Julio César Guanche
27/07/2014Para ver la primera parte de esta serie de nuestro amigo Julio César Guanche sobre la Constitución cubana de 1940 pulse AQUí.
II
La Constitución cubana de 1940, aprobada en un momento de gran consenso nacional, recogió en clave reformista parte importante de las demandas de la revolución popular cubana de 1930-1933.
La calificación de "reformista" no tiene, a priori, ribetes críticos. Refiere a que fue comprehensiva de demandas de diversos actores, y a que, por ello, experimentó consensos en torno a problemas fundamentales, como la intervención del Estado en la economía, recogió tensiones correlativas al intento de conciliación de propuestas diferentes y contuvo las demandas más radicales.
El "reformismo" del texto cubano enfrentó las tres cuestiones claves que constituían el núcleo de los socialismos latinoamericanos de su momento: las cuestiones agraria, obrera y nacional. En varios países, como México, Perú y Ecuador, la cuestión étnica resultaba también fundamental, pero en Cuba la "raza" ocupaba su lugar.
Ramiro Guerra imaginó el programa reformista de una «nueva Cuba» pos1930: luchar contra el latifundio, como régimen de explotación de la tierra, destructor de la economía, de la organización social y de la soberanía política y de la independencia nacional, sin que ello conllevara una acción contra la industria azucarera ni contra el capital nacional o extranjero.
En esa senda, la Constitución de 1940 proscribió el latifundio, estableció el reparto de tierras, y la construcción de casas, en forma de cooperativas que serían llamadas "José Martí" y se organizarían a nivel municipal, con el fin de adquirir tierras laborables y construir casas para campesinos, obreros y empleados pobres.
La influencia que ejerció en Cuba la experiencia mexicana, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, se observa en los debates constituyentes de 1940. El artículo 27 de la Constitución de Querétaro había establecido que la propiedad del suelo y del subsuelo pertenecía a la nación mexicana. Con ese marco, hizo posible la reforma agraria cardenista, que repartió tierra en forma de ejidos, y la nacionalización de la industria del petróleo y su manejo como una "concesión" del Estado a empresas particulares.
Por esa ruta, la constitución cubana reconoció la existencia y legitimidad de la propiedad privada en su "más amplio concepto de función social", estableció que el subsuelo pertenecía al Estado y prohibió las confiscaciones.
Si bien este cauce habilitaba la reforma agraria en Cuba, necesidad perentoria para la democratización de la estructura social de la fecha, esta no sería realizada hasta el triunfo revolucionario de 1959, aunque hubo esfuerzos por implementarla en el intervalo, como la propuesta presentada por Manuel Dorta Duque al Congreso en 1947. La ausencia de reforma agraria, de modo similar a como sucedió con la Segunda República española, sería una de las causas del agotamiento del modelo reformista que pretendió instituir la Constitución de 1940.
Respecto a la cuestión obrera, el texto cubano declaró al trabajo como un "derecho inalienable". En tanto, remitía como obligación del Estado el derecho de los trabajadores a tener una "una existencia digna". El texto reconocía asimismo el derecho de sindicación a los patronos, empleados privados y obreros para "fines exclusivos de su actividad económico social", lo que quería decir fines no político-partidarios.
Con este último sentido, la ley de leyes aprobó la legislación laboral más amplia y garantista que Cuba había conocido hasta entonces, que incluía pago igual por igual trabajo, derechos de la mujer trabajadora a la maternidad, seguros sociales, prohibición de descuentos salariales no autorizados por ley, o de pagos en vales o fichas, pago semanal a los jornaleros, derecho de jubilación por antigüedad y el de pensión por causa de muerte, arbitraje estatal de conflictos entre obreros y patronos, jornada máxima de trabajo de ocho horas, entre otros derechos.
Muchos han afirmado que estos preceptos fueron incumplidos en conjunto y alegremente. Sin embargo, semejante opinión es propia de quienes gustan de la historia como caricatura. Las clases capitalistas cubanas de la fecha tenían una opinión diferente: entendían que las intervenciones estatales favorecían normalmente más a los trabajadores; promovieron, sin éxito, la promulgación de un código laboral que regulara las relaciones obrero-patronales y redujera la intromisión del gobierno; y buscaron continuamente incumplir la legislación social, que calificaban de «un tanto quijotesca».
Según la lógica de estos sectores, el Estado cubano era «uno de los mayores riesgos económicos del empresario [...], que atropellaba los más elementales principios de Economía». En ello, clamaron al cielo en contra de los aumentos de salarios decretados por el gobierno en la rama azucarera, y denunciaron a este, en los tribunales, por "apropiarse" del diferencial azucarero.
El recurso ideológico que legitimó este conjunto fue el manejo de la cuestión nacional. En ese contexto, surgió la metáfora del "ajíaco", por la cual Fernando Ortiz explicó cómo el mestizaje había dado lugar a una sola etnia nacional. Esta imagen, elaborada por Ortiz entre 1939 y 1940, y teorizado luego como "transculturación", funcionó como cobertura al discurso de la "unidad nacional" que, bajo la retórica reformista, perseguía la inclusión social, la formación de mercados internos, la industrialización y la nacionalización burguesa de los recursos del país.
A través del manejo de las "cuestiones" agraria, obrera, nacional y racial, el reformismo prometía convertir al Estado en un patrimonio "de los cubanos". Esta no era una afirmación excepcional en contextos posrevolucionarios. Adolfo Gilly, en un libro dedicado al cardenismo, recoge esta opinión de un campesino sobre aquella experiencia: "¿Pero acaso no nos pertenece a nosotros Nuestro México?".) En resumen, el "reformismo" prometía una "Cuba para los cubanos".
Las comillas en torno a "reformismo" recuerdan un hecho: no es posible olvidar los usos beligerantes que diversos sujetos populares dieron a tal consigna ni la participación de estos en la creación del orden considerado "reformista".
Es posible ubicar la Constitución cubana de 1940 dentro de lo que se conoce hoy como "modelo democrático constitucional". Ello, porque su texto regulaba, sin prioridades excluyentes entre ellos, los derechos civiles, políticos y sociales.
La concurrencia de diferentes "generaciones" de derechos era constitutiva de lo que se entendía en la fecha como una democracia crítica de su versión liberal. Esta visión fue provista por la vasta ola democratizadora que siguió al triunfo del antifascismo. Consagraba la "cuestión social" y defendía el control social de lo político, recurriendo, por ejemplo, en un número amplio de países europeos, al parlamentarismo como recurso de defensa y promoción de la soberanía.
No obstante, el carácter social de la Constitución de 1940 ha sido su rasgo más celebrado.
El constitucionalismo social elaborado primero en México (1917), Rusia (1918) y Alemania (1919) y codificado en mayor número de países hacia la posguerra buscó su legitimación más en la democracia que en la reglamentación formal del ejercicio político.
La alternativa crítica al liberalismo oligárquico y elitario dio prioridad tanto a la libertad como a la justicia. Reformuló el marco mismo de comprensión de los derechos, que no se remitirían solo a individuos, sino también a grupos y clases. En ello, postuló el control social de la libertad y reorientó los derechos en defensa de los más desprotegidos: mujeres trabajadoras embarazadas, niños, arrendatarios, aparceros.
Para la época, la democracia como mecanismo de selección de elites era solo una de las concepciones en disputa. Después, como sucedió en el periodo de las transiciones a la democracia formal en la América latina de los 1980, esta noción procedimental derrotó a otras concepciones de la democracia.
Entre estas últimas se encontraba la idea de democracia como ejercicio interdependiente de derechos sociales y políticos, encuadrado en una vida cívica activa, que recogía la Constitución de 1940. Con esta visión, pretendía hacer parte a las masas del estado antes perteneciente como patrimonio exclusivo a las elites.
Ahora bien, esa carta magna ha sido sometida a numerosas críticas.
Los mismos constituyentistas reconocían que el texto podría quedar "en su mejor parte, en el limbo de las buenas intenciones si las leyes complementarias no fuesen prontamente votadas por el Congreso". Para muchos, se agotó en su carácter programático, declaratorio de principios, pues no habilitó los cauces jurídicos necesarios para su cumplimiento. Una década después de promulgada solo se habían dictado, según Ramón Infiesta, diez de las setenta leyes especiales pendientes.
También ha sido cuestionado su "casuismo", pretensión de "exhaustividad" y "reglamentarismo", que la hacía "inoperante". Ciertamente, el texto de 1940 es extenso: contiene al menos cien artículos más que las constituciones, también de alto contenido social, de España (1931), Italia (1947) o Argentina (1949).
Uno de los blancos predilectos de la crítica al "reglamentarismo" ha sido la consagración en el texto de 1940 del salario del maestro, que debía ser equivalente, como mínimo, a una millonésima parte del presupuesto nacional. Sin embargo, es posible apreciar aquí algo más profundo que la mera vocación reglamentista.
Esa disposición, como otras similares, buscaba conectar las disposiciones formales de atribución de derechos, ubicadas en la parte dogmática de la constitución, con las obligaciones materiales de satisfacerlos, construyendo, también en el texto constitucional, la interrelación entre derechos. Impugnaba la escisión, de raíz liberal, entre la política y la economía que dejaba intacta la desigualdad social, al tiempo que afirmaba la libertad política del ciudadano. Antes que reglamentista, es más útil considerarla entonces como "garantista".
Además, la Constitución de 1940 fue víctima de las contradicciones que dejó en pie en el modelo que pretendió impulsar. La imposibilidad de ese marco para encarar problemas centrales de la sociedad cubana como la corrupción, el latifundio, la polarización ciudad-campo y la subindustrialización, contribuyó a la ineficacia del texto constitucional.
Entre 1941 y 1947, la inflación ascendió a 60% contra 25% de aumento en los salarios reales de los trabajadores. El censo de 1953 mostró una cifra de personas analfabetas en las zonas rurales mayor a la reportada por el censo de diez años atrás. En 1950 había un maestro urbano por cada 18 niños de edad escolar, pero un solo maestro por cada 159 niños en zonas rurales.
En el lapso de su vigencia (1940-1952) previa al triunfo revolucionario de 1959, la economía no se diversificó desde el punto de vista industrial. Los intentos de la burguesía no azucarera para conseguir este propósito fueron derrotados. Si bien el texto constitucional proscribió el latifundio, en la práctica no fue modificado. La producción del campo siguió comprometida en lo fundamental por el monocultivo. Los avances de las reformas sociales no pudieron expandirse, pues funcionaban también dentro de redes de clientelismo y corrupción.
Estos procesos no contaban con posibilidades eficaces de control democrático social ni parlamentario. La recuperación de la lógica del "Estado botín" se oponía así a la promesa de convertir al Estado en un patrimonio de la sociedad.
Es posible apreciar la dimensión del legado de 1940 desde otra perspectiva. Esto es, si el análisis de su eficacia se mira como un proceso de más "larga duración" que visibilice mejor la dimensión sociopolítica de aquello a lo que se enfrentó el "Estado plantación" y de aquello por lo que fue derrotado: la dictadura de Fulgencio Batista.
El estado oligárquico y la dictadura batistiana que fue también "dictadura" en su política económica, como muestra la firma del Convenio de Londres, que imponía restricciones a la producción azucarera mientras el régimen reprimía las resistencias sociales ante las consecuencias de esta medida eran enemigos del tipo de democracia que representaba la Constitución de 1940. No por casualidad, fue esta la gran bandera de lucha de las generaciones revolucionarias de los 1950 que buscaban tanto libertad como justicia.
Julio César Guanche es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso