Gerardo Pisarello
13/06/2020En un célebre artículo publicado en El Sol poco antes de la proclamación de la II República, Ortega y Gasset se quejaba airadamente de que Alfonso XIII de Borbón pretendiera “volver a la normalidad” después de haber participado activamente de un Régimen corrupto y en decadencia. En opinión de Ortega, la situación de degradación era tal que solo cabía una única alternativa, sintetizada en una consigna drástica, que parafraseaba a los generales romanos que tuvieron que enfrentarse a Cartago: Delenda est Monarchia (la Monarquía debe ser destruida).
Más allá de las intenciones de Ortega, esta severa formulación venía a mostrar que la Monarquía española, sobre todo bajo los Borbones, era todo menos una forma inocua de organizar el Estado. A diferencia de Inglaterra o Francia, España no pasó por una revolución que segara de raíz la trama de poder a la que la Corona servía de argamasa. De ahí que la Monarquía, tanto en su faceta absolutista como en su faceta liberal oligárquica, haya aparecido históricamente como un freno para la limitación y distribución del poder político, económico, social y cultural. Esta constatación se inscribe en una larga tradición republicana, peninsular y extrapeninsular, que todavía hoy resulta central para pensar cualquier programa de reconstrucción en un sentido social y democrático.
La Monarquía imperial y absolutista como obstáculo a la democratización
Entre los analistas que mejor captaron el papel antimodernizador de la Monarquía imperial destaca el nombre del propio Karl Marx. En sus incisivos artículos sobre España publicados en la New York Daily Tribune en 1854, sostenía que el absolutismo podía presentarse en algunos grandes Estados europeos “como un foco civilizador” y de “unión social”. En España, en cambio, aparecía lastrado por el peso de una economía rentista que vivía de los recursos provenientes del Imperio de ultramar y alimentaba a una oligarquía y a una Iglesia autoritarias y corrompidas.
Para Marx, esto hizo que el absolutismo monárquico encontrara en España una feroz resistencia entre una diversidad de regiones y municipios “que por su propia naturaleza repelían la centralización”. De ahí que, a semejanza de Turquía, la monarquía absoluta española apareciera como una suerte de despotismo oriental, como “un conglomerado de repúblicas mal regidas con un soberano nominal al frente”.
En esta lectura de la historia, había dos grandes víctimas de aquel temprano absolutismo hispano. Por un lado, los comuneros castellanos reprimidos en 1521 por levantarse contra los impuestos abusivos y la prepotencia de Carlos I de Habsburgo. Por otro, los pueblos indígenas de América sometidos a sangre y fuego por Hernán Cortés ese mismo año, tras la conquista de Tenochtitlán.
No sería extraño que a partir de entonces numerosas luchas por las libertades, tanto en la península como en sus colonias, adquirieran un componente antimonárquico cuando no abiertamente republicano. A veces, ese republicanismo adoptaría fórmulas más o menos unitarias y centralistas. Pero en sus versiones más avanzadas, fue siempre municipalista, federal, confederal, independentista, iberista e incluso iberoamericanista.
Este republicanismo federal y confederal tuvo sus primeros atisbos en las Cortes de Cádiz de 1812. Fueron los diputados americanos de ultramar, que habían apoyado las luchas peninsulares contra la Napoleón, los primero en reclamar para sí las transformaciones en marcha. Uno de ellos, Dionisio Inca Yupanqui, llegó a asumir la defensa de la igualdad de españoles e indios americanos en un memorable discurso en diciembre de 1810. En su alegato presentaba un largo memorial de agravios sobre el trato que la Monarquía deparaba a los territorios de ultramar e introducía un recordatorio que haría historia: “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”.
Este vínculo entre el republicanismo peninsular y el americano se afianzaría tras la llamada revolución liberal, protorepublicana, de 1820-1823. El pronunciamiento del asturiano Rafael de Riego, de hecho, fue llevado a cabo por el ejército que Fernando VII de Borbón había concentrado en Sevilla para combatir el movimiento libertador de las colonias. Esto llevaría a Joaquín Maurín a escribir, en su genial Revolución y Contrarrevolución en España, de 1935, que en aquella coyuntura democratizadora “coincidían los intereses materiales y espirituales de España y los de América […] Indirectamente, Riego luchaba por la libertad de Hispanoamérica, del mismo modo que Bolívar y San Martín luchaban por la libertad de España”.
Este tipo de lecturas, salvando las distancias temporales, puede encontrarse en el propio Francesc Pi i Margall, quien llegaría a ser, además de presidente de la I República, uno de los más destacados teóricos del republicanismo federal sinalagmático, de libre adhesión. Ya en Las nacionalidades, de 1887, Pi había dejado escrito que “Castilla fue, entre las naciones de España, la primera que perdió sus libertades; las perdió en Villalar, bajo el primer rey de la casa de Austria”. Y así, “esclava, sirvió de instrumento para destruir la de los otros pueblos: acabó con las de Aragón y las de Cataluña bajo el primero de los Borbones”. Esta convicción llevaba a Pi a otra conclusión: las resistencias a las políticas centralizadoras y uniformistas de los Borbones llevadas a cabo por diferentes pueblos hispanos e incluso por los territorios de ultramar debía ser vista como una defensa de las libertades de todos ellos. Esta era su opinión sobre la resistencia que en Catalunya enfrentó a las tropas de Felipe V en 1714. Pero también sobre las revueltas republicanas, antiborbónicas, de los patriotas cubanos de la segunda mitad del siglo XIX, con las que simpatizó abiertamente.
La ilusión de una Monarquía liberal oligárquica, moderada y progresista.
Esta vinculación entre la dinastía borbónica y el atraso político, económico y cultural, atraviesa el pensamiento republicano de los siglos XIX y XX y llega hasta nuestros días. Y no solo se aplica a la Monarquía absoluta. También alcanza a los diferentes ensayos de Monarquía liberal, constitucional y “moderada”, con los que las elites oligárquicas intentarían reeditar sus privilegios.
Tras la muerte de Fernando VII –“Rey felón y canalla”– los Borbones siguieron siendo la principal opción de las élites para mantener un dominio con elementos políticamente liberales. Sin embargo, estos intentos acabaron experimentando formas más o menos intensas de corrupción oligárquica y autoritaria. Esto explica la revolución de 1854, que obligó a Cristina de Borbón a marchar al exilio. O la de 1868, que hizo otro tanto con su hija, Isabel II, y llevó a Joan Prim a ensayar fallidamente una suerte de “monarquía republicana” bajo una dinastía no borbónica, la de los Saboya. O la propia revuelta municipalista, republicana, de 1931, que forzaría a Alfonso XIII de Borbón a reconocer que no tenía “el amor del pueblo” y a zarpar hacia Marsella en un buque de la Armada.
Todas estas revueltas vinieron acompañadas de iniciativas republicanas que implicaban el rechazo explícito de la Monarquía y una refundación del contrato social sobre bases democráticas, descentralizadoras y proclives a la reforma social y económica. El propio Marx recuerda cómo tras la revolución de 1854 un grupo de republicanos hizo circular en Madrid un proyecto de Constitución de una República Federal Ibérica, que incluía a Portugal, que abolía las colonias, la esclavitud y los ejércitos permanentes y que renunciaba a toda guerra de conquista. De la misma época es la propuesta del cartagenero y gaditano Fernando Garrido, autor de La República democrática federal y universal, un brevísimo opúsculo dedicado a “las clases productoras” que ponía de manifiesto el régimen oligárquico y rentista sobre el que se asentaba la Monarquía.
Ya durante la Revolución gloriosa de 1868, se recuperaron escritos casi clandestinos de décadas anteriores como las Bases de una Constitución Política o principios fundamentales de un sistema republicano, escrita hacia 1830 por el barcelonés Ramón Xaudarò. Asimismo, las revueltas antiborbónicas del último tercio del siglo XIX se tradujeron en grandes pactos republicano federales en ciudades como Valladolid, Éibar, Córdoba, Santiago de Compostela, La Coruña o Tortosa (donde tendría un papel central el federalismo intransigente de Valentí Almirall). Incluso la proclamación de la II República vino precedida de ensayos federales y confederales que denunciaban el caciquismo rentista de la Monarquía liberal oligárquica. Desde la propuesta de federación ibérica planteada por el pensador y poeta portugués Antero de Quental en su conferencia sobre las “Causas de la Decadencia de los Pueblos Peninsulares”, de 1871, hasta los proyectos de Constitución andaluza de Antequera, de Constitución del Estado gallego, del Estado catalán o de la propia República federal española, todos de 1883.
En casi todos estos documentos, como recuerda Ángel Duarte, el republicanismo no era solo una forma de superación de la Monarquía. Significaba, también, municipalismo y federalismo, a menudo de abajo hacia arriba. Significaba democracia esto es, un movimiento continuo de distribución del poder que si no se profundiza recae en nuevas formas de oligarquía. E implicaba, también, soberanía y protagonismo popular -del cuarto estado, del proletariado, del pueblo, de las mujeres, de las naciones y pueblos peninsulares o de los pueblos de ultramar-, entendido como palanca para la reforma social, económica y cultural tanto en el ámbito privado como en el ámbito público, tanto en la esfera industrial como en el mundo agrario.
La Segunda Restauración Borbónica como freno al principio democrático
Todos estos antecedentes explican por qué incluso un pensador furiosamente elitista como Ortega, que veía en la participación popular en los asuntos públicos una deformación “morbosa”, pudo considerar a la Monarquía como la expresión de un Régimen decadente e irreformable. Ya en 1890, el propio Cánovas del Castillo había dejado claro que la Restauración Borbónica tenía como un objetivo central impedir que el sufragio incidiera en la distribución de la riqueza. Por eso, afirmaba, mientras más universal fuera el sufragio, tanto más necesario serían el fraude y la “permanente falsificación” en el sistema político.
Esa subordinación del principio representativo al sistema monárquico hizo que la capacidad de reforma y de regeneración del sistema fuera nula. Eso explica que los numerosos debates sobre la reforma de la Constitución de 1876 no condujeran a la formalización ni de un solo proyecto de enmienda. El grado de putrefacción llegó a un punto tal que poco después de que Ortega llamara al fin de la Monarquía, esta acabó desplomándose como consecuencia de una manifestación tan oblicua del sufragio universal como unas elecciones municipales.
Tras la derrota del fascismo y el nazismo, algunos países como Italia celebraron referendos sobre la forma de Estado que consolidaron la República e introdujeron en la Constitución cláusulas de intangibilidad que impedían el retorno de la Monarquía. En la España franquista, en cambio, a la dictadura le bastó con recurrir a una Segunda Restauración Borbónica para escapar a las limitadas presiones democratizadoras generadas durante la Guerra Fría.
Así, y a pesar de la presión ejercida por el movimiento antifranquista, la Constitución de 1978 no fue la Constitución de un Estado democrático sino la Constitución de una nueva Monarquía restaurada: la borbónica. La democracia aparecía en ella como un instrumento para asegurar la Restauración de una Monarquía estrechamente ligada al Ejército y a la Iglesia, en el marco de un sistema oligárquico de nuevo tipo. Esta concepción oligárquica establecía desde la propia Constitución un triple candado antidemocrático. Impedía a los pueblos peninsulares ejercer el derecho a la autodeterminación, bloqueaba la posibilidad de avanzar hacia una institucionalidad genuinamente federal e impedía al poder constituyente popular poder decidir sobre la propia permanencia de la Monarquía.
La operación del 23-F permitió a la Corona dotarse de una nueva legitimidad que la distanciara de sus orígenes franquistas. Pero solo para ligarla al nuevo régimen oligárquico, de democracia limitada, que nacía vinculado a la entrada en la OTAN, al bloqueo creciente del Estado de las autonomías, y a la protección de la gran propiedad de la mano de las constricciones neoliberales impuestas desde Europa sobre todo a partir del Tratado de Maastricht.
Este sistema político construido sobre la base de la subordinación del principio representativo-electivo al principio monárquico hereditario solo podía operar mediante la corrupción. Y eso fue lo que ocurrió a partir de los años subsiguientes. La Monarquía reinó sin gobernar explícitamente, como pedía Thiers, pero en cambio se convirtió en “conseguidora” de favores económicos y en comisionista en las principales operaciones internacionales llevadas a cabo por las empresas del Régimen.
Es más, cuando a finales del siglo pasado José María Aznar decidió acometer sin tapujos su triple proyecto de privatizaciones, recentralización e impulso del Reino de España en el mundo, la Monarquía se convirtió en garante simbólica de toda la operación. Los negocios público-privados del Rey sirvieron para establecer relaciones privilegiadas con dictaduras de Oriente Medio así como revivir relaciones neocoloniales en América Latina, esta vez bajo la égida de los Estados Unidos.
Mientras España se benefició medianamente de este nuevo “capitalismo popular”, las actuaciones de la Corona quedaron blindadas frente al escrutinio público. Por un lado, a través de la concepción a todas luces desmedida de la inviolabilidad regia consagrada en el artículo 56.3 de la Constitución. Por otro, a través de la protección penal reforzada del rey y su familia prevista por el artículo 491.2 del llamado “Código penal de la democracia” de 1995. No obstante, tras el crack financiero de 2008, la ilusión de una España de propietarios en el marco de una nueva Monarquía liberal, moderada y “campechana”, comenzó a resquebrajarse. La reforma furtiva del artículo 135 de la Constitución realizada con el fin de priorizar el pago de la deuda sobre otros objetivos constitucionales colocó al bipartidismo imperfecto en el ojo del huracán, y acabó arrastrando consigo a la propia Casa Real.
En abril de 2012, tras un polémico viaje a Botsuana a cazar elefantes, Juan Carlos de Borbón se vio obligado a pedir disculpas en público. Para evitar que el entonces Rey tuviera un final similar al de su abuelo, Alfonso XIII, la Casa Real impulsó la abdicación de Juan Carlos en su hijo Felipe VI. Esta operación se produjo con total desprecio de las Cortes Generales, que ni siquiera intervino en la misma, demostrando la total subordinación del principio democrático al principio monárquico-hereditario.
Tras la proclamación del nuevo Rey, prestigiosos medios dinásticos se apresurarían a considerar cerrada la crisis de la institución. Nada de lo que ocurriría en los años siguientes, sin embargo, justificaría ese optimismo. En muy poco tiempo, el nuevo Monarca se vería confrontado con dos hechos que dejarían su reinado seriamente cuestionado. Por un lado, su discurso del 3 de octubre de 2017, en el que decidió justificar la indecente represión de la movilización ciudadana producida dos días antes en Catalunya. Por otro, la nota de la Casa Real, emitida en marzo de 2020, admitiendo que el nuevo Monarca conocía algunos negocios ilícitos de su padre y estaba dispuesto a renunciar a su herencia.
Construir las bases de nuevas alternativas republicanas.
Resulta difícil predecir el futuro de la Monarquía en un escenario de pandemia intermitente como el que parece haberse abierto. Sin embargo, hay buenas razones para pensar, como Ortega en 1930, que no será sencillo para la dinastía borbónica situarse en una “nueva normalidad” después de su implicación en la degradación política y económica del régimen surgido de su restauración.
El intento de las derechas radicalizadas de apropiarse de la Monarquía no ha conseguido detener su pérdida su credibilidad. Por el contrario, la ha reconectado, por momentos peligrosamente, con sus propios orígenes franquistas. Ello podría situarnos en un escenario de regresión autoritaria, nacionalista, similar al que a inicios del siglo pasado dio lugar a la Dictadura protofascista de Primo de Rivera o incluso peor. No obstante, también podría reforzar nuevas coaliciones republicanas, plurinacionales, construidas alrededor de un programa audaz de reformas socializantes, democráticas, feministas y ecologistas. Al igual que en el pasado, este republicanismo peninsular debería tener una fuerte base local, cooperativista y municipalista, y federarse al mismo tiempo en otros movimientos democratizadores que, tanto en Europa como en América Latina y otros sitios del mundo, están plantando cara a la Santa Alianza reaccionaria hoy apuntalada por la Administración Trump desde los Estados Unidos.
Este programa republicano democrático debería priorizar objetivos que la pandemia ha vuelto globales: la garantía del acceso igualitario al agua potable, a alimentos sanos, a atención sanitaria, a una vivienda digna, a una renta básica, a una conexión digital de calidad y a todo aquello esencial para tener una existencia digna y sostenible en común. Todo esto es fundamental. Sin embargo, en la península ibérica, por consideraciones históricas muy concretas, debería asumirse sin renunciar a la superación del principal escollo de cualquier propuesta de regeneración efectiva. ¡Delenda est Monarchia!