Edwy Plenel
24/02/2019
El odio absoluto del otro, el antisemitismo no es una variante del racismo, sino su núcleo duro. Toda indulgencia, relativismo o negligencia frente a sus manifestaciones abre la vía a la jerarquía de las humanidades. Toda instrumentalización política de esta causa suprema, la debilita, corriendo el riesgo de llegar a desacreditarla.
El racismo es el odio de la igualdad entre seres humanos. Así, cualquier perjuicio cometido contra cualquier persona, en nombre de su identidad, origen, creencia o apariencia, es un daño cometido contra toda la humanidad. La mecánica infernal de esta violencia funciona como las matrioskas rusas, anidando, unas dentro de otras, todas las discriminaciones, en una negación infinita de la igualdad natural. Su propósito es potencialmente criminal, dado que exige la desaparición del Otro, del diferente o del extranjero, deseando que únicamente reine lo Mismo, lo idéntico o lo semejante.
En este engranaje, el antisemitismo no es una rueda dentada entre otras muchas, sino su resorte esencial. Durante dos milenios, el odio hacia los judíos acompaña los momentos de perdición de la humanidad, cuando cede a la búsqueda de la pureza y se pierde en la sed de dominación. En la Edad Media, las cruzadas cristianas comenzaron con la masacre de comunidades judías en el camino hacia Jerusalén. En el Renacimiento, la proyección de Europa sobre el mundo, junto con los grandes descubrimientos, concertó la conquista de América y la expulsión de los judíos de España. En la Edad de Oro, el Código Negro francés, que legitimaba y legalizaba la esclavitud, exigía, desde su primer artículo, la exclusión de los judíos de las colonias.

En la Belle Époque, el auge del nacionalismo bélico estuvo acompañado del nacimiento del antisemitismo moderno, que convierte al judío en la figura irreductible del extranjero, un extranjero especialmente peligroso dado que es cercano e indistinto, un extraño al que habría que perseguir con insistencia ya que estaría oculto, escondido y enmascarado, incluso infiltrado. El odio hacia el judío es, por lo tanto, inseparable de las ideologías identitarias. Portavoz de los antisemitas durante el affaire Dreyfus, el panfleto La Libre Parole de Edouard Drumont presentaba el siguiente eslogan: « ¡Francia para los franceses! ». Novelista del nacionalismo integral, el adalid de la Tierra y los Muertos, Maurice Barrès conjugaba entonces el antisemitismo sin complejos -« Si Dreyfus es capaz de traicionar, concluyo que se debe a su raza »- y el rechazo del extranjero- « En Francia, el francés debe caminar en la primera fila, el extraño en la segunda ».
Este largo período, resumido aquí en su contexto cultural europeo bajo la sombra del antiguo antijudaísmo cristiano, nos recuerda que el genocidio de los judíos europeos cometido por el nazismo fue precedido de esta terrible costumbre del odio antisemita. Si la noción jurídica del crimen contra la humanidad nace de esta catástrofe, es bien porque el antisemita, por las palabras y por los actos, está habitado por el odio de su propia condición humana. Deseando u organizando la desaparición del judío simplemente porque nace, destruye su propia humanidad. El antisemitismo siempre induce a la barbarie.
« Destructor por función, sádico de corazón puro, el antisemita es, en lo más profundo de su corazón, un criminal -escribe Jean-Paul Sartre en Reflexiones sobre la cuestión judía-. Lo que desea, lo que prepara, es la muerte del Judío. Cierto, no todos los enemigos del judío reclaman abiertamente su muerte, pero las medidas que proponen y que apuntan a su destierro y humillación, son sucedáneos de este asesinato que meditan en sí mismos: son asesinatos simbólicos.» El antisemita, agregó el filósofo, « es un hombre que tiene miedo », habitado por « el miedo a la condición humana »: « El antisemita es el hombre que quiere ser peñasco implacable, torrente furioso, rayo devastador; todo menos un hombre ».
El pasado sábado durante una manifestación de los chalecos amarillos en París, Alain Finkielkraut se vio enfrentado a este desquiciado deseo de aniquilar al Otro. Quienes le agredieron -tachándole de « ¡sucio judío! » y « ¡sucio sionistas! »- querían explícitamente que desapareciera, si no de la Tierra, al menos de Francia: una Francia que les pertenece únicamente a ellos, es decir, libre de toda alteridad por la exclusión de los judíos. No es tolerable ningún argumento que, en una especie de « sí, pero ... », relativizaría, minimizaría o transformaría en eufemismo el odio desatado no contra un intelectual, ensayista y filósofo, miembro de la Academia Francesa, sino contra, pura y simplemente, un judío.
Es decir, de un hombre, o dicho de otro modo de uno de nuestros hermanos humanos. En Vosotros, hermanos humanos, el escritor Albert Cohen recuerda una herida de la infancia, este insulto antisemita que tuvo que sufrir en Marsella. Es entonces cuando escribe: « Y me fui, eterna minoría, la espalda de repente inclinada y el hábito de sonreír discretamente, me fui, para siempre desterrado de la familia humana, sanguijuela del pobre mundo y malo como la sarna, me fui bajo las risas de la mayoría satisfecha, personas valientes que amaban odiar juntas, comulgando contra un enemigo común, el extraño, me fui, manteniendo mi sonrisa, horrible sonrisa temblorosa, sonrisa de la vergüenza.»
La solemnidad es aquí necesaria, pues se trata de lo que permite a un pueblo permanecer unido. El acontecimiento exige esta ejemplaridad donde los desacuerdos políticos se desvanecen momentáneamente ante la ofensa común. « Es insoportable que tales actos puedan tener lugar. El silencio que los rodea nos recuerda las horas sombrías por las que ha pasado nuestro país, y eso nunca debe ser olvidado. Debemos ser la pequeña luz que vele por que esto nunca sea banalizado. Cada hombre, cada mujer, cada niño debe poder vivir libremente y con toda seguridad en nuestro hermoso país.»
Estas líneas pertenecen a la « tercera petición de los chalecos amarillos de Commercy contra el racismo, el antisemitismo y todas las formas de persecución », lanzada el 17 de febrero. « Desde hace varias semanas –apunta el manifiesto-, actos inaceptables son perpetrados por ciertos individuos y difundidos por ciertos medios de comunicación, desacreditando, ¡incluso demonizando nuestro movimiento! [...] Condenamos enérgicamente cualquier acto o expresión de racismo o antisemitismo, así como cualquier otra forma de persecución.»
Estas palabras no son fruto de las circunstancias. Cuando se celebró en Commercy, el 27 de enero, la primera asamblea de las asambleas de los chalecos amarillos, donde setenta y cinco delegaciones debatieron durante medio día (lea aquí y aquí, en francés), el texto que resultó rezaba: « Después de habernos insultado y habernos tratado como menos que nada, ahora [Emmanuel Macron] nos presenta como una odiosa multitud fascista y xenófoba. Pero nosotros somos todo lo contrario: ni racistas, ni sexistas, ni homófobos, estamos orgullosos de estar juntos con nuestras diferencias para construir una sociedad solidaria ». De hecho, en la lista de reivindicaciones adoptada aquel día, figura el requisito de « la igualdad y la consideración de todos y todas, independientemente de su nacionalidad ». Sí, sea cual sea su nacionalidad.
Así, la manipulación política ejecutada por el poder del acto antisemita contra Alain Finkielkraut, destinada a desacreditar a todo el movimiento de los chalecos amarillos, es indigna. Lejos de una solidaridad vital con los judíos de Francia, utiliza su suerte con miserables fines partidistas, en la continuidad de la morgue de clase que afluye desde el inicio de esta revuelta contra un pueblo reducido al rango de plebeyo, peligroso y atroz.
Decretar el antisemitismo general de los chalecos amarillos no solo es falso, como lo demuestran abundantemente las manifestaciones (por ejemplo, este martes en Lille), las peticiones (aquí la de los chalecos amarillos de Haut-de-France) o las tomas de posición (la de Jérôme Rodrigues que recientemente perdió un ojo como consecuencia de la violencia policial). También es irresponsable, ya que equivale a transformar la lucha contra el antisemitismo en una prerrogativa de los poderosos, que naturalmente serían inmunes a todo prejuicio, frente a los dominados que ensombrecerían fácilmente en el odio. Hacer de esta causa esencial la coartada del poder para avergonzar al pueblo, es debilitarla, correr el riesgo de desacreditarla.

El combate contra el antisemitismo exige una respuesta a la altura de su desafío mortal: una pedagogía popular de las causas comunes de la igualdad, del rechazo de toda discriminación por motivos de origen, condición, nacionalidad, identidad, apariencia, credo, sexo o género. Desde este punto de vista, el hecho de que al anuncio, en la Asamblea Nacional, del ministro del Interior sobre el aumento de los actos antisemitas, le siguiera la aceptación gubernamental de una enmienda de la derecha imponiendo la presencia de la bandera tricolor en todas las aulas, es un mal augurio.
No venceremos el odio antisemita a través de la crispación identitaria en torno al repliegue nacionalista, incluso si es acompañado de símbolos europeos, cuando la misma Europa está ahora gangrenada por partidos xenófobos y autoritarios. La Francia oficial que condenó a Alfred Dreyfus a prisión agitaba la bandera tricolor, al igual que el régimen antisemita de Vichy o la Francia colonial, cuyos crímenes fueron cometidos bajo la sombra de este estandarte. Habríamos entendido mejor que las aulas de las escuelas francesas fueran dotadas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos si, al menos, la verdadera intención fuera elevar a nuestro pueblo elevando su lenguaje.
Nada parecido, en su lugar aparecen mezquinas combinaciones políticas que, lejos de hacer retroceder las sombras que ganan terreno, tienden su mano a la ultra y extrema derecha, consintiendo su agenda identitaria, desigual y autoritaria. Los detalles, donde anida el diablo, son siempre locuaces. Así es como, en los últimos días, hemos escuchado mencionar esta exhortación que aquí mismo, en Mediapart, popularizamos frente el surgimiento de un nuevo antisemitismo liderado por Dieudonné y su acólito Alain Soral: « Cuando escuchen hablar mal de los judíos, escuchen con atención, están hablando de ustedes ». Frantz Fanon es el autor de esta frase que, en Piel negra, máscaras blancas, evocaba la advertencia de su profesor de filosofía, él mismo originario de las Antillas.
Frantz Fanon añadió este comentario: « Y yo pensaba que él tenía razón, universalmente, entendiendo así que yo era responsable, en mi cuerpo y en mi alma, del destino reservado a mi hermano. Desde entonces, entendí que simplemente quería decir: un antisemita es necesariamente un negrófobo ». Este primer libro del futuro autor de Los condenados de la tierra termina con las siguientes palabras, propias de un humanista radical: « ¿Superioridad? ¿Inferioridad? ¿Por qué simplemente no tratamos de tocarnos, de sentir al otro, de revelarnos al otro? ¿Pues, mi libertad no ha sido dada para edificar tu mundo? Al final de esta obra, nos gustaría que sintieran como nosotros la dimensión abierta de toda conciencia. Mi última oración: Oh mi cuerpo, haz de mi siempre un hombre que se interroga.»
Sin embargo, una de los últimas decisiones de Alain Juppé como alcalde de Burdeos, antes de su nombramiento en el seno del Consejo Constitucional por el poder establecido, fue rechazar que una calle de su ciudad llevase el nombre de Frantz Fanon, el soldado de la Francia libre, que se unió a la causa de la independencia argelina y, más ampliamente, a la defensa del Tercer Mundo. Habremos entendido, por lo que constituye más que una anécdota, que un verdadero compromiso contra el antisemitismo exige una elevación de las conciencias que, hoy en día, brilla por su ausencia.
Versión y edición española: Irene Casado Sánchez.