Antoni Domènech
30/03/2014
Varios amigos, colegas o compañeros de vida política con los que tengo intercambios epistolares más o menos regulares y casi siempre divertidos sobre asuntos muy dispares me han invitado desde hace tiempo a convertir en artículos para SinPermiso el contenido de algunos de esos intercambios. Siempre chocó hasta ahora esa invitación con cierta pereza que, en materia publicística, nunca he sido capaz de vencer. Padezco además como bien observa uno de esos amigos del trasnochado sesgo del investigador para el que las cosas que no están pensadas, si no hasta el final, sí al menos cabalmente, deben dejarse cautelosamente ad acta y en ningún caso hacerse públicas. En esta sección de Sueltos trataré con periodicidad irregular de vencer ambos obstáculos, mi pereza y mi sesgo: veremos lo que dura el empeño. Incorporaré en cada entrega material epistolar disperso suelto, casi tal cual fue escrito en su momento. Cuando sea posible y las circunstancias lo aconsejen, mencionaré por sus nombres a los destinatarios originales. Un suelto, ya lo dice el diccionario, no está pegado o unido de manera compacta, no está atado ni encerrado, está separado de otras cosas con las cuales forma un conjunto y se expresa con desenvoltura. Esta segunda entrega de Sueltos (para ver la primera, pulse AQUÍ) recicla material procedente de intercambios epistolares relativamente recientes con el traductor madrileño Pablo Carbajosa y con la escritora argentina Cecilia Ferreiroa. Antoni Domènech
Pues sí, parece que el recientemente fallecido Josep Maria Castellet dijo alguna vez que Josep Pla había sido el mayor prosista español del siglo XX. Y tú, a lo que veo, si no por esa boutade del crítico literario barcelonés, pareces cuando menos gratamente impresionado por esta muestra prosística:
Ara és el millor temps, estimat amic, d'anar pel món. Els enciams tenen un fil llunyà de frescor de neu; la carn a la brasa és sanguinolenta i blava; la dent, aguda, i el paladar, emolat i abundant. El cel, alt i gloriós, fuig tothora, l'aire és suau. El sol és tebi i el vent petit porta una ramiola de fonoll, de romaní d'esparreguera. En els recs hi ha una cueta d'aigua, surten els créixens de les vores, s'afinen els espàrrecs. En els horts, les faveres treuen l'ull i l'orella de llebre esverada. Els ametllers són de color de rosa. Les pomeres tenen un borrissol de carmí, tornassolat. Els detalls de les herbes es dibuixen amb una tendresa perfilada i dóna gust d'abandonar-se, amb la virolla del bastó, al somni de resseguir la cal·ligrafia de les plantes. El mar, llunyà, verd i blau, poblat de formes vagues, va passant. Tot és infinitament més consolador que assistir a les representacions d'aquest món, a la vana demència ornitològica, gòtica i geperuda, del material humà.
A mi expeditiva reticencia a entrar en el asunto respondes con una pregunta conminatoria: ¿si esto no es buena prosa, qué es un gran prosista? Difícil pregunta de, para mí, imposible respuesta. Hay muchos, demasiados, parámetros en liza a la hora de calibrar la calidad de una prosa: el dominio de la lengua en que el autor escribe, su riqueza léxica y sintáctica, su exactitud y economía en la adjetivación, y en general, en el preciso alcance semántico de los vocablos elegidos. Su sentido del idioma: no todos los giros que son normativamente aceptables, y aun aceptabilísimos, resultan idiomáticos; cada lengua tiene su propio espíritu, y ese espíritu, para mayor complicación, varía también con el tiempo y la circunstancia histórica (como profesionales de la traducción que tú y yo hemos sido, no hará falta insistir en eso ). La potencia y pertinencia o felicidad de las metáforas empleadas. El sentido de la eufonía y del ritmo, el particular compromiso que como en la composición musical es capaz de establecer el autor entre la melodía y la armonía de la lengua. Su consciencia, en fin, del público al que se dirige y, con ella, su honradez.
Una prosa honrada, en el sentido que aquí interesa, no tiene mucho que ver con la ética, ni con la política, no al menos directamente. Lo es, en mi sentido, si: a) es consciente de su audiencia, sea ella la que fuere; y b) es auténtica, es decir, que no pretende timar a su público lector, darle gato por liebre, sino otras cosas, aunque sean de legitimidad moralmente discutible: elevarlo, instruirlo, deleitarlo, entretenerlo, lisonjearlo, envilecerlo, sublevarlo, apaciguarlo, etc.
Esta lista, claro, no es exhaustiva. Y lo que es peor desde un punto de vista metodológico/taxonómico, tampoco es excluyente: los criterios no son independientes unos de otros. Por ejemplo, no es, en general, posible que una prosa no sea honrada y que, en cambio, eso no tenga efectos nocivos y aun, tal vez, catastróficos sobre otros parámetros de bondad o calidad prosística, como, pongamos por caso, el de la felicidad de las metáforas empleadas, o el de la precisión semántica.
Dos advertencias, para prevenir posibles malentendidos. La primera: estos criterios normativos que me obligas a improvisar de mala gana no versan sobre lo que es ser un gran escritor o no, sino sobre lo que es ser un gran prosista o no. Dostoievsky fue un gran escritor, pero no fue un gran prosista. Azaña o Clemeneceau fueron grandes prosistas, pero no fueron grandes escritores. La segunda: no tienen tampoco que ver con el estilo. Uno puede ser muy barroco y conceptista y tremendamente económico, en el sentido de evitar, por ejemplo, no la plétora de adjetivos, sino la adjetivación redundante: Quevedo es el ejemplo más señero que conozco: es abundante como ninguno (es el escritor con más riqueza léxica computada, dicen los que estudian estas cosas que mucho mayor que la de Shakespeare) y, sin embargo, no sobra nada, nada en él es superfluo. Y se puede ser barroco y culterano y tener una admirable precisión semántica (las referencias de las palabras empleadas coinciden precisa, exactamente con la referencia pretendida por el autor o exigida por el contexto: Cervantes). Al revés, se puede escribir una prosa casi minimalista y resultar ineconómico (redundante) y/o impreciso semánticamente (como en mi opinión se sabía a veces Borges). Los mejores prosistas filosóficos modernos son, creo yo, ex aequo, Hume y Schopenhauer, y sus estilos literarios no pueden ser más distintos.
Con esta especie de marco normativo de andar por casa, vamos a tu señor Pla. Y, puesto que me la envías tú mismo como pieza prosística gloriosa, vamos a su divagación epistolar sobre el paisaje ampurdanés preprimaveral.
La prosa de Pla no es honrada, lo que tiene, me parece, ciertas consecuencias prosísticamente importantes. (Le pasa en eso un poco como a cierto Borges, salvando todas las distancias, todas ellas favorables, dicho sea de pasada, al genial excéntrico urbano rioplatense. Pero bástele a cada día su propio afán.) Pla se construye o se fabrica como un hombre, aun cuando cosmopolita, del campo (concretamente de mi tierra, del Bajo Ampurdán) que escribe para un público de clase media y media-alta urbana urbanísima, residente nada menos que en Barcelona, la vieja capital industrial de España.
Ello es que en el Bajo Ampurdán el pueblo llano habla acaso el catalán más rico léxicamente y más jugoso idiomáticamente (down-to-earth-and-to-work) del Principado, en vivo contraste con la lengua degenerada, invadida de castellanismos y léxicamente pobrísima de las clases medias barcelonesas (para las clases altas de sus tiempos mozos, el catalán no era sino un habla ajena, folclórica y campestre propia de los inmigrantes rurales convertidos en criados urbanos, en sus criados). Pues bien; para un burgués barcelonés, la cuarta parte, por lo bajo, de las palabras que utiliza Pla en este textito que mandas eran y me temo que siguen siendo misteriosos y apenas comprensibles revoltijos eufónicos de lexemas Que, eso sí, traían consigo al cotidiano agobio urbano con su contaminación, su ruido, su cuitado ajetreo y esa indómita clase obrera industrial sediciosa y desagradecida, que hacía descreer del ser humano vagos y atractivos aromas bucólicos de un mundo anómalamente utópico. Porque no es propiamente un no-lugar, sino un topos que está ahí, describible con todo detalle, a la vuelta de la esquina, como quien dice, hasta el punto de que podemos construirnos allí en la brava Costa Brava nuestra residencia de verano y de fin de semana y verlo con nuestros propios ojos, tocarlo con las propias manos y saborearlo con las propias papilas gustativas. ¡Qué bonito! ¡Tal y como nos lo describe Pla!
Y en una lengua tremendamente evocadora, y tanto más cuanto menos familiar semánticamente resulta a su público de destino, ¿qué describe Pla? Ese es el núcleo interesante del asunto: Pla trata de describir con lenguaje de edafólogo, de geólogo, de geógrafo físico, por así decirlo, paisajes que son de geografía humana (moral, política, económica, social). Porque los manzanos y los almendros y las habas y los canales de riego y los huertos no son accidentes físicos; son maravillosas creaciones humanas, asombrosos frutos del trabajo realizado en condiciones penosas y muchas veces serviles por los subalternos de un Pla que, por lo mismo que no se dignó en su vida a coger el azadón o a plantar un almendro o a hacerse a la mar de pesca como no fuera de recreo o a escuchar con genuino interés humano al azacaneado labriego o al sufrido pescador ampurdaneses (que, dicho sea de paso, no reconocerían su rica habla cotidiana en la impostada lengua del escritor rural con vocación de trilero urbano y se descostillarían de la risa con el refitolero bucolismo paisajístico del rentista agrario de Llomfriu), tiene que recurrir, para describirlos, a las caracterizaciones más vulgares y a forzadas metáforas ni mediocremente felices: el mar es lejano, verde y azul (sic!); al crecer, las plantas de habas sacan el ojo y la oreja de la liebre estremecida No hay labriegos, ni pescadores, ni humanos en general: hay material humano, misantrópicamente presentado con metáforas, no ya infelices o arbitrarias, sino grotescas. Ese material humano anda preso de una vana demencia ornitológica (¡áteme usted esa mosca por el rabo!), es gótico (sic!) y contrahecho (jorobado sería aquí una mala traducción que, en cambio, haría menos infeliz la metáfora de Pla, porque jorobado tiene en castellano también el sentido moral de tío jodido y complicado; geparut, en catalán, no: es puramente físico).
¿Cómo no acordarse a contrario aquí, amigo mío, del canto de Walt Withman en Hojas de hierba al noble character of the young mechanics and of all free American workmen and workwomen y del declarado propósito de esta cumbre de la lírica norteamericana to get into the stream with them: to give them a voice in the literature?
Sólo en la (inapropiada) contemplación y descripción con lenguaje de geografía física de paisajes de geografía radicalmente humana declara el misántropo de Palafrugell poder hallar consuelo. Con ese consuelo engañó en su día a un público urbano lo suficientemente filisteo como para gozarse engañado. Y consigue engañar tal vez ahora a un público urbano no menos filisteo y no menos, sino, si acaso, más pronto a darse a entender lo que no cree: el de la posizquierda gastronómica provincianamente cosmopolita. Pero precisamente ese dudoso éxito condena su prosa mejor valorada.
Abbracci tanti (ya sabes que Pla decía que los catalanes lo que queremos de verdad es ser italianos: una boutade arbitraria, como suya). A.D.
Antoni Domènech es el editor general de SinPermiso.