El constitucionalismo faccioso de la derecha estadounidense

Corey Robin

25/10/2020

En su momento de auge, el conservadurismo americano fue llamado "taburete de tres patas". Una pata era económica y libertaria, atrayendo a los votantes con mentalidad empresarial gracias a estrategia de reducción de impuestos, desregulación y destripamiento del estado de bienestar. La segunda pata era estatista y anticomunista, arengando a militaristas ansiosos por luchar y ganar la Guerra Fría. La tercera pata era cultural y tradicionalista, hablando a votantes ansiosos por la religión, el sexo y la raza, y que esperaban hacer retroceder las reformas de la Corte Suprema de Warren y de los sesenta.

Estas distinciones siempre fueron artificiales: la Guerra Fría empapada de preocupaciones que tenían que ver con la raza, la religión y la economía; la economía era –y es– inseparable de las cuestiones de raza y género. Incluso así, el taburete de tres patas expresaba una concepción del movimiento conservador como una coalición política, una operación electoral cuyo poder residía en los intereses y valores de una mayoría de votantes y en la habilidad del Partido republicano para movilizarlos. Con esa mayoría, los conservadores crearon una hegemonía que ha durado décadas, en la cual liberales y demócratas quedaron obligados a aceptar, como condición de gobierno, muchas de las premisas del poder de los republicanos; del mismo modo que Eisenhower y Nixon tuvieron que dar cabida a partes del New Deal.

A medida que nos acercamos a noviembre [mes de las elecciones en EE.UU.], el taburete de tres patas conservador parece muy diferente. Aunque su base electoral y sus preocupaciones continúan siendo similares, el conservadurismo ya no es un movimiento en alza. Tampoco es un partido en el poder: incluso cuando controló todas las ramas del gobierno elegidas electoralmente, de 2016 a 2018, el Partido republicano no fue capaz de sacar adelante muchas partes de su programa mediante el Congreso (las reducciones fiscales fueron la excepción destacada). El conservadurismo ha cesado de ser un proyecto político capaz de crear hegemonía a través de métodos mayoritarios. Si la meta una vez fue una política de masas de derechas “apta para gobernar una democracia moderna”, en las palabras de Irving Kristol, el conservadurismo ha vuelto a ser lo que el Toryismo fue antes de la Reform Act en Reino Unido: una reliquia de viejas instituciones, un artefacto de gobierno de la minoría.

A juzgar por sus esfuerzos por captar e impedir sufragios en 2020, el Partido republicano tiene pocas esperanzas o interés en asegurar un mandato de la mayoría, de crear o mantener un sentido común del conjunto. En lugar de ello, trata de reunir suficientes votos electorales de estados que representan una minoría del electorado, a menudo rurales, ancianos y blancos. La primera parte del taburete conservador sigue siendo lo que ha sido en dos de las tres últimas victorias presidenciales de los republicanos: el Colegio Electoral. Incluso algunos de los informes más alarmantes sobre las elecciones asumen que por muy violento y supresor de votos que pueda ser el camino de Trump hacia la victoria, todavía sigue pasando por el Colegio Electoral.

La segunda pata del taburete conservador es el Senado, una institución aún más contramayoritaria que el Colegio Electoral. Ahora mismo los republicanos poseen una mayoría de 53 escaños en el Senado, lo que representa el 48 por ciento de la población, según las estadísticas recopiladas por el editor de Jacobin Seth Ackerman. Si perdieran dos escaños en noviembre –pongamos por caso, Arizona y Colorado– seguirían controlando el Senado, aunque representarían el 46 por ciento de la población. Si pierden el Senado, podrían, como un minoría obstruccionista que representa tan sólo el 22 por ciento del electorado, detener la legislación impulsada o aprobada por los otros poderes electos del gobierno.

Si los republicanos pierden la Casa Blanca y el Senado, y el filibustero [N.T.: la capacidad obstruccionista de una minoría senatorial] es eliminado (como muchos liberales e izquierdistas piden en estos momentos), ¿entonces qué? La última pata del taburete conservador es el poder judicial, desde la Corte Suprema hasta los tribunales federales inferiores. Donald Trump ha sido más bien indiferente en cuanto a los nombramientos en el poder ejecutivo, pero desde los primeros meses de su presidencia, sus adláteres y Mitch McConnell han convertido en una prioridad máxima la designación y ratificación de jueces y magistrados conservadores.

Aunque se ha prestado mucha atención a la Corte Suprema, el impacto del Partido republicano ha sido especialmente agudo en los niveles inferiores de la magistratura. Trump ha nombrado más jueces de apelación que cualquier otro presidente en los primeros tres años y casi tantos como los que Barack Obama nombró durante la totalidad de sus dos mandatos. Dos tercios de los designados por Trump son hombres blancos. El 69% de ellos son graduados de escuelas de derecho de élite (una proporción más alta que la de cualquier otro presidente en los últimos cuarenta años). Su patrimonio neto medio es de 2 millones de dólares; su edad media es de cuatro a seis años más joven que la de los jueces nombrados por los dos presidentes anteriores. Los jueces de Trump son ricos, blancos y diseñados para durar.

Hay una gran ironía en el hecho de que este sea ahora el taburete de tres patas del conservadurismo estadounidense. Por muy dudosas que sean sus credenciales democráticas, el Colegio Electoral, el Senado y el poder judicial son instituciones constitucionales irreprochables. En la mente estadounidense, la Constitución se asocia con todas las cosas buenas y democráticas, pero un propósito central del documento es controlar al gobierno de la mayoría, dando a un pequeño grupo de élites el poder de desbaratar la voluntad de la mayoría democrática. Eso es precisamente lo que los republicanos están haciendo ahora.

En los últimos años, los liberales y los demócratas han caracterizado el poder (y la amenaza) del Partido republicano de una manera particular: Trump y los republicanos son vistos como enemigos sin ley de la Constitución, que se apoyan en una combinación de retórica rabiosa y masas movilizadas para sembrar el caos en las instituciones establecidas. Es cierto que los tweets de Trump son tóxicos, el ruido de sus mítines ominoso, la violencia y la posibilidad de más violencia son inquietantes. Pero no es ahí, en general, donde yace el poder de Trump o del Partido Republicano. Lo que perturba del régimen actual es que depende, en última instancia, no de estos hombres del saco de la democracia –no de la demagogia, del populismo o de las masas– sino de los pilares constitucionales que aprendimos en las clases de educación cívica en el instituto. La fuente más potente del poder del Partido republicano no es ni el fascismo ni el autoritarismo; es el constitucionalismo faccioso.

Hay una segunda ironía. Si los demócratas ganan la Casa Blanca y el Senado en noviembre, y si esperan implementar el más mínimo detalle de su programa, serán ellos, y no los republicanos, quienes tendrán que involucrarse en un gran proyecto de erosión normativa. Serán ellos los que tendrán que abolir el filibustero. Serán ellos quienes tendrán que colmar la Corte Suprema o limitar la jurisdicción de los tribunales. Serán ellos, tras el período más largo de estabilidad en la historia estadounidense en lo que respecta al número de estados de la unión y de escaños en el Senado, quienes tendrán que admitir más estados para así aumentar el número de senadores demócratas.

Si los demócratas adoptan alguna de estas medidas, ya sea para asegurar el derecho al voto de los afroamericanos, para reducir la desigualdad económica o para lidiar con el cambio climático, seremos testigos de que la erosión de las normas no es la razón por la que las democracias mueren sino la razón por la que nacen.

es teórico político, periodista y profesor de ciencia política en el Brooklyn College y en el CUNY Graduate Center, ambos adscritos a la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Sus intereses académicos giran en torno a las formas contemporáneas del conservadurismo y el neoconservadurismo norteamericanos, así como en el tratamiento de la supremacía norteamericana tras la Guerra Fría por parte de los liberales y la Nueva Izquierda. Su último libro traducido al castellano se titula "La mente reaccionaria: El conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump" (Capitán Swing, 2019)
Fuente:
https://www.nybooks.com/daily/2020/10/21/the-gonzo-constitutionalism-of-the-american-right/
Traducción:
David Guerrero

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