Richard Seymour
Olly Haynes
18/12/2024Richard Seymour, que acaba de publicar Disaster Nationalism, editado por Verso.
El mundo actual está lleno de desastres reales. Pero desde la preparación militar hasta las fantasías de deportación masiva, la extrema derecha y la derecha extremista prometen a sus partidarios catástrofes mejores: unas en las que ellos estarán al mando. Entrevista conCuando Carlos Mazón asumió el poder al frente de un gobierno de derechas en Valencia el año pasado, parecía que la crisis climática no era nada de lo que preocuparse. Formó una coalición entre su conservador Partido Popular y el partido de extrema derecha Vox, y para sellar el acuerdo aceptó suprimir la Unidad de Respuesta a las Emergencias de Valencia. El mes pasado, Valencia fue devastada por unas inundaciones que mataron a más de 200 personas, ya que no se emitieron avisos y los empresarios se negaron a dejar que los trabajadores regresaran a sus casas para ponerse a salvo. Mientras la crisis estaba en pleno apogeo, Carlos Mazón disfrutaba de un largo almuerzo. A pesar de estas responsabilidades políticas, la extrema derecha intentó sacar provecho de la catástrofe. Criticaron al Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y a su Gobierno de izquierdas por destruir presas de la época franquista que habrían frenado las crecidas repentinas. En realidad, como informa El Diario, la inmensa mayoría de las presas eliminadas eran pequeños aliviaderos de menos de dos metros de altura, y todas eran “infraestructuras inútiles”. Las presas franquistas no habrían salvado a los valencianos. Pero para los derechistas, que niegan la existencia de una catástrofe real e inventan otras falsas, esta alucinación es esencial para comprender la destrucción de España. Esta tendencia del pensamiento de derechas es el tema del nuevo libro de Richard Seymour, Disaster Nationalism. En él, Seymour utiliza las herramientas del psicoanálisis y el marxismo para examinar lo que está ocurriendo con la extrema derecha mundial. Olly Haynes le entrevistó para Jacobin sobre su nuevo libro.
¿Puede explicar qué es el nacionalismo del desastre y por qué —como usted dice— “aún no es fascismo o no es fascismo”?
Hace unos años me di cuenta de que la nueva extrema derecha estaba obsesionada con escenarios fantásticos de maldad extrema imaginaria. Campos de exterminio FEMA (Federal Emergency Management Agency en EUA), la “Teoría del Gran Reemplazo”, el “Gran Reinicio”, ciudades de 15 minutos, antenas 5G que son balizas de control mental y microchips instalados en la gente mediante vacunas.
En la India, existe una teoría llamada Romeo jihad, según la cual hombres musulmanes seducen a jóvenes hindúes y las convierten al islam, librando así una especie de guerra demográfica. O las fantasías de QAnon de que los pedófilos satanistas y comunistas gobiernan el mundo. Están realmente cautivados y obsesionados por escenarios alucinatorios de desastre extremo. ¿Cómo puede ser? No hay escasez de desastres reales: incendios, inundaciones, guerras, recesiones y pandemias. Sin embargo, a menudo niegan estos desastres. Muchos dicen que COVID-19 fue sólo una excusa para el Cuarto Reich, o que el cambio climático es una excusa para un régimen liberal totalitario, una nueva forma de comunismo, etcétera. La gente de derechas está realmente cautivada y obsesionada por escenarios alucinatorios de catástrofes extremas.
A menudo utilizo el ejemplo de los incendios forestales en Oregón. Los incendios arrasaron llanuras y bosques y ardieron a 800 grados centígrados. Suponían una amenaza real para la vida de la gente. Pero muchas personas se negaron a marcharse porque oyeron que en realidad eran los antifas quienes estaban provocando los incendios y que todo formaba parte de una conspiración sediciosa para acabar con los cristianos conservadores blancos. Así que, en lugar de huir para salvar sus vidas, establecieron controles armados y apuntaron con sus armas a la gente, alegando que buscaban a los Antifas. ¿Por qué esta fantasía de apocalipsis masivo? Porque transforma el desastre de una manera que en realidad es bastante estimulante. La mayoría de las veces, cuando la gente sufre catástrofes, se deprime y se retira un poco de la vida y de la esfera pública. Pero la extrema derecha ofrece otra salida. Dice que “esos demonios en tu cabeza contra los que has estado luchando, son reales y puedes matarlos”. El problema no es duro ni abstracto ni sistémico, es simplemente gente mala, y vamos a acabar con ellos. Se trata de todas las emociones difíciles a las que se enfrenta la gente ante las crisis económicas y el cambio climático, y de darles una salida que se sienta válida y fortalecida.
Esto es lo que yo llamo nacionalismo del desastre. Todavía no es fascista porque, aunque organiza los deseos y emociones de la gente en una dirección muy reaccionaria, no están intentando derrocar la democracia parlamentaria, no están intentando aplastar y extirpar todos los derechos humanos y civiles... todavía. También les falta madurez organizativa e ideológica. Estamos en una fase de acumulación de fuerza fascista. Si nos remontamos al periodo de entreguerras, este proceso de acumulación ya había tenido lugar, ya había habido pogromos masivos, ya había habido importantes movimientos de extrema derecha antes del fascismo. Así que estamos en una fase temprana del fascismo incoativo que veo desarrollarse aquí.
Al final de TheAnatomy of Fascism, publicado en 2005, Robert Paxton nos advierte de que la política israelí podría descender al fascismo. ¿Qué lugar ocupa Israel en su concepción de un fascismo que todavía no es fascismo?
Cuando empecé a escribir este libro, no esperaba hablar mucho de Israel. Pensé que encajaría como un elemento menor en un mosaico global centrado en Estados mucho más grandes. Al final, tuve que escribir un capítulo completamente nuevo debido al genocidio de Gaza.
Hace tiempo que está claro que el sionismo sigue siendo un genocidio incipiente porque su deseo último es que los palestinos no existan. Y siempre ha habido elementos de fascismo hebreo desde los años veinte. Yo diría que su dinámica colonial es bastante singular. Eso no se ve en Estados Unidos: es obvio que el colonialismo de los asentamientos es una realidad histórica con repercusiones permanentes, pero no es una realidad viva y actual. No se puede vivir en Israel sin conocer a los palestinos y su recalcitrante y exasperante deseo de existir.
Pero hay otros aspectos que son bastante similares a los patrones observados en Estados Unidos, Gran Bretaña, India, Brasil, etc. Es el declive del Estado, el declive del sistema político. Es el declive del sistema de posguerra, en su caso un acuerdo corporativista entre el trabajo judío, el capital judío y el Estado, logrado mediante la limpieza étnica de 1948. Este sistema se derrumbó en la década de 1970 y, como en todas partes, se volvió neoliberal. Los sindicatos israelíes decayeron. Intentaron adaptarse mediante la política de la Tercera Vía, y su última oportunidad fue probablemente el proceso de Oslo. Hoy apenas existen.
Se han producido estas tendencias de creciente pesimismo y desigualdad de clases, y la vieja utopía nacionalista del mundo de posguerra ha desaparecido. La clase capitalista es cosmopolita y está estrechamente integrada con Washington, no es la utopía nacionalista judía que intentaban construir. Por eso algunos miembros del movimiento sionista intentan reconstituir esta patria judía, una salvaguardia judía si se quiere. La derecha ha dicho: “No, eso ya lo hemos superado. Estamos en una situación en la que tenemos que resolver la cuestión con los palestinos de una vez por todas”. Para ellos, eso significa expulsar a los palestinos y colonizar decididamente cada pedazo de tierra que creen que pertenece al Gran Israel.
¿Lleva esto al fascismo? No mientras existan sistemas democráticos liberales constitucionales. Es una democracia de exclusión, y eso no es raro en este sentido; Estados Unidos hasta los años setenta era una democracia de exclusión, e incluso diría que lo sigue siendo hoy, pero en un grado diferente. Israel tiene una cultura cada vez más racista, autoritaria y genocida y está más cerca de un golpe fascista que cualquier otro lugar. Creo que el genocidio y el proceso de radicalización de la base van a desembocar en un golpe kahanista o de extrema derecha.
Si quieren ver dónde está bastante avanzado el fascismo, yo diría que es allí, pero también en la India. Hay que oír las alarmas: “Estamos al borde del genocidio”, porque el BJP [Bharatiya Janata Party], un movimiento autoritario de derechas vinculado al fascismo histórico, ha colonizado el Estado y suprimido los derechos civiles. Se trata de un fenómeno mundial en el que Israel desempeña un papel único y distintivo. Israel está muy cerca de un régimen fascista milenario. A medio plazo, se trata de una posibilidad real y peligrosa, dado que es un Estado nuclear.
Usted escribe que “sería una tontería ignorar las fantasías catastrofistas de la derecha. A menudo están en sintonía con realidades que el optimismo liberal prefiere no reconocer”. ¿Cuáles son esas realidades?
A veces ponen el dedo en importantes elementos de la realidad. Las teorías conspirativas sobre las ciudades de 15 minutos, por ejemplo, son alucinantes y delirantes porque la gente cree que anuncian una especie de dictadura comunista antiautomóvil. Pero, en el fondo, se trata de una amenaza real para el automovilismo, el estilo de vida suburbano y las ventajas relativas de poseer un coche.
Si se construyen ciudades en torno a la comodidad y a la existencia de carriles bici por todas partes, eliminando la contaminación en la medida de lo posible y suprimiendo las plazas de aparcamiento, eso es un problema si eres alguien a quien le gusta ir en coche a todas partes. Es especialmente problemático si empezamos a poner barreras de tráfico para impedir que utilices determinadas carreteras. Si a usted le afecta directa y personalmente, puede tener la sensación de que la vida va a cambiar radicalmente en las próximas décadas. Y no se equivocan del todo: el cambio climático exigirá grandes cambios estructurales. Los liberales quieren negar la gravedad de lo que se avecina y de lo que la gente ya está experimentando. Creo que la respuesta de la izquierda debería ser decir: “Sí, tenéis razón, vamos a transformarlo todo, pero será mucho mejor para vosotros. He aquí cómo”.
El ejemplo que siempre me viene a la cabeza es el de Barack Obama en 2016. Se burló de Donald Trump por ser agorero en su campaña, y dijo con su ironía: “Al día siguiente, la gente abría las ventanas, los pájaros cantaban, el sol brillaba”. El patetismo que trataba de invocar era que la gente estaba realmente muy contenta, que todo iba bien. Luego, en las elecciones, tuvo su respuesta: ganó Trump. Para mucha gente, las cosas no van bien. Trump pronunció su discurso de investidura, escrito por Steve Bannon, hablando de la “carnicería americana”, que creo que es una especie de poesía reaccionaria, porque carnicería no es una descripción inexacta de la destrucción de la América industrial. Pusieron el dedo en un problema real, pero su respuesta fue culpar a China, a Asia Oriental. La mayoría de los puestos de trabajo perdidos fueron el resultado de la guerra de clases desde arriba: reducción de plantilla, destrucción de sindicatos. Ha habido un elemento de externalización, pero la culpa es de las empresas, de los empresarios, no de los trabajadores de Asia Oriental.
Así que se puede ver que pueden identificar ciertas formas de desastre. Lo que no pueden hacer es integrarlas en un análisis global coherente y sólido. Todo lo que proponen, en realidad, son síntomas diseñados para no resolver nada, pero que te permiten ir y masacrar musulmanes en la India, palestinos en Cisjordania y Gaza, matar a simpatizantes del Partido de los Trabajadores en Brasil, disparar, apuñalar o utilizar coches para atropellar a manifestantes de Black Lives Matter en EE.UU., u organizar disturbios racistas en Gran Bretaña donde intentaron quemar a solicitantes de asilo en sus hoteles. Eso es lo que propone la derecha como alternativa al desastre; desastres mejores, desastres en los que sientes que tienes el control.
Ha mencionado los asesinatos de musulmanes en la India. ¿Podría explicar en qué consistió el pogromo de Gujarat y por qué lo considera el punto de partida de la actual ola de nacionalismo del desastre?
Yo diría que fue el canario en la mina de carbón. Obviamente, no es ni mucho menos el único pogromo importante en India. Existe una especie de máquina de pogromos: Paul Brass habla de ella con elegancia. Esencialmente, se produjo un incendio en un tren en el que murieron varios peregrinos hindúes. Eran miembros del partido de extrema derecha VHP, y el movimiento Hindutva [nacionalista hindú] especuló con que los musulmanes habían provocado el incendio con cócteles molotov.
Hay pocas pruebas de ello: investigaciones imparciales han concluido que el incendio fue un accidente. Pero decidieron que se había producido un genocidio contra los hindúes y, en los días siguientes, incitaron a la población a tomar las armas y perseguir, matar y torturar a los musulmanes. Eso es lo que hicieron, directamente organizados por miembros del BJP, incitados por dirigentes del BJP, con la complicidad y la participación de la policía y de empresarios que pagaron a individuos para que participaran en la operación. Fue una explosión colectiva de violencia pública coordinada, permisiva con cierto control por parte de las autoridades. El resultado fue que el voto del BJP aumentó un 5%, a pesar de que se esperaba que perdiera el estado tras haber gestionado terriblemente mal un desastre real: un terremoto que había tenido lugar el año anterior.
Así que ya ves el patrón: hay una catástrofe real que afecta a la gente, el gobierno la gestiona terriblemente, luego inventan una versión falsa de la catástrofe y consiguen que la gente mate a alguien y es muy emocionante. Las cosas que hacen son horribles. Asesinan a bebés delante de sus madres, clavan pinchos entre las piernas de las mujeres, cortan a la gente por la mitad con espadas. Obviamente, esto se venía gestando desde hacía tiempo, por lo que en los meses siguientes, Narendra Modi organizó concentraciones de orgullo hindú y dijo a la gente que si podíamos restaurar el orgullo de nuestro pueblo hindú, todos los Alis, Malis y Jamalis no podrían hacernos daño —se refería obviamente a la población musulmana que acababa de sufrir un pogromo—. El hecho de que estos comentarios no desprestigiaran al BJP, sino que electrizaran a sus bases e hicieran de Modi un símbolo sexual (sex-symbol) por primera vez, dice mucho de este tipo de política.
Lo hemos visto una y otra vez. Sin todas las manifestaciones armadas, los mítines contra el confinamiento y la violencia contra los manifestantes de BLM, no habríamos visto la insurgencia chapucera del 6 de enero. Lo mismo en Brasil: Jair Bolsonaro estaba a 20 puntos, casi gana en 2022 y sacó más votos que en 2018. Cómo lo hizo? Un verano caótico de violencia en el que declaró que había que ametrallar a los activistas de izquierda, y sus partidarios blandieron sus armas en la cara de los simpatizantes del Partido de los Trabajadores, los agredieron o asesinaron. No digo que el pogromo de Gujarat precipitara estos otros sucesos, pero fue un ejemplo temprano de lo que estaba ocurriendo, y en cuanto Modi fue elegido en 2014, demostró que el capitalismo liberal lo toleraría.
La mayor parte de la violencia genocida desde la década de 1990 ha sido contra musulmanes de diversas etnias, y aunque hay mucho racismo contra diferentes grupos en la política occidental, los ataques más vehementes parecen estar reservados para los musulmanes. Tommy Robinson, por ejemplo, se jacta de que los negros son bienvenidos en sus mítines. ¿Qué papel desempeña la figura abstracta del “musulmán” en el discurso nacionalista catastrofista, y ha sustituido al “judío” como figura de odio de la extrema derecha?
No creo que eso ocurra en Brasil ni en Filipinas. Pero sí en toda una constelación de Estados, desde India hasta Israel, pasando por Estados Unidos y la mayoría de los países de Europa Occidental, e incluso de Europa Oriental. En términos semióticos, no es exactamente lo mismo que la figura del “judío”, porque por el momento, el discurso de la extrema derecha no da la impresión de que los musulmanes, además de ser una especie de masa miserable de la Tierra, lo controlen todo.
Ha habido intentos de desarrollar una especie de teoría de la conspiración, como la de Bat Ye’Or sobre Eurabia, por ejemplo. Pero la mayoría de las veces no se trata de la creencia de que los musulmanes están secretamente al mando y dirigen el sistema financiero, sino más bien de que son una masa subversiva, violenta, anormal e inferior que necesita ser sometida con violencia y fronteras para mantenerla bajo control. Yo diría que esto tiene su origen en el giro de los años ochenta hacia el absolutismo étnico, la coalición entre los partidarios del Likud en Israel y los fundamentalistas cristianos en Estados Unidos, hacia una especie de política de identidad absolutista en la que todo el mundo tiene que encajar en una caja determinada: hay una especie de colapso de la solidaridad antirracista unificadora que vimos en la época de la Guerra Fría en Gran Bretaña, adoptando la forma de negritud política. Todo eso se vino abajo, y luego se produjo el asunto Rushdie y los musulmanes fueron categorizados como un problema específico.
Es importante que esto esté arraigado en la experiencia cotidiana de la vida capitalista. En Gran Bretaña, por ejemplo, la gente que militaba en el mismo sindicato en las ciudades del norte o en los muelles, una vez cerradas esas industrias y desmantelados los sindicatos, a menudo se trasladaba a sectores marginales de la economía y se encontraba con que su vivienda seguía estando segregada, que el sistema escolar era efectivamente segregado, que los ayuntamientos practicaban políticas segregacionistas y que la policía era segregacionista en ese sentido, es decir, muy racista. Si a eso le sumamos la austeridad, se llega a la miseria pública, nadie tiene nada, y siempre se culpa a los de abajo: “Ellos lo tienen todo, yo no tengo nada”. Es entonces cuando empiezas a ver disturbios en las ciudades del Norte y la guerra contra el terrorismo cataliza todo eso.
Así que se trata de un fenómeno global en el que la civilización liberal se ha definido contra los “malos musulmanes”. Al principio, existía la idea de que el problema no eran todos los musulmanes, sino sólo lo que llamamos fascismo islámico: George W. Bush hizo hincapié en ello. Pero la forma en que esta idea fue entendida por la población y la forma en que se politizó la extendieron a todos los musulmanes. Así que el musulmán es una figura central, pero creo que tenemos que verlo como parte de una cadena de equivalencias con el “depredador transexual de retretes”, el “marxista cultural” y el emigrante.
En Filipinas, la categoría principal es la de los drogadictos. Puede tener distintos matices, pero estoy de acuerdo en que globalmente, y en particular para Occidente, “el musulmán” coordina todos estos otros problemas.
Uno de los capítulos más interesantes trata sobre el papel del género en el discurso nacionalista sobre desastres. También ha escrito un capítulo sobre el genocidio en Gaza, aunque hace un poco menos de hincapié en el psicoanálisis que en otros capítulos. Las cuestiones de explotación y agresión sexual fueron recurrentes a lo largo del genocidio en Gaza, desde soldados israelíes que publicaban vídeos en TikTok con ropa interior de mujeres palestinas hasta disturbios en defensa de soldados acusados de violar a detenidos en prisión. ¿Podría ampliar su análisis sobre el papel del sexo en el imaginario nacionalista del desastre?
Yo diría que en términos de la economía libidinal de esta nueva extrema derecha, su premisa subyacente parece ser que siempre se viola a alguien y que el problema es que los “comunistas” (entre los que incluyen a Kamala Harris, etc.) quieren que se viole a las personas equivocadas. El movimiento incel (“célibes involuntarios”), los activistas por los derechos de los hombres, etc. a menudo intentan justificar la violación. Hay una especie de contradicción en esta economía libidinal entre las prohibiciones severas renovadas —no más matrimonio gay, no más transexuales, las mujeres de vuelta a la cocina, fetichismo de la esposa tradicional (trad wife)— por un lado, y por el otro, la libertad depredadora total para los hombres, y por lo tanto la permisividad selectiva. No es sorprendente ver esto en zonas de guerra. Las guerras suelen dar lugar a numerosas violaciones: la victimización del enemigo incluye la brutalización de las mujeres.
Hace poco investigué sobre los autores de crímenes, en particular el genocidio de Gaza, y una de las cosas que aparecen es aquello de lo que habla Klaus Theweleit, la idea de la mujer peligrosa. En términos modernos, es la guerrera de la justicia social gritona y pelirroja, etc., pero en la época en la que él escribía, el movimiento Freikorps alemán de los años veinte, la mujer peligrosa era una comunista con una pistola bajo la falda. Era alguien a quien querías acercarte lo suficiente para matar. Esta cercanía peligrosa es emocionante porque te acercas al peligro, luego lo superas y te llevas lo que quieres, de la peor manera posible.
Imagino que gran parte de la política masculina de derechas actual es un intento de superar una sensación de ineficacia, impotencia, parálisis, etcétera. Y francamente, cuando hablan de violación, están dando a entender que están muy cachondos y quieren mucho. Pero las pruebas sugieren que los hombres jóvenes, los jóvenes en general, no están tan interesados en el sexo como las generaciones anteriores. No están tan interesados en el sexo, no están tan interesados en el romance, no hay nada muy sexy en la vida contemporánea.
Una de las cosas aquí es que culpan a las mujeres por el hecho de que no tienen deseo, y dicen: “Somos involuntariamente célibes”. Dicen que si las mujeres coquetearan con ellos, estarían dispuestos a tener sexo todo el tiempo. Lo dudo. Están tan confundidos, molestos y jodidos como todos los demás, si no más. Pero creo que intentan inflar su deseo convirtiéndolo en una muestra de poder, eficacia, fuerza. Hay mucho de eso, y creo que habrá cosas específicas en Gaza, porque todo el asunto de los soldados israelíes filmándose a sí mismos con la lencería robada de mujeres palestinas es obviamente paródico, es genocida, pero hay algo en ello que implica una identificación inconsciente con la víctima.
Me pareció que el libro carecía de un análisis del papel de los centristas liberales en esta situación. Estoy pensando en particular en Kamala Harris, que hizo campaña con los Cheneys antes de perder frente a Donald Trump. Está ahí en el trasfondo, pero me preguntaba si podría explicar cómo ve que encajan los liberales en este panorama.
Hay dos ángulos en esta cuestión. Los centristas liberales como individuos y como grupo y su relación simbiótica con la extrema derecha. El segundo es en el que me centro en el libro, en los fracasos de la civilización liberal. Su barbarie inherente se manifiesta en el imperialismo y la guerra, en su racismo, en su sadismo fronterizo, en el trabajo y la explotación, pero también en las jerarquías de clase y la miseria que engendran. La cuestión, entonces, es cómo llegamos a situaciones concretas en las que personas como Obama, Hillary Clinton, y ahora Kamala Harris y Joe Biden contribuyen al ascenso al poder de esta nueva formación. Yo diría que el filósofo Tad DeLay plantea una pregunta interesante en su reciente libro, The Future of Denial, sobre la política climática: “¿Qué quiere el liberal?”. Es una buena pregunta, porque los liberales proclaman constantemente su afinidad con los valores igualitarios y libertarios. Afirman apoyar la lucha contra el cambio climático, pero también se oponen a cualquier medio eficaz para lograrlo.
Cada vez creo más que, en última instancia, los liberales no quieren liberalismo. Obviamente, hay que hacer distinciones, porque hay liberales que están realmente comprometidos filosófica y políticamente con los valores liberales, que lucharán por ellos y que se irán a la izquierda si es necesario. Pero también hay centristas acérrimos cuya política se organiza principalmente en torno a una fobia a la izquierda. Hablo aquí de un anticomunismo alucinante, relacionado principalmente con la derecha, pero los liberales tienen una visión igualmente irreal de la izquierda y de su supuesta amenaza. Sería bonito si la izquierda fuera más fuerte y estuviéramos al borde de una revolución comunista, pero no lo estamos. Cuando Bernie Sanders se presentó, recuerdo el pánico entre los liberales estadounidenses. Un presentador temía que una vez que los socialistas tomaran el poder, arrinconarían a la gente y la fusilarían. Piensa también en cómo el centro duro (centro-izquierda y centro-derecha) fomentó las teorías de la conspiración, como en Gran Bretaña, la Operación Caballo de Troya: la idea de que los musulmanes estaban tomando las escuelas de Birmingham. Esta teoría de la conspiración no vino de la extrema derecha, sino del gobierno.
La relación es la siguiente: la extrema derecha toma los predicados ya establecidos por el centro liberal, los radicaliza y los hace más coherentes internamente. Hace unos años, al principio del periodo en que el Nuevo Laborismo estaba en el poder, empezó a aplicar una verdadera mano dura contra los solicitantes de asilo. Regularmente ponían en las noticias imágenes de un ministro en Dover buscando solicitantes de asilo en las furgonetas de la gente y cosas por el estilo. Mientras tanto, el Partido Nacional Británico (BNP) crecía y decía en las entrevistas: “Nos gusta lo que están haciendo, nos están legitimando”. Tomaron preocupaciones que estaban en el fondo de las preocupaciones de la gente en 1997 y las llevaron a la cima, lo que dio legitimidad al BNP.
Por sus propias razones, tienden a amplificar las corrientes reaccionarias que ya circulaban. Entonces, cuando la extrema derecha se desarrolla sobre esa base, tienden a decir “esa es una buena razón para que vayamos más lejos en esa dirección, porque demuestra que si no abordamos este problema, la extrema derecha se desarrollará aún más”. Es como una máquina de resonancia, rebotando unos contra otros. Uno de los problemas de la elección entre un demócrata centrista y un republicano de extrema derecha es que se basa en la exclusión de la izquierda. Estructuralmente, ambos se alimentan de esta exclusión, pero a largo plazo es la extrema derecha la que se beneficia.
Hacia el final del libro, usted sugiere que apelar a la racionalidad y al interés propio de la gente no siempre funciona, y que la política de “pan y mantequilla”, aunque necesaria, puede no ser suficiente: para movilizar políticamente a la gente, hay que despertar sus pasiones. ¿Tiene alguna idea de cómo deben ser esas “rosas” que hay que ofrecer junto al “pan”?
Debería haber utilizado esa metáfora en el libro: “pan y rosas” es una buena forma de decirlo. Creo que hay una aspiración legítima e innata a la trascendencia que es inmanente a la vida como tal. En otras palabras, estar vivo es aspirar a una situación siempre diferente. La vida es un proceso teleológico en el que nos esforzamos por alcanzar un determinado nivel de desarrollo. Pero también, la aspiración al conocimiento, la aspiración al otro - este es el instinto social, la aspiración, en el lenguaje de Platón, a lo bueno, lo verdadero y lo bello. Creo que este instinto está presente en todos y en todos los seres vivos. Yo diría que podemos verlo cuando tenemos estas rupturas en la izquierda, como la campaña de Sanders. Está muy bien hablar de pan y mantequilla. Hay cosas buenas que la gente necesita, como la sanidad y un salario mínimo más alto, luchar contra la explotación patronal, pero también más allá de eso luchar contra el sadismo fronterizo, decirle a la gente que quiere vivir en una sociedad decente.
Cualquiera con instintos decentes se sintió atraído por esta campaña, electrizado por ella, porque al fin y al cabo, ¿qué dijo? No dijo “votadme y tendréis más bienes materiales”, dijo “votadme y tendréis una revolución política”. Y no sólo voten por mí, únanse a un movimiento político conmigo, tomen el poder, derroquen a todos los elementos decrépitos y sádicos de nuestra sociedad y profundicen en la democracia. Habló de un improbable viaje juntos para rehacer y transformar el país. La gente realmente quiere trabajar junta para lograr algo superior. Una de las patologías de la vida moderna es que la gente se siente frustrada, paralizada, ineficaz. Su modo de expresión característico era “si nos mantenemos unidos”, y cuando lo decía, la multitud estallaba. Éste es sólo un ejemplo de ruptura de la izquierda. Jean-Luc Mélenchon tiene su propio estilo, Jeremy Corbyn tiene un estilo muy diferente, pero la idea básica es siempre la misma: el ethos social, el esfuerzo común.
Karl Marx y Friedrich Engels hablaban de esta dialéctica en la que uno se afilia a un sindicato al principio para conseguir salarios más altos, una jornada laboral más corta, cosas que necesita fundamentalmente, pero luego desarrolla otras necesidades más ricas. Muy a menudo, los trabajadores van a la huelga para defender su sindicato, aunque pierdan días de salario y sus condiciones materiales objetivas se deterioren un poco. Se necesitan unos a otros, necesitan a su sindicato. Esto puede ir más allá; puede politizarse mucho más profundamente. La necesidad más radical es la necesidad de universalidad, en el sentido marxista del término. Cuando la gente sale a la calle para luchar contra el cambio climático, piensa en un mundo de plenitud, no necesariamente un mundo en el que tengan todos los artilugios y productos que necesitan, sino un mundo en el que todo el mundo y todas las especies tengan la oportunidad de prosperar y florecer. Yo diría que eso es normal. La cuestión es cómo este comunismo instintivo básico, en palabras de David Graeber (1961-2020), se ve frustrado, aplastado y secuestrado. ¿Cómo se desatiende y se patologiza esta necesidad impecablemente respetable, para que la gente ni siquiera se atreva a pensar en ella, y mucho menos a expresarla? Para que la gente adopte una especie de postura cínica.
Creo que las rosas que necesitamos son las que proceden de nuestra unidad: he mencionado los términos platónicos “lo bueno, lo verdadero y lo bello”. Pensemos en la cultura y en el trabajo que hacemos juntos, pensemos en la búsqueda de la verdad en la ciencia y en el trabajo que hacemos juntos. Nuestros esfuerzos por elevar el nivel moral intentando acabar con la violencia, las violaciones y el racismo son capacidades intrínsecas que todos poseemos. Es obvio que no estamos a la altura, que podemos vivir vidas privadas en las que seamos egoístas, odiosos y resentidos. Pero eso no es todo. Si ese fuera el caso, también podríamos renunciar.