De las sombras de Pinochet a las luces de Sieyès: Chile y el plebiscito 2020

Federico Mare

31/10/2020

La pandemia mató a más de 14 mil personas en Chile, pero no pudo matar la revuelta popular que eclosionó en la pasada primavera. Tras seis meses y medio de pausa forzada por la emergencia sanitaria, de impasse obligado por las medidas draconianas de confinamiento y distanciamiento (que no excluyeron toques de queda, brutales represiones, crímenes de gatillo fácil y otras violaciones a los derechos humanos), la protesta social ha renacido de sus cenizas como el ave Fénix, con una masividad e intensidad asombrosas, conmovedoras. Para decepción del presidente Piñera y todo el establishment chileno, no hubo derrota del pueblo. Hubo solo una tregua.

En estas últimas jornadas, hemos visto imágenes no solo de movilizaciones multitudinarias, sino también de lucha de calles: barricadas, manifestantes encapuchados defendiéndose con piedras de la policía, bombas molotov estallando contra vehículos blindados… También espectaculares acciones iconoclastas: en el centro de Santiago, la Iglesia de San Francisco de Borja –consagrada al servicio religioso de Carabineros– fue incendiada por la muchedumbre, igual que la Parroquia de La Asunción –uno de los templos católicos más antiguos del país–. Manifestaciones de protesta, sí. Pero con pueblada incluida.

Octubre, mes aniversario del Chile Despertó, fue la ocasión propicia para la resurrección de la rebeldía. Lo fue también por otra razón, no menos importante: el Plebiscito Nacional 2020, originalmente previsto para el domingo 26/4, acabó siendo postergado para el domingo 25/10 por la crisis pandémica. Ambas circunstancias hicieron de octubre un mes explosivo.

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Hace cuarenta años, en otro octubre más lejano pero no ajeno, el general Pinochet hizo promulgar en Chile –un Chile bajo shock, férreamente disciplinado por el terrorismo de estado– una nueva constitución con maquillaje plebiscitario. Una constitución regresiva, reaccionaria, confeccionada a medida del autoritarismo político, el neoliberalismo económico y el conservadurismo cultural de la dictadura implantada a sangre y fuego, manu militari, en septiembre de 1973.

Nostálgicamente inspirada en la constitución portaliana de 1833, en el paternalismo pelucón de mano dura, fue pergeñada por una comisión y un consejo de expertos acólitos, designados a dedo –sin sutilezas ni rubores– por el propio gobierno golpista. Su artículo octavo, inspirado en la Doctrina de la Seguridad Nacional entonces de moda, sigue siendo tristemente recordado a pesar de su derogación. Comenzaba así: “Todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento institucional de la República”. Anticomunismo visceral, ultraderechismo con vocación de cruzada hemisférica a tono con los tiempos de la Guerra Fría. No en vano Pinochet –quien era profesor de geopolítica aparte de militar y dictador– llamó a su orden político, con cínico eufemismo, “democracia protegida”. ¿Protegida de qué? “Del expansionismo soviético, […] el mayor adversario que enfrenta el mundo y la civilización occidental y cristiana” (Visión futura de Chile, 1979).

Pero la cláusula «antisubversiva» del art. 8 no iba sola. La creación del siniestro COSENA –pesadilla distópica hecha realidad– y la inamovilidad de los comandantes de las Fuerzas Armadas como «garantes de la institucionalidad» la complementaban y reforzaban ampliamente. A todo eso súmese los senadores vitalicios designados discrecionalmente por el Ejecutivo y la prerrogativa del presidente de disolver por una vez la cámara baja del Congreso, presuntos diques de contención a los «excesos demagógicos» del parlamentarismo, otro de los desvelos del pinochetismo. Y no nos olvidemos de la entronización del principio de subsidiaridad del Estado, la «panacea nacional» que el neoliberalismo made in Chicago le prometía al pueblo chileno, y que tanto daño le ha causado a los sistemas públicos de educación, salud y previsión social.

Al articulado constitucional se le adosó una batería de disposiciones provisorias, a los efectos de «legitimar» la perpetuación del régimen de facto otros ocho años más. La nueva ley suprema fue aprobaba de forma express por un plebiscito amañado, sin vigencia de la ley electoral, sin escrutinio público del recuento de votos, con los partidos proscriptos, con la prensa amordazada por la censura, en un contexto intimidatorio de estado de excepción, de estado policial. La constitución pinochetista entró parcialmente en vigencia en marzo del 81, con su régimen transitorio meticulosamente planificado a corto y largo plazo. Comenzó a regir plenamente en marzo de 1990, cuando Pinochet dejó el Palacio de La Moneda y se restauró formalmente la democracia con la asunción del presidente electo Patricio Aylwin.

Pese a las sucesivas enmiendas o reformas parciales que se le introdujeron desde 1989 hasta hoy (51 en total), la Constitución del 80 sigue lastrando aberraciones jurídicas y políticas. Enumerarlas todas sería imposible aquí, por razones de espacio y oportunidad. Pero quisiera detenerme en una que se corrigió recién a fines del año pasado, tras la revuelta popular del Chile Despertó: la ausencia de un mecanismo explícito que habilite el reemplazo in totum de la carta magna actual por otra. La Constitución de 1980 preveía un dispositivo para efectuar enmiendas, reformas parciales, pero no la posibilidad de que el pueblo se diera una nueva ley fundamental que refundara la república. Esto se remedió morosamente, en gran medida, con la ley 21200, sancionada en diciembre de 2019 bajo la presión del pueblo masivamente movilizado en las calles.

Pero hecha la ley, hecha la trampa. El gobierno de Piñera logró agregar, por medio de la 21200, tras una componenda parlamentaria entre el oficialismo y parte de la oposición (el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, firmado el 15 de noviembre) una cláusula constitucional tendiente a tratar de limitar la participación popular en el proceso constituyente: el bochornoso art. 130. Conforme a este, el Plebiscito Nacional 2020, amén de consultarle a la ciudadanía –cédula electoral n° 1– si aprobada o rechazaba la elaboración de una nueva constitución desde cero, le ofrecía asimismo –cédula electoral n° 2– dos alternativas de convención, de asamblea constituyente: una convención pura, integrada exclusivamente por representantes elegidos/as ad hoc por voto popular, de modo extraordinario (155 en total); y otra de carácter mixto, donde la mitad del cuerpo deliberativo estuviera formado de dicha manera, pero la otra mitad por congresistas en ejercicio, es decir, por legisladores de carácter ordinario elegidos/as por sus pares, respetando la proporcionalidad de las fuerzas parlamentarias (86 + 86 = 172), algo que indudablemente favorecería al status quo custodiado por Chile Vamos, la coalición oficialista que reúne a Renovación Nacional –el partido de Piñera– y otras agrupaciones de centroderecha y derecha.

Afortunadamente, el pueblo chileno no se dejó embaucar: el domingo 25 de octubre plebiscitó, por más del 78%, a favor no solo de una nueva constitución, sino también a favor de una convención pura. Lo hizo, además, con un nivel de participación electoral récord desde que se introdujo en 2012 el sufragio voluntario: algo más de la mitad del padrón concurrió a votar por propia iniciativa, a pesar de la pandemia. El plebiscito 2020 es el acto comicial más convocante –en términos absolutos– del Chile posdictadura. De no haber contratiempos, la elección de convencionales se llevará a cabo el domingo 11 de abril de 2021.

Pero hay otro aspecto clave: la casi total correlación entre voto y clase social. El rechazo y la convención mixta solo se impusieron en las comunas más opulentas, más burguesas del país, donde residen las élites y los sectores medio-altos. Por el contrario, en los distritos proletarios y populares, que son amplia mayoría, el apruebo y la convención pura cosecharon un apoyo prácticamente unánime. Esto ratifica lo que ya se había advertido a fines del año pasado: que la lucha de clases en Chile ha superado con holgura el estadio embrionario. Está en proceso de desarrollo, embarcada en una dinámica de agudización y radicalización.

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Desde la Revolución Francesa, desde que el abate Sieyès escribió su célebre panfleto ¿Qué es el Tercer Estado? (1789) argumentando por qué era necesario y legítimo convocar una Asamblea Nacional en Francia con urgencia, y arrumbar de una buena vez a los Estados Generales en el sótano de antiguallas de la historia, dos cosas importantes sabemos sobre el modus vivendi democrático:

1) Que la esencia de la soberanía popular no es tanto la elección ordinaria de gobernantes y congresistas (el poder constituido), sino el ejercicio extraordinario del poder constituyente que permite refundar la república cuando las circunstancias así lo demandan.

2) Que el poder constituyente nunca puede estar legítimamente en manos del poder constituido, ni total ni parcialmente, por lo que una «convención mixta» resulta ser un absurdo escandaloso, un oxímoron político-jurídico, una contradicción en los términos.

“La comunidad no se despoja del derecho a decidir, que es inalienable, y del que solo puede encargar su ejercicio”, señala Sieyès. “La corporación de los delegados”, por lo tanto, “no puede disponer de forma absoluta ni siquiera de este ejercicio, ya que la comunidad solo le ha confiado la porción necesaria del poder total”. De manera que “no corresponde […] a la corporación de los delegados alterar los límites del poder que le ha sido confiado; esta facultad sería contradictoria consigo misma”.

Sieyès se pregunta: “¿Se dirá que una nación puede, por un primer acto de su voluntad, independientemente de toda forma, comprometerse a no querer ser, en el futuro, más que de una forma determinada? Ante todo, una nación no puede ni alienar ni prohibirse el derecho de ejercer su voluntad; y cualquiera que sea esta, no puede perder el derecho de cambiarla cuando su interés se lo exija. Además, ¿con quién se habría comprometido esta nación? Concibo cómo puede obligar a sus mandatarios, y a todo lo que le pertenece; pero, ¿puede en ningún sentido imponerse deberes a sí misma?”.

El abate vuelve a la carga con su razonamiento: “¿Cómo puede pensarse que un cuerpo constituido pueda decidir sobre su constitución? Una o varias partes integrantes de un cuerpo moral, no son nada por separado: el poder solo pertenece al conjunto”, a la totalidad indivisa. “Los representantes ordinarios de un pueblo se encargan de ejercer, en las formas constitucionales, toda esa porción de la voluntad común necesaria para el mantenimiento de una buena administración”. Por consiguiente, “Su poder […] se limita a los asuntos de gobierno. En cambio, unos representantes extraordinarios dispondrán de un nuevo poder, tal como la nación guste concederle”, acuerde delegarle. “Puesto que una gran nación no puede reunirse ella misma todas las veces que lo exigieran circunstancias fuera del orden común, es preciso que confíe a unos representantes extraordinarios los poderes necesarios en estas ocasiones”.

“Con esto no quiero decir que la nación no pueda conceder esta nueva comisión a sus representantes ordinarios”, aclara nuestro autor. “Las mismas personas pueden, sin duda, formar parte de diferentes cuerpos”, alternando roles institucionales. “Pero es fundamental reconocer que una representación extraordinaria no tiene nada que ver con una legislatura ordinaria. Son poderes distintos”.

Sieyès concluye: “Es preciso recurrir”, pues, “al medio decisivo de la representación extraordinaria. Es a la nación a quien hay que consultar”. Sus reflexiones tienen una vigencia sorprendente.

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Claro que no todo es color rosa. “El aplastante triunfo del apruebo y la convención constitucional es solo un primer paso”, señaló con cautela el historiador Sergio Grez Toso entrevistado por Radio del Mar de Santiago, el lunes siguiente al plebiscito. “El proceso constituyente está plagado de dificultades puestas por la casta política para impedir el poder constituyente originario”, y así “canalizar por una vía inocua para el modelo neoliberal y el sistema de democracia restringida, tutelada y de baja intensidad, la gran energía liberadora de la rebelión popular”.

“Se fijaron normas –explicó Grez Toso– que impiden la autorregulación del órgano constituyente, pues le establecieron un quórum de dos tercios para la aprobación de cualquiera moción, además de indicar temas que ni siquiera pueden ser discutidos como, por ejemplo, los más de 400 tratados internacionales firmados por Chile, que atan nuestra economía y muchos aspectos de nuestra vida al neoliberalismo mundial”. Sería preciso, por lo tanto, que se introdujera “el plebiscito intermedio para que la ciudadanía dirima mediante mayoría absoluta todos aquellos puntos en los que no se supere el quórum de dos tercios en la convención constitucional”, y que se exigiera “a los partidos políticos y al parlamento que implementen las reformas legales necesarias que hagan posible la elección a la Convención Constitucional de delegados y delegadas verdaderamente independientes, provenientes de los movimientos sociales y de la ciudadanía crítica”.

“En principio, la asamblea constitucional no será libre ni soberana”, advirtió con realismo el intelectual chileno. “Lo que no quiere decir que no exista la posibilidad de transformar la convención constitucional en un organismo libre y soberano que determine sus propias normas de funcionamiento, una verdadera asamblea constituyente”. En esta transformación radica la clave del éxito de la lucha popular. “Hay que transformar la convención constitucional en una asamblea constituyente libre y soberana”, propone Grez Toso, y eso requiere que “el pueblo se mantenga alerta, informado y movilizado en todo momento”. La reciente creación del Comando por la Asamblea Constituyente Libre y Soberana –multisectorial que congrega organizaciones políticas, sindicales, sociales, estudiantiles, feministas y artísticas– es un buen augurio.

Se avizora, por lo demás, cierto consenso constituyente de mínima, que se acerca bastante a un programa. Sus ejes, grosso modo, serían los siguientes: rechazo del modelo neoliberal heredado del pinochetismo y recuperación de lo público (desprivatización y desmercantilización de la educación, de la salud y del sistema previsional), salarios acordes con la canasta básica y marcha atrás con la precarización laboral, defensa del medio ambiente y freno a las empresas extractivistas, equidad de género y erradicación de la violencia sexista, restitución de tierras ancestrales y reconocimiento efectivo de derechos al pueblo mapuche, progresividad en los impuestos, renta básica universal, autonomía nacional frente a los poderes hegemónicos globales (EE.UU., organismos multilaterales de crédito, corporaciones trasnacionales), cese de la política represiva y desmilitarización de las fuerzas de seguridad, revisión crítica del pasado chileno, juicio y castigo por crímenes de lesa humanidad, mecanismos de democracia semidirecta, transparencia política… Se podría añadir a la lista algunos puntos más, como el estado plurinacional y la reforma agraria, o la despenalización y legalización del aborto, aunque probablemente el nivel de acuerdo social mermaría.

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Podría decirse que el domingo 25 de octubre, por el bien de la República de Chile y por decisión soberana del pueblo de Chile, la racionalidad ilustrada de Sieyès le ganó la pulseada a la sofistería oscurantista de Piñera y toda la derecha del pospinochetismo tardío. Habrá una nueva constitución, y la convención que la elabore no será mixta. Hay razones, pues, para ser moderadamente optimistas.

“La constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente”, explicó el abate francés en el capítulo quinto de Qu’est-ce que le Tiers-État?. “Ningún poder delegado puede alterar nada de las condiciones de su delegación”, porque “En toda nación libre, y toda nación debe ser libre, no hay sino una manera de terminar con las diferencias que se produzcan con respecto a la constitución. No es a los notables a quienes hay que recurrir: es a la nación misma”.

Chile deja atrás las sombras de Pinochet. Chile avanza hacia las luces de Sieyès. Con una asamblea constituyente a la vuelta de la esquina, y un pueblo alerta en las calles fiscalizando todo el proceso de deliberaciones, cabe esperar un mañana mejor… si las fuerzas de izquierda anticapitalistas son capaces de aprovechar el momento para impulsar un salto cualitativo –organizativo y programático– en la movilización de las clases subalternas, que genere una situación de doble poder (asambleísmo de base por fuera del sistema estatal).

¿Los riesgos? Básicamente dos: 1) que la derecha oficialista alcance, en las elecciones de convencionales de abril, el umbral del tercio –el tercio de los escaños– que le daría poder de veto dentro de la asamblea constituyente; 2) que la oposición de centroizquierda y centro, mayormente nucleada en Convergencia Progresista y Unidad para el Cambio (PS, PC, PR y otros partidos de la extinta Concertación), y en el aún más moderado Frente Amplio, domestique la rebeldía popular encausándola por la vía institucional de la gradualidad minimalista. En pocas palabras, el peligro es que la asamblea constituyente no sea verdaderamente libre y soberana, ni tenga horizontes maximalistas.

Revolucionarios o reformistas, los procesos constituyentes de ampliación de derechos nunca se desarrollan en el vacío. Siempre están atravesados y alimentados por la lucha de clases, y pocas veces ocurren en contextos políticos de desmovilización popular, sin presión desde abajo. Eso es lo que sugiere la historia contemporánea desde sus albores, desde la Revolución Francesa, cuando Sieyès demostró que la soberanía popular es indisociable del poder constituyente.

El poder constituido de Chile, en su generalidad, no quería una nueva constitución en reemplazo de la pinochetista. Y si no podía evitar que la hubiera, pretendía escamotearle al pueblo, cuanto menos, una parte de su poder constituyente. El plebiscito de octubre dio un mentís a ambas aspiraciones. Mentís no total (la restricción del quórum de dos tercios, por ej., representa una espada de Damocles), pero sí muy grande. En esto radica su trascendencia histórica.

No obstante, el proceso sigue abierto, en pleno curso, y pronosticar su desenlace sería temerario. Falta mucho para abril (elección de convencionales), y mucho más para que la convención termine de debatir y redactar la nueva constitución (en mayo/junio de 2021 comenzarían las sesiones, que podrían prolongarse hasta nueve o doce meses). El plebiscito de ratificación o rechazo está previsto tentativamente para agosto de 2022. Téngase en cuenta, además, que el proceso constituyente se superpondrá con el proceso electoral ordinario, que siempre actúa como caja de resonancia de las pujas políticas, tanto más en contextos de crisis económica y efervescencia social: en abril, el mismo día que se vote convencionales, habrá comicios municipales y de gobernadores regionales; en noviembre, tendrán lugar los comicios presidenciales y parlamentarios, y de consejeros regionales, con posible segunda vuelta en diciembre; sin contar las diferentes primarias que eventualmente pudieran convocar algunos partidos.

Si existe hoy un país del mundo donde la utopía tiene alguna chance, alguna esperanza, ese país es Chile. Allí, cincuenta años después de la victoria de Salvador Allende, del triunfo de la UP, un pueblo masivamente movilizado en las calles, rebelado contra el poder constituido que lo oprime, intenta asumir su poder constituyente como destino histórico. Nada parece imposible. Todo está por verse.

Historiador y ensayista argentino
Fuente:
www.sinpermiso.info, 1-11-20

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