Reflexiones anticapitalistas sobre "No miren arriba"

Federico Mare

31/12/2021

Con más de 110 millones de vistas, la película Don’t Look Up (No miren arriba) lidera el ranking mundial de Netflix al momento de escribir estas líneas, viernes 31 de diciembre. Medio mundo está comentando, elogiando o debatiendo el largometraje de Adam McKay protagonizado por Leonardo y DiCaprio y Jennifer Lawrence. Se ha vuelto tendencia cultural de masas, todo un fenómeno sociológico.

Don’t Look Up es una sátira inteligente y chispeante, en clave catastrofista, sobre los Estados Unidos de hoy: la sumisión neoliberal de la política al mercado, el pulpo monstruoso del capitalismo digital y de vigilancia, la farsa burguesa de la democracia representativa, la deriva cada vez más inquietante –distópica– del biopoder en tiempos de big data, la virtualidad tóxica de las redes sociales, la plutocracia corporativa, la demagogia, la corrupción, la sociedad de consumo y del espectáculo, la banalidad y posverdad de los medios hegemónicos de masas, la instrumentalización capitalista de la ciencia y tecnología, la manipulación y cretinización de la opinión pública, la irracionalidad cortoplacista y suicida del extractivismo, la impostura de los multimillonarios filantrópicos, la peligrosa sabihondez de los CEOS-gurúes como Elon Musk, etc. Una película que da cuenta de todos estos acuciantes problemas no viene nada mal.

Sin embargo, me cuesta no reparar en algo que probablemente me haga quedar como aguafiestas: la paradoja de que una película así, tan crítica y mordaz con el capitalismo, sea una de las mercancías más consumidas y lucrativas de este fin de año pandémico. El fenómeno no es nuevo, ciertamente: muchos otros ejemplos existen desde hace tiempo, como la moda de la contracultura hippie en los 60 y 70, el merchandising revolucionario con la imagen del Che Guevara, la música y estética punk, los suvenires de Rusia alusivos a su pasado comunista, o el negocio inagotable de las reediciones de los clásicos marxistas y anarquistas por editoriales privadas que no concuerdan ni un poquito con las ideas de tales autores. El capitalismo –ya se sabe– tiende a fagocitarlo y metabolizarlo todo, incluso aquello destinado, en teoría, a derribarlo o debilitarlo, o cuanto menos a combatirlo o denunciarlo.

Cuando hablaba de esta paradoja con mi pareja, ella me remitió a un hilo tuitero de @LosPajarosPican sobre Don’t Look Up, escrito por el periodista español Daniel Méndez, el 28 de diciembre. Lo cito en extenso porque vale la pena: “Cuando se le preguntó a Charlton Brooker la razón de cancelar la serie Black Mirror, su respuesta pudo sonar grandilocuente. A mí me encantó y me deprimió por partes iguales. Ya hilo, motivado por el visionado de No mires arriba”. A continuación, Méndez cita traducida la respuesta de Brooker: “Influido por Huxley u Orwell, quise crear una corriente de opinión y reflexión a través de una serie, pero esta, lejos de producir un cambio, solo consiguió normalizar la distopía, que ya vivimos, o el futuro apocalipsis, para transformarlas en un producto cultural. Mi alianza con Netflix fue la puntilla de Black Mirror, y acabé tan desazonado que decidí no volver a creer en que las cosas pueden cambiarse desde dentro”.

Tras la cita, el periodista español agrega: “En 2020, la plataforma de streaming que más monetiza y analiza los datos de sus clientes, estrena El dilema de las redes, en el que se tocan temas que mucha gente desconocía, como el poder de control de las redes sociales y cómo los usan de forma amoral empresas y gobiernos. La noche del estreno en Netflix, el uso de Twitter y Facebook se incrementó un 12% por encima de la media para un domingo, impulsado, precisamente, por el impacto que causó el documental. Es decir, la emisión de un documental que impactaba porque nos llamaba a un uso más racional de las redes o a, sencillamente, dejar de usarlas, provocó justo lo contrario de lo que pretendía. El capitalismo ha convertido elementos marcadamente anticapitalistas en negocios ajustados a la sistemática del mercado. Decir que el capitalismo nos lleva al apocalipsis es cool. Tuitear que hay dejar de usar Twitter es cool. Lo antisistema es cool… y, ahora también, capitalista. Méndez concluye: “Resulta aterrador pensar en cómo cada solución que trata de resquebrajar el monolítico capitalismo, acaba convertida en divertimento, en moda, en trending topic, en pin, en camiseta, en políticas reputacionales para empresas o, por resumirlo, en parte activa del problema. El capitalismo ha conseguido algo que parecía imposible: que oponerse a él sea casi tan capitalista como defenderlo. Por eso cuando veo una película como No mires arriba siento muchísima desazón. Dejando de lado que este divertido film discurre anárquico como una sucesión de gags, vuelvo a sentir ese cansancio del que se ve abocado a la imposibilidad del cambio”.

Méndez va más lejos que yo en su pesimismo. No todo anticapitalismo resulta domesticable y rentable para el capitalismo, o al menos no tan fácilmente. No es lo mismo un sticker de las Panteras Negras que una huelga general, una protesta callejera o una guerrilla insurgente como el EZLN. No es lo mismo un almanaque con pinturas de Frida Kahlo en el escaparate de una librería que una rebelión popular como la que hubo hace poco en Chile o en Chubut. Tampoco es lo mismo el indigenismo folclorizado de clase media citadina que una comunidad mapuche recuperando su territorio ancestral y resistiendo el desalojo, como en Cuesta del Ternero.

La historia nos enseña que ningún sistema económico-social ha sido eterno, por muy longevo que haya resultado. Debemos presumir, por ende, que el capitalismo también caerá algún día, igual que el esclavismo y el feudalismo. Pero hay preguntas incómodas que hacerse: ¿caerá cuando sea demasiado tarde, cuando ya no sea posible reconstruir el mundo? ¿O su colapso no entrañará la extinción o declive de la humanidad? Y si sobrevivimos como especie, ¿vendrá un orden social mejor o peor que el capitalismo? ¿Habrá una nueva oportunidad para la utopía? ¿Habrá una segunda chance para el socialismo revolucionario? Y en ese caso hipotético, ¿el socialismo revolucionario habrá aprendido de sus errores o volverá a derrapar en la barbarie estalinista? La crisis ecológica resultante del capitalismo ya es tan grave, tan alarmante, que estos interrogantes cruciales se han vuelto urgentes. Corremos cada vez más rápido hacia el precipicio…

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Pero volvamos a Don’t Look Up. Su crítica anticapitalista tiene, a mi entender, dos puntos ciegos muy significativos:

1) A contramano de lo que nuestra realidad pandémica invita a conjeturar o fantasear, McKay eligió representar el riesgo de colapso civilizatorio como exógeno: el impacto inminente de un cometa gigantesco, cuyo origen es ajeno por completo a la acción humana. Subsidiariamente, el cineasta añade un componente endógeno, antrópico, que complejiza el asunto: una Casa Blanca que, por presión de su principal sponsor de campaña (BASH), desiste de intentar algo que podría, tal vez, con suerte, evitar o mitigar el desastre. En la vida real, sin embargo, el riesgo de colapso civilizatorio a corto o mediano plazo parece estar más vinculado, en su génesis, a las consecuencias ambientales y sanitarias de la dinámica capitalista, y no a un accidente astronómico: contaminación, calentamiento global, deforestación, desertización, reducción de la biodiversidad, agotamiento de bienes naturales no renovables, escasez de agua, industrialización de la ganadería, proliferación de zoonosis como el VIH-sida o el COVID-19, etc.

2) McKay nada nos dice sobre el conflicto trabajo-capital, la contradicción principal del capitalismo, parafraseando a Althusser. Esto es una constante en las películas y series yanquis, cuestión sobre la que vengo insistiendo desde hace tiempo (véase, por ej., mi ensayo Apuntes sueltos sobre corrupción y honestismo, https://www.sinpermiso.info/textos/apuntes-sueltos-sobre-corrupcion-y-honestismo). Uno observa en ellas a ricachones soberbios y tacaños, lobbies corruptores de la democracia, empresas extractivistas o contaminantes, grandes estafadores o evasores fiscales, sórdidas mafias y cárteles de narcos, bancos que practican la usura hipotecaria y los desahucios de familias de clase media, oligopolios que esquilman a sus consumidores, peces gordos que funden a las pymes, turbios contratistas del complejo-militar industrial, prepagas que lucran con la salud despiadadamente, especuladores de bolsa, laboratorios inescrupulosos, medios de comunicación venales y mendaces, inmobiliarias rapaces como cuervos… Pero nunca, o casi nunca, patrones explotadores o trabajadores en huelga. ¿Conflicto naturaleza-capital? Sí. ¿Conflicto fisco-capital? Sí. ¿Conflicto educación-capital? Sí. ¿Conflicto salud-capital? Sí. ¿Conflicto honestidad periodística-capital? Sí. ¿Conflicto democracia-capital? Sí. ¿Conflicto paz mundial-capital? Sí. ¿Conflicto derecho a la vivienda-capital? Sí. ¿Conflicto derecho de privacidad-capital? Sí. ¿Conflicto derechos del consumidor-capital? Sí. ¿Conflicto pequeña propiedad-capital? Sí. Todo eso sí, aunque no siempre y no todo junto. Pero, ¿conflicto de clase obrero-patronal? ¿Burguesía vs. proletariado? Eso jamás, o muy rara vez… Hay víctimas del capitalismo, pero no en tanto trabajadores, sino en tanto consumidores, usuarixs, deudores, ciudadanxs, vecinxs, estudiantes, pacientes, lectores, espectadores…

En conclusión, Don’t Look Up suaviza un poco el conflicto naturaleza-capital, porque sugiere, en vez de un colapso civilizatorio endógeno, cierta «corresponsabilidad» entre la fatalidad externa de un meteorito y el ciego interés egoísta de la megacorporación BASH. Además, soslaya el conflicto trabajo-capital, porque no aborda la temática crucial de la explotación de clase y la precarización laboral, ni la resistencia sindical o política a las mismas. En este sentido, la película no va más allá del cine y las series de ideología progre, que navegan en la ambigüedad de una crítica más antineoliberal que radicalmente anticapitalista.

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Una cosa más, para terminar: la reconciliación final con la fe religiosa que propone el film también es cuestionable. Es cierto que se trata de una fe religiosa desinstitucionalizada, en clave deísta o panteísta, por fuera de toda iglesia u organización confesional, sin ritos, sin dogmas, sin sacerdotes. Pero sigue siendo una forma de mistificación y alienación. Huele a prejuicio pacato, a estereotipo mojigato, a esa vieja cantinela de “las personas ateas o agnósticas se vuelven creyentes cuando les asalta el miedo a morirse y entran en crisis”, como en las bromas o leyendas urbanas sobre aviones a punto de caerse donde un pasajero irreligioso se pone a rezar febrilmente. Esto de mostrar a personas no creyentes experimentando un súbito y desesperado despertar a la fe cuando las papas queman, in extremis, es un cliché autocomplaciente de sentido común, de gente biempensante, no un hecho frecuente en la subjetividad atea o agnóstica.

Hay, en este aspecto, un abismo de diferencia entre Don’t Look Up y –por citar solo un ejemplo– Mar adentro, la película de Amenábar sobre la historia de Ramón Sampedro (Javier Bardem), el caso verídico de un ateo español cuadripléjico que, cansado de languidecer postrado en una cama durante casi 30 años, decidió luchar por su derecho a la eutanasia; y que, no habiendo conseguido que la justicia se lo reconociera, logró al menos que sus seres queridos lo ayudaran a morir indolora y clandestinamente. La estoica entereza y serenidad con que Ramón afrontó sus horas finales ilustra la posibilidad –nada descabellada– de morir sin Dios con dignidad y convicción, aunque a la mentalidad religiosa le cueste aceptarlo.

Es cierto que, por definición, la ciencia –que sirve o podría servir para muchas cosas valiosas– no puede darles un sentido a la vida y la muerte. El doctor Randall Mindy, su doctoranda Kate Dibiasky y el funcionario de la NASA Clayton Oglethorpe, investigadores totalmente consagrados a la episteme astronómica, comprueban en carne propia los límites de su vocación científica: son víctimas impotentes de la maldición de Casandra, de la irracionalidad del capitalismo, de la catástrofe del cometa. Ante esa impotencia dolorosa, ante esa absurdidad trágica, el director y guionista del largometraje elige mostrarnos a su trío desencantado de cientistas refugiándose en la ilusión metafísica de la fe, en el placebo de la religiosidad.

¡Claro que la muerte duele! ¡Claro que la vida es absurda! Pero hay otras formas de afrontar esto que no pasan por la creencia paternalista en Dios: la amistad, el amor, la filosofía, el arte... Sin espejismos ultraterrenos, sin renegar de nuestro raciocinio, sin traicionar nuestra humana condición, desde el existencialismo ateo o agnóstico, también podemos dotar de significado a la epopeya de vivir y la tragedia de morir.

Historiador y ensayista argentino.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 31 de diciembre 2021

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