de denuncias de malos tratos policiales se enfrente a una auténtica carrera de obstáculos y a resistencias de todo tipo. Tan es así que sólo un 1 % de los casos llega finalmente a juicio, y si llega, suele terminar en absolución por la imposible identificación de los responsables. Así ocurrió, por ejemplo, cuando la Audiencia de Vizcaya, en  1998, o la de Girona, en 2004, reconocieran la violación a una mujer brasileña o las torturas a un joven marroquí, respectivamente, pero exculparon a los agentes, que se encubrieron entre ellos.  Es más, incluso si se producen condenas, resulta habitual que la impunidad se produzca por vía de un indulto gubernamental, tal como se puede comprobar en un rápido rastreo del BOE.

En realidad, casos como el de Lucián parecen confirmar que cada acto de tortura encierra un "crimen de Estado" cuya negación comporta, en el fondo, un ejercicio de contemporización con la crueldad institucional, una suerte de "autoindulto" que el Estado se concede a sí mismo. Que en Cataluña y en el resto de la península ocurran este tipo de hechos ya no puede, desgraciadamente, sorprender a nadie. Después de todo, el español es el cuarto Estado del mundo con más condenas por violaciones del Pacto de derechos civiles y políticos y uno de los pocos condenados ante el Tribunal europeo de Derechos Humanos en el 2004 por falta de respuesta en un caso de torturas (causa Martínez Sala y otros c. España).

Muchos de los que se indignan por la resolución del caso Lucián y piden defender la honorabilidad de la policía, deberían reflexionar sobre esta realidad. Sobre todo ahora que se cumplen 60 años de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si la apelación a este tipo de documentos es sincera, si de verdad se cree en la necesidad de erradicar todos los Guantánamos y los Abu Grahib del mundo, debería aceptarse, de una vez por todas, que unas instituciones que son capaces de investigar y condenar actos de tortura no son unas instituciones débiles o "buenistas". Son, por el contrario, instituciones que pueden, con un mínimo de credibilidad, apelar al reconocimiento de sus propios ciudadanos. Lo otro, la banalización de la tortura, la justificación de la brutalidad policial y la entronización de la "razón de Estado", sólo puede ser fuente de nuevos maltratos, además del camino más seguro al descrédito de los cuerpos de seguridad y de sus propios superiores.

Jaume Asens es vocal de la Comisión de Defensa del
Colegio de Abogados de Barcelona.
Gerardo
Pisarello
es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y
colaborador habitual de
Sin
Permiso
.

Fuente:
El Periódico de Catalunya, 20 diciembre 2008

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