Kate Kellaway
24/11/2019La historiadora Selina Todd presenta un argumento irrefutable sobre el lugar de la escritora de Salford en la historia del teatro británico.
Shelagh Delaney tenía 19 años cuando envió A Taste of Honey a aquel monstruo del escenario, la directora de teatro Joan Littlewood, haciéndose pasar por una norteña ingenua o, como dice la historiadora Selina Todd: “La respuesta de 1958 a Eliza Doolittle”.
Delaney decía no saber nada sobre teatro. Estaba siendo ahorrativa con la verdad, pero su obra, ambientada en la clase trabajadora de Salford donde creció, hablaba por ella: su voz era divertida, seria y sonaba verosímil. Todd describe a Delaney como la primera dramaturga de posguerra que mostró que las mujeres “tenían pensamientos y deseos propios… una propuesta radical en los 50”. Argumenta que, “más de una década antes de que surgiera el Movimiento de Liberación de las Mujeres en Gran Bretaña”, sus personajes “desafiaron la suposición de que las mujeres hallaban la satisfacción en el matrimonio y la maternidad”. Ellas “anhelaban abiertamente el sabor de la miel, ansiaban el amor, la creatividad, la aventura y la huida”. Pensemos en el plural optimista de su título –Tastes of Honey–, la S que pide más.
Todd defiende de manera atractiva a Shelagh Delaney a toda costa (y el margen era estrecho) y presenta una prueba irrefutable de su importancia en la historia del teatro británico al tiempo que muestra cómo su reputación póstuma se ha ido esfumando sutilmente. Qué formidable aliada se granjea Todd; más potente aún por ser capaz de tratar sus aspectos más polémicos con ligereza y sin aspavientos. Una de las cosas más vergonzosas en las que se centra es en cómo las actuales escritoras mujeres de clase trabajadora en el teatro deben alzar más sus voces para ser escuchadas que las de sus homólogas de clase media.
A Taste of Honey se desarrolla en un “sombrío piso” en Manchester. Empieza con Helen, “una semi-puta” y su hija, Jo. Lo chocante son todas las maneras por las cuales el diálogo carece de fecha. Cuando se lee, parece acabado de escribir (si se pasa por alto la opinión de Helen sobre la novedad del espagueti). La conversación de las mujeres sobre los hombres es simpáticamente mordaz: el arte de la réplica inteligente, viva y juguetona. El matrimonio es el asunto ineludible e intermitentemente odiado: “Todos estamos al volante de nuestros propios destinos”, dice Helen, “avanzando como conductores ebrios. Voy a casarme”. Se casa con uno de sus clientes, un hombre más joven. La soltera Jo se queda embarazada de un marinero nigeriano (no hay un “tema” racial, es negro porque es negro, tan simple como es). Y una vez que él ha desaparecido, un inquilino gay se ofrece para ayudar a Jo con el bebé. La obra destaca también en su tiempo por ser un afectuoso boceto de un hombre gay encontrando su lugar, junto a una joven poco convencional que encuentra también el suyo.
Cuando A Taste of Honey se estrenó en el Theatre Royal Stratford East, en mayo de 1958, causó sensación. Kenneth Tynan escribió: “La Srta. Delaney lleva gente real a su escena, bromeando y brillando y peleando y, a la postre, allende el entusiasmo por la vida que ella les da, sobreviviendo”. No todo el mundo estuvo de acuerdo. El consejo del distrito de Salford sintió que la imagen de la ciudad había sido destruida y el Spectator se armó de esnobismo argumentando que aquello era “la historia interior de una cultura salvaje observada por una genuina caníbal”.
La caníbal tenía la más astuta concepción de quién era y de los prejuicios en general. “Normalmente a las personas del norte se las muestra como idiotas”, escribió, “cuando en realidad son muy vivos y cínicos”. Ella –y sus personajes– estaban a la altura de esta descripción. Desde el piso de Manchester, Helen dice medio sarcásticamente: “Hay una hermosa vista de la fábrica de gas, compartimos un baño con la comunidad y este papel pintado es contemporáneo”. Sin embargo, Delaney se resistió a ser encasillada como una “joven mujer enfadada” para contrarrestar a John Osborne y los “hombres jóvenes enfadados”.
Aunque Delaney es recordada como una maravilla de un solo éxito, su segunda obra, The Lion in Love (1960), fue un éxito según los estándares comunes y se embarcó en una impresionante carrera como guionista de televisión y cine. Concretamente, su guion para la película de 1985 Dance With a Stranger sobre Ruth Ellis (la última mujer ejecutada por asesinato en el Reino Unido) la devolvió al centro de atención.
Por medio de una extensa investigación y de la ayuda de la hija de Delaney, Todd ofrece un retrato discreto de su personaje –más empático por mostrar que Delaney era tan defectuosa como el resto de nosotros–. Lindsay Anderson, que la admiraba (dirigió la película de su relato corto The White Bus en 1967), apuntó: “Le cuesta sacar la faena (a parte de cualquier otra cosa, es muy vaga)”. Adoraba los coches rápidos y la comida (un entrevistador impertinente del Observer dijo: “A pesar de su enorme apetito es delgada y ágil”). Era celosa de su vida privada, quizá porque el amor de su vida era un escritor americano de comedia casado y agente de talentos 20 años mayor que ella: Harvey Orkin, de quien se quedaría embarazada.
Delaney había escrito sobre ser madre soltera y, en 1964, se convirtió en una. Y mientras que su situación en una casa bohemia del distrito de Islington en Londres era absolutamente diferente –y mucho más fácil– que la de Jo, surgen preguntas sobre el precio que pagó por su libertad. ¿Cuántos sabores de miel le ofreció la vida? Estas preguntas están –quizá inevitablemente– respondidas de forma incompleta.
El único enfado con este libro es su edición (el padre de Delaney llega a casa de la guerra como un hombre cambiado más de una vez, la visión de Richard Hoggart del pecado en The Uses of Literacy está explicada dos veces y que Sheila Rowbotham es una graduada de Oxford está innecesariamente repetido). Y hubiera sido maravilloso tener más imágenes. ¿No había ninguna de Delaney con sus suéteres de pescador y sus tejanos manchados de pintura?
Sin embargo, estos son problemas menores y no estropean una historia que nos recuerda hasta qué punto Delaney fue una inspiración para muchos –incluyendo a Morrisey, quien dijo: “al menos por un 50% de mis motivos para escribir se puede culpar a Shelagh Delaney”; y Jeanette Winterson, quien comparó el trabajo de Delaney en los cincuenta con “un faro que señala el camino y advierte sobre las rocas que hay debajo”. Y la misma Selina Todd, empujada a escribir este espléndido e iluminador libro.