Harold Meyerson
09/02/2025Los Estados Unidos de Trump no inspiran más que miedo
Al igual que con el propio Trump, nuestras relaciones se basan ahora en la sumisión de los demás a nuestro poder, no en la admiración por nuestro carácter.
En Canadá nos abuchean, lo cual no es un efecto secundario involuntario de la política de Donald Trump, sino más bien su objetivo. Durante el fin de semana, cuando se jugaron en Canadá partidos de la NBA [baloncesto] y la NHL [hockey] entre equipos canadienses y norteamericanos, la interpretación de nuestro himno nacional se recibió con un coro de abucheos.
Los canadienses entendieron que la razón ostensible de la amenaza de Trump de imponer un arancel a los productos canadienses -detener el flujo de fentanilo- era absurda, ya que la cantidad de fentanilo que, según nuestro gobierno, pasó la frontera entre los Estados Unidos y Canadá el año pasado fue de unos 20 kilos, que no sólo cabían en una maleta, sino que estaban por debajo del límite (23 kilos) de una bolsa pesada. Los canadienses comprendieron que la verdadera razón por la que Trump les amenazaba con imponer aranceles consistía en que quería afirmar su propio dominio, y secundariamente el de los Estados Unidos, sobre un país al que creía que había que abrirle los ojos respecto a cualquier idea que pudiera albergar de disfrutar de algún tipo de asociación con los Estados Unidos, y con él mismo.
De los muchos cambios desgarradores que Trump le está infligiendo a nuestro país, sin duda uno de los más fundamentales es el de nuestra posición en el mundo. La noción misma de disponer de aliados, de países que creen estar de algún modo alineados junto a nosotros porque somos todos democracias liberales que a veces nos ayudamos mutuamente, se está viendo rápidamente substituida por una jerarquía de poder. Hay adversarios a los que nos esforzamos por superar -China y Rusia, principalmente-, pero cuando se trata de países que han estado de nuestro lado, con los que tenemos alianzas duraderas, también nos esforzamos por superarlos. Las alianzas unen a las naciones, por así decirlo, horizontalmente; la visión de Trump de las relaciones internacionales, por el contrario, es vertical, siempre y cuando nosotros y él estemos en la cima.
Los Estados Unidos, por supuesto, ha sido la potencia preeminente del mundo desde 1945, y en el mejor de los casos, aunque ni mucho menos siempre, ese poder se ha ejercido de una manera que combina el interés propio con la ayuda a otros países. Mucho antes de 1945, muchos habitantes de otros países consideraban a los Estados Unidos no sólo materialmente superior, sino también políticamente menos opresivo. Ese era ciertamente el caso de los liberales y socialistas europeos que llegaron aquí tras las fracasadas revoluciones de 1848, y de las decenas de millones de refugiados de los diversos imperios europeos hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
A partir de la presidencia de Franklin Roosevelt, la mejor política exterior norteamericanos combinó el interés nacional inteligente con la ayuda a otras democracias, y a pueblos que se enfrentaban a crisis como la hambruna masiva y la subordinación fascista (y sí, por supuesto, la política exterior norteamericana no en su mejor momento ha abusado a menudo salvajemente de la gente en tierras extranjeras con golpes de Estado [Irán, Guatemala, Chile] y guerras [Vietnam, la ocupación iraquí], etc.).
Ese lado «en el mejor de los casos» de las interacciones de los Estados Unidos con el mundo es el que Trump está decidido a liquidar. El cierre de USAID y el fin de las iniciativas del Departamento de Estado para promover la democracia y los derechos humanos no son más que el comienzo de los esfuerzos de Trump por reubicar nuestro lugar entre las naciones, no sobre la base de nuestras acciones democráticas o humanitarias, sino basándonos únicamente en el cálculo de poder. La Norteamérica de Trump es una nación que debe inspirar miedo, no amor.
Y en este caso, sobre todo, lo personal es político y viceversa. Esta necesidad de inspirar miedo, más que admiración o afecto, es un perfecto reflejo de la personalidad de Trump. Se pueden llenar bibliotecas enteras con relatos sobre las transacciones de Trump, sus proclamas de victoria y sus humillaciones. Pero, ¿hemos leído alguna vez algo acerca de amistades suyas duraderas basadas en su propia personalidad y no en su poder? Al carecer de una personalidad que pueda inspirar siquiera una pequeñísima dosis de amor y afabilidad, sólo conoce relaciones basadas en un desequilibrio de poder, asegurándose de que ese desequilibrio se inclina de su lado.
Puesto que así es como ve el mundo él, también será así en el caso de los Estados Unidos. Parece incapaz de entender que los Estados Unidos, a pesar de todos sus defectos, han servido de inspiración al mundo por sus atributos positivos, por su democracia y su generosidad, ya que él no tiene ninguna consideración por ninguna de estas cosas. El país al que Lincoln calificó como última esperanza de la humanidad es, para Trump, incomprensible.
Esto explica su alta estima por William McKinley, que se apoderó de las Filipinas y supervisó una guerra brutal contra los filipinos que buscaban la independencia, o mismo que su correspondiente desprecio, por ejemplo, por Franklin Roosevelt, alguien que creía que iba en nuestro propio interés ilustrado recuperar Europa de manos de Hitler, pero que no sometió a tierras liberadas como Francia, o Bélgica, o los Países Bajos, o Noruega al dominio colonial estadounidense o al reembolso de las deudas contraídas por nuestros esfuerzos para derrotar a los nazis. En el mundo de la postguerra, la mayoría de los habitantes de esos países tenían buena opinión de los Estados Unidos cuando Roosevelt moldeó sus medidas políticas, y no es así como los filipinos consideraban a los Estados Unidos cuando McKinley los moldeó.
Pero esto es historia, una rama del conocimiento empírico por la que Trump no tiene ningún interés o poca aptitud, y cuyas lecciones no se ajustan a sus necesidades inseguras y narcisistas. Las relaciones basadas en el afecto genuino y la alta estima le son ajenas, y ahora que vuelve a ser presidente, intenta que sean también algo ajeno a nuestro país.
Esta necesidad de inspirar miedo e infligir dolor a los demás no se limita únicamente a Trump; también es la base emocional del movimiento MAGA. A escala nacional, queda más claro cada día que «humillar a los progresistas» es lo que motiva a las legiones de Trump, más profundamente que la promulgación de cualquier política que realmente les beneficie. Son las deportaciones, los despidos y el indulto de Trump a los insurrectos del 6 de enero lo que ha dominado su primera quincena en la Casa Blanca. «Yo soy tu castigo» se destaca aún más claramente hoy como vínculo emocional suyo con sus seguidores, cuyo odio a los progresistas (basado en gran parte en la capacidad de los medios de derecha para definir a los progresistas de maneras calculadas para engendrar aún más odio) se está traduciendo ahora en un torbellino de medidas políticas.
En cuanto al mundo en general, si antaño buscamos ser ese faro de luz en la colina, ahora somos el matón de la colina. Norteamérica, trumpificada.
The American Prospect, 4 de febrero de 2025
Un plan de resistencia
Cuando llegue abril, será el momento de celebrar -y renovar- la revuelta de 1775 en los Estados Unidos contra los monarcas usurpadores.
Este 19 de abril se cumple el 250 aniversario de las batallas de Lexington y Concord, que iniciaron la Revolución Norteamericana y su guerra contra el poder monárquico. Llega en un momento en que quienes se oponen a que el presidente Trump ejerza poderes que van mucho más allá de los que la Constitución asigna a los presidentes están atónitos por la velocidad y el alcance de sus acciones, e inseguros acerca de cómo pueden siquiera empezar a contrarrestarlos.
Pero una movilización que celebre la revuelta fundacional de los Estados Unidos contra la autoridad arbitraria les brinda una oportunidad estelar para demostrar lo profundamente antinorteamericano que es Trump.
El 19 de abril hará exactamente un cuarto de milenio desde que los milicianos antirrealistas de Massachusetts se negaron a dispersarse cuando se lo ordenaron las tropas británicas. Se disparó un tiro, y las tropas siguieron disparando, matando a ocho de aquellos resistentes norteamericanos. Más tarde, ese mismo día, los milicianos devolvieron el fuego, matando a varios soldados británicos. Había comenzado la Revolución. Años después, Ralph Waldo Emerson situaría la importancia de aquella escaramuza en la perspectiva histórica adecuada:
By the rude bridge that arched the flood,
Their flag to April’s breeze unfurled,
Here once embattled farmers stood
And fired the shot heard round the world.
(Por el tosco puente que arquea la corriente,
Desplegada su bandera a la brisa de abril,
Aquí antaño se plantaron los granjeros sitiados
disparando el tiro que en todo el mundo resonó.)
Este año, y hasta ahora, todos los tiros vienen de la Casa Blanca, del hombre que quiso ser rey. Es hora de que los pequeños demócratas lancen sus propias andanadas, tan alto, tan insistentemente y en tal número que también resuenen por todo el mundo. El mundo ha estado esperando impaciente a oírlos.
El aniversario de nuestra revolución presenta a los pequeños demócratas de hoy, cuyas filas no se limitan en absoluto a los demócratas con mayúsculas, la oportunidad de renovar la lucha contra la presunción monárquica. A Donald Trump se le eligió para ser presidente, y no un emperador que gobierne sin control en casa y se apodere de nuevas retrocolonias en el exterior.
Fue contra el gobierno monárquico contra el que los patriotas de 1775 se levantaron para oponerse a él, al que los autores de la Declaración de Independencia culparon de los abusos que condujeron a la Revolución, y cuyo regreso trataron de bloquear los autores de la Constitución confiriendo poderes fundamentales a los poderes no ejecutivos del Gobierno, creando el sistema de controles y equilibrios dentro del cual han operado todos los anteriores presidentes norteamericanos.
Trump ejerce el poder como si no importaran en absoluto esos otros poderes ni la propia Constitución, como si las causas e inquietudes que animaron a los fundadores de la nación debieran subordinarse a su necesidad de ejercer el poder no sólo sobre sus críticos, sino sobre cualquier posible fuente de poder rival. Esto resulta evidente en sus repetidas apropiaciones de la autoridad constitucional explícita del Congreso para establecer, abolir, financiar y desfinanciar las agencias federales y sus proyectos, y en su negativa a tratar como socios a países aliados desde hace mucho tiempo a los Estados Unidos, a menos que se sometan a sus caprichos.
¿Vuelven a registrarse hoy entre nosotros los agravios contra los que se levantó por primera vez esta nación, que llevaron a los Minutemen [“hombres del minuto”, apodo de los primeros combatientes contra los británicos] a Lexington Green? La Declaración promulgada el 4 de julio de 1776 responsabilizaba al rey Jorge de «una larga serie de abusos y usurpaciones». El Rey, decía, «ha negado su Asentimiento a las Leyes» (es decir, se negó a reconocer las leyes aprobadas por las asambleas legislativas de las colonias). Era responsable, proseguía, «de quitarnos nuestras Cartas, abolir nuestras Leyes más valiosas y alterar fundamentalmente las Formas de nuestros Gobiernos». Estas transferencias de poder de las asambleas legislativas de las colonias a la Corona fueron el centro de los argumentos de los Fundadores en favor de la revolución.
Se hacen hoy eco del intento de Trump de detener todas las subvenciones y asignaciones asignadas por el Congreso (ahora bloqueadas por los tribunales) y sus esfuerzos por abolir y desfinanciar los departamentos y agencias creados y financiados por el Congreso. Fue precisamente el temor de los Fundadores a que un presidente intentara algún día ese gobierno unipersonal lo que llevó a James Madison y a sus colegas a redactar una Constitución que prohibiera expresamente tales acciones.
Aunque el compromiso de los patriotas de 1775 con la idea de un régimen democrático constituye un modelo estelar para los patriotas de hoy, no estoy sugiriendo, por supuesto, una insurrección armada o una versión contemporánea de la resistencia violenta de los patriotas. Lo que estoy sugiriendo es que se celebren protestas pacíficas masivas en todas las ciudades y pueblos el 19 de abril, con multitudes de norteamericanos que celebren el levantamiento antimonárquico de 1775, y prometan lealtad a esa herencia protestando y denunciando el gobierno cada vez más autocrático de Donald Trump. No se requiere ningún atuendo especial, pero sería bueno tener algunos pífanos y tambores, algunos sombreros de tres picos, y, si queremos ser fieles a nuestra herencia patriótica, tal vez algunas quemas en efigie, ese tipo de cosas. Con un incremento gradual de acciones hasta el 19 de abril, los acontecimientos de ese día pueden proporcionar lo que puede ser nuestra mejor oportunidad de explicar cuán profundamente antinorteamericana es en realidad la conducta de Trump.
Los oponentes de Trump en general, y los demócratas en particular, se han quedado tan sorprendidos por los ataques iniciales de Trump contra el orden constitucional y los valores norteamericanos de larga tradición que aún no han encontrado una forma de responder colectivamente. Al parecer, algunos demócratas temen que atacar a Trump no hará sino ampliar la brecha que se ha abierto entre su partido y los votantes de clase trabajadora que formaban antaño su base. Una de las razones de ese distanciamiento es que son esos votantes los que han experimentado las desventajas de la globalización -la deslocalización de industrias, el aumento de una mano de obra global que presiona a la baja sus salarios- contra las que los demócratas, otrora sus defensores, no lograron protegerlos. Un fuerte sentimiento de identidad nacional -y no sólo entre los nativistas- agobia a las clases trabajadoras de la mayoría de las naciones, incluida la nuestra.
Los activistas que han estado luchando por averiguar cómo organizar una resistencia eficaz al aluvión de acaparamiento de poder de Trump representan una panoplia de causas y circunscripciones, lo que a veces obscurece (tanto para ellos como para los demás) el hecho de su compromiso común con un orden democrático. Ese compromiso común debería ser el objetivo y el centro de la protesta el 19 de abril; su mensaje debería consistir en manifestarse para honrar y restaurar la herencia claramente antiautocrática de los Estados Unidos. Con ello podría incluso iniciarse un proceso de reconexión con aquellos norteamericanos de clase trabajadora que apoyaron a Trump por razones económicas mientras veían a los demócratas como gente de ideología ajena.
En lo que a ideologías se refiere, la del 19 de abril es la menos ajena y la más norteamericana que se pueda imaginar. Al igual que los Minutemen lucharon por crear los que se convertirían en valores definitorios de los Estados Unidos, la Resistencia puede luchar por recuperarlos.
The American Prospect, 6 de febrero de 2025