AAVV
24/10/2020
El Movimiento al Socialismo (MAS) se impuso en las elecciones bolivianas con más del 50% según todos los conteos rápidos. ¿Qué explica este resultado a solo un año de la caída de Evo Morales?
El triunfo del binomio Luis Arce-David Choquehuanca en primera vuelta, con más de 50% de los votos, acabó abruptamente con muchos de los análisis vertidos durante toda la campaña y le permite al Movimiento al Socialismo (MAS) volver al poder a solo un año de haber sido ejecutado por unas movilizaciones combinadas con un motín policial y, finalmente, el aval de las Fuerzas Armadas.
¿Qué explica está victoria y el fracaso de la candidatura de centroderecha de Carlos Mesa? ¿Qué nos dice este proceso electoral, que logró desarrollarse en orden y con un rápido reconocimiento de los resultados, aún preliminares, por parte de todas las fuerzas políticas? Para responder a estas preguntas, Nueva Sociedad pidió la opinión de analistas e investigadores sociales, que proyectan sus miradas más allá y más acá de las elecciones del pasado 18 de octubre.
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Pablo Ortiz (periodista)
Un año después de su caída, el MAS vuelve a ser el partido hegemónico de la política boliviana. Es el único realmente estructurado, con una militancia y un voto fidelizado, que resiste incluso la salida del escenario político de su máximo líder y fundador: Evo Morales.
La elección general de 2020 es la primera elección sin Evo Morales desde 1997 y es la primera votación que cumple con el referendo del 21 de febrero de 2016, que le dijo a Morales que no podía aspirar a una nueva reelección. Durante toda la campaña se había hablado del siguiente quinquenio presidencial como un ejercicio de transición antes de llegar al posmasismo, pero las urnas decidieron contradecir a los pronosticadores de la política y dictaron sentencia: no era el proyecto del MAS el que estaba agotado, sino el mando único, la repetición sin fin de la figura de Morales como presidente.
Luis Arce Catacora concluirá primero cuando se termine de contar los votos y habrá logrado entre seis y diez puntos más que Morales en las elecciones fallidas de 2019. Para eso necesitó algunas herramientas que lo llevaron a un triunfo con una ventaja insospechada.
La primera fue la estrategia correcta. Mientras que Carlos Mesa, Luis Fernando Camacho y otras fuerzas menores apostaron al clivaje MAS/anti-MAS (todos se presentaban como la mejor opción para que el anterior partido de gobierno jamás volviera), el MAS puso el acento en la crisis económica y la estabilidad como ejes de discurso y apostó a consolidar su voto duro como objetivo público número uno. El MAS desarrolló una campaña en los márgenes de las ciudades, con caminatas y concentraciones pequeñas, mezclando reuniones sindicales con conferencias académicas para alejarse de la imagen que predominó en la última campaña de Morales.
Arce y sus estrategas apostaron por las barrios alejados, por los pobres y los empobrecidos del coronavirus; por quienes pasaron de la pobreza a la clase media durante los 14 años de gobierno de Morales y volvieron a caer en la pobreza por el coronavirus; por la nostalgia que el agravamiento de la crisis (a principios de mayo, 3,2 millones de bolivianos no tenían lo suficiente para comprar alimentos, por culpa de la pandemia y la cuarentena) creó de los años de bonanza del MAS.
Para eso tuvo aliados involuntarios, ambos llegados desde el Oriente boliviano, las regiones del país que siempre se le resistieron a Morales. La primera «ayuda» fue la del gobierno de transición. El gobierno de Jeanine Áñez era leído como la continuación de la llamada «revolución de las pititas», la revuelta ciudadana que precedió al motín policial y la «sugerencia» de renuncia de la Fuerzas Armadas a Evo Morales. La presidenta, surfeando sobre los 100 días de luna de miel, se animó a lanzar su candidatura en enero pasado para unas elecciones que debían ser en mayo, y con ello destruyó las bases de su gobierno: un pacto no escrito entre todas las figuras del antievismo para asegurar una transición que finalizara con un partido distinto del MAS en el poder, y la colaboración de los dos tercios de diputados y senadores del MAS en la Asamblea Legislativa, que entendían que colaborando con Áñez llegarían antes a unas elecciones que los devolverían al poder.
Con el inicio de la campaña, cayó el coronavirus. Al tiempo que familiares y ministros de Áñez comenzaban a disfrutar de las ventajas del poder (aviones, fiestas), sus aliados de retiraban dejando un reguero de hechos de corrupción que destruyeron uno de los primeros mitos fundacionales del antievismo: ellos eran capaces de cometer los mismos actos de corrupción y abuso de poder que el MAS. El tiro de gracia a la popularidad de Áñez llegó en plena cuarentena: se compraron más de 100 respiradores de origen español que no solo se pagaron cuatro veces más de su precio de lista, sino que no servían para terapia intensiva. Así, los reemplazantes de los supuestos corruptos y fraudulentos no solo eran corruptos, sino también altamente ineficientes. En pocos meses, y en medio de la pandemia, cayó un ministro de Salud tras otro.
Pero hubo una «ayuda» más. De las calles surgió un liderazgo potente y que prometía victoria: Luis Fernando Camacho, el hombre que había liderado la «revolución de las pititas» e incluso había forzado a Morales a abandonar Bolivia (tras la renuncia del presidente, él mismo anunció que estaban buscándolo para arrestarlo, lo cual precipitó la evacuación hacia México), se postuló para presidente aprovechando su gran popularidad en Santa Cruz.
El MAS y Arce aún eran hegemónicos en La Paz y Cochabamba, pero necesitaban que la renuente Santa Cruz, la segunda región con mayor cantidad de votantes de Bolivia e históricamente antimasista, no se inclinara por Mesa, el candidato que más cerca estaba de Arce. En 2019 se había dado un escenario parecido. Morales lideraba las encuestas y Santa Cruz estaba controlada por Óscar Ortiz, candidato local que aspiraba a ser presidente, pero en la última semana la estrategia de «voto útil» de Mesa le dio 47% de los votos cruceños y lo acercó lo suficiente a Morales como para discutir si había ganado en primera vuelta o no.
Esta vez, Camacho no sufrió el mismo efecto de desgaste. Surgido de las calles, religioso y con un discurso que exuda testosterona, tiene una impronta más emocional que propositiva y se planteó a sí mismo como el garante de que Morales no volvería al país. Pero esa no fue la clave para que se impusiera ante la estrategia del voto útil de Mesa, sino que logró exacerbar el orgullo identitario del cruceño y convertirlo en voto. A diferencia de Ortiz, Camacho no trató de «nacionalizarse» para conquistar votos, sino que apostó por convertir al resto de los bolivianos en cruceños. Eso, sumado a la juventud del votante cruceño, convirtieron a Camacho en una fuerza local e irreductible que cerró el territorio de Santa Cruz a Mesa y polarizó el voto con Arce, lo que le permitió a este una victoria más holgada.
Eso sí, nadie se esperaba que Arce, que no es caudillo sino tecnócrata, superara el 50% de los votos. Para ello tuvo que hacer algunas jugadas finales, que lo acercan a priori a ser el primer presidente del posevismo antes que la continuidad de Morales. Lo primero fue tener la capacidad de criticar la gestión de Morales y cuestionar el entorno con el que gobernó el «primer presidente indígena». Arce ha prometido un gobierno de jóvenes, de nuevas figuras. Lo segundo fue alejar del votante boliviano esa idea de que el MAS viene a eternizarse en el poder. Arce ha prometido gobernar solo cinco años y «reencaminar el proceso de cambio». Y la tercera promesa fue desterrar la idea de que con el MAS volverían las persecuciones políticas y el revanchismo. Arce ha prometido también que no perseguirá a policías ni a militares involucrados en la renuncia de Morales.
Así, el tecnócrata logró resetear el proceso de cambio y podrá gobernar con mayoría absoluta en ambas cámaras de la Asamblea Legislativa. Sin embargo, para saber si de verdad el MAS entró en la era posevista, habrá que ver cuál será el rol de Morales cuando regrese a Bolivia. De ello no solo dependerá la autoridad que podrá ejercer Arce sobre su bancada y sobre el país, sino también su estabilidad política. Para ganar, para cerrar el territorio cruceño a Mesa, el MAS hizo crecer a golpes a Camacho. Ahora, con todo el poder territorial conseguido en el Oriente, este será el único opositor con capacidad de movilización con el que tendrán que lidiar.
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Julio Córdova Villazón (sociólogo, investigador sobre movimientos religiosos y cultura política)
Según los conteos rápidos no oficiales, el MAS obtuvo una contundente victoria en primera vuelta con 52% de los votos. ¿Por qué el desempeño electoral del MAS fue tan exitoso, excediendo las expectativas, incluso de los más optimistas? Por tres razones principales.
Primero, por la emergencia de un «voto de resistencia» de sectores urbano-populares y campesinos. Estos sectores fueron objeto de varias violencias en los últimos meses: a) la violencia electoral: su voto por el MAS en 2019 fue escamoteado a raíz de una falsa denuncia de fraude avalada por la Organización de Estados Americanos (OEA); b) la violencia simbólica: hubo constantes descalificaciones desde el Estado y en las redes sociales pobladas por sectores conservadores de clases medias, se difundió la imagen de «hordas de violentos e ignorantes» en referencia a estos sectores populares, y en noviembre de 2019 algunos policías quemaron la wiphala (bandera indígena reconocida constitucionalmente); c) la violencia militar-policial, concretada principalmente en las masacres de Sacaba (en los valles) y de Senkata (en el Altiplano); d) la violencia económica: las medidas de cuarentena frente al covid-19 fueron tomadas en desmedro del sector informal de la economía.
Segundo, por la rearticulación de las organizaciones sindicales y campesinas. En los últimos años estas organizaciones resultaron debilitadas por su propia relación clientelar con el gobierno de Evo Morales. Después de la renuncia del presidente en noviembre de 2019, estas organizaciones lograron rearticularse rápidamente, en un tejido social vigoroso, que mostró su musculatura paralizando Bolivia a principios de agosto de este año para impedir el prorroguismo del gobierno de transición. Este tejido organizacional fue la base de un renovado apoyo electoral al MAS.
Tercero, por la propia debilidad política y electoral de los competidores de derecha del MAS, fragmentados y enfrentados entre sí. El candidato de centroderecha Carlos Mesa no logró articular un proyecto de país ni un discurso electoral capaz de seducir a los indecisos del Occidente boliviano. El candidato de la derecha empresarial, Fernando Camacho, tampoco logró convencer a los indecisos del Oriente del país. Hasta una semana antes de las elecciones, en el bastión electoral de Camacho, en el departamento de Santa Cruz, había 28% de indecisos, que representan 7,5% del padrón electoral total. Son personas de sectores pobres que fueron excluidos por los empresarios a los que representa el líder cruceño, y que fueron violentadas en las movilizaciones que lideró este empresario contra Evo Morales hace un año. En la elección del 18 de octubre, estos indecisos de tierras bajas optaron por el MAS, en rechazo a una elite empresarial incapaz de incluirlos en su «modelo de desarrollo». Por eso el MAS obtuvo 35% de los votos en esa región.
El próximo gobierno del MAS, con Arce a la cabeza, estará signado por la crisis económica, el conflicto social y la emergencia sanitaria por el covid-19. El apoyo de 52% del electorado no significa una sólida base social necesariamente. El MAS no logrará controlar los dos tercios de la Asamblea Legislativa como lo hizo en los últimos años. La coyuntura política requiere de una cultura democrática de construcción de acuerdos con otros actores políticos. Y tal cultura es muy débil, casi inexistente, en un MAS acostumbrado a un tipo de hegemonía política que ya no existe en Bolivia.
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Verónica Rocha Fuentes (comunicadora social)
Durante toda la campaña para las elecciones del 18 de octubre se evidenció la existencia de una categoría de voto que había tenido poca relevancia en otras elecciones anteriores, aquella que se denominó «voto oculto». Esa categoría de votos, junto con la de «voto indeciso», fue determinante para establecer una diferencia que, según todas las proyecciones, es de más de 20 puntos en favor de Luis Arce Catacora. Los múltiples estudios de opinión que se presentaron durante el periodo de campaña electoral habían logrado detectar la existencia de ese voto con una prevalencia mucho mayor a los datos históricos. Lo que no lograron las instituciones de estudios de opinión fue detectar a dónde se iba a dirigir esa votación. En las primeras horas de conocerse esta tendencia, todo parece indicar que fueron esas categorías de voto las que terminaron definiendo la amplia victoria del MAS en primera vuelta.
Un voto que se llamó oculto durante el periodo de campaña y que, tras la jornada electoral, bien podría apellidarse «paciente» podría ser útil para graficar no solo el inesperado virtual resultado, sino además el proceso electoral más largo y difícil de la reciente historia democrática de Bolivia. El voto oculto y paciente no habría sido otro fenómeno distinto de aquel que durante el periodo de la democracia pactada y neoliberal se conocía como el de la «Bolivia profunda». La misma que, habiendo «salido a la superficie» en los últimos años –proceso constituyente de por medio– casi desapareció por completo durante el año de gobierno transitorio en el que se desarrolló el proceso electoral de 2020, y cuya presencia se extinguió en la maquinaria simbólica, institucional, mediática y empresarial que suele establecer las narrativas en pugna política. Tras un año de cotidiana y sistemática estigmatización del «masismo» (o cualquiera que «pareciera» pertenecer o adherir al MAS), todo apunta a que sus partidarios optaron por ocultarse y esperar las urnas. Ocultarse por miedo, ocultarse por vergüenza o quizá hasta ocultarse por estrategia.
Voto oculto sí, pero también inusitadamente paciente. Ese voto que terminó definiendo una virtual pero amplia e indiscutible victoria en primera vuelta tuvo que atravesar una crisis institucional, un gobierno transitorio, una pandemia, un inicio de crisis económica, cuatro cambios de fecha de votación, una jornada electoral bajo amenazas del gobierno, cambios en los planes del Tribunal Supremo Electoral de ultimísima hora, votar bajo un país militarizado y no contar con ningún resultado durante la jornada electoral para, finalmente, con una paciencia que varias veces rozó el límite pero no cedió, aferrarse a lo último que le quedaba a Bolivia antes del precipicio: las urnas.
Así, en menos de un año, bajo la narrativa de un fraude electoral, Bolivia ha transitado abruptos, forzados y violentos reacomodos de su tejido político, institucional y mediático; todo esto a la sombra de un complejo tejido social que, aunque dañado, pareciera haber mantenido sus estructuras en pie. Y que, oculta y pacientemente solo, parecía esperar la oportunidad legítima para volver a dejarse ver. Al menos, ese pareciera, por ahora, el principal resultado de las recientes elecciones que, sin duda, van mucho más allá de una virtual victoria del MAS, pues establecen los mínimos sobre los cuales tocará establecer un urgente proceso de reconciliación nacional.
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Fernando Molina (periodista y escritor)
No cabe duda de que los adversarios del MAS subestimaron el potencial electoral de este partido y de su candidato Luis Arce. Por un lado, las encuestas –que no detectaron la verdadera intención de quienes se presentaban como indecisos– los despistaron. Por el otro lado, esta subestimación se debió a la incapacidad de estos grupos políticos, que representan a las elites tradicionales, de reconocer al MAS como una expresión genuina de los sectores sociales menos pudientes y más indígenas del país. En cambio, normalmente han visto al MAS como «marioneta del chavismo», «organización delincuencial», «grupo de narcoterroristas» y han considerado la adhesión que despierta como un fenómeno puramente clientelar.
En esta miopía existe una fuerte carga de racismo. Desde siempre, los sectores tradicionalmente dominantes del país han concebido la politización de los subalternos –que socava los pilares meritocráticos y hereditarios de su poder– como una irrupción de la irracionalidad y la codicia. Esto viene desde el siglo XIX, cuando los representantes de la oligarquía de la época, los septembristas, se quejaban por «tener que descender» a la actividad política a causa de la invasión de esta por el «cholaje belzista» (por los seguidores de Isidoro Belzu), que era tanto como decir la «barbarie».
La subestimación de la que hablamos estuvo presente en el candidato Carlos Mesa, que fue incapaz de construir un partido con incidencia en el mundo indígena. También estuvo presente en el gobierno interino de Jeanine Áñez, que gobernó con la mente puesta en las clases sociales más elevadas, las cuales querían vengarse del MAS y estaban acostumbradas a ver a los indígenas exclusivamente como empleados o incordios sociales.
Las elites se han revelado incapaces de analizar por qué Evo Morales les ganó en 2005, las razones del predominio político de este durante tantos años y las causas por las que el MAS no se hizo trizas después de su caída en noviembre de 2019. Bolivia no es censitaria desde 1952, pero la mentalidad de sus elites tradicionales sigue siéndolo.
De este modo, pese a que estas triunfaron sobre Morales el año pasado y tenían posibilidades de construir una hegemonía –contaban con el apoyo de la parte más educada y económicamente acomodada de la población, así como con un respaldo «intenso» de las Fuerzas Armadas y la Policía–, perdieron el poder que tanto anhelaban solo un año después de haberse hecho de él.
Unas elites oligárquicas y racistas gobernaron el país de 1825, fecha de su nacimiento, hasta 1952, año de la Revolución Nacional. Lo hicieron sobre la base de la imposición ciega y violenta de su voluntad sobre una mayoría ignorante y a menudo silenciosa. Las condiciones de este dominio fueron desapareciendo en el último medio siglo, pero la elite misma solo cambió superficialmente. Hasta hoy sigue siendo «tradicional» y con tendencias a oligarquizarse. Esta es la «paradoja señorial» de la que hablaba René Zavaleta.
La transformación más importante en las condiciones de dominio se dio cuando los sectores subalternos encontraron la forma de crear su propia expresión político-electoral: el MAS. Desde ese momento, la acción electoral ha resultado manifiestamente adversa a los partidos de las elites tradicionales. Teóricamente hablando, la forma en que estas podrían recuperar el poder de una manera algo más durable sería por medio de la fuerza bruta, como en los años 60 y 70, pero esta vía es imposible hoy por las características «epocales».
Por otra parte, una reforma de las elites tradicionales parece imposible. Si no aprendieron la lección después de que Morales se aprovechara de sus errores, abusos y excesos durante el neoliberalismo para derrotarlas, es difícil pensar que aprenderán alguna vez. En efecto, apenas tuvieron una oportunidad de prevalecer nuevamente, desnudaron los mismos vicios y la misma miopía que tenían en los años 90, o unos vicios y una miopía peores aún, porque en este tiempo no impera el neoliberalismo sino una forma particularmente perversa del conservadurismo, el populismo de derecha.
Al mismo tiempo, el MAS haría mal si también menospreciara a sus adversarios en el futuro. Aunque esta no parece capaz de generar un proyecto sostenible de poder en un país insumiso y mayoritariamente indígena como Bolivia, de todas formas está furiosa, resentida, acumula gran parte del capital económico y casi todo el capital cultural y, como demostró en el último año, tiene fuerza suficiente, en alianza con las clases medias militares y policiales, para destrozar las bases de sustentación del proyecto antagónico. Puede salirse del marco democrático cuando esto le sea posible.
Las elites tradicionales pueden aprovechar las deficiencias y fallas del bloque popular (como hizo con el narcisismo de Morales y la corrupción de su gobierno) y atacar justo cuando este pierda pie, se equivoque, se confunda y entonces deje de ser 50% más uno del pueblo boliviano.
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Nueva etapa del MAS
Pablo Stefanoni*
Cuando se iba acercando la medianoche y la falta de resultados oficiales –e incluso de bocas de urna y conteos rápidos– comenzaba a crispar el ambiente y alimentar la sospecha, se produjo un vuelco inesperado. La cadena Unitel, una de las más seguidas en la noche electoral y de mayor audiencia en el país, que venía postergando una y otra vez sus proyecciones, anunció que finalmente se conocería el conteo rápido de la firma Ciesmori. Los resultados cayeron como una bomba: ni los más optimistas en la campaña del Movimiento al Socialismo (MAS) imaginaron semejante número: Luis Arce Catacora sobrepasaba con holgura el 50% de los votos y se transformaba en presidente sin necesidad de una segunda vuelta. El ex presidente Carlos Mesa, la carta del “voto útil” para impedir el retorno del MAS, quedaba a 20 puntos de distancia.
Todos los análisis de la campaña y de la misma jornada electoral sobre el techo de votos de Arce –supuestamente el candidato con menos posibilidades de crecer– estallaron por los aires, y el MAS se prepara para regresar al Palacio Quemado con una votación plebiscitaria. Incluso si hubiera habido una solo candidatura anti-MAS, si la oposición hubiera logrado la unidad, no hubiera resultado suficiente. El hecho de que la presidenta interina Jeanine Áñez reconociera rápidamente el triunfo del MAS y felicitara a Arce contribuyó, sin duda, a evitar que el clima de crispación y potencial inestabilidad terminara por imponerse frente al lento conteo oficial después de una jornada ejemplar de votación siguiendo los protocolos en épocas de pandemia.
El MAS obtuvo, además, mayoría en el Parlamento. En su bastión de La Paz se impuso 65% a 32%, en tanto logró un significativo 35% en Santa Cruz, donde se hizo fuerte el conservador Luis Fernando Camacho, líder de las protestas callejeras de noviembre del año pasado que, en el marco de un amotinamiento policial y un pronunciamiento militar, llevaron al derrocamiento de Morales y a su exilio en Argentina.
Liderazgo
Con estos resultados a la vista, Arce deberá construir su propio liderazgo presidencial, con un Evo Morales que volverá a Bolivia menos fuerte que antaño, pero sin duda influyente, y un vicepresidente, David Choquehuanca, distanciado de Morales y con base propia entre las dirigencias aymaras del altiplano paceño. Aún más: Arce deberá mostrar que su modelo económico –una de las cartas fuerte del MAS en su década y media en el poder– sirve también en tiempos de crisis económica e incertidumbre profundizada por la pandemia. Por lo pronto, en su discurso del domingo en la noche, se mostró humilde, sugirió una autocrítica y prometió la unidad nacional.
¿Qué estaba en juego en los comicios? Más que programas electorales, la elección enfrentó lecturas en disputa sobre los 14 años del MAS en el poder y los casi 12 meses de gestión de Jeanine Áñez, una senadora conservadora que, aprovechando el vacío de poder tras el derrocamiento de Evo Morales y la renuncia de la presidenta del Senado a asumir la presidencia, recaló inesperadamente en el Palacio Quemado.
Desde un comienzo, el gobierno interino buscó demonizar al MAS, al que intentó reducir a una fuerza “narcoterrorista”, caracterizando su gestión como una mezcla infame de autoritarismo, corrupción y despilfarro de recursos públicos, alejado de las imágenes de éxito económico resaltadas incluso por organismos internacionales. En esta narrativa radical, algunos hablaron incluso de una “dictadura” en la que solo se podía hablar en susurros en los cafés para no ser perseguido por el autoritarismo indígena. Sin embargo, como suele ocurrir con las asonadas antipopulistas, el revanchismo se impuso sobre las promesas institucionalistas y republicanas, a lo que en Bolivia se sumó una gestión administrativa particularmente deficiente de la crisis generada por el coronavirus, que provocó más de 8.000 muertes según datos oficiales.
Muchos vieron en el gobierno de Áñez un esfuerzo de las clases medias y altas “blancas” por recuperar un poder parcialmente perdido desde 2006. Pero el MAS, pese a haber sufrido una desbandada en noviembre del año pasado, logró reconstituirse desde el Parlamento –donde siguió conservando su mayoría de dos tercios– y desde las calles, manteniendo su lugar de única fuerza de base popular en el país. Por momentos, el gobierno de Áñez se pareció bastante al de la Revolución Libertadora argentina de 1955: muchos no dudaron en referirse a Evo Morales como el “tirano prófugo” y no lograron percibir que, pese a todo, el MAS seguía expresando un bloque étnico-social de matriz plebeya. Las sobreactuaciones represivas del ministro del Interior Arturo Murillo, que amenazó con encarcelamientos y persecuciones, produjeron un efecto paradójico, en la medida en que apuntaban no solo al MAS, sino a expresiones más amplias de los movimientos sindicales y sociales.
En el plano estrictamente electoral, Carlos Mesa confió demasiado en el “voto útil”, a partir de la premisa de que una mayoría quería evitar a toda costa un regreso del MAS, y posiblemente ni siquiera intentó conectarse con el mundo indígena-popular. Pero como se vio en las elecciones, tal rechazo –que en redes sociales y medios de comunicación parecía absoluto– no existía; no al menos con esa fuerza. El “voto útil” se limitó a alrededor del 30% de los sufragios.
El segundo dato electoral es la confirmación de la dificultad de los liderazgos cruceños para salir de su región. Camacho, que en 2019 parecía haber conquistado a muchos paceños, obtuvo un resultado intrascendente en la sede de gobierno, al tiempo que se consolidó como fuerza regional. Santa Cruz eligió su propio “voto útil” en defensa de sus intereses regionales y regionalistas.
El MAS
Al mismo tiempo, el triunfo del MAS muestra que sí era posible ganar con un candidato que no fuera Evo Morales, y que sus esfuerzos reeleccionistas terminaron llevando a su gobierno a un callejón sin salida, que habilitó una suerte de “contrarrevolución” que terminó echándolo del poder. Su incapacidad de deshacerse del MAS no quita que el rechazo a la reelección indefinida no fuera amplio y que el gobierno masista haya visto implosionar su forma de ejercicio del poder en noviembre pasado. La asonada terminó en un golpe, lo que no excluye que hubiera masivas movilizaciones (por abajo) y una fuerte crisis (por arriba) que explican la salida tumultuosa del MAS del poder.
Sin embargo, la represión y la vuelta al llano insufló una nueva mística a la campaña electoral, de la que careció la de 2019, cuando la confianza en el aparato estatal reemplazó la movilización desde abajo. La crisis también permitió la emergencia de una nueva camada de dirigentes, como Andrónico Rodríguez, sucesor de Morales en los sindicatos cocaleros. Campesino con una licenciatura en Ciencias Políticas, Rodríguez expresa la nueva sociología del mundo rural, cada vez más interconectado con las ciudades. En esta campaña aparecieron muchos “Andrónicos” que permitieron desplazar del primer plano a varios dirigentes sociales desgastados y con visiones prebendalistas de la política y el Estado.
Desde el comienzo, el MAS actuó con una autonomía relativa respecto de un Evo Morales exiliado en Buenos Aires y limitado en sus movimientos. Los parlamentarios, con Eva Copa a la cabeza, eligieron la moderación frente a los llamados a la resistencia que llegaban desde Argentina. Lo cierto es que no había un pedido masivo de que “Evo vuelva”; lo que existía era más bien un rechazo a actos agraviantes del nuevo gobierno, como los conatos de quemas de wiphalas en las protestas anti-MAS y otros episodios considerados racistas, como las continuas referencias a las “hordas del MAS” y las columnas en la prensa sobre el “enemigo público número uno” (3) o el “cáncer de Bolivia” (4). El “voto útil” del mundo rural y urbano popular periférico fue, sin duda, a Arce, y eso definió su ventaja final.
A diferencia de parte de la solidaridad internacional antigolpista, perdida en consignas vacías, el MAS logró entender la nueva etapa y apostar a la salida electoral, con los compromisos que esta requirió, por encima de la resistencia en las calles. Esto fue así sobre todo en quienes se quedaron en Bolivia, que entendieron la complejidad de lo ocurrido en noviembre: el proceso que terminó en una “sugerencia” militar para que Morales renuncie, lo que técnicamente configura un golpe, fue parte de una crisis con más dimensiones, incluida la de la popularidad inicial de Áñez y el propio desgaste de Morales. Esa autonomía relativa amplió el margen de acción del MAS, al tiempo que el tenor moderado de Arce –un economista técnico obligado a jugar el juego de la campaña, cantando o jugando al básquet en público–, sumado a su prestigio como gestor de la economía, permitía responder, sin sobreactuaciones, a los ataques de la derecha.
El futuro
El nuevo desafío del MAS será gobernar sin el poder que tuvo entre 2006 y 2019. Ese periodo “épico” de la revolución ya no podrá repetirse. Su gestión operará en un escenario posprogresista en la región, y posiblemente deberá transformarse en un partido más abierto a compartir el poder y aceptar en mayor medida la alternancia, sin pensar la salida del gobierno como pura catástrofe.
El escenario es más favorable de lo que cualquiera hubiera imaginado en los días previos: por un lado, la amplia ventaja en las urnas constituye un capital electoral fundamental, en un contexto de polarización; por otro, varios actores políticos, económicos y sociales ya habían descontado la posibilidad de que el MAS regresara al Palacio de gobierno.
Por último, la épica de la “Revolución de las pititas” –como fue conocido el movimiento de noviembre– terminó de diluirse pese a los libros, suplementos de periódicos e intentos por construir un relato de “liberación”. No obstante, queda como un recuerdo de que las insurrecciones urbanas son una constante en la historia nacional boliviana –tanto las progresistas como las reaccionarias– y que el nuevo gobierno deberá reconciliar pedazos de la sociedad atravesados por clivajes étnicos, sociales y regionales. Que en estos tiempos convulsionados la salida haya sido electoral no es poca cosa, ni para Bolivia ni para el continente.
Notas:
1. https://twitter.com/tutoquiroga/status/1291001530049597445
2. Fernando Molina, La carta de la oposición boliviana, https://nuso.org/articulo/la-carta-de-la-oposicion-boliviana/
3. https://eldeber.com.bo/opinion/el-enemigo-publico-no-1_184334
4. https://www.lostiempos.com/actualidad/opinion/20191116/columna/cancer-bo...
* Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad.