Dimitri Deliolanes
03/04/2020Le conocí ya tardiamente en su vida, en 2017, en Exarchia [barrio ateniense], en las oficinas de su editor —y el mío también —Lukas Axelos. Su editorial, Stochastis, ha publicado una historia monumental de la Resistencia en dos volúmenes, la obra de la vida de Manolis Glezos.
Recuerdo la escena: salía yo con un autor armenio cuando se abrió la puerta y apareció Glezos, blandiendo su bastón. Cancelamos todos los demás compromisos y nos sentamos a hablar toda la tarde.
Para Manolis Glezos, la resistencia fue una elección vital, mucho más que una elección política. Cuando llegué a conocerlo de cerca, pude entender de inmediato por qué el 30 de mayo de 1941, el día en que los nazis ocuparon la isla de Creta, él, estudiante de 19 años, tramó un plan y arrastró a un amigo suyo de la Universidad, Apostolos Santas, subiendo de noche a la Acrópolis y arriando la bandera de la esvástica.
Sólo a Glezos se le podia ocurrir un gesto así de loco, sólo podia provenir de su rebeldía instintiva, tan instintiva y espontánea como era su pensamiento politico.
Glezos tenía de hecho más de rebelde que de revolucionario. Era un hombre de resistencia frente a todo lo que consideraba —correctamente — dañino para los intereses de los dos pilares de su pensamiento: pueblo y patria. Hasta su ultimo aliento, Glezos siguió peleando con gran tenacidad por la completa identificación de dos conceptos: Grecia y su pueblo eran uno y lo mismo, y quienquiera que se pusiese contra el pueblo dañaba al país, sirviendo a los intereses de los poderes establecidos: los nazis, los británicos durante la guerra civil, los norteaméricanos luego, los alemanes de la eurozona.
Se adhirió a una idea tomada de la historiografía marxista: la noción de que a lo largo de siglos y milenios, la actitud de resistencia se ha convertido en parte integral de la cultura popular griega. Tenía a los griegos por luchadores partisanos por naturaleza.
Esta creencia le llevó a enormes choques con sus colegas de Syriza, de cuyas infinitas acusaciones de “etnocentrismo” y “nacionalismo” hubo de defenderse. Su respuesta fue que la izquierda griega sólo había salido de la irrelevancia cuando había empuñado la enseña nacional y había apremiado al pueblo a luchar contra Mussolini y Hitler. Syriza debería haber hecho lo mismo contra los amos de la eurozona.
Rompió con Tsipras mucho antes del verano de 2015, cuando se firmó el “doloroso compromiso” con los acreedores. Glezos había pasado más de la mitad de su vida en prisión o en confinamiento. Nunca perdió el contacto con sus viejos amigos, no sólo militantes comunistas sino también compañeros de celda, gente corriente, castigada por ponerse en huelga, por haberse peleado con su patrono, por no ir a la iglesia, por leer diarios subversivos, pero también con rateros, prostitutas, inútiles.
Hablaba con todos ellos, y sentía la inquietud, la angustia de la pobre gente que quería redimirse ya, indiferente a las complicacines de la política. El mismo Glezos estaba en buena medida desconectado de la política institucional. Había visto bien de cerca el estalinismo fundamental difundido por todas partes en la izquierda griega y se negaba a someter su natural rebeldía a la lógica de partido.
Esto explica el rumbó que tomó su vida. Antes del golpe de Estado de los coroneles había sido presidente de la Izquierda Democrática. Cuando el Partido Comunista se dividió en 1968, creó desde la cárcel su propio grupo independiente denominado “Caos”. Más tarde, fue elegido diputado con los socialistas de Andreas Papandreu y luego con Syriza en el siglo XXI, hasta que al final rompió con ellos.
Siempre se declaró proeuropeo, y como parlamentario europeo de Syriza, invocaba enérgicamente el “legado griego” de la cultura europea, que “no debería entregarse a los mercados y sus sacerdotes”. Pero su estancia en Estrasburgo no duró mucho. El heroe de la resistencia, el primer partisano de Europe, el rebelde todavía joven a la edad de 98 años, tenía miedo a volar.