Steven Poole
22/09/2018
La recentísima publicación en castellano por parte de editorial Anagrama del último libro de Tom Wolfe (fallecido en mayo de este mismo año), con el título de El reino del lenguaje, ha dado pie a una risible y alarmante ceremonia de la confusión en medios periodísticos del Reino al presentar a Wolfe como un valeroso debelador de la impostura intelectual, que desafía audazmente el consenso científico imperante y que resuelve además él solito algunos sólidos enigmas de la naturaleza humana. La lectura del libro demuestra, muy al contrario, la espeluznante ignorancia e incompetencia de Wolfe para hablar de las materias que aborda, ya se trate de la teoría de la evolución por selección natural o la lingüística aplicada. Recogemos una crítica suficientemente demoledora y explícita de Steven Poole en el diario británico The Guardian, aparecida tras la publicación en 2016 del título original, The Kingdon of Speech, y que deja en evidencia el bochornoso fraude del listillo del Nuevo Periodismo. SP
¿Qué nos separa de otros animales? La lista de respuestas propuestas es más larga que un día sin pan: la racionalidad, el cocinar, la religión, los juegos irrelevantes, el construir cosas, y así sucesivamente. Pero una respuesta popular ha sido siempre nuestra capacidad de usar el lenguaje. El proceso exacto mediante el cual lo adquirimos es misterioso. De modo que aquí tenemos a Tom Wolfe para contarnos por qué hasta la fecha todo el mundo lo ha entendido mal.
El libro cuenta la historia de un par de tíos modestos contra dos abusones del sistema de poder establecido. El laborioso Alfred Russel Wallace, que de modo independiente co-descubrió el principio de la evolución por selección natural, no tenía ninguna posibilidad frente a Charles Darwin, que disfrutaba “de la eterna vida de papaíto-paga-todo de un caballero británico”. Darwin imaginaba que su teoría podía explicarlo todo, pero Wallace decidió eventualmente que no podía explicar el lenguaje, que debía ser un don otorgado por Dios.
Un siglo después llega Noam Chomsky, que revoluciona la lingüística al sugerir que los seres humanos disponen de una capacidad innata (y por tanto, evolucionada) de adquirir lenguas: una “gramática profunda” o “gramática universal” o “mecanismo de adquisición lingüístico” incorporados, lo cual explica, por ejemplo, cómo los niños de corta edad pueden construir fácilmente oraciones nuevas (véase también The Language Instinct [El instinto del lenguaje, Alianza Editorial, Madrid, 1994] de Steven Pinker) “Nada era elegante en el carisma de Chomsky”, se queja Wolfe, acaso deseando que el objeto de su abuso vistiera traje blanco y, sin embargo, dice él, Chomsky dominaba su campo despiadadamente. Hasta que, esto es, un intrépido desamparado amante del aire libre llamado Daniel Everett pasó una temporada con una tribu amazónica denominada de los Pirahã e informó de que su idioma carece de cierto rasgo (la recursión o anidamiento de ideas) que Chomsky había sugerido que podría ser universal, y demostró que Chomsky se equivocaba. Se aclaró el humo y el origen del lenguaje volvió a ser tan esquivo como siempre.
Wolfe cuenta estas historias con la clase de vitalidad despreocupada que resulta familiar de brillantes libros suyos como The Right Stuff [Lo que hay que tener, Anagrama, Barcelona, 2010] y The Bonfire of the Vanities [La hoguera de las vanidades, Anagrama, Barcelona, 2018]. Sobre todo en la forma en que hace de ventrílocuo de los pensamientos y preocupaciones de sus protagonistas, el libro está magníficamente escrito, cuando no cae en una especie de farfulla autoparódica (Darwin, se nos asegura, “era también un escurridizo manipulador … suave … suave … suave y luego algo.”) El único problema con los cuentos de Wolfe, la verdad, es que son relatos irresponsablemente parciales, repletos de falsedades elementales.
Wolfe insiste, por ejemplo, en que Darwin no tenía “pruebas” de su teoría de la evolución por selección natural; de hecho, como es bien sabido, adujo gran cantidad de pruebas en la época, entre ellas las de la distribución geográfica de especies, la anatomía comparativa, los fósiles y los órganos vestigio. Hoy, por supuesto, la evolución se observa en tiempo real en el laboratorio, entre microbios o insectos, un hecho que Wolfe o bien no conoce o respecto al cual tiene misteriosamente el cuidado de no mencionar. Mientras tanto, la discusión entre Chomsky y Everett resulta mucho más controvertida de lo que deja ver (hay otros que señalan que, pese a no disponer de recursión en su idioma, lo cual niegan algunos, los Pirahã pueden aprender fácilmente portugués, que cuenta con ella). Y en cualquier caso, cierta versión, como mínimo, de la idea de un “centro lingüístico” en el cerebro es algo que no es objeto de controversia, no en el sentido de un sub-órgano físico de dedicación única, puesto que no es así como funciona el cerebro, sino ciertamente en el de “circuitos” neuronales especializados que están previsiblemente activos durante el procesamiento del lenguaje.
The Kingdom of Speech, es, pues, un triste ejemplo de la interrelación de la fama literaria con la industria editorial. A un autor de menos fama y rentabilidad que Wolfe le habrían salvado seguramente de semejante bochorno con una mayor atención crítica editorial. Hasta una rápida comprobación de datos habría impedido errores garrafales, como la afirmación de que “Einstein descubrió la velocidad de la luz” (no, lo cierto es que no). Wolfe ha insistido en que es ateo, y no creacionista (aunque este libro, por supuesto, ha sido recibido con los brazos abiertos por el movimiento creacionista norteamericano del “diseño inteligente”), y podemos también tomarle la palabra. No plantea un argumento criptorreligioso; simplemente es que no ha investigado debidamente en su campo temático.
No importan los hechos. El factor diferencial de este libro es que Wolfe mismo, sólo con pensar un poquito en ello, ha resuelto sin ayuda de nadie el problema que “ha tenido completamente desconcertados a incesantes generaciones de personalidades académicas y genios declarados”. Sólo él sabe cómo surgió. Las propias intuiciones de Darwin – la imitación de sonidos animales, por ejemplo – eran, escribe Wolfe desdeñosamente, historias fabuladas. Pero Wolfe tiene la única respuesta verdadera. ¿Y cuál es? Ejem, que los seres humanos inventaron el lenguaje como mecanismo nemotécnico para ayudar a recordar las cosas (no explica esto con demasiada claridad, pero se supone que he de imaginarme a un cavernícola metiendo dentro otra roca y gruñendo “¡roca!” como ayuda para la memoria). Esto, por supuesto, no resulta mejor como historia fabulada que las de Darwin. Da la casualidad de que, aunque Wolfe no lo mencione, los antiguos epicúreos ya pensaban en buena medida lo mismo, consideraban que los animales “etiquetaban” partes del mundo con sus particulares graznidos y chillidos, y que los seres humanos no hicieron más que desarrollar ese hábito todavía más.
Pero hoy sabemos lo que los epicúreos no sabían, y Wolfe, a lo que parece, tampoco sabe todavía: que el cerebro es un órgano evolucionado, o que la laringe humana evolucionó de forma muy diferente a la laringe de nuestros primos primates más cercanos, lo que nos permite emitir sonidos de habla que ellos no pueden. Todavía no sabemos de modo preciso cómo sucedió y puede que nunca lo sepamos, pero resulta evidente para cualquiera que el habla ha de haber evolucionado…para cualquiera, claro está, salvo para los que sospechan de modo congénito de la autoridad científica y, acaso especialmente, para esos superusuarios profesionales del lenguaje que se sienten desolados ante la perspectiva de que ese poder que ha dado sentido a sus vidas se vea desmitificado por chiflados de la ciencia.