Chiara Cruciati
21/05/2023Para entender el resultado de la votación del domingo [14 de mayo], basta con mirar a las provincias turcas afectadas por el terremoto del 6 de febrero. Muchos imaginaban que los destrozos físicos y morales de la especulación en la construcción, marca de la casa del gobierno del AKP, y las culpables demoras en las labores de socorro harían que el descontento se desbordara hasta llegar a las urnas. Pero no fue ese el caso.
Las ciudades devastadas por el terremoto no se movieron de su tradicional apoyo al Partido de la Justicia y el Desarrollo del presidente Erdogan: en Adýyaman obtuvo el 66,2 %, en Maras, el 71,8 % y en Kilis el 65,6 %. Estas cifras se reflejaron en el otro resultado, el de las elecciones parlamentarias, obscurecido por el de la carrera presidencial. De 600 escaños, la actual coalición gobernante obtuvo 322, mayoría absoluta.
Quienquiera que ocupe el palacio presidencial de Ankara, gobernará con un parlamento que volverá a ser de derechas. Ahí radica el sentido de estas elecciones turcas: en la constatación de que no, Turquía no es el Parque Gezi. O, al menos, no es sólo Gezi.
La energía progresista que se vislumbraba en la unidad de las fuerzas de la oposición, ganada hace tiempo, y en las plazas llenas desde hace tantos años en los actos del Orgullo y del 8 de marzo, había inducido la sensación de que la mayoría dominante no es la que representa desde 2003 Recep Tayyip Erdogan.
Es cierto que en dos décadas de poder casi absoluto -sobre los medios de comunicación, la economía, el ejército, la burocracia, la educación-, el presidente no ha conseguido modelar Turquía a su imagen y semejanza, o al menos no del todo. Ha sabido, sin embargo, leer su otra alma, la que vivió como violencia la discriminación de su identidad religiosa, marginada por el laicismo sobre el que se fundó la república kemalista.
El mapa electoral lo confirma: un sudeste de mayoría kurda, históricamente politizado por una necesaria resistencia a la asimilación, y una costa oeste que mira hacia Europa, contrastan con un corazón conservador que ve en el Islam su principal fuente de autodefinición. Erdogan no ha hecho más que llevar al poder a esta última, esa mitad conservadora de Turquía formada por una parte importante de la clase trabajadora (la menos sindicada) y de la clase baja, con un importante componente femenino,invisible elemento clave del éxito de Erdogan, que ve muy lejos de sí la movilización feminista que lleva años enardeciendo Estambul.
Observando el estado actual de la sociedad turca (reflejo de un giro hacia la religión en toda la región, desde el norte de África hasta Israel), Erdogan ha conseguido cerrar el puño de hierro: por un lado, la ocupación de todos los recovecos del Estado; por otro, la asfixia estructural de la sociedad civil progresista, purgada, encarcelada o forzada al exilio, y privada de la capacidad de hablar al país. Erdogan, por el contrario, le habla, y conoce su idioma.