Jorge Moruno Danzi
Rodrigo Amírola
17/06/2017Es un lugar común señalar el 15 de mayo de 2011 como un punto de inflexión en la historia del régimen del 78, destacar su importancia como síntoma de madurez democrática de la sociedad española frente a unas élites ensimismadas y también alabar sus potencialidades de transformación. Estaríamos ante un verdadero terremoto democrático, cuyas ondas sísmicas llegaron, primero, al PSOE, empujándole fuera del gobierno, removieron el sistema de partidos permitiendo irrumpir a una formación como Podemos y obligando a los viejos partidos a moverse, aceleraron la abdicación de Juan Carlos I y la reforma de la monarquía y, ahora, han vuelto, de nuevo, a sacudir en sus primarias al PSOE tras el fatídico Comité Federal del 1 de octubre.
Estaríamos ante un fantasma que ya recorrió la campaña interna previa cuando Susana Díaz lo maldijo regañando a "los que se indignaron" porque "pensaban que iban a tener una casita en la playa" o cuando José Félix Tezanos, sociólogo guerrista del equipo de Pedro Sánchez, señalaba la cuestión juvenil como la gran cuestión de España. Y que podría volver a estar muy presente.
Pedro Sánchez ha ganado las primarias socialistas obteniendo la mayoría absoluta de los votos y la victoria en todas las CCAA, salvo en Andalucía y Euskadi, y, más aún, ha liderado una rebelión de las bases contra el establishment de dentro –los barones y las viejas glorias como Felipe González o Zapatero– y de fuera –el IBEX 35, el grupo PRISA, etc.– saliendo, por el momento, victorioso.
Queda todavía por ver su capacidad para maniobrar a nivel interno y poner orden tanto en un grupo parlamentario complejo y reacio a Sánchez como en territorios estratégicos claves para el PSOE como las baronías del sur. La cruzada interna a la que se enfrenta Sánchez es un elemento fundamental para analizar los pasos a seguir en el PSOE, cuyas bases se han rebelado contra el aparato pero en donde los barones, que juran lealtad pública al nuevo príncipe, cuentan con importantes resortes de poder: redes clientelares, rencillas personales o hábitos e imaginarios conservadores de fuerte arraigo. Está todavía por ver si el impulso de Pedro Sánchez es tal y, de haberlo, cuánto tiempo le va a durar.
Las contradicciones que estallaron por primera vez de forma violenta cuando Sánchez pareció atreverse a ir más allá de los límites del mandato del Comité Federal del 20 de diciembre son las mismas que viene arrastrando el PSOE durante estos últimos años en su incapacidad de ofrecer una respuesta alternativa a la austeridad para la sociedad española.
Por lo tanto, para explicar cómo Sánchez ha podido pasar de ser el artífice de un pacto con Ciudadanos para cerrar el paso a Podemos en 2016 a ser aupado por las bases socialistas en una rebelión contra los barones que le designaron en un primer momento hay que devolver la mirada por lo menos hasta el 15M.
No se trata de que Pedro Sánchez o el PSOE como estructura tengan una serie de cualidades positivas comunes con el fenómeno del 15M, sino que sólo desde esta perspectiva puede entenderse cómo ha podido suceder algo que prácticamente todos daban por imposible o por qué, en este caso, los asuntos internos de un partido tradicional van mucho más allá de él. Esto nos recuerda también que nadie tiene por defecto la patente de la indignación y el cambio, ni existe un horizonte marcado que nos diga cómo será el futuro.
Lo máximo a lo que pueden aspirar las formaciones políticas es a surfear la ola, pero no a producirla. Esa ola crece, baja, se desplaza y cambia; solo la virtud acompañada de una buena fortuna permite al surfista mantenerse de pie. Sánchez ha sido un extraordinario surfista en esta última rebelión socialista contra el establishment.
Desde que nació, Podemos ha llevado a cabo, gracias a que supo ver venir y leer la ola, una operación hegemónica capaz de construir y delimitar un universo de referencia, en donde incluso el adversario ha terminado por incluirse. Siempre se solía decir que Podemos no podía parecerse al PSOE, pero ¿qué sucede ahora cuando es el PSOE quien acepta tener que parecerse a Podemos, en medio de una discusión sobre la crisis de la socialdemocracia y su papel a escala continental? ¿Qué sucede ahora cuando una vez que marcas el ritmo, la gramática, la agenda y los contornos de lo posible, el adversario decide dar la batalla en el mismo plano, es decir, decide subirse a la tabla y surfear?
El "nuevo" PSOE, el reflujo de la ola social y los cambios en la percepción de la ciudadanía sobre la situación política y económica en nuestro país son datos insoslayables para el análisis y la acción política. Sería un error pensar que los otros están incapacitados para surfear la ola porque arrastran una suerte de peso muerto de su historia que les incapacita absolutamente. Evidenciar su farol desde la perspectiva de los convencidos nunca será suficiente para desarmarlos.
Por el contrario, aceptar el envite pasa por asumir que esa corriente subterránea de cambios avanza –incluso a veces pasando por nuestro lado– y que somos capaces de captar esa realidad más allá de los partidos y traducirla en una alternativa para la mayoría social. Es ahí donde radica la posibilidad de renovar la hegemonía y actualizar la manida "hipótesis" de 2017 en adelante.
En este punto, nos encontramos con una vieja distinción y una vieja cuestión. La distinción extraída del ámbito militar es la distinción entre táctica y estrategia. Mientras la primera se ocupa de las operaciones concretas para llevar a cabo los combates, la segunda tiene que ver con la forma en que se organizan y se planifican los distintos combates para lograr un objetivo superior: ganar la guerra, tal y como recuerda Clausewitz.
En Podemos, a menudo, se ha tratado de descifrar una supuesta diferencia clave entre aquellos que serían partidarios de formar un gobierno en alianza con otras fuerzas políticas y aquellos que apostarían por quedarse en la oposición hasta lograr una mayoría absoluta o, de manera más realista, en una pasokización que condujera al PSOE a un dilema imposible. La discusión entre "gobernismo" y "polarización" es espuria, pues el valor y el sentido de una táctica no deriva de la propia táctica, sino que depende de la estrategia y de las correlaciones existentes en una coyuntura dada. Vuelve también el análisis concreto de la situación concreta.
Si el objetivo superior –o estratégico– es lograr un cambio en favor de la mayoría social en forma de acuerdo social, intergeneracional y plurinacional, entonces entrar o no en un gobierno es una mera diferencia táctica que deberá dirimirse en función de las circunstancias. Es obvio que los Ayuntamientos del Cambio solamente han podido darse en alianza con otras fuerzas políticas ya en forma de apoyo desde fuera o formando parte del gobierno, que en las comunidades autónomas donde se ha desalojado al PP ha sucedido también con entendimiento o acuerdo y parece difícil imaginarse que ocurriese de otra manera en el Estado.
Ahora, la vieja cuestión es la del programa en la que se materializaría ese cambio que es el debate político sustantivo que deberíamos tener para poder tener claridad a la hora de elegir la mejor ruta (táctica) para llegar a nuestro objetivo superior (estratégico). No sin aclarar antes que la importancia del programa tiene más que ver con la capacidad de plasmar aquello que se mueve y palpita en la sociedad que una suerte de prospecto farmacéutico o de receta que opera al margen de su interpelación con la sociedad.
Necesitamos un nuevo acuerdo de país que de solución a las tres grandes crisis abiertas aún en España: la económico-social, la político-institucional y la nacional. No se trata en ningún caso de librar las batallas cerradas "de manera exitosa" en la Transición, ni tampoco de tratar de regresar a la "idílica" situación previa a la crisis de 2008, sino de ir a la ofensiva con propuestas que renueven el pacto de posguerra europeo y el Estado de bienestar.
El PP de Rajoy ha adolecido en la moción de censura de una total ausencia de proyecto y modelo para este país, que no pase por la resignación, la precariedad y azotar el miedo a un cambio de gobierno. El PP, con un discurso replegado en una concepción patrimonialista de España, necesita señalar a Podemos como un intruso para resaltar aquello que no pueden soportar; que alguien pueda cuestionar que España no es su propiedad privada. Se ha podido observar que contamos con un gran país que podría ser mucho mejor si suelta el lastre de su Gobierno.
En este sentido, el objetivo pasa por tomar la crisis como una oportunidad para ir a la ofensiva y no solo en defensa de lo existente, dado que el reto que se nos presenta tiene más que ver con contar con un proyecto que modifique de manera integral nuestros sistemas de trabajo y de bienestar, que con plantear medidas aisladas en un intento de mitigar las disfunciones del modelo actual. Desde esta perspectiva, cobran sentido apuestas como la transición energética, la renta básica universal, los cuidados y la sostenibilidad como políticas transversales, etc.
Renovar la hegemonía conlleva siempre moverse en esa tensión entre lo imposible y la realidad como una nueva forma de construir lo posible, es decir, entre abrir nuevas sendas sin caerse por el barranco; sendas que inevitablemente los adversarios van a acabar transitando de manera forzada. Sobre estas bases, con el apoyo de sectores sociales diversos y la apertura de diferentes conflictos laborales que van más allá de lo meramente económico –estibadores, taxistas, trabajadores del metro, doctorandos, etc.–, muestran la potencial debilidad del Gobierno del PP y ya en el presente apuntan a ese horizonte de cambio.
Aquí es posible pensar diferentes modalidades de alternativa, incluido un gobierno a la portuguesa, en torno a una serie de líneas maestras que al mismo tiempo que impugnan la manera en la que se hacen las cosas, ofrece un esquema de país más democrático que recabe el apoyo de una mayoría social.
España debe liderar el cambio en Europa y, para eso, debe primero regenerar las instituciones de la corrupción, necesita resignificar profundamente la idea de España dentro de un acuerdo plurinacional sustentado sobre la democracia y urge cerrar la brecha social de la desigualdad, el paro y la precariedad. Esta es una tarea de altos vuelos, de audacia y generosidad, que va más allá de los partidos, ya que de lo que estamos hablando es de introducir los cambios que sirvan de cemento para levantar las reglas, las instituciones, los criterios, los equilibrios y las normas, de otra forma de organizar la convivencia y de concebir la ciudadanía en un país periférico de la UE a la altura del siglo XXI.
En un escenario global cada vez más incierto la vieja socialdemocracia también tiene un examen político e ideológico del que depende su propia supervivencia, cuando el cambio sólo se podrá producir revirtiendo las políticas y tratados europeos que ellos mismos han ayudado a construir.