Robert Skidelsky
25/04/2024La gran contribución de George Orwell a la literatura distópica no fue su descripción del Estado de vigilancia moderno, sino su idea de que si todo el mundo utilizara únicamente el lenguaje aprobado por el Estado, la vigilancia sería superflua. La diferencia hoy es que la neolengua ha surgido de los propios mecanismos de la democracia liberal.
El lenguaje determina nuestro pensamiento y nuestra percepción del mundo y, en consecuencia, lo que ocurre en él. Por eso me preocupa menos el preocupante estado del mundo actual que las palabras que utilizamos para describirlo.
Por ejemplo, utilizamos la palabra "guerra" para describir un fenómeno que existe independientemente del término que le demos. Pero si constantemente describimos y percibimos el mundo como hostil, tiende a serlo. Del mismo modo, declarar que estamos al borde de la Tercera Guerra Mundial, como hacen muchos hoy en día, podría convertirse en una profecía autocumplida.
Empecé a contemplar el impacto de la evolución del lenguaje en el pensamiento en la década de 1970, tras leer el ensayo de George Orwell "La política y la lengua inglesa". En aquel momento, me sorprendió la creciente vaguedad de nuestro lenguaje político.
Orwell escribió en 1946 que los terribles acontecimientos de su época -las atrocidades masivas del nazismo, el comunismo soviético y los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki- hicieron necesario el uso del doble lenguaje como agente adormecedor. "El discurso político y la escritura", escribió, "son en gran medida la defensa de lo indefendible". Como ejemplo, Orwell citó los términos eufemísticos "traslado de poblaciones" y "rectificación de fronteras", utilizados para describir la reubicación forzosa de millones de personas.
Orwell consideraba estos absurdos eufemísticos como una enfermedad de la democracia. "Cuando uno observa a algún cansado chapucero en el estrado repitiendo mecánicamente las frases familiares", escribió, "a menudo tiene la curiosa sensación de que no está observando a un ser humano vivo, sino a una especie de maniquí".
En la década de 1970, muchos escritores compartían la preocupación de Orwell por el deterioro del lenguaje público. Aunque el mundo había mejorado indudablemente desde la década de 1940, la proliferación de eufemismos se había intensificado. Paul Johnson caracterizó esta tendencia como el "esfuerzo de los bienintencionados por evitar herir los sentimientos de los demás". ¿Por qué, me preguntaba, nos hemos vuelto tan sensibles?
La vaguedad del lenguaje público ha aumentado notablemente en las últimas décadas. Consideremos, por ejemplo, el objetivo de la Royal Society of Arts de fomentar un mundo "resiliente, reequilibrado y regenerativo", o el compromiso de Ian Hogarth, como responsable del Grupo de Trabajo sobre el Modelo de IA de la Fundación del Gobierno británico, de forjar una política "matizada" que "gestione los riesgos a la baja y proteja al mismo tiempo las ventajas de esta tecnología".
Este tipo de declaraciones plantean una pregunta: ¿Reciben los profesionales de la comunicación pública manuales llenos de adjetivos, acrónimos y frases hechas para construir oraciones "unidas como secciones de un gallinero prefabricado", como las describió Orwell, o se limitan a imitar lo que perciben como las mejores prácticas del sector?
En su novela distópica 1984, Orwell explora cómo la manipulación del lenguaje puede controlar el pensamiento, imposibilitando así los "delitos de pensamiento". Sin duda, las telepantallas del Gran Hermano, sucesoras del panóptico de Jeremy Bentham, representan una forma tecnológicamente avanzada de vigilancia que presagia las omnipresentes cámaras de circuito cerrado de televisión de hoy en día.
Pero la mayor contribución de Orwell a la literatura distópica no fue su descripción del estado de vigilancia moderno, sino más bien la "jerga noticiosa": Si todo el mundo utilizara únicamente las palabras aprobadas por el Gran Hermano, las leyes y la vigilancia serían superfluas.
Winston Smith, el protagonista de la novela, tiene la misión de reescribir la historia. Sus tareas incluyen modificar las noticias de ayer para adaptarlas a los últimos cambios políticos, eliminar inscripciones, estatuas, lápidas y señales de tráfico obsoletas y quemar libros viejos. Mientras tanto, su colega Syme es responsable de "destruir [cientos de] palabras" cada día o traducirlas al Newspeak, el único idioma "cuyo vocabulario se reduce cada año". Como explica Smith: "Al final, haremos que el delito de pensamiento sea literalmente imposible, porque no habrá palabras para expresarlo".
Orwell consideraba la purificación del pensamiento a través del lenguaje como un sello distintivo del totalitarismo. Pero como demuestra la "cancelación" o avergonzamiento de individuos por usar un lenguaje "inapropiado", ni siquiera las democracias son inmunes a tales prácticas. En su novela de 1978 1985, el escritor británico Anthony Burgess observaba: "Si yo, escritor, utilizo palabras que traicionan incluso la discriminación gramatical, corro el riesgo de ser castigado legalmente".
Aunque gran parte de la vigilancia lingüística actual representa un intento deliberado de ingeniería social, esto es sólo una parte de la historia. A lo que nos enfrentamos no es a una jerga generada por el Estado, sino a un vocabulario políticamente correcto que ha surgido de los propios mecanismos de la democracia liberal. En Democracia en América, Alexis de Tocqueville advertía contra el poder incontrolado de la mayoría en una sociedad libre de las restricciones tradicionales y dedicada a la igualdad. En las sociedades tradicionales, señalaba, "se acuñan pocas palabras nuevas, porque se hacen pocas cosas nuevas". Por el contrario, los países democráticos abrazan el cambio por sí mismo, una característica evidente no sólo en su política sino también en su lenguaje.
Además, Tocqueville observó que esas sociedades tienden a asignar títulos grandiosos a ocupaciones modestas, aplicar jerga técnica a objetos cotidianos, cambiar el significado de las palabras para que se vuelvan ambiguas y sustituir las expresiones idiomáticas por otras abstractas. Afirma: "Preferiría que el idioma se volviera espantoso con palabras importadas de los chinos, los tártaros o los hurones, a que el significado de las palabras de nuestro idioma se volviera indeterminado".
A diferencia de la sociedad estadounidense ampliamente homogénea que describió Tocqueville, los excesos lingüísticos actuales no están impulsados por la tiranía de la mayoría. Por el contrario, son iniciados por las minorías, o por grupos de presión que afirman hablar en su nombre, en busca de un "reconocimiento igualitario" de sus identidades inherentes o elegidas. Este cambio impone a los forasteros la obligación moral de utilizar un lenguaje que evite causar "angustia mental" a los miembros de estos grupos minoritarios.
Los gobiernos democráticos empiezan a regular el lenguaje para evitar que la angustia se convierta en desorden político. En consecuencia, se ha introducido en los libros de leyes la categoría de "delito de odio".
Pero el mayor problema de la retórica democrática actual es su tendencia a enmarcar las relaciones internacionales en términos morales, dividiendo el mundo en países "buenos" y "malos". Aunque esta dicotomía puede levantar la moral, obstaculiza los esfuerzos por alcanzar la paz mundial. Como observó el historiador británico A.J.P. Taylor, "Bismarck libró 'guerras necesarias' y mató a miles de personas; los idealistas del siglo XX libran guerras 'justas' y matan a millones".