Paul Demarty
William Davies
24/09/2022Detrás de la máscara mortuoria de Isabel II
Paul Demarty
Hay un chiste convencional en la prensa de izquierdas y contra-cultural: tras la muerte de un anciano de la realeza o de una eminencia gris, se publica un artículo o caricatura con el titular "Muere una anciana (o un anciano)".
Parte del chiste es lo que se llamaría la contradicción performativa: si se tratara simplemente de una transmisión geriátrica aleatoria de ese cuerpo mortal a un más allá de su elección, entonces no tendría ningún sentido publicar tal historia. No sería gracioso, sino cruel y bizarro. El chiste es a costa nuestra: la humanidad está en tal situación que, en el año de nuestro señor 2022, la vida pública depende de la muerte de una figura decorativa de 96 años y su reemplazo por un varón mayor de 73 años.
Todavía no sabemos si Charles, que finalmente está en el trono que ha codiciado durante décadas, seguirá el ejemplo de la querida mamá y se retirará a una mera existencia ornamental. La palabra 'mascarón de proa' se refiere literalmente a las esculturas vulgares que se colocaban en la proa de un barco de madera; ése es esencialmente el papel del monarca británico: un depósito simbólico del poder ejecutivo que deben ejercer los gobiernos aceptables para los intereses a largo plazo del estado británico. Durante 70 años, hemos visto a Isabel II leer monótonamente guiones proporcionados por especialistas en publicidad y funcionarios sobre lo que debe hacer 'su' gobierno. Las opiniones de su hijo Charles son demasiado conocidas como para que tengan el mismo glamour, o eso esperamos: esa extraña combinación de agrarismo aristocrático y charlataneria "new age", que ha marcado su vida adulta, será olvidada por el momento, pero recordada al menor traspié por quienes durante mucho tiempo han tenido que sufrir su tedioso cabildeo (cabe recordar el caso de los sonados 'memorándums araña negra'). No obstante, seguirá siendo un instrumento de poder de la misma manera que su madre.
Escándalo
¿Qué se puede decir sobre la propia Elizabeth? Los homenajes, tal como son, acaban siendo menos sobre su persona que sobre 'los eventos, querido muchacho, los eventos': las imágenes de archivo de sus apretones de manos con Nelson Mandela, Martin McGuinness, presidente tras presidente estadounidense, ad infinitum, son un registro fósil de los giros oportunistas de la política británica, siempre con un ojo temeroso puesto en lo que los estadounidenses podrían estar haciendo. Más allá de eso, los recuerdos personales son, en el mejor de los casos, tibios. Ejemplar - ¡ay! - es el caso de Jeremy Corbyn, cuya cuenta de Twitter recordó su afición compartida por hacer mermelada; sonaba como un hombre atrapado en el funeral de un pariente cercano al que siempre había despreciado en secreto, buscando algo agradable que decir.
De hecho, hasta donde tenemos evidencia, parece haber sido una persona cínica y desagradable excepto para sus familiares más cercanos. En los anales del escándalo público, esto es evidente en el caso de Diana Spencer, elegida como yegua de cría de Charles con mucha supervisión de la 'querida mamá'. Por desgracia, su heredero trató a su novia con desprecio, con el resultado de que ambos acabaron involucrados en asuntos públicos escandalosos hasta que el matrimonio se vino abajo; y la opinión pública finalmente se inclinó a favorecer a Diana.
A lo largo de este período, palacio se comportó con un cinismo impropio, informando implacablemente sobre la madre del segundo heredero en la línea de sucesión al trono en el sentido de que era una parásita estúpida, posiblemente trastornada. Con la muerte de Diana en 1997, todo esto resultó espectacularmente contraproducente. Pero, desde luego, no es más que el ejemplo más público de los abusos sufridos por parásitos, lacayos y precarios empleados de esta tan serena institución, que conserva los viejos usos arriba-abajo en la forma cruel en que realmente existieron, en lugar de los retratos fantásticos de noblesse obligée de programas de televisión como Downton Abbey.
El triste episodio de Diana mostró tanto la crueldad de 'la casa' al controlar su propia imagen como su estupidez casi risible al hacerlo. Ninguno de los aduladores acicalados de la reina entendía el estado de ánimo del público ni la mitad de bien de lo que pensaban. Si Elizabeth hubiera muerto en 1998, es muy posible que la actual imposición general de pseudo-recuerdos melosos hubiera fracasado. No tendríamos homenajes conmemorativos tan serios mirándonos desde las ventanas de las casas de apuestas y las funerarias durante las próximas semanas.
No sabemos nada excepto los rumores de palacio sobre las opiniones políticas reales de Isabel II, lo que natural y necesariamente la convierten en una hipócrita, ya que el consenso socialdemócrata de la posguerra dio paso al neoliberalismo, el imperio a la inmigración masiva desde las antiguas colonias o, para el caso, la antigua ideología de la élite patricia al antirracismo 'oficial', al feminismo burgués, etc. Isabel II no pudo haber respaldado todo el contenido de las docenas de discursos que tuvo que leer sin estar simplemente loca.
Las indicaciones, tal como están, no son buenas. Hace unos años surgieron imágenes de una joven Isabel que se unía a su tío, Eduardo VIII, en una alegre ronda de saludos nazis. A pesar de todas las protestas de "manipulación" del conocido hitleriano Eduardo, es evidente que existe un mayor sentido de solidaridad entre las grandes familias nobles de Europa que entre cada una de sus distintas ramas y sus súbditos nominales. La venganza contra aquellos que despacharon a los primos Hohenzollern de Saxe-Coburgs habría sido bienvenida, y solo la circunstancia de la guerra entre Gran Bretaña y la Alemania nazi -una acumulación de lamentables obligaciones de distintos tratados diplomáticos- obligó a abandonar y borrar de la historia el evidente pro-fascismo de la realeza británica ( y su círculo más amplio).
Aparte de eso, o, de hecho, incluido eso, su infancia fue completamente típica de la alta aristocracia, demasiado elegante incluso para ingresar en una escuela privada. Las famosas virtudes de estado que se le atribuyen -la constancia, el estoicismo, etc.- pueden atribuirse, con bastante rigor psicológico de largo alcance, a los mecanismos de defensa construidos en una infancia con niñeras e institutrices, escondidas del mundo. . (Gordonstoun pudo haber sido una escuela privada típicamente miserable, plagada de intimidación y, ahora sabemos, abusos sexuales, pero al menos permitió que Charles saliera de la casa). Winston Churchill atribuyó a Isabel un extraño aire de autoridad a la edad de dos: tal vez fuese cierto, pero lo más probable es que Churchill fuera el primero de muchos en proyectar sus propias neurosis en la pizarra en blanco de Lilibet.
El fiasco de la abdicación y el matrimonio de Eduardo VIII con Wallis Simpson empujó a su padre al trono, con una crisis de confianza en la monarquía a su alrededor. Sin embargo, vendrían problemas mayores con la guerra (y Eduardo se fue a las Bahamas, donde sus simpatías nazis no serían tan vergonzosas ni un peligro para la seguridad). Jorge VI reinó durante 16 años, años de guerra y racionamiento en la posguerra que impusieron grandes exigencias al patriotismo ceremonial. En general, los que llevan la cuenta de este tipo de cosas consideran que hizo un trabajo decente, pero no tuvo ningún heredero varón antes de su temprana muerte de cáncer, que preparó el escenario para que una mujer volviera a reinar.
Si Jorge estabilizó el barco, Isabel preferió ponerlo en dique seco. En comparación con su evidente predecesora, Victoria, en cuyo honor la palabra 'victoriana' evoca una imagen de piedad protestante, decoro patriarcal y gloria imperial, ¿qué implicaría 'isabelino' (aparte de las gorgueras, el teatro y los bolos en Plymouth Hoe, como en los últimos cuatrocientos años)? Las crisis nacionales de su tiempo, que afrontaron sus gobiernos y que en ocasiones se escondieron bajo sus faldas, fueron crisis de aguda y terminal decadencia. La descolonización ya había comenzado antes de su coronación; de hecho, con la partición de la India, ya había alcanzado su sangriento punto más bajo. Con la crisis de Suez de 1956, su final se hizo inevitable y, de hecho, avanzó a buen ritmo. El largo auge económico, a medida que se reconstruían las ciudades y se apuntalaban las industrias, dió paso a la desindustrialización de la era Thatcher y después.
Celebridad
En esos tiempos de crisis crece la necesidad de la realeza como producto popular de consumo masivo. Fue en la década de 1960 cuando se tomó la decisión de relajar un poco los protocolos, para publicitar a la familia real como un grupo de celebridades. En ciertos aspectos, tuvo un éxito sorprendente: los monárquicos nunca dejan de señalar el valor de "atracción turística" de la monarquía, y vale la pena subrayar que no se le otorga la misma fama, digamos, al rey de Suecia.
Inevitablemente, sin embargo, se pagó el precio de ceder parte del control de la narrativa. La realeza había logrado censurar por completo a Marion Crawford, una de las institutrices de Elizabeth, quien escribió un libro totalmente carente de sensacionalismo sobre sus experiencias en 1950. Ahora, sin embargo, habían dejado entrar a los tabloides; y, con el paso del tiempo, su desvencijada forma de operar demostraría tener muchas filtraciones.
Este proceso llegó a su clímax con la saga de Carlos y Diana: la boda de cuento de hadas que dio paso a un matrimonio de pesadilla y un interminable sollozo que la gente de relaciones públicas del palacio tenía muchas dificultades para ocultar. Parte de la estrategia parecía ser mantener a la propia reina fuera de todo ello: fueron los otros miembros de esta élite endogámica Brady Bunch quienes vieron como se hacían públicas sus payasadas y engaños de telenovela. Los arrebatos racistas de su esposo fueron en gran parte objeto de burla y su probable infidelidad fue discretamente ignorada; tanto mejor para presentarla como una matriarca impecable poseída por una virtud magnética.
En lo que respecta a la política mundial, Isabel apoyó y acogió amablemente la fundación de la Commonwealth, por lo que siguió siendo soberana de una serie de países recién independizados. No tuvo miedo de intervenir en la política de esos países, más notoriamente en el caso del primer ministro laborista australiano, Gough Whitlam (que fue cesado por el gobernador general de Australia, y Elizabeth se negó a invalidar la decisión de su compinche, haciéndola oficial. ) Tuvo una larga disputa con el primer ministro liberal canadiense, Pierre Trudeau, que tenía inclinaciones republicanas. Isabel se aferró - así lo dicen los bromistas de palacio en Private Eye- a este imperio zombi como muestra de su antigua gloria, y discretamente apoyó el Brexit como un recurso a la humillación nacional. Se argumenta, en el chismorreo mediático, que bajo su gobierno el imperio fue en gran parte desmantelado, como si de alguna manera se le debiera atribuir el mérito; de hecho, casi como si fuera un hada madrina, recorriendo los cuatro rincones de la tierra para dispensar independencias nacionales con un movimiento de la varita mágica y un bibbity-bobbity-boo. En realidad, lo mejor que se puede decir es que aceptó las tensas circunstancias internacionales de última hora de su reino estoicamente, con un mero gesto de la barbilla.
Sobre todo, se defendió... a sí misma: los privilegios otorgados a la familia real, los deslumbrantes subsidios públicos, los vastos beneficios de la propiedad de la tierra, los títulos históricos y los gloriosos montones de tierras mantenidos a expensas del contribuyente. Del vasto tesoro de imágenes virales que han aparecido en los últimos días, quizás lo más revelador es un breve video del nuevo rey que se niega a sentarse en un escritorio hasta que algún ayudante retire dos pequeños artículos de papelería unos centímetros hacia la derecha, que captura por completo el sentido ilimitado de los privilegios de la realeza y su competencia inversamente proporcional en los asuntos humanos ordinarios. Los miembros de la realeza habitan una versión de la aldea de Potemkin de la sociedad aristocrática tal como existió en la Edad Media, o incluso bajo el absolutismo de su tocaya y predecerosa lejana en el trono.
En la medida que las derrotas del movimiento obrero desagregaron la oposición al régimen cortesano que ella encabezaba, la gente se atomizó más; y 'la casa', a pesar de las princesas problemáticas, logró mantener el guión. La pompa de la monarquía se convirtió en un puntal ideológico cada vez más importante; los ingleses, especialmente, se volvieron adictos (y la corona tiene una importancia totémica para los unionistas en Irlanda del Norte y Escocia, por supuesto).
El resultado es el triunfo esta semana de los peores aspectos, los más serviles y crédulos de la cultura británica, sin permitir ni un ápice de disidencia. El republicanismo nunca iba a poder sacar partido de la muerte de Lilibet. Pero nuestras derrotas nos han despojado de cualquier apoyo en la sociedad para oponernos a la idiotez de inclinaciones, codeos y tirones de mechón en la que casi nos hemos ahogado.
Fuente: https://weeklyworker.co.uk/worker/1410/behind-the-death-mask/
¿Dar gracias a quién?
William Davis
En el cuento de Langston Hughes "Thank you, Ma'am" [“Gracias, señora”] (1958), un niño pobre intenta robar el bolso de una mujer para comprarse unos zapatos. Ella le pilla in fraganti y se lleva arrastrando hasta su casa, donde -para sorpresa de él- le prepara la cena y le da el dinero que necesita. La historia termina con él de pie en el umbral de la casa, después de que ella le dé las "buenas noches", y deseando haber podido decirle algo más que "gracias".
Las celebraciones del Jubileo de Platino de la Reina [Isabel II], en junio, se coordinaron y calificaron como festival de agradecimiento. Hubo una tarjeta de agradecimiento en la Red para que la firmara el público, y el episodio televisivo del oso Paddington tomando el té con la Reina terminaba con Paddington declarando: "Gracias por todo".
La cuenta oficial de Twitter del oso Paddington repetía la frase la noche de la muerte de la Reina. Muchos de los que hicieron la cola de ocho kilómetros para ser testigos de la capilla ardiente de la Reina expresaron, a preguntas de los periodistas, su deseo -o necesidad- de dar las gracias. Las flores, los osos de juguete y los sándwiches de mermelada que se han dejado en el Palacio de Buckingham y en los parques circundantes suelen ir acompañados de un mensaje de "gracias".
Este espíritu de gratitud supone un fenómeno nuevo. Históricamente, era mucho más importante que un soberano fuera considerado por sus súbditos majestuoso y temible. La gente podía sentirse agradecida por la misericordia del monarca, pero no por su sentido del deber. Otras emociones podían ser el orgullo, el desprecio, el temor o el resentimiento, dependiendo de la persuasión política y del gusto. Y sin embargo, de repente, quizá sólo en el último año, ha surgido la gratitud como una de las formas dominantes de vínculo afectivo entre la opinión pública y la monarquía.
La familia real y su ejército de asesores de relaciones públicas no son tontos, y debemos suponer que saben lo que hacen. Las expresiones públicas de agradecimiento se habían convertido en algo habitual antes del jubileo a causa del Covid: la pandemia suscitó diversos rituales de agradecimiento a los trabajadores del NHS [Servicio Nacional de Salud británico] y a otros cuidadores, desde los dibujos de arco iris que los niños colocaban en las ventanas hasta el aplauso semanal a la puerta de casa. A raíz de estas nuevas tradiciones, se estableció un Thank You Day (Día de Gracias) anual para animar a la gente a celebrar reuniones de barrio y compartir un espíritu de agradecimiento. Este año se celebró el 5 de junio, coincidiendo con las fiestas callejeras del Jubileo, y se amplió con la presencia de celebridades y publicistas.
Los patrocinadores oficiales del Día de Gracias proceden en su mayoría de organismos responsables de la salud y la actividad física: el NHS, Sport England, la Federación de Fútbol, St John Ambulance, etc. En el siglo XXI, la gratitud no es cuestión sólo de buenos modales, sino algo que debe practicarse activamente por el propio bienestar. El campo de la psicología positiva, que busca entender las causas y condiciones de las emociones positivas (y combatir las negativas), ha alimentado durante muchos años toda una industria de libros de autoayuda, gurús de la felicidad y consejos de bienestar. Y entre los consejos más comunes que se ofrecen, junto a pasar tiempo en la naturaleza y hacer ejercicio físico, está el de practicar la gratitud.
Uno de los consejos consiste en llevar un "diario de gratitud" en el que se anoten las cosas por las que se está agradecido: la familia, la salud, el buen tiempo o lo que sea. Los cínicos pueden considerarlo otro truco de autoayuda, pero también puede tomarse como un serio esfuerzo por alejar a la gente del consumismo y de la constante ansiedad por el estatus que agravan las redes sociales. Si te centras en ser agradecido, puede que pases menos tiempo mirando a otras personas (o incluso a otras sociedades) y deseando tener lo que ellos tienen. Tal vez el problema más profundo de estas tácticas de autoayuda no es que sean una estafa o sean ineficaces, sino que funcionan suprimiendo la rabia y la decepción que, para empezar, las hacen necesarias.
Puede ser que dar las gracias por las cosas sea ahora un componente de la salud y la felicidad, una forma de recordar que las cosas siempre podrían ser peores. Lo más extraño es la forma en que este hábito ha reaparecido en un periodo de luto nacional. Los servicios de Acción de Gracias, que tradicionalmente siguen a los funerales, son una oportunidad para dar gracias por la vida de alguien, una forma de convertir la pérdida en gratitud. Sin embargo, en estos actos no se da las gracias a la persona fallecida, sino a cualquier dios o fuerza cósmica a la que los dolientes quieran atribuir la vida. Este no es el caso de los agradecimientos que se expresan ahora a la Reina, que se dirigen directamente a ella. Al igual que con el niño a la puerta al final de la historia de Hughes, estos agradecimientos parecen ser demasiado poco y llegar demasiado tarde. El dolor por su muerte parece vinculado al arrepentimiento por no haber apreciado nunca adecuadamente a la Reina.
No hace falta un gran salto de especulación psicoanalítica para suponer que los sentimientos pueden ir ligados a objetos públicos icónicos que en realidad se refieren a algo o a alguien totalmente distinto. Los funerales suelen estar ligados a sentimientos de arrepentimiento: vidas no vividas como podrían haberlo sido, palabras no pronunciadas cuando podrían haberlo sido. Las ingentes manifestaciones de sentimiento público desde el 8 de septiembre se ven invariablemente emparentadas con historias y penas más íntimas. “Me recordaba a mi abuela”, dicen los dolientes, y la imagen es la de una mujer abnegada que se esfuerza durante años por trabajar para los demás porque eso es lo que le toca en la vida. Probablemente esto se parezca poco a las verdaderas reales de Isabel Windsor, pero mucho a las de muchas abuelas de los últimos setenta años. Puede ser difícil separar las normas patriarcales de género de la era de la postguerra de la generosidad institucionalizada establecida durante ese tiempo -el NHS y el Estado de bienestar- que también se están desvaneciendo en 2022. ¿Hemos sido lo suficientemente agradecidos? ¿Es demasiado tarde?
En las muertes de Diana e Isabel, separadas por un cuarto de siglo, se han representado en el escenario nacional dos tragedias matriarcales diferentes, que se han convertido en receptáculos de una rabia reprimida: la mujer que nunca se vio adecuadamente amada y la mujer cuyo trabajo se dio por sentado. En ambos casos, fueron hombres -un padre emocionalmente cohibido, un marido infiel, un hijo deshonrado, un primer ministro mentiroso- quienes las defraudaron y explotaron su decencia.
Una respuesta emocional a la injusticia, más difícil, pero quizá más honesta, no es la gratitud hacia quienes la toleran, sino la indignación. ¿Cuánto de lo que se expresa en agradecimientos, sándwiches de mermelada y aplausos a la puerta de casa supone realmente evadirse del hecho de que, tanto en público como en privado, como afirmaba David Graeber, hemos fracasado en lo que es cuidar de los que cuidan de nosotros?
Fuente: The London Review of Books, 16 de septiembre de 2022