La lengua de tus padres: la imposibilidad de lograr algo viniendo de la clase obrera

John Merrick

31/12/2023

En cierto momento a finales del 2019 me vi sobrepasado por la sensación de que mi vida había llegado a un impasse. Los problemas personales y profesionales me dejaron aún más precario y desvinculado de mi entorno social inmediato de lo que nunca había estado antes; la vida que tanto me había esforzado en construir parecía desmoronarse lentamente a mi alrededor. Tenía treinta y pocos años, estaba apático e insatisfecho. Muchos de mi generación lo están. Sin embargo, la mayoría tiene una estabilidad que viene tanto del capital cultural aprendido como del heredado, un ancla familiar que les impide flotar demasiado lejos. Yo mismo he deseado a menudo tener ese tipo de anclas. Quizá por eso empecé a sentir la pérdida del hogar con más intensidad que nunca, por muy lejos que lo sintiera ahora.

Sentiría ese tirón en las situaciones más atípicas. Hablando con amigos en el pub después del trabajo, me asaltaban los recuerdos de casa y el olor a cerveza rancia en el suelo pegajoso me traía vívidos recuerdos de mi juventud; la gota de lluvia en la piel me recordaba los días y las noches que pasaba en parques y campos, haciendo novillos en la escuela y haciendo el vago. El tirón, experimentado como si me arrastrara hacia atrás en contra de cada parte de mí que había organizado conscientemente para evitarlo, me devolvía a Crewe, mi ciudad natal y donde aún vive mi familia. Obviamente, aunque de forma inconsciente, estaba buscando algo, alguna respuesta a una pregunta que aún no podía definir. Estar cerca de aquellas personas cuya presencia en los primeros años de mi vida dio forma a la persona que soy hoy, la persona que eligió escapar, ¿ofrecería algún sentido de permanencia, de pertenencia? ¿Podría llenar el agujero que amenazaba con abrirse en abismo?

Era esta nostalgia, este sentimiento de pérdida, más que cualquier ardiente deseo de volver al seno familiar, lo que me trajo de vuelta al norte. O quizás eso es solo lo que me decía a mí mismo. Había también un anhelo extraño, un anhelo de algo más (de comunidad quizás) y un sentimiento que no había experimentado antes, al menos no voluntariamente. Volver a casa siempre había sido más una obligación que un deseo. Cada seis meses más o menos oiría como crecía el tono de reprimenda en la voz de mi madre, cuando hablábamos por teléfono. A menudo en verano y después otra vez en navidad haría visitas, nunca quedándome más de unos pocos días. Pero esta vez el tirón que sentía estaba ahí.

La estación de tren de Crewe, esa famosa terminal antaño tan grandiosa y reluciente, se encuentra ahora en un estado bastante lamentable. La propia estación es, en muchos sentidos, la razón de ser de Crewe. La estación precedió a la ciudad, la llegada del ferrocarril convocó a Crewe de la nada en los campos de la llanura de Cheshire. Sin ella, y sin el trabajo que proporciona, no existiría Crewe.

La línea que viene de Londres atraviesa varios kilómetros de campiña llana antes de llegar a la ciudad. La arquitectura industrial, algunas muy antiguas y otras nuevas aunque no en mejor estado, da idea de la pujanza de la ciudad en años pasados. El estado decrépito de los edificios es quizá una señal de su futuro. Pero si es así, la propia estación es aún más premonitoria.

La relación con mi familia estaba fracturada desde hacía tiempo. No tiene nada de extraño. Me he dado cuenta de que, en contra de la imagen idealizada de las familias felices de clase media, muy pocos tenemos una vida familiar perfecta. Supongo que es aquí donde debo citar a Larkin (“Ellos te joden, tu madre y tu padre./Puede que no lo pretendan, pero lo hacen./Te llenan de los defectos que ellos tuvieron/ Y añaden algunos extra, sólo para ti”). Sin duda, mis padres contribuyeron bastante a mis muchas cagadas, pero siempre he visto el proceso que Larkin compara con la profundización de una plataforma costera como algo más ballardiano: una fachada de civismo que se desmorona, la aparentemente perfecta fachada de la familia suburbana que esconde oscuros secretos y cortinas que se mueven, cada hogar una zona de desastre potencial. En este punto también existe el peligro de caer en la narrativa habitual de la huida de la clase trabajadora, al convertir a mi familia en algo excepcional. Esto no es como en la película Hillbilly: una elegía rural, no hay una historia de mira lo jodida que está mi familia, ¿no soy maravilloso y valiente e inteligente y excepcional por haber escapade? Mi familia es una más entre miles como ella, viviendo en las mismas condiciones, arreglándoselas de la misma manera, intentando hacer algo con lo que les ha tocado. Pero aquí hay algo diferente: a muy pocas personas en estas situaciones se les da voz. No se les permite hablar, por lo que se olvida su existencia, su lugar en el mundo y en los pueblos y ciudades de Gran Bretaña.

Cuando yo era muy joven, mi familia encajaba en la categoría de "clase trabajadora respetable" que Lynsey Hanley ha descrito tan maravillosamente. Entre la capilla y el salón sindical, los trabajos estables y las familias unidas, durante generaciones habían trabajado para forjarse algo más de lo que se les había dado. Mis abuelos se enorgullecían de su laboriosidad, de su vida trabajadora, de las muchas horas dedicadas a crear algo para sus hijos y sus familias, por escasos que parecieran los resultados.

Esta forma de respetabilidad se manifiesta de maneras extrañas. Cada vez que pienso en ello, me imagino a mi abuela presumiendo ante cualquiera que pudiera oírla de que su marido, el padre de mi padre, John, no había probado una gota de alcohol en décadas. La corriente del abstemio laborioso, a menudo de inspiración metodista, fluía con fuerza por esta parte del norte, reuniendo incluso a aquellos cuyo lugar era la iglesia y no la capilla. Era una señal para los de alrededor de que, frente a “los de allí”, ya fueran los borrachos de los pubs, que desperdiciaban su vida, o incluso las élites atiborradas y borrachas, “nosotros” éramos gente trabajadora y honesta. Sin embargo, la tradición familiar, transmitida de boca en boca por primos y sobrinos, desmentía tales alardes. Cuando éramos adolescentes, siempre sabíamos exactamente dónde escondía el abuelo su paquete de seis Boddingtons en el cobertizo, sabiendo también que estaban ahí para que los cogiéramos. No se trataba de un simple odio de clase, era también un odio volcado hacia uno, un miedo a otros muy parecidos a uno mismo.

Sin embargo, cuando yo llegué, a finales de los ochenta, todo eso había empezado a desintegrarse. Mis padres eran los típicos de muchas ciudades obreras del norte que, al ver el declive del empleo industrial sólido de la generación de sus propios padres, buscaron una salida en los negocios independientes. Mi padre, diez años mayor que mi madre, era mecánico; mi madre, cocinera en la comisaría de policía local. Poco después de que naciéramos mi hermana y yo, firmaron el contrato de arrendamiento de un pub en Nantwich, vecino cercano de Crewe, pero culturalmente tan lejano como se pueda imaginar, más parecido a las bucólicas ciudades de mercado de los condados de los alrededores de Londres que a un enclave septentrional. Para ellos, de mediana edad y sin cualificaciones formales, era el último sueño de libertad. Una vida sin las limitaciones de largas horas de trabajo agotador, sin la monotonía de los desplazamientos ni el acoso constante de los superiores. Por fin podrían ser sus propios jefes, trabajar para sí mismos, construir algo para sí mismos y para sus hijos.

Sin embargo, el sueño se agrió rápidamente. A principios de la década de 2000, mi padre se declaró en quiebra. El pub, atrapado entre una población rural-urbana en declive a las afueras de Crewe, el aumento de los impuestos sobre el alcohol y los cigarrillos y el auge de cervecerías baratas como Wetherspoons, tenía pocas posibilidades. Aunque afirmar que éstas fueron las únicas causas del fracaso del pub sería ignorar tanto los cambios más amplios en la vida de la ciudad (¿por qué exactamente lugares baratos y sin alma como Wetherspoons en Crewe, a menudo clasificados como los peores del país, o incluso beber latas tibias en casa, atraían donde los caros pubs locales ya no lo hacían?), como sus fracasos empresariales fundamentales.

Desde los sueños de huida, la caída en picado hasta el fondo fue brusca. Cualquiera que haya vivido caídas tan estrepitosas puede decir que no sólo afecta a la cuenta bancaria: altera el sentido de uno mismo, la relación con el mundo, la fortaleza mental y la capacidad de recuperación. Cuando el nivel de vida cae, o incluso se despeña por el precipicio de esta manera, todas estas cosas son daños colaterales y mucha gente se ve arrastrada por el desastre. Hubo algunas medidas compensatorias, todas probadas, ninguna buena. La única que parecía pegar era la bebida. En 2019, la vida de ambos era cada vez más difícil, con mala salud, más tiempo en el pub bebiendo lo poco que tenían, viviendas precarias y conexiones aún más pobres con el mundo que les rodeaba.

Aunque mi vida familiar no tiene nada de excepcional, la experiencia de las familias de clase trabajadora sí tiene algo de excepcional. Cuando esos trabajos estables se fueron, algo tuvo que ocupar su lugar. Las familias se derrumban, caen sobre sí mismas. Pero es su carácter excepcional lo que también hace que se ignoren los problemas de la vida familiar de la clase trabajadora. Después de los años del Nuevo Laborismo, cuando la vida familiar de tantos fue patologizada como delincuente (pensemos en las representaciones culturales de aquellos años, los Little Britain y los Jade Goody llenando los horarios de todos los canales), desde entonces han retrocedido a un segundo plano, y con ese retroceso también lo ha hecho la comprensión de mucha gente de las causas de las divisiones del país.

Cuando le digo a la gente que soy de Crewe, la respuesta habitual es contar historias de largas esperas en la estación con resaca, encorvados sobre un rollo de salchicha tibio mientras esperan a que el tren, inevitablemente retrasado, les aleje de ese desdichado lugar. Esto parece haber sido un rito de paso para todos los que han viajado al norte de Stockport. Mis propias experiencias en la estación no son mucho mejores: largas esperas en el frío por trenes que nunca llegan y la expectativa de volver a mi vida lejos de allí.

Es como si, para cualquiera que no haya tenido la desgracia de crecer allí, nada definiera a la ciudad excepto su estación. En sus memorias, William Cooper, un novelista ya casi olvidado y uno de los únicos hijos famosos de la ciudad, describe Crewe como “un notable nudo ferroviario”; sólo más tarde añade algunos detalles humanos sobre el lugar (en este caso sus numerosos puentes). Habla del famoso timbre, de las filas y filas de casas uniformes para trabajadores construidas por el ferrocarril, del placer que experimentó más tarde en su vida al contar a la gente que creció con “vapor en las venas” como niño de esa ilustre ciudad ferroviaria.

También hay otros recuerdos de la estación de tren. Una o dos generaciones antes de la mía, la moda del trainspotting se apoderó de los chicos de todo el país. El hecho de que Crewe fuera un nudo ferroviario muy transitado la convertía en la meca de los chavales que, agarrados a un termo de té en una mano y con un cuaderno y un lápiz listos en la otra, esperaban a que pasara a toda velocidad el tren de las 4.30 procedente de Glasgow o los trenes de carga de los campos de carbón de Yorkshire y el sur de Gales.

Si algo hay aquí, es que Crewe es en sí misma una mera estación de paso. Para mí, al menos, y para muchos de los viajeros que atraviesan el vestíbulo de la estación. Pero no para todos. De hecho, mis padres nunca salieron de allí, y ahora rara vez lo hacen. Cuando me casé hace unos años, en Canadá, la enfermedad y la discapacidad les impidieron venir. Puede que su matrimonio se haya desvanecido, como tantas otras cosas, pero ellos siguen ahí. Atascados, dentro. En Crewe.

Unos días antes de mi regreso, mi madre me llamó desde el hospital. Desde hacía unas semanas, mi padre estaba confuso e inquieto. Su memoria iba y venía. Algunos días estaba brillante y lúcido, y otros se olvidaba de comer o beber. Confundía nombres, olvidaba lo que estaba haciendo, entraba en una habitación y volvía a salir. Su estado empeoró rápidamente. Mi madre oyó un ruido sordo en el baño y, al entrar, lo encontró desmayado en el suelo, sin poder moverse. Cuando llegó al hospital, descubrimos que había sufrido una serie de derrames cerebrales, el primero de ellos hacía 18 meses. El diagnóstico era demencia vascular, una enfermedad que afectaría gravemente a su memoria y a su capacidad para funcionar durante el resto de su vida.

A pesar de las protestas de mi madre, volví corriendo a casa. Cuando llegué, mi padre estaba sentado en la cama del hospital. Nunca le había visto tan viejo. Allí estaba, rodeado de geriatras, confuso y desorientado. Tus padres te ayudan a navegar por tu propia vida. Cuando eres niño, parecen casi sobrehumanos, invencibles. Existen en un reino sin edad, vigilándote. A medida que creces, cuando pasas por la adolescencia, puedes notar en ellos los primeros signos de envejecimiento. Cuando te vas de casa y el intervalo entre visitas se alarga, el envejecimiento se hace cada vez más visible.

Pero esta vez el envejecimiento parecía haberse acelerado mucho más de lo que yo había creído posible. Fue hace menos de una década cuando su salud empezó a deteriorarse de verdad. Una diabetes mal controlada provocó la obstrucción de las principales arterias de sus piernas y pies, hasta tal punto que unos pequeños cortes y arañazos en los dedos le provocaron gangrena. Primero le amputaron los dedos para salvarle. Luego se le inflaron artificialmente las venas: se introdujeron pequeños globos en las arterias que conectaban las piernas con el corazón y se bombeó aire para desatascarlas. Pero nada parecía funcionar. La infección se extendía cada vez más. Finalmente, le amputaron toda la pierna, justo por debajo de la rodilla. Décadas de alcoholismo y mala alimentación acabaron por alcanzarle, casi 15 años después de que su mejor amigo muriera de una insuficiencia hepática provocada por toda una vida en los pubs y bares de Cheshire. Cualquier esperanza de que esto calmara su forma de beber se desvaneció rápidamente. Casi tan pronto como le dieron el alta del hospital, con la pierna postiza y la silla de ruedas a cuestas, volvió al bar.

No sólo envejecía antes de tiempo, sino que su posición política empezaba a endurecerse.  Siempre había tenido una vena de reacción en él, pero en los últimos años había empezado a encontrar este maloliente Little Englandism[1] cada vez más presente, y cada vez más repulsivo. Décadas de rodearse de grupos variopintos de albañiles, mecánicos, comerciantes y ex policías le dieron una visión perversa de los los problemas sociales y económicos del país. Sin embargo, tuviera mi influencia sobre ellos algún efecto o no, mi familia mantuvo siempre una especie de laborismo visceral, un pequeño recordatorio de que la política que la gente conforma, y que llega a formarles, se forja en un sistema social contradictorio, a menudo opaco incluso para los que incluso para los que están en él. No parecía haber contradicción alguna entre su apoyo al Partido Laborista, o entre su conservadurismo social y yo, su hijo, cuya vida parecía tan distante.

En diciembre, su deterioro parecía casi total. Apoyado en una cama de hospital, apenas me reconocía. Me sentaba con él mientras regañaba a las enfermeras por indiscreciones imaginarias, gritándoles desde el otro lado de la sala, quejándose de la conspiración para mantenerlo, un hombre perfectamente sano, en el hospital sin ninguna razón. Uno de los aspectos más perjudiciales de la demencia es la incapacidad de quien la padece para reconocer su enfermedad. Es una afección insidiosa, que corroe los vínculos sociales, al tiempo que deja a la persona afectada ajena a sus peores síntomas. Cuando me senté a su lado, pude ver cómo se esforzaba por recordar mi nombre, cómo se le movían los engranajes. ¿Andrew? ¿Jason? Algo así. Se repetía constantemente, preguntando dónde estaba el agua o qué habíamos hecho con sus gafas. Le decía a mi madre que le llevara a casa, a pesar de que su ceguera le había impedido conducir durante los últimos cinco años.

Fue alrededor de navidad cuando por fin le permitieron volver a casa. Esta fue quizás nuestra navidad más incómoda. Yo, solo otra vez. Mi padre, confuso y olvidadizo, su confusión a menudo se convertía en ira. Los problemas menores se convertían rápidamente en grandes discusiones y peleas a gritos entre habitaciones. Se levantaban los puños. Me dijo que no quería volver a verme, que me fuera de casa y no volviera. No era la primera vez, pero sí la más grave.

Uno o dos días después pude ver el dolor en su cara. No habló de ello, pero debió de traerle recuerdos dolorosos. Tengo una familia, dos hermanastras y un hermano, a los que nunca he visto, de los que apenas he oído hablar. Conozco sus nombres, en alguna parte, aunque no puedo recordarlos. Rara vez son mencionados, excepto cuando él me dice que no quiere perderme nunca. No importa lo lejos que esté, no importa lo que pase en mi vida, él nunca quiere perderme como ha perdido a otros antes.

Todo esto me hizo revivir sentimientos que había intentado reprimir con todas mis fuerzas. A los 18 años, juré no mirar atrás. El hecho de irme de casa me liberaba de mi pasado. De adolescente, me escapaba de Crewe a las ciudades cercanas de Manchester y Stoke. Las ciudades ofrecían una sensación de posibilidad. Como el hombre de la multitud de Baudelaire, era anónimo y podía ser quien quisiera. Sin embargo, hay una forma de comunidad que ofrecen las ciudades de clase trabajadora como Crewe, una que proporciona una forma de red de seguridad social básica, por escasa que pueda parecer desde lejos. La familia y los vecinos cuidan de tus hijos por la tarde, lo que permite un respiro momentáneo en el cuidado de los niños, o te ayudan si caes enfermo o te quedas en paro. Pero tener esto significa la presencia de una vigilancia invasiva, aunque se entienda como una forma cariñosa de cuidado. La comunidad puede ser tanto libertad como subordinación, a menudo al mismo tiempo. Al crecer, fue esta sensación la que llegó a dominar. Una sensación a menudo agobiante de que no podía escapar, de que me miraban, me observaban, me cartografiaban, de que lo que hacía y cuándo lo sabía todo el mundo, de que las comunidades que se formaban en torno a mi familia me retenían. Fue esto lo que llegó a definir mi relación no sólo con la ciudad, sino también con los que me rodeaban.

Alejarse, intentar escapar de las ataduras que te mantienen tan firmemente en tu lugar, siempre se siente como una especie de rechazo. Un rechazo de quién eras y de dónde venías. Pero también es entrar en un mundo en el que nunca te sientes del todo a gusto. Aunque las universidades en las que estudié no estaban llenas de hijos e hijas precoces de las élites gobernantes, tampoco estaban llenas de los hijos de los trabajadores de manos callosas. A pesar de estar en Salford, otra zona de clase obrera en la frontera con Manchester, no pude evitar experimentar una profunda sacudida al llegar. Enseguida me di cuenta de que la escuela no sólo ofrece conocimientos. Quizá lo más importante es que transmite una confianza que nace tanto del entorno social como de la propia escuela. A los que van a las mejores escuelas se les inculca la sensación de que éste es su mundo, de que pueden hacer lo que quieran y trabajar para conseguirlo. El único sentimiento que podía ver que me llevaría allí era la evasión.

Pero cuanto más intentas huir de casa, mayor es el sentimiento de pérdida. Durante gran parte de mi vida, después de haberme marchado, intenté ocultar mi origen, mantener los hechos básicos de mi vida antes de los 18 años ocultos a todos menos a los amigos más íntimos. Construí, a base de paciente trabajo, un muro de capital cultural tras el que esconderme. Aprendí a jugar a los juegos de la clase media mejor que ellos, no porque fuera más listo, sino porque para ellos el juego estaba oculto, era lo único que conocían. Yo tuve que aprenderme las reglas.

Como tal, parecía existir en la brecha entre las clases sociales. No era ni uno de ellos, ni uno de nosotros. En la sociedad británica, la mayoría de las veces son simples significantes los que sustituyen al análisis de clase. Pensemos en los interminables artículos y reportajes de televisión llenos de entrevistas a pie de calle en cualquier ciudad del norte en la que acabe el reportero. Todo lo que se necesita para que alguien se convierta en la voz de la auténtica clase trabajadora blanca es un acento regional y una política reaccionaria. Yo había pasado años ocultando conscientemente mi acento, desarrollando una especie de voz sureña genérica, sin lugar ni clase, salpicada de vez en cuando de una “A” minúscula (todavía no me atrevo a decir “baarth” en lugar de “bath”, o “graarse” en lugar de “grass”). Me convertí en un hombre de letras, educado a todos los efectos igual que los demás en los círculos enrarecidos que empecé a frecuentar. Pero, a través de esta oclusión, de este oscurecimiento de una parte fundamental de lo que soy y de cómo llegué a ser, la sensación de pérdida de mí mismo se volvió lentamente abrumadora. Si poco más queda de las lecciones de Freud, sin duda queda la verdad de que lo reprimido siempre vuelve para atormentarnos, tanto más cuanto más intentamos reprimirlo.

Vivir sin un sentido completo de uno mismo, sin sentirse en casa en ningún sitio, es algo demasiado común. Pero quienes cambian de posición social y de clase sienten esta pérdida de forma especialmente aguda. Volver entonces, en palabras de Didier Eribon, es de algún modo “volver sobre uno mismo, redescubrir un yo anterior que ha sido a la vez preservado y negado”. Regreso a Reims, de Eribon, es quizá el mejor documento que tenemos de esta ambigüedad de pérdida y retorno, de lo que significa intentar volver a conectar con un mundo social que uno se ha esforzado tanto en negar. Eribon, sociólogo francés que creció en la ciudad obrera de Reims, comienza el libro con una pregunta sencilla: ¿por qué, cuando lleva tanto tiempo estudiando el sentimiento de vergüenza asociado a salir del armario como homosexual, no ha hecho lo mismo con la clase social? ¿Cuál es la diferencia entre clase social y sexualidad que ha abierto este abismo? Concluye que el establecimiento de una identidad o posición de sujeto conflictiva “se ha valorizado estos días... que incluso se ha fomentado fuertemente en el contexto político contemporáneo (cuando era la sexualidad lo que estaba en cuestión)". La clase, por otro lado, “era extremadamente difícil, y no recibía ningún apoyo de las categorías predominantes del discurso social”. Esto explicaba la diferencia de sus reacciones ante cada una de ellas, y su vergüenza al enfrentarse a sus orígenes obreros.

En muchos aspectos, mis orígenes son similares a los de Eribon. Ambos crecimos en antiguas zonas industriales (Eribon en Reims, al noreste de París), ambos nacimos en el seno de familias de clase trabajadora, y cada uno se debatía entre su vida como nuevo miembro de la clase media que vivía en las grandes ciudades, rodeado de quienes no compartían su mismo origen, y sus hogares perdidos. Sin embargo, hay algo particularmente francés en la obra de Eribon. Aunque yo también sentía vergüenza al revelar mi origen obrero después de haber abandonado mi hogar y haberme unido a las filas de la intelligentsia de clase media, a veces también caía en una especie de pantomima obrera, exagerando mi diferencia ante los que me rodeaban. Acentuaba los aspectos típicos de la identidad de la clase trabajadora (el acento o el tono de voz) y recordaba constantemente a los que me rodeaban que yo no era como ellos, que había crecido más allá de su mundo. Era, supongo, un esfuerzo por conseguir una forma muy particular de autenticidad en este juego de caracteres. Sin embargo, siempre estaba modulado por quienes me rodeaban. Nunca lo hacía cerca de aquellos a los que sentía que tenía que impresionar, sólo cerca de amigos o camaradas, el tipo de gente con la que tener raíces lejos de Londres y el sureste podía conferir cierto capital social. Es difícil imaginar una versión francesa de Cuatro hombres de Yorkshire, de los Monty Python, la famosa parodia de este tipo de nostalgia por los tiempos difíciles, pero, para mi vergüenza, he hecho versiones. Jugar al estereotipo, la representación de los marcadores de clase. A menudo, es más fácil ajustarse al tipo, representar las fantasías de los demás, que cuestionar tu propio lugar.

Sin embargo, también he visto lo contrario. Por lo general, cuando se trata de personas que no conozco bien y que proceden de entornos acomodados o de colegios privados, recibo una especie de confesión avergonzada de culpabilidad por su riqueza familiar. A menudo viene acompañada de la historia de cómo sus padres escatimaron y ahorraron para que fueran a la escuela pública y cómo Oxbridge no merecía la pena. Nunca he pedido tales disculpas, y disculpas son, a nadie. De hecho, cuando admito mis celos, normalmente me sorprenden: ¿cómo es posible que quieras esto? ¡Fue tan duro!

La identidad es siempre ambivalente. ¿Fue esto orgullo o vergüenza? ¿Hogar o pérdida? ¿Cómo puedes relacionarte con un mundo social que ahora parece tan extraño, a años luz de en qué y en quién te has convertido? Sin embargo, a la inversa, ese trasfondo convierte las pequeñas diferencias entre uno y quienes lo rodean en grandes abismos. El proceso es sutil y puede que los demás nunca lo reconozcan, pero los conflictos psíquicos causados por crecer en la clase trabajadora nunca desaparecen, por muy profundamente enterrados que estén. La capacidad de no sentirnos nunca capaces de superar esa división, siempre frente al otro, es una de las grandes heridas ocultas de la clase. También hay una división política que se abre en esta brecha. Para citar a Eribon: “políticamente estaba del lado de los trabajadores, pero odiaba estar atado a su mundo”. Es impactante ver tanta franqueza por parte de alguien de izquierdas, pero si admito mis peores instintos entonces conozco bien ese sentimiento. También hay algo de esto en mis propios compromisos políticos. No odiar a los trabajadores como tales, sino las condiciones en las que viven, las situaciones que se ven obligados a soportar, las que al final los hacen tan detestables. Al menos esa es la versión positiva. Estoy seguro de que hay muchos que, si alguna vez se encontraran con trabajadores, se sorprenderían, si es que no se aterrorizan. Ciertamente hay más honestidad en Eribon que en aquellos que valoran al trabajador heroico, los hombres mitológicos de mono azul que no guardan ninguna relación con la clase trabajadora real. Pero hay un tormento interior que se crea cuando aquellos a quienes uno detesta son parte del pasado, y no sólo del pasado, sino también del presente, por oculto que sea. El deseo de escapar lleva en direcciones extrañas.

Este hecho fue fácilmente percibido por mis padres. Mi madre nunca deja de comentar sobre mis intereses “extraños y maravillosos”: los libros que leo, la música que escucho e incluso la comida que como. Cuando me fui a la universidad, dejé de comer carne. Cuando era niño, las comidas eran invariablemente la combinación estándar inglesa de verduras demasiado cocidas con un trozo de cualquier carne que se ofreciera ese día (rara vez importaba mucho). Para gran molestia ahora muy comprensible de mis padres, anuncié mi decisión el día antes de venir a pasar Navidad cuando tenía 18 años y acababa de aburguesarme. Mi madre, sin tener idea de qué hacer ni de cómo sería una cena navideña vegetariana, estaba angustiada. Ahora me doy cuenta de que este paso me ayudó de alguna manera a poner cierta distancia entre quién era y quién quería ser. Esto no quiere decir que no haya vegetarianos en Crewe (estoy seguro de que hay muchos), sino que esto fue un alejamiento de mis raíces. Quería ser incomprensible para mi familia y eso lo logré.

Ningún escritor ha comprendido mejor esta división que el gran y tan añorado Mark Fisher. Sus escritos en su blog K-Punk fueron formativos para mí, como para muchos de mi generación. De todos sus escritos, siempre destaca un ensayo, sobre el grupo The Fall. En él, Fisher busca comprender el modernismo particular, muy tardío, de aquella banda post-punk de Manchester. Había sido una obseso de The Fall desde la escuela. Había algo en el autodidactismo enojado, desgarrador y surrealista del cantante Mark E. Smith, junto con el punk dentado de la banda, que me atrapó desde el principio. El propio Smith creció como un muchacho de clase trabajadora en las propiedades de Salford y pasó gran parte de su adolescencia y su veintena trabajando en trabajos ocasionales en la ciudad. Y, sin embargo, sus letras mostraban grandes destellos de profundo aprendizaje, desperdiciando “la noción de que la inteligencia, la sofisticación literaria y el experimentalismo artístico son dominio exclusivo de los privilegiados y de los formalmente educados”. Vale la pena citar a Fisher aquí en su totalidad, sobre todo porque no podría resumir la aguda y lírica escritura de Fisher en tales términos:

“Quizás todos sus escritos fueron, desde el principio, un intento de encontrar una salida a esa paradoja que enfrentan todos los aspirantes de la clase trabajadora: la imposibilidad de lograr algo viniendo de la clase de trabajadora. Quédate donde estás, habla la lengua de tus padres y no serás nada; asciende, aprende a hablar en el idioma maestro y te habrás convertido en algo, pero sólo borrando tus orígenes: ¿no es el logro precisamente ese borrado? (‘Puedes encadenar una frase: ¿cómo es posible que seas de clase trabajadora, querida?’)”.

Nada resume mejor la posición distintiva del chico de clase trabajadora que ha hecho el bien y el espacio social y psicológico ambivalente que esto produce. Pero, más que esto, Fisher vincula esta posición peculiar y particularmente dañina con otras enfermedades, entre ellas la depresión. Como escribe Fisher, “Mi depresión siempre estuvo ligada a la convicción de que literalmente no servía para nada”, y este sentimiento tiene sus raíces en una parte específica de la experiencia de la clase trabajadora, una que ninguna cantidad de capital cultural o económico podrá jamás superar o borrar. La clase deja marcas ocultas, manchas indelebles en quienes la han vivido.

La represión no es ninguna cura. Las enfermedades sólo se vuelven más fuertes, regresan con mayor agresividad cuanto más son empujadas hacia los rincones del inconsciente. Entonces, regresar a Crewe, regresar a mi familia y al mundo social que me hizo quien soy, tuvo un elemento terapéutico. Tal vez si pudiera entender de dónde soy, pensé mientras estaba sentado en esa sala húmeda en ese frío día de diciembre, con la televisión a todo volumen desde el otro lado de la habitación, ¿podría entender mejor quién soy ahora?

Algo me ha estado carcomiendo durante años, y esa es la cuestión de cómo exactamente nosotros, como representantes o apóstatas de la clase trabajadora, sus héroes que regresan o sus hijos descarriados, podemos narrar o comprender esa experiencia. Mientras iba y venía entre Londres y Crewe, mis dos vidas, sintiendo la peculiar atracción de fuerzas (tanto de repulsión como de atracción) hacia el lugar que una vez conocí, he luchado con esta pregunta. No es fácil de responder, y cuanto más leo, se vuelve incluso más difícil e indistinta la forma de una respuesta.

Después de mi visita a finales de 2019, una vez más evité ver a mis padres, quizás incluso más ahora que la condición de mi padre estaba empeorando. Y luego llegó la pandemia. Los bloqueos en todo el país hicieron que viajar fuera casi imposible, e incluso si hubiera podido aventurarme, el temor de transmitir una infección potencialmente letal a mis padres ancianos me alejó de la idea. Sin embargo, cuando llegó el verano, todo parecía un poco menos arriesgado, así que di el paso y regresé al norte. El tren que salía de Londres iba extrañamente vacío. Desde que me mudé aquí, tomo el tren más barato y lento, el que pasa por cada parada entre Milton Keynes y Stafford, y estaba acostumbrado a que se llenara de gente a medida que avanzábamos por la región central. El silencio era desconcertante, e incluso el viaje a la estación de Euston, desde donde sale el tren, fue más extraño de lo que jamás había visto, con máscaras ocultando los rostros de mis compañeros de viaje, y el ansioso distanciamiento social de Londres aún más distanciador que nunca.

Me avergüenza admitirlo ahora, pero me alegré de no quedarme con ellos esta vez. Incluso 24 horas ahora me resultan difíciles, sobre todo por la profunda vergüenza que siento al verlos así, al ser yo mismo devuelto a las vidas que viven todos los días. Yo, al igual que Eribon, los detestaba... o, al menos, tener que verlos de esta manera. ¿Quién era yo, en qué me había convertido? ¿Por qué me fui tan fácilmente?

En el viaje hasta allí, mientras observaba pasar los campos y los setos del centro de Inglaterra, leí Politics and Letters, de Raymond Williams, una colección de entrevistas con el gran crítico cultural y literario galés que había cogido de una pila de libros a mi salida de la casa. El libro es la transcripción de una serie de entrevistas que Williams hizo con la New Left Review a finales de la década de 1970 y proporciona un análisis profundo de su desarrollo personal e intelectual. Había leído el libro por primera vez unos seis años antes, una vez más lo comencé en el tren a Crewe, un hecho que solo recordé durante el viaje. En la primera ocasión, quedé hipnotizado por la visión democrática de la cultura de Williams, nacida de su educación de clase trabajadora en el país fronterizo del sur de Gales y fomentada por sus experiencias trabajando en la educación para adultos después de la guerra. Ahora, sin embargo, fue la sección sobre sus novelas, uno de los aspectos menos celebrados o incluso recordados de su obra, la que me llamó la atención.

Tres de sus primeras cuatro novelas, publicadas entre 1960 y 1979, forman una narrativa semiautobiográfica que cuenta la historia de Matthew Price y Peter Owen, dos personajes de ciudades trabajadoras de las fronteras de Gales que se convierten en profesores universitarios. Esta trilogía en sí misma puede verse como el intento de Williams de encontrar una forma adecuada para la narración de la vida de la clase trabajadora en el siglo XX. En Politics and Letters amplía este objetivo, dividiendo la historia de la novela en tres períodos. En el primero, el período del alto capitalismo y la novela realista de finales del siglo XIX, tenemos una forma que también está dominada por la burguesía a la que los escritores de la clase trabajadora consideraban observadores imparciales, escribiendo para imitar el estilo de la novela. principalmente novelistas burgueses. La segunda sigue la pauta marcada por D. H. Lawrence: la novela de fuga. Esto se expande durante las primeras décadas del siglo XX, alcanzando su apogeo con la gran proliferación de libros, obras de teatro y películas de los “jóvenes enojados” de los años cincuenta. Cada uno de estos escritores muestra la rebelión contra la clase, a menudo ejemplificando un desprecio tanto por la vida de la clase trabajadora como por la nueva clase media adinerada a la que se han unido. Lo que hizo posible esto fue el gran aumento de la movilidad social en la posguerra, una ruta de escape de la clase trabajadora que se les brindó a muchos por primera vez, ya sea a través de becas o las oportunidades educativas brindadas por las escuelas primarias, o el auge de nuevos empleos administrativos. Cada una de las novelas aquí presenta personajes que recuerdan la existencia aparentemente estática de su infancia desde la nueva posición alcanzada en el escalafón social, narrando, ya sea con desprecio, lástima o ira, el sentimiento de separación.

La tercera forma que esboza Williams es a la vez más especulativa y más ambigua. Cuando estaba componiendo su primera novela, Border Country, Williams quería encontrar una forma de corresponder a la “experiencia de incertidumbre y contradicción” que él mismo sentía en su vida, tanto ahora como entonces. Lo que más le interesaba era la “tensión continua, atravesada por emociones y relaciones muy complicadas, entre dos mundos que necesitaban volver a unirse”. Sin embargo, para ello no existía una forma adecuada; Border Country es, pues, esa búsqueda de la forma. Es la historia de Harry Price, hijo de un señalero de una ciudad fronteriza de Gales, que ahora es profesor universitario en Cambridge. Al enterarse de que su padre está enfermo, Harry regresa a la casa en la que creció y al pueblo y al mundo social que le conformaron, y al hacerlo vemos las complicadas emociones y sentimientos que provoca este regreso.

Pocas novelas desde entonces han alcanzado este nivel de innovación formal a la hora de narrar la vida de la clase obrera. Sin embargo, al hacerlo, demuestra la dificultad de contar estas historias. Regresar a Crewe, llegar a la estación de tren, ver a mis padres una vez más, ¿cómo podría transmitirse todo esto sin caricaturas, manteniendo abierta la distancia que nos separa, sin reducirla a la nada como si todo volviera a estar bien? Harry está dividido, como el propio Williams. Y es esta escisión el objeto de la novela. En las páginas finales del libro, después de la muerte de su padre y cuando Harry ha abandonado el pueblo de su infancia, nos encontramos con un retrato intensamente conmovedor de la pérdida y la dislocación. La historia se desarrolla literalmente en una serie de viajes en tren que constituyen un elemento central de la trama del libro: viajes de ida y vuelta a la ficticia ciudad galesa de Glynmawr. Al final del libro, Price recuerda aquel primer viaje suyo lejos de la ciudad, cuando “contemplaba el valle desde el tren”. Hay aquí algo tanto literal como figurado, un movimiento entre lugares y un movimiento entre realidades sociales:

“En cierto modo, acabo de terminar ese viaje... Sólo que ahora parece el final del exilio. No el regreso, sino la sensación de que el exilio ha terminado. Porque la distancia se mide, y eso es lo que importa. Midiendo la distancia, volvemos a casa”

Al volver a leer estas palabras, me ha embargado la emoción. Es una distancia que sólo conozco demasiado bien, y puedo sentir esa lucha entre dos mundos, dos existencias, dos hogares, ambos míos y, sin embargo, dentro de cada uno siento una carencia, una falta de hogar, un desamparo que se abre paso. En el tren, leyendo de nuevo estas palabras, siento que las lágrimas llenan mis ojos.

Casi 50 años después de la publicación de Border Country es difícil que esa tercera opción esté cerca de hacerse realidad. Mucho de lo que pasa por representación de la vida de la clase trabajadora en la literatura o en las memorias se queda muy corto. Ni siquiera el propio Williams lo consigue. Había pospuesto la lectura de Border Country durante muchos años, en parte porque sabía que la trama pesaría mucho en mis propios viajes emocionales, pero también por miedo a decepcionarme. El ejemplar que poseía, una vieja y maltrecha edición de Hogarth Press, lo había comprado en una librería de segunda mano de Leeds cuando tenía veintipocos años, y había hojeado sus páginas durante años antes de empezar a leerlo por fin. Quizá fue esto lo que al final me produjo tal sensación de rechazo. Tal vez esperaba demasiado del libro, pensando que me narraría literalmente mi propia vida. Los personajes me parecieron planos, la prosa pesada, a pesar de los evidentes momentos de belleza y claridad.

Sin embargo, es la conciencia de la distancia, los viajes entre mundos y lugares, lo que separa su obra de la de muchos de los que han venido después. En los últimos años se han publicado muchas memorias sobre la clase obrera. Hablando con amigos hace unos años, tras el enorme éxito de Para acabar con Eddy Bellegueule, todo el mundo parecía estar buscando al Edouard Louis británico: un nuevo escritor de la clase trabajadora que pudiera dar voz al sentimiento de injusticia de clase que sienten tantos en la Gran Bretaña contemporánea. Sin embargo, para escribir sobre la clase obrera hoy en día es casi imposible pertenecer a ella. Encontrar el tiempo y la salida para poder, en primer lugar, escribir y, a continuación, navegar por el sistema editorial, requiere un nivel de capital cultural que sugiere que uno ya no pertenece a la clase de la que habla. Volvemos, pues, a la novela de evasión.

Cuando se escribe sobre la evasión, desde la distancia, hay dos modos que resultan fáciles. El primero es la idealización del pasado. Las gafas de color de rosa encajan fácilmente, y el mundo que una vez conocimos que se ve a través de ellas es uno lleno del tipo de mundo social inmutable y estático donde todo el mundo sabe el nombre de todo el mundo, donde se puede jugar en la calle y dejar la puerta de casa sin cerrar. El segundo modo, íntimamente relacionado, es la denuncia de la condición de la clase trabajadora actual. Es el “safari de la pobreza”, la letanía de la degradación y la miseria que es el material de tantas memorias y trabajos de reportaje. Aquí vemos cómo el escritor escapó de su destino seguro, huyendo de la delincuencia, las drogas y la pobreza de su juventud hacia las soleadas tierras altas de la clase media. O bien se trata de una polémica contra la condición que empuja a tantos a ese estado, o bien es el relato de la degeneración moral de la propia clase. Sea cual sea la opción elegida, el final es el mismo. Lo fundamental es que el autor ya no está allí, y la distancia que Williams encuentra tan dolorosa y contradictoria queda relegada a un segundo plano, si es que aparece en algún sitio.

Los viajes ocupan un lugar central en los escritos de Williams sobre las clases sociales. No sólo en los viajes en tren de Harry Price hacia y desde el “exilio”, sino también en el hermoso ensayo de Williams “La cultura es algo ordinario”, en un autobús entre Hereford y la casa de su infancia en las Montañas Negras. Williams había estado visitando la catedral de Hereford y su magnífica representación medieval del mundo, el mapamundi, con sus ríos que salen del paraíso, el Arca de Noé y Jerusalén en el centro alrededor del cual se construye el mundo. Describe subir al autobús y ver al conductor y a la conductora “absortos el uno en el otro”. Tal vez se trate de un encuentro romántico, del suave coqueteo y las burlas de la lujuria, pero también podría tratarse de las absortas conversaciones de dos que “han hecho este viaje tantas veces”. No sólo el conductor y la conductora han hecho este viaje muchas veces, dice Williams, “de una forma u otra todos lo hemos hecho”. Es el viaje desde el mundo de la alta cultura (sus catedrales y obras de arte antiguas) a través del campo, pasando por torres normandas, casas de labranza, gente que trabaja la tierra, sus acerías y sus fábricas de gas y casas con terrazas grises y pedregosas. Este es el viaje que cada uno de nosotros hace, repetidamente, todos los días de su vida. Es el viaje entre culturas y mundos vitales. Para Williams, como debería ser para todos nosotros, la cultura no se limita a las altas instituciones. Más bien, “la cultura es algo ordinario”. Cada sociedad, cada comunidad, tiene su propia cultura, su propio modo de vida y formas de significado y comunicación.

Hay una visión vigorizante y democrática en estos viajes a los que nos lleva Williams. En su profunda igualación de la vida y la cultura, puedo empezar a entender mis propios viajes, el viaje que no sólo me ha dado forma, sino con el que sigo luchando: el viaje entre clases.

Tal vez incluso podríamos seguir a Williams y ver el exilio como ese viaje desde casa, desde un mundo social o habitus particular, ya sea desde una región o desde una clase, a otra. ¿Podría yo ser un exiliado? Creo que afirmarlo sería forzar demasiado la situación. Lo cierto es que sentí que me arrancaban de casa, de la comodidad. La otra cara del exilio es que, incluso al regresar, uno nunca está en casa. ¿Cómo podría hablar con mis padres como lo hacía antes? A menudo, nos sentamos en silencio, con la televisión encendida de fondo, comentarios de fútbol o telenovelas a todo volumen. ¿Podré volver alguna vez a casa?

Edward Said define el exilio como una “grieta incurable forzada entre un ser humano y un lugar nativo, entre el yo y su verdadero hogar”. Esta grieta produce una “tristeza esencial” que “nunca puede superarse”. Cómo afrontar esa tristeza es una cuestión espinosa. Todos hemos perdido algo, todos, cada uno de nosotros, hacemos viajes cada día, ya sea por elección propia o no. Para algunos, ese viaje es forzado; el tiempo, el envejecimiento, es uno de esos viajes. Nada vuelve a ser como cuando uno era niño, el pan ya no es tan dulce, el sabor de la gaseosa se vuelve menos satisfactorio con el paso de los años. Para otros es una elección, queremos alejarnos, crear algo nuevo, convertirnos en algo diferente. Sin embargo, en su lugar es fácil encontrar una nostalgia optimista por los días dorados perdidos, todos los anuncios de Hovis y el deseo de Make Britain Great Again, cada uno de los cuales intenta llenar un hueco dejado por la tristeza del exilio. Ciertamente siento la atracción por esto. Al escribir, intento, quizás con desesperación, alejarme o hacer balance de este deseo, de esta nostalgia. Tal vez sea imposible, tal vez este agujero esté siempre ahí, ardiendo en mi interior. ¿Cómo puede uno crear un hogar?

Para otros, sin embargo, esta tristeza puede convertirse fácilmente en política. El luto se convierte en melancolía, y así cuaja en resentimiento. No es sólo un hogar del que todos, inevitablemente, nos alejamos. A veces esa división se convierte en un abismo insalvable. La división se convierte en un desgarro, en un inmenso abismo que divide familias, que divide naciones.

Si algo hemos aprendido en Gran Bretaña durante la última década es que la visión que tantas veces se nos ha vendido de un país como una comunidad armoniosa, una gran familia feliz con sus políticos como figuras paternas y el pueblo como sus hijos necesitados, ha sido una mentira. Como todas las familias, Gran Bretaña está fracturada y dividida, llena de agravios mezquinos y preocupaciones legítimas, tíos odiados y padres pasivos. Y esto siempre ha sido así. Durante la década de 1990 era fácil ignorar estas desavenencias. Sin embargo, la crisis financiera de 2008, y las muchas convulsiones que la siguieron, han dejado la grieta como una herida abierta. Mientras algunos miembros de la familia pasan sus días en relativa prosperidad y comodidad, otros han sido arrojados al desguace de la historia. Y es este último grupo el que tan a menudo ha sido ignorado, olvidado. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo se ha convertido Gran Bretaña en un país tan ajeno, dividido en dos bandos opuestos que apenas se hablan?

Mientras me siento en el andén, recuerdo que la estación fue en su día una estructura bastante grandiosa. Se pueden ver fragmentos de la arquitectura victoriana, ruinas de la antigua grandeza que asoman ocasionalmente en algunos de los muchos andenes abandonados y sin uso. La mayor parte de la estación que se utiliza hoy lleva el sello del típico programa de reconstrucción de posguerra, el revestimiento y la construcción barata que resultarán familiares a los viajeros de todo el país. Para mí, sin embargo, no es más que una estación de paso, literalmente, y su opulencia decadente un símbolo del estado de la nación fuera de Londres.



[1] Las expresiones “Little England”, “Little Englander” y “Little Englandism” suelen utilizarse para describir las posiciones chovinistas y nacionalistas en el Reino Unido, favorables al Brexit, creyentes en la superioridad de la nación inglesa y reacias a todo tipo de apertura y contacto con el exterior, condensado a menudo en posiciones antiglobalistas.

 

John Merrick es un escritor y editor de Verso Books ubicado en Londres. Twitter: @johnpmerrick
Fuente:
Softpunk, 06/12/2021 https://www.softpunkmag.com/essay/the-language-of-your-fathers
Traducción:
Sergio Vega Jiménez

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