Pablo Yanes
12/06/2020Para que efectivamente las cosas no sean iguales después de la pandemia requerimos preguntarnos qué nos ha enseñado y qué hemos aprendido. Empezando por ser concientes de que corremos el riesgo de que la afirmación de que el mundo no será igual después de ella quede reducido a un lugar común desprovisto de sustancia y de sentido de futuro.
Pensadores como Ignacio Ramonet y Martín Hopenhayn han señalado, respectivamente, que la pandemia constituye un hecho social total y, que ha provocado tanto un paro gigantesco de actividades como una aceleración de la historia. ¿Será que estamos en presencia de una combinación inédita de nuevo virus y viejo topo?
Bajo esta óptica conviene apuntar algunas de las lecciones preliminares que podemos advertir y señalar posibles alternativas para construir un futuro mejor y diferente, ya que no se trata de enfilarse hacia la reanudación de actividades como si nada hubiera pasado, como si saliéramos de un paréntesis, sino embarcarnos en un proceso de reconstrucción económica, social y ambiental con una perspectiva distinta del desarrollo.
Si algo ha desnudado en tiempo real y de manera exponencial la pandemia es la fragilidad de la gobernanza económica global y la precariedad de las condiciones de vida de millones de personas.
En cuestión de semanas han saltado por los aires supuestos de la gestión del ciclo económico que se creían inamoviles y escritos en piedra respecto, por ejemplo, a los coeficientes aceptables de déficit público o de endeudamiento frente a la urgencia de intentar impedir que la falta de liquidez se convierta en una crisis de insolvencia y que la recesión evolucione hacia una depresión en toda la extensión del concepto. Nada garantiza, sin embargo, que estas políticas de emergencia sean exitosas y no terminen a la larga, una vez más, privatizando los beneficios y socializando las pérdidas.
En la medida en que el multilateralismo se ha ido debilitando, encontramos que frente a una crisis global, porque eso es la pandemia COVID-19 en todo el sentido de la palabra, han predominado las salidas nacionales, el sálvense quien pueda y el que cada quién vea por sus intereses. En un mundo que se presume interconectado proliferaron los cierres unilaterales de fronteras.
No obstante algunas iniciativas importantes, como la resolución en Naciones Unidas impulsada por México, para reconocer el carácter de bien público de medicamentos y equipo médico y la garantía de su acceso sin discriminación y exclusión, han sido evidentes los déficits en términos de coordinación y cooperación internacional tanto en políticas y medidas de reactivación económica como de gestión de la crisis sanitaria global.
En la dimensión social la COVID-19 ha exbibido no solo las profundas desigualdades que se han venido acumulando en las últimas décadas, sino también el hecho de que la precariedad en todos los órdenes se ha extendido hacia muy grandes grupos sociales y a prácticamente todos los ámbitos de la vida. Conviene insistir en este punto.
El crecimiento de la desigualdad observado en las últimas décadas, con procesos de hiperconcentración de ingresos y riqueza en un muy pequeño grupo de personas, no es solo un fenómeno cuantitativo que se expresa en el incremento de, por ejemplo, el coeficiente de Gini. Hay también nuevos elementos cualitativos que implican que la desigualdad de hoy no solo es mayor que la experimentada hace algunas décadas (aunque también fuera alta, lo cual no hay que olvidar), sino también tiene rasgos cualitativos que la hacen diferente y potencialmente más explosiva.
Durante el anterior régimen de acumulación (fordista, keynesiano, bienestarista) existían la concentración de la riqueza y la desigualdad social, pero convivían con Estados sociales o de Bienestar que a pesar de sus limitaciones, fallas y estratificaciones, proveían de una cierta red de seguridades y certezas particularmente a quienes se encontraban insertos en la economía formal, se experimentaba una mayor movilidad social, se expandían los estratos medios y, no exenta de dificultades, mejoraba la distribución funcional del ingreso (esto es, entre el trabajo y el capital) y, muy relevante, la fiscalidad tenía una orientación más progresiva.
Esa red de seguridades y certezas que mal que bien proveían los Estados sociales o de Bienestar se habían venido debilitando o desmontando en las últimas décadas con diferentes grados y niveles entre países. Así observamos como tendencia general que la orientación universalista de la política social ha perdido terreno frente a los esquemas de focalización o residualistas, la expansión de la provisión pública fue cediendo terreno a la mercantilización de los servicios sociales (de manera destacada, la salud y la educación), se volvió difuso el vínculo positivo entre grado de escolaridad e inserción laboral, la estabilidad en el empleo se fue convirtiendo en una situación excepcional y localizada y, en general, se masificó la sensación de incertidumbre e inseguridad.
Por ello hoy la reflexión sobre las implicaciones de la precariedad es inescapable para comprender la magnitud y la naturaleza de las desigualdades que estamos enfrentando. Una red de seguridades y certezas ha sido lenta, pero sistemáticamente desplazada por empleo inestable y de mala calidad, salarios bajos, pensiones insuficientes, difícil inserción laboral de las poblaciones juveniles, estratificación y mercantilización en el acceso a la salud y la educación, endeudamiento de los hogares como alternativa frente a la caída de los ingresos y dificultades cada vez mayores para acceder a una vivienda adecuada.
En este marco de precarización nos alcanzó la pandemia. Nuestra fragilidad y debilidades han sido exhibidas de manera cruda. En tres ámbitos ha sido particularmente relevador el impacto de COVID-19: en el acceso a la salud, en la seguridad de los ingresos y en el sistema de cuidados.
Respecto a la salud América Latina entró a la pandemia, salvo algunas excepciones, con sistemas débiles e insuficientes. Pero no solo, sino también profundamente fragmentados, jerarquizados y mercantilizados. La estructura de los sistema de salud de la región expresa desigualdades al mismo tiempo que las profundiza. Así, tenemos que el acceso a la salud depende o del ingreso y el patrimonio o de la naturaleza de la inserción laboral o la carencia de ella.
La ausencia en muchos países de sistemas nacionales universales e integrados de salud se reveló como un obstáculo muy relevante a una respuesta adecuada frente al desafío sanitario. De hecho, en varios países, como México, tuvieron que ponerse en práctica medidas de integración de facto de los servicios para permitir que personas sin derechohabiencia en la seguridad social pudieran ser atendidos por servicios a los que en principio no tenían derecho.
No únicamente se revelaron las fragilidades en el acceso a la atención hospitalaria, sino la dureza de los determinantes sociales de la salud y sus efectos sobre la evolución de la pandemia, las tasas de letalidad entre personas y territorios pobres, así como el impacto entre poblaciones entre 40 y 55 años de edad. Malas condiciones de salud acumuladas vinculadas a ambientes obesogénicos, a la doble carga de la malnutrición que se traduce en una alta prevalencia de diabetes e hipertensión han cobrado una factura muy alta durante la pandemia y se han revelado como problemas de salud pública de primer orden.
Aunque por razones comprensibles la atención ha estado centrada en la carga hospitalaria, volver la mirada a la importancia estratégica de la prevención, la atención primaria a la salud y los determinantes sociales de la misma parece indispensable para la formulación de las nuevas políticas de salud después de la pandemia.
Es del todo previsible que en materia de salud se pueda abrir un nuevo curso de políticas que partan de su condición de derecho humano y de bien público global. Es urgente trazar rutas hacia su desmercantilización y hacia la recuperación del enfoque DESC en donde la salud no es un paquete básico ni un piso mínimo, sino como lo dice el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales –PIDESC– en su artículo 12: (el derecho de toda persona) al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental.
Avanzar hacia sistemas públicos, nacionales e integrados de salud parece ser otro de los imperativos que impone la pandemia, habida cuenta del alto costo en oportunidad, eficiencia y desigualdad que representa continuar con sistemas altamente fragmentados y jeráquicos como los que actualmente existen en varios países de la región.
Pero no solo habrá que pensar en políticas y soluciones nacionales, sino en la urgencia de construir pactos globales en materia de salud que pongan en el centro la protección de la vida y el bienestar de las personas y no los cálculos de rentabilidad. Todo ello para redefinir prioridades en materia de investigación y desarrollo de medicamentos y vacunas, para buscar cerrar las brechas de esperanza de vida entre grupos sociales, territorios y países y para garantizar el acceso universal a los avances científicos, los medicamentos y los equipos médicos. Para, en consonancia con el Objetivo 3 de la Agenda 2030: Garantizar una vida sana y promover el bienestar de todos a todas las edades
La pandemia evidenció la enorme fragilidad de amplios grupos de la población en materia de protección y garantía de ingresos. De manera abrupta creció el desempleo, incluido el sector formal, y millones de personas insertas en condiciones de trabajo informal se vieron privadas de un día para otro de los ingresos para satisfacer (así sea parcial e insuficientemente) las necesidades más básicas. En cuestión de semanas nuestras sociedades quedaron evidenciadas como sociedades de la desprotección y la precariedad.
No es por ello casual que ante una evidencia de ese tamaño los gobiernos de la región se dieron a la tarea de poner en marcha muchas y muy diversas formas de transferencias monetarias a los hogares, haciendo a un lado, por lo pronto, los requisitos de condicionalidad tan característica de los programas de transferencias monetarias prevalecientes en la región, sobre la base de considerar que se trataba solo de transferencias transitorias o de emergencia y que en algún momento éstas podrían suspenderse o levantarse.
Para darse una idea del impacto que la pandemia ha tenido en el monto de las transferencias monetarias a las personas o a los hogares (ha habido de ambos tipos), la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (CEPAL) ha estimado que antes de la pandemia el monto global de las transferencias monetarias ascendía en la región a un 0.35% del PIB, las medidas de emergencia puestas en práctica en las últimas semanas representan el 0.70% del mismo1.
Ello ha traído de nueva cuenta con gran fuerza el debate sobre la necesidad del ingreso ciudadano universal, tal y como ha sucedido en los últimos años al calor de la recesión del 2008-2009, de los intensos debates sobre el futuro del mundo del empleo durante toda la década presente y ahora, de nueva cuenta, en el marco de la pandemia. Es significativo que ante hechos mundiales de muy distinta naturaleza, pero que revelan la fragilidad y precariedad de la existencia se apele a la posibilidad de instaurar una renta básica o ingreso básico universal como un nuevo pilar del Estado social que otorgue seguridad y certidumbre a las personas, sea un estabilizador automático del ciclo económico y tenga un carácter preventivo (y no solo remedial o emergencial) frente a situaciones críticas.
No pocos se han preguntado cómo hubiera sido la historia económica y social de la pandemia si ella hubiera sucedido con un Estado social y un régimen de bienestar fuerte y un ingreso ciudadano universal en operación. Muy probablemente estaríamos contando una historia diferente y hubiera podido evitarse mucho dolor y sufrimiento a millones de personas.
Desde la CEPAL se ha planteado la necesidad de atender la emergencia con visión de largo plazo. Por ello la CEPAL a la par de proponer, frente a la grave situación que se enfrenta en la región, la puesta en práctica de un ingreso básico de emergencia para un tercio de la población de la región, al mismo tiempo propone la instauración de un ingreso básico universal con los ritmos y montos que cada país esté en condiciones de afrontar, pero con el objetivo claro de construir un pilar adicional del estado de bienestar junto con, no en lugar de, la garantía del acceso universal al goce de los derechos sociales.
La CEPAL lo ha planteado en los siguientes términos:
“Desde una perspectiva de largo plazo, la CEPAL reitera que el alcance de esas transferencias debe ser permanente, ir más allá de las personas en situación de pobreza y llegar a amplios estratos de la población muy vulnerables a caer en ella, como los estratos de ingresos bajos no pobres y los medios bajos. Esto permitiría avanzar hacia un ingreso básico universal que se debe implementar gradualmente en un período definido de acuerdo con la situación de cada país”2.
Ello en el marco de construcción de regímenes y Estados de Bienestar fortalecidos, en donde, después de advertir que desde 2014, “antes de la pandemia, la región vivía un proceso de deterioro de la situación social en términos de pobreza y pobreza extrema, y un menor ritmo de reducción de la desigualdad” y ante el agravamiento de las brechas sociales:
• La CEPAL reitera que es el momento de implementar políticas universales, redistributivas y solidarias con enfoque de derechos, para no dejar a nadie atrás.
• Generar respuestas de emergencia desde la protección social para evitar un grave deterioro en las condiciones de vida es ineludible desde una perspectiva de derechos y bienestar.
• Las respuestas en materia de protección social deben articular las medidas de corto plazo, necesarias para atender las manifestaciones más agudas de la emergencia, con otras de mediano y largo plazo, orientadas a garantizar el ejercicio de los derechos de las personas mediante el fortalecimiento del Estado de bienestar y la provisión universal de protección social3.
El otro pilar adicional que requerirá construirse y que la pandemia ha revelado como uno de los mayores faltantes del régimen de bienestar prevaleciente en la región, es el sistema de cuidados que actualmente descansa de manera abrumadora e injusta sobre el trabajo no remunerado de las mujeres y en muchos casos de las niñas.
Las fragilidades que ha desnudado la pandemia de la COVID-19 son de carácter estructural y estructurales deberán ser las medidas para no volver a una realidad de desprotección y precariedad. Por ello hay que moverse simultáneamente en dos pistas: atender la coyuntura y transformar la estructura.
Es necesario asumir que estamos mucho más allá de una discusión sobre políticas públicas y que se requiere pensar en términos de régimen de bienestar, del nuevo régimen de bienestar, los derechos, pilares y formas de financiamiento que le deben dar forma para garantizar protección efectiva, ampliación de autonomía y posibilidades de emancipación. Sólo con un régimen de bienestar y protección social fortalecido y renovado es pensable que la realidad que surja de la pandemia no sea la reiteración o la profundización de la fragilidad y precariedad que tanto daño y sufrimiento han producido.
Notas
Las opiniones aquí expresadas pueden no ser coincidentes con las del Sistema de Naciones Unidas.
[1] CEPAL. El desafío social en tiempos del COVID, Santiago de Chile, Abril de 2020, p.10.
[2] Ibid, p. 15
[3] Ibid, p. 19