AAVV
12/07/2020
Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Las vigorosas protestas en favor de la justicia racial y social están llevando a exigencias largamente pendientes de reforma de la policía, junto a llamamientos más amplios a una mayor igualdad e inclusión en toda nuestra sociedad, y no menos en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero esta necesaria rendición de cuentas ha intensificado también un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tiende a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Al aplaudir este primer progreso, elevamos también nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas iliberales van ganando vigor en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una verdadera amenaza para la democracia. Pero no hay que permitir que la resistencia se endurezca con su propio modo de dogma o coacción, algo que los demagogos de derechas están ya explotando. La inclusión democrática que deseamos sólo puede lograrse si alzamos la voz contra el clima intolerante que se ha instalado en todos lados.
El libre intercambio de información e ideas, savia de una sociedad liberal, está quedando cada día más constreñido. Si bien nos hemos acostumbrado a esperar esto de la derecha radical, la actitud censoria se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: en la intolerancia hacia puntos de vista contrarios, la moda del avergonzamiento y ostracismo públicos, y una tendencia a disolver cuestiones de medidas políticas complejas en una seguridad moral cegadora. Defendemos el valor de un contradiscurso robusto y hasta cáustico de todos lados. Pero resulta hoy demasiado corriente oír apelaciones a una rauda y severa sanción como respuesta a lo que se advierte como transgresiones de palabra y pensamiento. Todavía más inquietante es que haya dirigentes de instituciones que, con un alarmado ánimo de controlar daños, estén infligiendo castigos raudos y desproporcionados en lugar de sopesar reformas. Hay editores [periodísticos] a los que se despide por publicar artículos controvertidos, libros que se retiran por su presunta inautenticidad, periodistas a los que se les prohibe escribir de determinados temas, profesores a los que se investiga por citar obras de literatura en clase; se despide a un profesor por difundir un estudio académico contrastado y se expulsa a responsables de organizaciones por lo que son a veces errores torpes. Sean los que fueren los argumentos en cada uno de esos incidentes particulares, el resultado ha supuesto estrechar constantemente los límites de lo que se puede decir sin amenaza de represalias. Estamos ya pagando el precio con una mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen por su medio de vida si se apartan del consenso o no muestran celo suficiente en el acuerdo.
Esta agobiante atmósfera perjudicará en última instancia a las causas más vitales de nuestra época. La restricción del debate, sea por parte de un gobierno represivo o de una sociedad intolerante, perjudica invariablemente a quienes carecen de poder y vuelve a todo el mundo más incapaz de participar democráticamente. El modo de derrotar a las malas ideas estriba en la denuncia, la argumentación y la persuasión, no en tratar de silenciarlas o desear que desaparezcan. Rechazamos cualquier falsa disyuntiva entre justicia y libertad, las cuales no pueden existir la una sin la otra. En tanto que escritores, nos hace falta una cultura que nos deje espacio para la experimentación, para correr riesgos e incluso cometer errores. Nos hace falta conservar la posibilidad de desacuerdos de buena fe sin funestas consecuencias profesionales. Si no defendiéramos la cosa misma de la que depende nuestro trabajo, no nos cabría esperar que la opinión pública o el Estado fuera a defenderla por nosotros.
Elliot Ackerman Anthony Kronman, Yale University | Susan Madrak, escritor Jennifer Senior, columnista |