Rafael Borràs Ensenyat
28/02/2016Se cuenta que fue la prensa francesa quien utilizó, por primera vez, el término “balearización” para definir un proceso de explotación intensísimo del litoral de las Islas Balares (en mayor medida de Mallorca e Ibiza, y menos en el caso de Menorca y Formentera) para usos turísticos. Lo cierto es que el palabro hizo fortuna, y definía correctamente un modelo económico y social que lo sacrificaba todo (territorio, identidad, cultura, los sectores industriales tradicionales, etc.) al “Dios Turismo”. A esta balearización de los años 60-70 del siglo pasado, le sucedió un no menos intenso tsunami de construcción residencial, muy mayoritariamente para usos turísticos (no en balde, hubo un presidente autonómico que en un debate en el parlamento autonómico afirmó en 1991 que: “Baleares tiene que convertirse en la segunda residencia de Europa”. El siglo XXI empezó con una bien consolidada realidad económica, social, y ambiental del “Todo Turismo”, pero, fruto de la movilización social, con algunas políticas de conservación del territorio y de contención al crecimiento de la oferta hotelera, y con algunos espacios, entre ellos el centro de la ciudad de Palma, sin una turistización total.
Pero en los años dos mil se produjo un cambio radical, y el centro de la capital se turístizó ¿Un proceso natural, fruto de un mercado perfecto para distribuir renta a base de la emprendeduría local? En Palma se puede disfrutar de mucha magia mediterránea, pero no hasta el punto de que se produzcan fenómenos tan paranormales en el mundo de la globalización neoliberal. De igual manera que en un momento pretérito se optó desde el poder político-institucional por expulsar la universidad del centro palmesano, en uno presente, este mismo poder, optó por entregar ese mismo espacio al turismo. El crecimiento de la cifra de hoteles urbanos, de alquileres turísticos, y de las llegadas de cruceros obedece a una apuesta política de los y las feligreses de la Iglesia del Crecimiento Económico que, en palabras de Carlo Bordoni [1], “es una de las pocas congregaciones -quizás la única- que no parece perder fieles y que tiene probabilidades reales de alcanzar un verdadero estatus ecuménico”.
A la cofradía del crecimiento le da igual que los nuevos hoteles “boutique”, la nueva oferta comercial, la privatización del espacio público con más terrazas cada día, obedezca más bien a la lógica del “nuevo lujo” [2] que a una de cohesión social a base de prosperidad compartida. Por otra parte, es pasmoso el silencio políticamente hegemónico sobre los costos ecológicos del turismo de cruceros. Como casi siempre en estos casos, sólo los grupos ecologistas mantienen la dignidad y son críticos con estos, en expresión del científico Gershon Cohen, “productores flotantes de mierda”. Pero bueno, quizás no hacen falta expresiones escatológicas para afirmar, como hace la periodista y escritora, Elizabeth Becker, que: “Los cruceros prometen que un número de pasajeros gasta una cantidad de dólares que en realidad no gasta, y que los negocios locales van a ganar. Pero esto no ocurre porque tienen muchos acuerdos con empresas para llevar allí a los clientes. Está también el coste de la contaminación: cuando un crucero atraca no se conecta a la electricidad, se deja ir, y genera una contaminación equivalente a 12.000 coches. Eso va al agua. Y pagan sueldos horribles. 50 dólares (46 euros) al mes a un camarero... Viven de las propinas. No se preocupan de las normas laborales y hay un verdadero interrogante sobre si siguen las normas medioambientales ¿Y dónde están las fuentes de agua? ¿Dónde están los cuartos de baño? ¿Quién recoge su basura? ¿Adónde va?”.
En este contexto hay que enmarcar el reciente proceso de turistización del centro de la ciudad de Palma, que se implementó y desarrolló ocultando también los costes de precariedad laboral que lleva asociado. Una ocultación que duró hasta unas semanas antes de que acabara el año 2015, cuando se conoció que la policía y la justicia estaban investigado una trama de explotación laboral en restaurantes de la zona céntrica de Palma. El impacto inicial fue grande. Los efectos de la acción policial y del juez instructor son muy visibles en las calles de la ciudad, ya que se clausura un total de 33 restaurantes y bares. La mayoría de ellos lucen el precinto judicial en calles no precisamente modestas o de barrios periféricos. Por ejemplo, unos de los bares regidos por esta mafia está situado justo enfrente del parlamento autonómico de las Islas Baleares y, por tanto, además de por turistas, es muy frecuentado por los políticos y las políticas locales, algunos de los cuales se enteraron, por fin, que ¡Los obreros también existen en los restaurantes turísticos! Algunos portavoces empresariales quisieron reducir el asunto a una anécdota, a “unas pocas manzanas podridas en una gran cesta que rebosa buen hacer y auténtica responsabilidad social a raudales”. Pero la evidencia de los hechos les desmiente: Son más 1.200 las personas que, a lo largo del tiempo, han sido explotadas; se ha producido un fraude millonario a la Seguridad Social y a Hacienda; hay una veintena de detenciones policiales y se ha encarcelado a los cabecillas de la mafia; hay indicios sólidos de amenazas y agresiones a muchas de las víctimas que, además, son inmigrantes.
Les reproduzco algunos de los titulares de la prensa local sobre el asunto: “Testimonios de la trama de explotación laboral en restaurantes de Palma relatan "insultos y maltrato" de encargados y jefes”. "Si se desperdiciaba comida caducada, amenazaban con descontarlo del sueldo". “La mafia laboral destruyó documentos contables en B antes de las detenciones”. “El juez destaca que la mayor parte de la facturación de sus negocios se hacía en dinero negro”. “El jefe de la mafia laboral cobraba 1.500 euros semanales de comisión a un testaferro. Otro socio admitió que se repartió 200.000 € de dinero negro con otro cabecilla en 2 años”. “La red hacía quebrar sociedades para luego explotarlas a través de personas interpuestas”. “El jefe de la mafia laboral: «Si no tienes relaciones conmigo, te despido»”. “Un feje de la mafia laboral pagó 6.000 euros a un trabajador tras darle una paliza. Un empleado denunció a dos cabecillas de la trama por una brutal agresión al reclamarles el sueldo. La victima aseguró que le ofrecieron más dinero por retirar la acusación”. “La red servía productos caducados, alimentos con moho, frutas en mal estado, bebidas y tapas 'recicladas' y botellas de alcohol rellenadas con jeringuilla”. "En la cocina había bichos", y así suma y sigue… Pero, desde la primera información según la cual: “durante la investigación, la Policía Nacional detectó situaciones de "semiesclavitud" en los negocios de esta mafia laboral. Excesos de jornadas y salarios "irrisorios" que se cree podrían afectar a un millar de personas. Además, se calcula que los impagos con Hacienda rondan el millón de euros”, se ha informado de estos hechos desde la sección de sucesos y se ha manifestado más preocupación por “la mala imagen turística” o por la vertiente de atentado contra la salud pública -ambas cuestiones de evidente importancia- que por la existencia de casos de lo que la ONG Anti-Slavery International denomina “esclavitud moderna”. Un último titular de prensa que reproduzco sintetiza esta relegación del factor trabajo a un segundo plano: “Mafia laboral: ratas y hedor en el centro de Palma”.
El tratamiento que la prensa local está dispensando a esta trama de explotación laboral no es cosa baladí. La burguesía reserva las páginas de los medios de comunicación dedicadas a política o economía a las cosas importantes, y entre éstas no están los efectos más extremos de la precariedad laboral. El establishment ha normalizado que su modelo de “modernidad” genere grandes desigualdades por la existencia de una “sociedad oculta”, compuesta por multitudes y que está basada en la adaptabilidad a las condiciones adversas, pero lo más grave es que se está normalizado que el modelo de gestión empresarial nada tiene que ver con los derechos humanos.
Es más que significativo que un caso como el de esta mafia laboral, en una ciudad en la que tienen domicilio social importantes multinacionales españolas del turbocapitalismo turístico, no haya provocado un debate político social más allá de lo expresamente jurídico (los sindicatos y el gobierno autonómico se han personado como acusación particular). La ocasión debería merecer, al menos, una reflexión por parte de la supuesta izquierda gobernante (PSOE y los ecosoberanistas de MÉS, con el apoyo parlamentario de PODEMOS) sobre lo que podríamos llamar nuevos fenómenos de la “economía sumergida de la exclusión” en la que la institucionalización de la inseguridad laboral en general, y la desregulación total de la contratación a tiempo parcial en particular, juega un papel de gran importancia ¿Está dispuesta, al menos la izquierda formalmente antiausteridad neoliberal, a concretar la propuesta de Owen Jones, según la cual “La seguridad laboral debe estar en el centro de un nuevo movimiento progresista”? De momento se han limitado a las generalidades y a lo “políticamente correcto” (invocaciones a mejorar el turismo para mejorar la calidad del empleo, a introducir en el modelo de “todo turismo” elementos de sostenibilidad (sic) y de diversificación a base de apuestas por la I+D+i). Convendría recordar que la seguridad laboral que, con Owen Jones, habría que defender “debe ir mucho más allá de los sueldos y condiciones laborales. Una nueva política con la clase como parte central debe abordar la profundamente arraigada alienación que sienten muchos trabajadores, sobre todo del sector servicios: el puro tedio y aburrimiento que a menudo acarrea el trabajo rutinario y repetitivo. No se trata de dar más capacitación a los empleos y variar las tareas diarias de los trabajadores, aunque esto forme parte de ello. También se trata de dar a los trabajadores control y poder genuinos en el lugar de trabajo”.
En cualquier caso, las prácticas empresariales mafiosas no desaparecerán sin una Inspección de Trabajo y Seguridad Social decente que, como mínimo, tenga medios de acuerdo con los ratios que marca la OIT de un inspector/a de trabajo por cada 10.000 trabajadores/as, y que obedezca a una lógica de papel tuitivo del Estado con la parte débil en la relación laboral en el conjunto de las empresas, y especialmente en las pequeñas y medianas. Se trata de que la democracia sea real también durante la jornada laboral, de lo contrario “el Estado deja de ser la encarnación del gobierno popular y pasa a convertirse en un sistema de gestión de negocios”.
No obstante, una sociedad no se puede autocalificar de decente sin ir a la raíz de las causas del fenómeno de la “nueva esclavitud” y a su radical erradicación: Las causas hay que buscarlas en la falta de libertad material de un número cada vez mayor de ciudadanos y ciudadanas. El llamado mercado laboral ya no garantiza –si es que lo ha garantizado alguna vez en las economías turistizadas- la ausencia de pobreza y de riesgo de exclusión; y los sistemas de Seguridad Social y de rentas mínimas garantizadas son cada vez más ineficaces para corregir los efectos del neoliberalismo, por más que crezca el PIB.
Establecer una Renta Básica de ciudadanía es, fundamentalmente, cuestionar esta lógica del capitalismo salvaje y buscar otro modo de organización social en el que las nuevas formas de esclavitud sean extirpadas de raíz con la instauración de un derecho incondicional a un ingreso monetario que “puede conducir a la restauración de un derecho al trabajo libremente consentido, respetuoso de todos y de cada uno” y, por tanto, que la democracia sea realmente democrática para todos y todas.
Notas:
[1] Estado de Crisis. Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni. Página 96. Paidós 2016.
[2] El nuevo lujo. Experiencias, arrogancia, autenticidad. Yves Michaud. Taurus 2015.