Criptopolítica (filosofía analítica y política)

Lorna Finlayson

19/08/2021

La filosofía de la denominada tradición ‘analítica’ mantiene una extraña relación con la política. Originada, según se considera normalmente, con Frege, Moore, Russell y Wittgenstein a principios del siglo XX, la filosofía analítica se preocupaba en principio por utilizar la lógica formal para clarificar y resolver cuestiones metafísicas fundamentales. En buena medida, se ignoraba la política, de acuerdo con el analítico de Oxford Anthony Quinton, antes de finales de los 60. De hecho, la filosofía política fue habitualmente declarada ‘muerta’ a manos de los analíticos, tan muerta que la tibia producción de John Rawls (cuya Teoría de la Justicia se publicó en 1971) pudo parecer una resurrección.

Al mismo tiempo, no es que los filósofos analíticos se desinteresasen de la política. Bertrand Russell es un caso especialmente bien conocido, pero otras figuras, como A. J. Ayer y Stuart Hampshire – ambos partidarios del Partido Laborista (y posteriormente, en el caso de Ayer, del Partido Socialdemócrata) y críticos de la guerra del Vietnam –, también estaban políticamente comprometidas. La reticencia a comprometerse con la política en sus capacidades profesionales podría parecer que refleja así, no falta de interés político sino una visión de la filosofía como esfera en buena medida separada. Russell, por ejemplo, escribió que sus ‘actividades técnicas deben olvidarse’ con el fin de que sus escritos populares se comprendan adecuadamente, mientras que Hampshire sostenía que, aunque los filósofos analíticos ‘pudiera suceder que tuvieran intereses políticos, […] sus argumentos filosóficos eran en buena medida neutrales políticamente’.

Si bien a veces insistentes respecto al desapego de su filosofía de la política, –que llega hasta un orgullo por la ‘conspicua trivialidad’ de su propia actividad que el crítico de la ‘filosofía del lenguaje corriente’ Ernest Gellner consideró que requería la explicación de historiadores sociales– los analíticos planeaban en otras ocasiones afirmaciones bastante contundentes respecto al valor y potencial políticos de su propia manera de hacer las cosas. Tal como ha demostrado Thomas Akehurst, ‘muchos de los filósofos analíticos británicos más destacados del periodo de postguerra dejaron claro que entendían la filosofía analítica como algo en alianza con el liberalismo’ y aventuraban que ciertos ‘hábitos mentales’ analíticos – sobre todo aquellos vinculados a la escuela ‘empirista’ dominante en esa época – podían ofrecer una protección crucial contra diversas formas de ‘fanatismo’.

Menos claro estaba cómo se suponía que funcionaría esto. Los pronunciamientos de los analíticos sobre la relación entre su filosofía y la política parece equivaler a poco más que una declaración de monopolio sobre la amplitud de miras, un alarde de humildad, un conjunto de aserciones dogmáticas y opacas sobre lo poco hospitalario que es el método analítico para el dogma y la opacidad (‘no-bullshit bullshit’ [‘sandeces sin sandeces’], por tomar prestado el apodo endosado luego a la llamada escuela del ‘no bullshit’ [‘sin sandeces’] del ‘marxismo analítico’ por parte de sus críticos). ‘El empirismo es hostil a las patrañas y la obscuridad, al ánimo de autoridad dogmático, a toda suerte de ipse dixit’, había escrito ya en 1940 el filósofo de Oxford H. H. Price: ‘Los mismos principios de vive-y-deja-vivir […] son característicos también del liberalismo’. En una vena semejante, en su ensayo de 1950, ‘Filosofía y política’, Russell describe el empirismo (‘la perspectiva científica’) como ‘la contraparte intelectual de lo que es, en la esfera intelectual, la perspectiva del liberalismo’, y saludaba a Locke como ejemplificación del ‘orden sin autoridad’ presuntamente central para ambas filosofías.

Entre ellos, Russell y Price parecen estar sugiriendo una serie de vínculos entre 1. La claridad, 2. El rechazo de la autoridad epistémica (equivalente al valor de ‘pensar por uno mismo’); y 3. El rechazo del autoritarismo político, un rechazo que se asimila al 4. Liberalismo, aparentemente inercambiable con la 5. Democracia. Más allá de la vaguedad de los lazos conceptuales de esta cadena, hay que hacerse preguntas sobre su acoplamiento a la realidad: sobre la relación de estas aseveraciones de los analíticos con la filosofía analítica y los analíticos reales, y con el liberalismo y los liberales reales, respectivamente. Cuando Price alaba una cultura intelectual ‘de investigación libre, co-operativa, en la que cualquiera puede proponer cualquier hipótesis que le plazca, […] siempre y cuando tenga sentido’ (lo que presumiblemente significa: tenga sentido para los filósofos analíticos), evoca una imagen de una disciplina no jerárquica, igualitaria, que es probable que llame la atención de quienes tienen experiencia de la cultura de la filosofía analítica como algo un tanto idealizado, cuando menos. Por lo que toca al liberalismo, Locke, y el ‘orden sin autoridad’: ¿qué se puede decir, aparte de, tal vez, ‘No mencionemos la esclavitud’?

Aquí topamos con otro aspecto de la rudimentaria afirmación de los analíticos de que ofrece una protección contra vicios y desventuras políticas. Se trata de cautela ante la ‘ideología’ y la ‘teoría’ (especialmente de la variedad ‘grande’). Tal como lo disecciona Akehurst, la idea consiste en que ‘centrarse en lo concreto salva al empirista de seguir grandes teorías, quimeras metafísicas y otras exhortaciones estrictamente sin sentido que devalúan la realidad en favor de peligrosas fantasías ideológicas’. Aquí el pensamiento resulta bastante intuitivo, y los liberales no son los únicos que advierten su fuerza: algo parecido es tema de buena parte de los escritos anarquistas, por ejemplo. Sin embargo, dígase lo que se diga, no puede ser algo tan simple como ‘Teoría, mala; Realidad, buena’. La rígida adhesión a los ideales, teorías o principios puede tener su parte en la comisión de atrocidades. Pero, en primer lugar, ¿qué autoriza a los liberales a suponer que sólo son los demás los qué tienen ‘teorías’? Y, en segundo lugar, ¿no puede existir contrario e igual peligro en la ausencia de principios fijos? ¿‘No torturar nunca’ es un peligroso artículo dogmático? ¿Mejor es deshacerse de ese bagaje ideológico y mantener todas las opciones sobre la mesa, haciendo lo que demandan los datos de la situación (tal como la vemos)? La historia del liberalismo, en cualquier caso, alardea de su bonita porción de terribles acciones cometidas tanto al servicio de ‘grandes ideales’ (pues, ¿qué otra cosa podemos llamar a la ‘Libertad’?) como en respuesta a las consideraciones más ‘concretas’ de conveniencia y beneficio.

Si, por un lado, la filosofía analítica se ha presentado como políticamente neutral, también ha considerado esta misma neutralidad – esta supuesta libertad respecto al dogma y la ‘ideología’ – como garante de conclusiones políticas liberales. La filosofía política analítica, que ha florecido y proliferado desde la última parte del siglo XX, ha conservado esta postura básica. Sobre esto escribí en mi primer libro, The Political Is Political. Lo que me sorprendía de la filosofía política analítica como estudiante (y lo que mi tautológico título quería captar) era que la materia estaba a la vez paradójicamente despolitizada y era asimismo política de modo encubierto. Bajo influencia, sobre todo, de Rawls, los filósofos políticos han tenido notablemente poco que decir acerca de la política o la historia reales. Provistos de una nítida distinción entre ‘descriptivo’ y ‘normativo’ (o ‘es’ versus ‘debería’), característica del enfoque analítico, han juzgado que esas materias son terreno apropiado para los científicos sociales. Por el contrario, la ocupación distintiva de los filósofos consiste en concentrarse en la articulación de ‘principios de justicia’ abstractos, a menudo en forma de ‘teoría ideal’. El filósofo político contemporáneo Charles Mills, si bien se identificaba como adepto del enfoque liberal analítico, ha criticado la teoría ideal como una forma de ‘ideología’ en un sentido vagamente marxista: una distorsión del pensamiento que refuerza un status quo opresivo al limpiarlo y distraerlo de sus rasgos ‘no ideales’ (Mills recalca, sobre todo, la historia y el legado de la esclavitud en los Estados Unidos).

No sólo descuidan la política de verdad los filósofos de esta tradición, sostenía yo, sino que operan también con una serie de valores metodológicos ostensiblemente neutrales o de ‘sentido común’ – ‘capacidad constructiva’, ‘razonabilidad’, ‘claridad’ en la argumentación – que invariablemente resultan, cuando se examinan más de cerca, interpretados de tal modo que favorecen las conclusiones liberales por anticipado, ‘suscitando la pregunta’ en contra de perspectivas disentidoras que podrían apelar a un desvío más radical del status quo político. El requerimiento ‘¡Sé realista!’, por ejemplo, demanda acuerdo prácticamente universal (¿quién quiere ser ‘irrealista’?), pero no nos dice nada útil hasta que se completa con algunos juicios respecto a lo que se parece a la ‘realidad’ y cómo podría cambiarse.

Esta, por supuesto, es exactamente la clase de preguntas que están en disputa entre gentes de diferentes perspectivas políticas. Pero lo que tiende a suceder en la filosofía política, como en el mundo más en general, es que tomar en cuenta la realidad se confunde con proponer menos con vistas al cambio, de modo que se asume que ‘realismo’ y radicalismo se encuentran en una tensión inherente. Así pues, mientras la corriente ‘realista’ en la filosofía política contemporánea constituye en un sentido un desafío al enfoque dominante (de ignorar la historia y la política reales), a menudo acaba afianzando aun más un sesgo del status quo, al equiparar ‘realismo’ con ‘conservadurismo’, con “c” minúscula, y ubicar la ‘teoría ideal’ como el súmmum de la ambición radical.


Las ilusiones de neutralidad política, ya sea dentro de los confines del mundo académico o fuera de él, son siempre profundamente políticas, y habitualmente conservadoras (pensemos en el papel que la noción falsamente neutral de ‘elegibilidad’, supuestamente de sentido común, ha desempeñado en el discurso político británico en los últimos años). La respuesta, como ya argumenté en el caso de la filosofía política analítica, no consiste en tratar de reemplazar la falsa neutralidad con otra ‘verdadera’. La idea de que esto es posible, y no digamos ya deseable, es en sí misma ilusoria. Juicios y supuestos acerca de lo que es importante, de qué clase de lugar es el mundo y de en qué podría o debería convertirse – lo que viene a significar juicios y supuestos políticos – están siempre ya insertos en los conceptos y valores a los que recurrimos para establecer y valorar afirmaciones y argumentaciones en filosofía y en otros terrenos. Si existe una afinidad entre la filosofía analítica y el liberalismo, está acaso en su mutua tendencia a proyectar esta suerte de ilusión, de proceder como si su política no fuera política en absoluto, sólo ‘realismo’, o ‘sentido común’. Desde esta ventajosa posición, quienes se oponen a la filosofía analítica y el liberalismo sólo pueden parecer respectivamente como obscurantistas y fanáticos. No es de sorprender, por lo tanto, que algunos destacados analíticos (Russell entre ellos) se convirtieran en adalidades tan ardientes de la Guerra Fría.


La observación de G. J. Warnock, en 1958, de que la filosofía analítica era compatible con ‘un arco ideológico bastante llamativo’ es claramente cierta, aunque Warnock reconocía también que ‘puede que haya alguna semejanza arraigada de actitud y perspectiva’ que no sea fácilmente detectable para quienes la comparten. La tonalidad política de la escuela ha sido predominantemente liberal, pero no ha sido exclusivamente así (pensemos en marxistas analíticos como G. A. Cohen, o en los radicales del anterior ‘Círculo de Viena’ de positivistas lógicos). ‘Liberalismo’, en todo caso, ha significado (y sigue significando) cosas distintas para gente distinta. Al igual que el liberalismo, la ‘filosofía analítica’ constituye una categoría lo bastante resbaladiza como para resistirse a cualquier caracterización definitiva. No es que la filosofía analítica tenga ningún contenido o valencia política fija o particular. Pero su tendencia al ahistoricismo y a la abstracción crea un vacío en su centro, en el que se apresura a entrar demasiado a menudo, demasiado fácilmente y demasiado calladamente, la política dominante del día.

profesora de Filosofía en la Escuela de Filosofía e Historia del Arte de la Universidad de Essex, estudió en el Kings College de la Universidad de Cambridge, donde fue también investigadora y profesora asociada. Es autora de “The Political Is Political: conformity and the illusion of dissent in contemporary political philosophy” (Rowman & Littlefield, 2015) y de “An Introduction to Feminism” (CUP 2016).
Fuente:
Sidecar – New Left Review, 29 de junio de 2021
Traducción:
Lucas Antón

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