Peter Linebaugh
16/03/2014Mi pañuelo rojo es un regalo de R.A., mi anfitrión con su mujer, E., y sus tres hijos, D., C. y J. en un villorrio o ejido llamado Emiliano Zapata. Con ellos estuve como huésped y estudiante de la escuelita de los zapatistas en enero de 2014.
Fui feliz allí. Paraíso o utopía, eso parecía. "Otro mundo es posible", desde luego. La educación y la salud eran gratuitas; no había cárceles ni policía; los automóviles brillaban por su ausencia; el aire era claro y limpio; no había ricos ni pobres, ni capitalistas ni proletarios.
El Subcomandante Marcos había invitado a la escuelita al Colectivo Notas de Medianoche: miembro del mismo que soy, allá que me fui un poco antes de Navidad con mi hija Riley. Riley domina la lengua española; yo, no. Por eso quería estar en el mismo ejido y poder beneficiarme de sus traducciones. Hija con sentido del deber como es, estaba dispuesta a allanarse a mis deseos, aunque no hacía falta mucha perspicacia para darse cuenta de que la joven independiente prefería ir por su cuenta. Los zapatistas hicieron los arreglos, y la cosa quedó fuera de nuestro control: Riley fue a parar a otro ejido, San Pedro, así llamado en recuerdo de una de las primeras bajas de la revolución de enero de 1994.
De anochecida, pedí a mi votán que me llevara al frente de elevación del ejido para poder contemplar a la luz del ocaso el altiplano guatemalteco que se abre hacia el sur, a unos treinta o cuarenta kilómetros de distancia. Con esa perspectiva, pude ver colinas y valles más bajos, entre los cuales se divisan unas cuantas luces titilantes indiciarias de otros ejidos, los pequeños villorrios de las comunidades zapatistas. ¡Una vista mágica entre cordilleras y kilómetros de selva en una hora fronteriza entre el día y la noche! Si supiera, habría rezado. A falta de lo cual y de forma plenamente sentida, levanté la voz para decir en español: "¡Buenas noches, Riley!".
Pero yo estaba hablando de mi pañuelo rojo. V, el votán, se detuvo a medio camino para llamarme la atención sobre cierto árbol en flor que, dijo, guardaba parecido con el diseño de mi pañuelo. A menudo hacíamos alto en el camino. Una vez, para llamarme la atención sobre el rastro de un jaguar entre el denso sotobosque y una verja. Nunca había prisa, la menor prisa. Sólo Toby, el perro, brincaba alegremente por el camino yendo y viniendo hacia nosotros.
Huelga decir que me siento orgulloso de mi pañuelo rojo. Todavía lo llevo al cuello, pero no como máscara al estilo del proscrito. Hice ese gesto de cubrirme el rostro, pero tanto R.A. como V. me pidieron que no lo hiciera, a lo que me allané al punto. ¡Yo era un estudiante, no un zapatista! Sin embargo, sentía que tenía que dar algo a cambio, algo que fuera también significativo y útil.
¿Qué sería? ¡Ah!, una remerita. Le daría mi remera de la Carta Magna. Sería perfecto. La compré hace años en la tetería de Runnymede en Inglaterra cuando estaba escribiendo El manifiesto de la Carta Magna. Por una extraña vía rodeada, ese libro estaba en realidad inspirado por los zapatistas. Marcos había hablado de "la carta magna". Lo que yo no sabía entonces, a causa de mi ignorancia de la historia mexicana y de la lengua española, era que se estaba refiriendo a la Constitución de 1917, que favoreció a los ejidos o comunas aldeanas. A decir verdad, también ignoraba yo el documento de la libertad inglesa y desconocía que ese documento daba asimismo protección a los bienes comunes. Por eso escribí el libro. Así pues, el regalo para un perfecto intercambio.
Busqué en la mochila. Había una tenue luz proyectada por una sola bombilla desde el techo. Mi anfitrión y su mujer me habían cedido su cama, una plancha levantada de madera cubierta por una red mosquitera. Esa noche habían invadido mi sección de la cabaña (V. dormía del otro lado), y con sus dos chicos, de diez y once años, nos mostrábamos fotografías de nuestras respectivas familias. R.A., E., D., C., V y yo sumábamos una muchedumbre de seis en un espacio que apenas tendría tres metros por uno. Saqué mi remera y la anuncié como regalo. R.A. y V. se fueron de consultas a otra parte de la cabaña. De regreso, me explicaron amablemente que no podían aceptarla. Preocupado por posibles malentendidos de mi parte, V. envió a uno de los chicos, sendero abajo en plena noche, en busca de la ayuda de un vecino. No tardó en regresar acompañado de dos. Estaba por formarse una miniasamblea.
Israel sabía un poco de inglés. Como yo, era un estudiante, pero a diferencia de mí hablaba español. Días antes, hacinados en un colectivo que nos llevaba de San Cristóbal al caracol zapatista llamado Morelia, se sentó al lado de Riley contestando en inglés a su español y conversando amigablemente durante las varias horas que duró el viaje. Cuando se despidieron tuvo la amabilidad de decirle que "cuidaría" de su papi, porque a esas alturas ya estaba claro que el monolingüismo era una de mis limitaciones. Así que cuando le pidieron esa noche que ayudara como traductor en este asunto de la remera y el pañuelo rojo, vino de muy buen grado acompañado de su votán. Ocho estábamos ahora reunidos alrededor de la tabla de mi cama. No, nueve incluyendo a J., el bebé dormido a la espalda de su madre. Entre frecuentes miradas de preocupación porque yo no entendía apenas nada, la conversación discurría rápida en español y tzotzil. Con un esfuerzo de mil diablos, Israel buscaba las palabras en inglés que pudieran explicarme la situación.
Yo estaba rendido por el día pasado entre el aire de la montaña y el sol tropical. Por la mañana, habíamos caminado cerca de una hora en busca de bayas de café. Subiendo y bajando pequeños cerros y hondos barrancos entre enlodados senderos marchamos hasta dar en un claro encantador. Había aquí un cafetal junto a la umbría cubierta forestal. Yo estaba resuelto a recoger bayas de café con la perfección de un estajanovista soviético o de un cortador de caña al servicio de Fidel Castro. Ya verían, ya, como este viejo profesor todavía podía con su cuerpo. Con mi metro ochenta y tantos, pensaba, haría valer mi ventaja en las ramas más altas: harto más bajo, me decía yo, mi compañero me lo agradecería. Muy seriecito, empecé a recoger el fruto, unas bayas rojas. Estirándome, tiesas las piernas, poniéndome de puntillas, apartando de mi rostro las ramas bajas y sin perder de vista dónde pisaba, la cosa me gustaba: el blando suelo de la selva, la abigarrada combinación de claroscuros, de hojas y de sombras, hasta el ocasional zumbido de la mosca era de mi agrado.
Fue R.A. quien se acercó a mi posición para trabajar a mi lado. Se limitó a agarrar el tronco del árbol del café para bajar las ramas altas y ponerlas a su alcance. ¡Sea usted alto para eso! Todavía tenía en el oído el villancico navideño "El cerezo". Aún en el vientre de su madre, Jesús ordena al árbol que se doble para que la embarazada María pueda acceder a sus frutos. Recuérdese que José, dudando de su paternidad, se había negado a recoger cerezas. No se trataba aquí de eso, claro: yo era un estudiante en una escuela de la selva, y mi deber era aprender. Por lo demás, no hay nada mesiánico en los zapatistas: la democracia es un proyecto colectivo precisado del tiempo y la paciencia de todos. Piénsese en ello: precisamente Jesús, el aduto revolucionario, congregó en torno a una multitud, la sal de la tierra.
No hay prisa, Tómalo con calma. No es una competición, ni siquiera un concurso emulatorio de estilo soviético o cubano para "construir el socialismo". No tardamos en estar sentados en el suelo selvático; Tobby, feliz a prudente distancia, y los dos hombres chamullando en tzotzil. Vino la jarra con agua para mezclar en nuestros tazones con harina de maíz compactada hasta lograr la consistencia de algo parecido a un puré para ser comido con trozos de una de las tortillas salidas de una abundante pila que, evidentemente, había preparado E. a primera hora de la mañana para nuestra pequeña expedición.
Uno sentía la sensación del milagro, o acaso parecía milagrosa la cosa sólo porque no se advertía el trabajo hecho.
Yo estaba exhausto. Que si no, algo debería haberme quedado de la lectura del clásico ensayo de Marcel Mauss en 1925 sobre La donación, o de la reciente contribución de Daniel Graeber Deuda: los primeros 5000 años. Desde mi más temprana infancia, sobre todo en Navidad, lo que el regalo había sido para mí realmente era la mitad de un intercambio. Muy tempranamente había aprendido yo en la vida la lección de la mercancía. Hasta con mis hermanos el cálculo monetario era la regla, y la acumulación competitiva, el objetivo. Mi deuda con los zapatistas si esa era la vía elegida para reconocerla no sería tan fácil de honrar. Israel me explicó que la remerita no podía aceptarse porque eso violaba una principio central del proyecto zapatista, el principio de autonomía. Yo traté de imaginarme las malas consecuencias que se seguirían de allanarse a una estricta reciprocidad. Karl Marx escribió que "todo el misterio de la forma valor yace oculto en su forma elemental". Sin embargo, yo no estaba aquí para intercambiar "trabajo humano abstracto" congelado. Yo era un estudiante: si insistía en hacer con él un intercambio, tenía que ser la producción de algún tipo de política que todavía estamos tratando de imaginar.
J. jugaba varios papeles. Era el principal intérprete español/tzotzil. Era la persona que nos dio la bienvenida en la iglesia cuando llegamos y que nos despidió al irnos; era la persona que explicaba la economía del café cuando hacíamos una pausa para la comida en el trabajo de recolección en el claro cafetero; fue el primero en manejar el descascarador de bayas de café de regreso al ejido. Era alto, amistoso e irradiaba un aire de confianza que le venía de la autoridad que le había conferido toda la comunidad. Un hombre de una sola pieza eso pensé que personifica el espíritu mismo del zapatismo. Vestía una vieja y ajada guerrera militar rebosante de bolsillos verdugones a los que acudían prestas sus largas manos cuando no estaban ocupadas en la graciosa gesticulación que solía acompañar a su sereno discurso. J. llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello, y a veces, se lo levantaba para cubrir boca y mandíbula y regresar a la anónima identidad colectiva de los zapatistas.
El intercambio elemental es un "mero germen" de la mercancía, "que experimenta una serie de metamorfosis", dice Marx, antes de terminar madurando en la forma precio. ¡Una teoría económica de gérmenes! El dinero destruirá las relaciones sociales del ejido con tanta seguridad como un virus, o como las drogas, prohibidas aquí, o como el alcohol que tan a menudo desemboca en violencia doméstica. No es que el dinero esté totalmente prohibido. Una mañana desayunamos conejo. ¿Lo cazaste o le pusiste tú mismo una trampa? No, evidentemente se había comprado. Algunos bienes se compran. Los frijoles crecen en la milpa local, pero el arroz que los acompaña probablemente ha crecido en Texas o en Louisiana. En el desayuno del días siguiente la comida había sido horneada en Fair Lawn, N.J., troquelada con cilindros rotativos y, desde 1902, empaquetada en cajas para colgar en árboles de Navidad: ¡galletas con formas de animales!
Así pues, el intercambio es potencialmente peligroso, los gérmenes pueden crecer y transformarse en monstruos escarabajiformes, como los descritos por Kafka en su narración La metamorfosis. Nosotros, los estudiantes, estábamos invitados a acudir a la asamblea. Se nos reunió en una cabaña de madera con una sola estancia, evidentemente una escuela, a juzgar por algunas imágenes que colgaban en las paredes. Allí tuvimos nuestra primera comida común al llegar, solo que ahora, en vez de banquetas en torno a la mesa, la mesa había sido retirada y las banquetas puestas en paralelo mirando al frente. Las mujeres se sentaban en una mitad, más o menos, de la sala, y los hombres, en la otra, como en la iglesia.
Dicho sea de paso: la teología de la liberación era evidente en el servicio eclesiástico al que atendí. Muchas guitarras acompañaban a los himnos, y una lectura del Libro de Mateo en voz alta por uno de los músicos que estaba entre un anciano y una joven, diáconos a su servicio, supuse yo: ¿o sería al revés? Se invitaba a la audiencia a comentar. Una mujer comparó el partido político en el poder en México con César, y al EZLN con Jesús. Había un Nacimiento en la iglesia, con el niño Jesús en una cuna rodeado de animales, pero sin reyes. Me pareció una declaración de intenciones políticas, pero otros me invitaron a la cautela: podrían estar retirados hasta la duodécima noche de la Epifanía, el día de los Tres Reyes Magos.
Volvamos a la asamblea. J. introdujo a otros tres hombres y a una mujer recién elegidos dirigentes del ejido. Tras ellos había una pizarra y un hombre con tiza en mano. Registraba lo que había que hacer por temas y los votos, por género. El negocio del día era una fiesta. Había mucho que decidir: eventos, baile, comida, hora de comienzo, etc. Yo entendía más bien poco. Solo una vez, cuando una excitación general provocó que una anciana que tenía detrás dijera algo con un hilo de voz queda y una joven lo repitiera a campana herida. La conversación iba y venía en español y en tzotzil. Se votó muchas veces sobre asuntos relacionados con eso. Al parecer, los planificadores de la reunión habían incluido tamales en el menú del día sin consultar a los cocineros quién tendría que ir una hora antes para hacerlos, ¡y se negaban! El pueblo soberano deliberaba, debatía y votaba. No habría tamales.
Me hice amigo de dos chamacos, D. y C. Coleccionaban tapones de botellas de plástico. Los disparaban desde la primera falange del pulgar, enérgicamente catapultados por un súbito movimiento de la punta del dedo índice. Volaban, ¡zas!, hacia su blanco. Se servían de un bastón para preparar un elaborado campo de juego entre la suciedad. Era un juego de acumulación, además de ser un juego de pericia: acumulación de tapones de botellas de plástico de distintos colores. Yo no tenía la menor idea de cómo jugar o de cómo disparar los míseros trozos de basura plástica, pero contemplaba admirado, y ellos trataban pacientemente de instruirme. Consiguieron que me viniera a la cabeza el "socialista utópico" del siglo XIX Charles Fourier, quien había observado que los niños están inclinados a jugar con lo que desechan los adultos. ¡Tal vez D. y C. estaban en ello!
Participaron en la fiesta del domingo, 5 de enero. Los niños de todas las edades del ejido bailaban para nosotros ataviados con cobijas de lana convertidas en túnicas y coronados por hermosos peinados con largas y laboriosamente fijadas plumas de pavo. Cada danzante era portador de una flecha corta con una punta inofensivamente roma. Los alumnos se dividían en cuatro grupos de una docena, más o menos, y ejecutaban complicadas evoluciones por los campos comunes progresando como sigue: los danzantes efectuaban tres pasos hacia delante con las cortas flechas mirando hacia arriba, seguidos de dos pasos atrás con sus flechas mirando al suelo. De este modo, los cuatro grupos de todas las edades se movían de consuno acordes al ritmo del tambor, tres pasos adelante, dos pasos atrás. Contratiempos aparte, esos niños, la comunidad del futuro, progresaban bellamente, poderosamente, inevitablemente.
Cuando llegamos al villorrio Emiliano Zapata tras aguardar pacientemente horas y horas, luego de un viaje de otras varias horas en colectivo, después de una noche insomne en el caracol y de habernos tumbado una hora una jornada muy larga para mí, en cualquier caso, toda la aldea, tal vez entre setenta y cien individuos, estaba alineada a la luz del ocaso en dos filas plantadas sobre las tierras comunes ante la iglesia aplaudiendo nuestra llegada a la bienvenida que se nos dispensaba en la iglesia. Días después nos fuimos. Y otra vez salieron las gentes, ahora dispuestas en una sola fila, para que pudiéramos decir adiós a cada uno individualmente y estrechar su mano, en mi caso con dos manos y una eterna gratitud.
Queda el pañuelo rojo: un recuerdo del pasado y un recordatorio del futuro.
Peter Linebaugh es profesor de Historia en la Universidad de Toledo. The London Hanged y (con Marcus Rediker) La hidra de la Revolución: la historia oculta del Atlántico revolucionario (trad. castellana: Editorial Crítica, Barcelona, 2005). En Serpientes en el jardín se incluye su ensayo sobre la historia del Día de Mayo. Su último libro es el Manifiesto de la Carta Magna (California Univ. Press, Berkeley, 2009), del que hay buena traducción castellana publicada por la editorial madrileña Traficantes de Sueños.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ventureta Vinyavella
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