Antoni Domènech
30/06/2005Recuerdo de Manuel Sacristán, veinte años después
Me invita El Viejo Topo a recordar a Manolo Sacristán, ahora que se van a cumplir veinte años ¡veinte ya! de su muerte.
Fue mi maestro intelectual más importante. Y en nuestro tiempo de banalización y venalización del conocimiento y de su transmisión (bautizado a veces, y no creo que sarcásticamente, como era de la información), tal vez convenga precisar la connotación artesanal que la palabra maestro guardaba todavía hace veinte o treinta años. Quiero decir que me enseñó desinteresadamente el oficio: las técnicas del pensar y el estudiar rectamente; la imperiosa necesidad de dominar a fondo otras lenguas, vivas y muertas; algunos buenos atajos economizadores de las dispersantes energías de los jóvenes (no hay que perder el tiempo con este autor, eso es una vía muerta ); el código deontológico básico del hacer intelectual; y el amor a ese hacer por sí mismo, con independencia de sus posibles resultados (puestos, honores, fama gacetillera o dineros), lo que incluye el gusto por la pulcritud puntillosa (¡había que ver la calidad mecanográfica de los originales de sus escritos y aun de sus traducciones!), así como la superlativa afición al detalle, que Dios está en los detalles, al decir de su admirado Goethe. Cuán bien aprendí el oficio, no me corresponde a mí decirlo. Excusa, no tengo: mi primer maestro le conocí sin haber cumplido veinte años lo fue de verdad.
Manolo Sacristán fue también, a pesar de la diferencia de edad 27 años mi amigo personal. Quiero decir que compartí con él confidencias, efusiones y alegrías, y claro está, algunos de los momentos más amargos y delicados de un destino tan acedo, que ni siquiera le consintió siempre la libertad de elegir, no ya a los enemigos declarados, pero ni siquiera a los supuestos amigos: parece que no hay libertad para elegir las propias influencias, le oí quejarse alguna vez, creo que con fingida resignación. (Algún pelanas ha escrito hace poco que Manolo buscaba desesperadamente discípulos; más bien le abrumaban las influencias no elegidas, y en particular las indeseadas influencias sobre los pelanas.) Pero como el grueso de las dificultades de su vida, su mala suerte, como se dice incluso después de muerto, tienen que ver centralmente con su compromiso político y con las terribles circunstancias políticas del tiempo y del país en que le tocó vivir, dejaré de lado el aspecto personal de mi vínculo con Manolo, para decir algo aquí del lado político de mi relación él.
Con un pequeño grupo de amigos políticos (Giulia Adinolfi su Lebensgefährtin, Rafael Argullol, María José Aubet, Miguel Candel, Paco Fernández Buey, Ramón Garrabou y yo mismo) fundó en 1979 la revista bimestral mientras tanto. Yo había ya coincidido con Manolo Sacristán en el consejo de redacción de otras revistas de intención más o menos directamente política: Materiales (patrocinada por Jacobo Muñoz en 1977) y Nuestra Bandera (el órgano teórico del Partido Comunista de España). Pero mientras tanto fue el primer proyecto de publicística política concebido por él desde el comienzo. Como declaraba ya desde su mismo nombre, la revista se entendía a sí misma con funciones de provisionalidad, y en cierto sentido, de puente.
La provisionalidad respondía, creo que no sin cierta lucidez, a la doble desorientación de una izquierda que se sabía ya derrotada por la restauración borbónica en que acababa de culminar la transición democrática española y que intuía al mismo tiempo que, a escala planetaria, con la derrota del movimiento obrero y popular que siguió al 68, se estaba a las puertas de un cambio de época que, como poco, iba a socavar buena parte de las conquistas sociales y políticas del movimiento obrero de inspiración socialista. Todavía en 1975-76, en España, y muy particularmente, en Barcelona sede de la revista y la zona industrial más importante y políticamente más activa del movimiento obrero ibérico la conflictividad laboral con punta política antifranquista seguía al alza, mientras que, en cambio, la contrarrevolución triunfaba en Portugal, y en el resto de Europa y en los EEUU los niveles de conflictividad laboral y de resistencia antiimperialista, que habían alcanzado su pico en 1970, y a pesar de la grave crisis del orden económico capitalista que estalló en 1973, estaban cayendo espectacularmente, socavando el poder de los partidos y sindicatos obreros tradicionales y arrastrando consigo también a la miríada de sectas y partidillos neoestalinistas, neosocialistas, neocomunistas y neolibertarios florecidos en la segunda mitad de los 60. (Trasunto académico-periodístico de eso: la llamada crisis del marxismo.)
Lo cierto es que en diciembre de 1979, cuando nacía la revista, los dos ciclos, el nacional y el internacional, se habían aconsonantado: teníamos crisis del marxismo, proclamada urbi et orbe desde quién sabe qué cátedra de la Sorbona, y teníamos al pelele Juan Carlos entusiásticamente aceptado por la nueva elite restauracionista que, más o menos discretamente apoyada por poderes y dineros extranjeros, acabó conformando a la amnésica y autosatisfecha clase política española como garante de la democracia. La ola del crecido movimiento popular antifranquista se desplomaba en caída libre, y Margaret Thatcher inauguraba en Inglaterra la era de lo que ahora los editorialistas del New York Times llaman lucha de clases desde arriba, seduciendo electoralmente a las clases medias con su expresa voluntad de quebrar la columna vertebral de las Trade Unions, y con ella, el consenso social de 1946.
Además de consciencia de provisionalidad, de reclamar un lapso de tiempo para reorientarse, el título de la revista sugería también una voluntad de puente: entre el pasado y el futuro de la tradición socialista, claro; pero de puente también entre las veteranas tradiciones socialistas del movimiento obrero y los nuevos movimientos sociales más o menos incipientes (ecologismo, feminismo, pacifismo), que en opinión de Manolo Sacristán reflejaban por lo pronto el hecho de que la pervivencia de la cultura económica y espiritual del capitalismo estaba llevando a una crisis de civilización.
Urgido por Salvador López Arnal, he repasado estos días, un poco al azar, y desde luego sin premeditación, documentos inéditos que guardo de aquel momento, así como varios de los primeros números publicados de la revista. ¿Qué queda y qué se puede rescatar, veintitantos años después, de eso que fue el último empeño político de Manolo Sacristán? En lo que hace a su eficacia política inmediata en suelo español, tal vez casi nada. En el espacio comunista, representó una voz disidente, con más de un paralelo con lo que, en el espacio socialista, representó la voz de los núcleos más lúcidos y honrados de la Federación Socialista Ibérica, los Joan Garcés y los Xosé Manuel Beiras: voces lúcidas también, también derrotadas, también silenciadas o asordinadas por el batir triunfante de los tambores apologéticos de la mediocre elite intelectual y política directamente beneficiaria de la restauración borbónica.
Pero los puentes (hacia la revisión autocrítica del pasado, y hacia la honrada consideración de las nuevas realidades y los nuevos movimientos sociales) apuntados por el último Sacristán me siguen pareciendo buenos, programáticamente hablando. Por ejemplo: su revisión antiprogresista de la tradición socialista, su genuina y honrada apertura al ecologismo político y a la crítica de la cultura grancapitalista del despojo y el derroche. O por ejemplo: su inclemente crítica del energuménico neomarxismo sesentaiochesco à la Tartarin, tan ayuno de empiria como ebrio de escolástica, filosóficamente sectario, históricamente analfabeto, políticamente volandero y, salvadas unas pocas excepciones, intelectualmente estéril, incapaz siquiera de entender y no digamos reanudar el complejo debate autocrítico que los marxistas serios y que iban en serio: Trotsky, el viejo Kautsky, Arthur Rosenberg, Otto Bauer, Karl Korsch, Walter Benjamin, Gramsci, Otto Kirchheimer o Joaquín Maurín (el más importante político socialista que ha dado el movimiento obrero español) y Andreu Nin habían empezado a desarrollar en los años treinta sobre la derrota del movimiento obrero en Europa, sobre el fascismo, sobre la Guerra Civil española y sobre el estalinismo. (Un gran debate que quedó trunco con la Guerra Mundial, y que prácticamente se hizo perdidizo luego, tras la restauración manu militari norteamericana de un capitalismo reformado en el occidente europeo y en Japón y la recreación mitológica de Stalin como enterrador militar del nazismo.)
Con el rebrote del pensamiento de izquierda al que, tímidamente, estamos empezando a asistir ahora, ya se ve, ¡ay!, un cierto rebrotar también de aquel tipo de neomarxismo demolido en su día por Sacristán. No faltará quien se acuerde del viejo poema de León Felipe, tan perspicaz, y por eso, tan amargo:
¡Qué lástima si este camino fuese de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos caminos, las mismas veredas
los mismos ganados, las mismas recuas
los mismos farsantes y las mismas sectas!
Yo también me temo que el camino es de muchísimas leguas, y que regresarán ¡ya ha regresado hasta Negri! los viejos farsantes y las viejas sectas. Consuelo y aliento: que las muchas cosas inteligentes, lúcidas, renovadoras y sensatas que está produciendo ahora mismo el pensamiento socialista (digamos, un Mike Davis, un David Harvey, un Adolfo Gilly, una Florence Gauthier o un Eric Olin Whright ) transitan todas por los puentes que el último Sacristán contribuyó a tender.
* Antoni Domènech es autor de El eclipse de la fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista (Barcelona: Crítica, 2004) y Editor general de la revista iberoamericana sin permiso (www.sinpermiso.info)