Lugares ya no comunes: “Izquierda”

Paolo Virno

31/03/2024

Entre las ideas, o palabras talismán, de las que es bueno y justo despedirse, hay algunas que se han vuelto patéticas ('derechos', 'pueblo', 'refundación', por ejemplo), que merecen la sonrisa reservada a las cosas viejas de pésimo gusto, botín de chamarileros y del Partido Democrático (PD). Pero hay otras, entre las palabras talismán, tenaces como la mala hierba, pomposas y petulantes, capaces de obstaculizar durante mucho tiempo la reanudación de la lucha de clases en el seno de un capitalismo que ha barrido los talleres de Ford y Taylor. En este segundo grupo de conceptos no sólo vacuos, sino también nocivos, destaca el de "izquierda".

Herencia de la Revolución Francesa, la noción de izquierda se ajusta a la plebe, no al trabajo asalariado; se refiere a los excluidos y a los parias, no a los obreros de las fábricas. La alineación política, pero también y sobre todo sentimental, denominada "izquierda" se ha batido siempre por el "desarrollo de las fuerzas productivas", ignorando con ánimo sereno la guerra civil latente que anida en el seno de ese desarrollo (basta pensar en el mors tua vita mea a cuenta de las horas extraordinarias y los ritmos de trabajo). Ha invocado, la cultura de la izquierda, la "unidad nacional" y el respeto a las prerrogativas del Estado soberano, aunque esa unidad no haya excluido el voto a favor de la guerra mundial (voto concedido en 1914 por todas las socialdemocracias europeas) y ese respeto puede implicar el asentimiento a leyes especiales y cárceles de máxima seguridad (como ocurrió en los años del "compromiso histórico").

La necesidad de abandonar sin vacilaciones el territorio desolado marcado en los mapas con el nombre de izquierda se advierte echando la vista atrás, a los años 70 del siglo pasado. Fueron los años en los que tuvo lugar el primer y único intento de revolución comunista en el seno del capitalismo maduro. Ni rastro de lucha contra el atraso; ninguna "cuestión campesina" que dirimir luchando contra el hambre y la pelagra; rápido abandono del empalagoso amor por los últimos y los marginados, tan querido por los primeros y los bien conectados (todos de izquierdas, of course). El catálogo era el siguiente: ralentizar los ritmos de producción, reducir al frenesí a quienes se arrogaban el derecho de fijarlo, segar las horas extraordinarias, arrancar aumentos iguales del salario base para todos, arrinconar a la dirección de las empresas, discernir en todas las articulaciones de la vida asociada (escuelas, transportes, aparatos de comunicación, organización de los lugares de residencia, etc.) dos intereses opuestos entre los que un compromiso es tan probable como la conversión de los gorriones a la castidad. Ninguna de las voces de este catálogo goza de la simpatía del progresismo encaprichado con los derechos civiles; todas, de hecho, suscitan su repugnancia. 

Mal visto por la izquierda fue entonces el muy descortés poder obrero que se había afirmado en el interior de los talleres y luego también en la esfera pública metropolitana. Mientras los reformadores contagiados por Pasolini execraban las "necesidades inducidas" por la sociedad de consumo en los lugareños hasta entonces entregados a una admirable sobriedad, los obreros de las fábricas, deseosos de consumir rápidamente los bienes de este mundo, hacían todo lo posible (un posible convertido en tal, es decir, es decir posible sólo por el hecho de que a menudo era ilegal) para sacudirse esa horrible necesidad inducida que es el trabajo asalariado. Para nada de izquierdas, el deseo de disfrutar hasta el fondo del propio aquí y del propio ahora remitía, si acaso, a un razonable significado de la palabrita "comunismo".

El éxodo de ese lugar insalubre donde se oficia el culto al progreso, comenzado en el curso de los años 70 gracias al intento de revolución comunista entonces escenificado, es ahora un hecho consumado, una realidad empírica de enorme relieve, a pesar del clamoroso fracaso de esa revolución. La multitud que produce con el  lenguaje y con jirones de saber, para la que no existe una frontera fiable entre tiempo de trabajo y tiempo de vida, ha metabolizado una ruptura irreversible con la izquierda, con su claudicante doctrina y su praxis tan benéfica como un gas urticante. Nada que ver con la adoración del Estado, la exaltación del pleno empleo, la idea de ciudadanía de la que el progresismo reformador ha hecho ostentación a modo de carné de identidad a lo largo de todo un siglo.

Tres me parecen los principios constitucionales que podrían inspirar, hoy más que nunca, una práctica política alejada de la izquierda, pero sin lugar a dudas comunista (comunistas, y por tanto, no de izquierdas: he aquí una inferencia irrefutable, siempre a tener en cuenta). El primer principio es la plena actualidad de la abolición del trabajo asalariado. Escribe Marx que no hay que liberarlo, puesto que en todos los países modernos ya es libre, sino abolirlo como una desgracia intolerable. Además de constituir desde el principio una calamidad, el trabajo asalariado se ha convertido en las últimas décadas en un coste social excesivo. Hay algo de superfluo, incluso de parasitario, en el rendimiento bajo patrón cuando el pensamiento y el lenguaje se muestran como el recurso público, es decir, el bien común, que más contribuye a satisfacer necesidades y deseos. Para quien tenga necesidad de frasecitas marxianas: hay algo parasitario en el trabajo asalariado cuando el proceso de reproducción de la vida se confía al general intellect, al intelecto general de una multitud.

El segundo principio constitucional que sanciona la definitiva despedida de los defensores de los derechos de ciudadanía es la destrucción de la soberanía del Estado. A condición de que adoptemos al menos por un momento la definición de esta última propuesta por un jurista nazi, vejada sin freno por los filósofos de izquierda desde hace treinta años. Según Carl Schmitt, la soberanía del Estado consiste enteramente en el "monopolio de la decisión política". Pues bien, escapan de la jaulita del reformismo progresista quienes, lejos de proyectar su transferencia a un sujeto social distinto, pretenden socavar y extinguir tal monopolio. Rehuyendo la "toma del poder", el antimonopolismo de los muy jóvenes y de los declinantes que detestan el socialismo por comunistas se vale de todo tipo de tácticas: cautelosos compromisos e invención de instituciones acreditadas precisamente por ilegales, secesión y participación. La palabra clave a la que se recurrirá después de la era del reformismo estatal, es decir, del éxodo, indica ante todo el muy variopinto conjunto de decisiones políticas que permiten dejar atrás el Egipto en el que prevalece el monopolio de la toma de decisiones políticas.

El tercer principio de una política que ya no es de izquierdas estriba en la meticulosa apreciación de todo lo que hay de único e irrepetible en la existencia de cada miembro de nuestra especie. Se podría decir que se saborea, en nuestra época, la posibilidad de un individualismo por fin no caricaturizado. De un individualismo, por tanto, en el que la singularidad del individuo es el resultado complejo de la relación con lo que es máximamente común, compartido, impersonal. El pronombre "yo" desciende del infame y sin embargo muy digno "se" (se habla, se juega, se ama, etc.). A esta descendencia ha aludido Marx con el sintagma 'individuo social'. Es la trama colectiva de la experiencia ("social") la que finalmente alumbra una incomparable variación ("individual").

Estos principios constitucionales, lejos de apuntar a un melancólico sol del porvenir, forman parte de nuestra experiencia inmediata. Definen el lugar de la posible lucha anticapitalista, lo circunscriben y la amueblan, substrayéndola con serena resolución a esa historia de un loco contada por un borracho en que se ha convertido la izquierda política y cultural de los últimos años.

Filósofo y semiólogo napolitano, fue militante de Potere Operaio en los años 70. Encarcelado en 1979, acusado de pertenencia a las Brigadas Rojas, quedó finalmente absuelto después de tres años en prisión. Ha sido profesor en las universidades de Urbino, Cosenza y Montreal, y enseña actualmente Filosofía del Lenguaje en la Universidad de Roma III.
Fuente:
il manifesto, 29 de diciembre de 2024
Traducción:
Lucas Antón

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