Peligrosas ideas sobre Putin y Rusia (Dossier)

Anatol Lieven

Ted Snider

29/05/2022

Es una mala idea que los EE.UU. impulsen un cambio de régimen en Moscú

Anatol Lieven, Ted Snider

El 26 de marzo, el presidente Joe Biden hizo un claro llamamiento para que cambie el régimen en Rusia, declarando: "por el amor de Dios, este hombre [Putin] no puede seguir en el poder". Aunque el equipo de Biden tratara de darle la vuelta a su declaración, no parece haber duda de que refleja una opinión generalizada en la administración de Biden y en el estamento de poder norteamericano, británico y canadiense, en general.

Esta opinión es muy comprensible, dada la malignidad de la invasión de Ucrania por parte de Putin. Que sea sensato hacer de esto el objetivo de la política occidental hacia Rusia es una cuestión muy distinta. Hay dos condiciones esenciales para substituir a Putin. En primer lugar, debe ser cosa de Rusia, y no algo impulsado por los Estados Unidos, pues de lo contrario, el régimen que le suceda se verá permanentemente lastrado por una percepción de traición y derrota a guisa de Weimar. En segundo lugar, debe tratarse de un proceso controlado, no revolucionario, porque en las actuales circunstancias, es mucho más probable que una revolución en Rusia conduzca a un gobierno de la derecha fascista que a un gobierno liberal.

Sin embargo, en primer lugar, si Putin y su círculo íntimo creen que la intención de Occidente estriba en derrocarlos hagan lo que hagan, entonces desaparecerá todo incentivo por su parte para alcanzar una paz de compromiso en Ucrania. En el peor de los casos, podrían recurrir al uso de armas nucleares para salvar el régimen (y, como sin duda se convencerían a sí mismos, al propio Estado ruso).

En lo que respecta al pueblo ruso, hasta muchos de los que han llegado a detestar el régimen por su corrupción y criminalidad se preocupan profundamente de que, dada la debilidad subyacente del Estado ruso, un cambio de régimen forzado e incontrolado pudiera conducir a un debilitamiento catastrófico del propio Estado, lo que llevaría a otro período de anarquía y derrumbe económico.

Puede que esa sea la esperanza de los partidarios de la línea dura en Occidente; pero si es así, deberían pensar seriamente en las repercusiones de ese derrumbe sobre la seguridad de Eurasia y, especialmente, en la amenaza islamista radical para Occidente. En cualquier caso, es probable que el miedo a un hundimiento del Estado impulsado por los Estados Unidos afiance, y no reduzca, el apoyo al régimen entre los rusos. No debemos olvidar que en la gran mayoría de los casos en los que Washington ha utilizado sanciones económicas en un esfuerzo por producir un cambio de régimen -Cuba, Venezuela, Irak, Irán y Corea del Norte-, esa estrategia ha fracasado.

Los partidarios occidentales de la línea dura que quieren debilitar o destruir Rusia parecen no tener ningún interés real en el carácter de un régimen posterior a Putin, y mucho menos en el bienestar de los pueblos ruso o ucraniano. Para ellos, basta con que Rusia, como Estado, quede paralizada. Otros observadores (tanto liberales rusos como occidentales) han llegado a creer que Putin es tan malvado que lo que le substituya tiene que ser mejor.

Como si fuera cierto esto…Lo trágico es que, si hay una lección que la historia europea y rusa del último siglo debería enseñarnos, es que, por muy mal que vayan las cosas, pueden casi siempre empeorar. Por muy malo que sea Putin, no es ni mucho menos el peor líder que puede ofrecernos Rusia, sobre todo en estas circunstancias de un extremismo nacionalista cada vez más duro generado por la guerra de Ucrania. Es totalmente posible, dado el actual estado de ánimo en Rusia, que hasta un sucesor de Putin elegido por la población sea aún más imprudentemente agresivo.

En este contexto, los analistas estadounidenses también deberían examinar con cuidado la historia de los golpes de Estado respaldados por los Estados Unidos en diversas partes del mundo, y las imprevistas y terribles consecuencias que a menudo se derivan de ellos, una historia que ha sido objeto de una crítica magistral por parte de Stephen Kinzer. En su meticuloso análisis de los golpes de Estado respaldados por Estados Unidos, “Covert Regime Change”, Lindsey O'Rourke afirma que uno de los dos criterios necesarios para que Washington apoye un cambio de régimen es la posibilidad de "identificar una alternativa política interna plausible al régimen que se toma como blanco". Si se va a destituir a un líder por diferencias políticas irresolubles, debe existir la promesa de un nuevo líder que "comparta [tus] preferencias políticas".

En el caso de Rusia, esa promesa no existe. En primer lugar, precisamente los partidarios occidentales de la línea dura que abogan por un cambio de régimen exigen también lo que equivale a una rendición completa de Rusia en Ucrania: el abandono no sólo del nuevo territorio que Rusia ha conquistado en esta guerra, sino de las repúblicas separatistas del Donbás que Rusia ha respaldado desde 2014, y -lo más importante de todo- de Crimea, que fue transferida de Rusia a Ucrania por los dirigentes soviéticos en 1954. Rusia volvió a anexionarse Crimea en 2014, la cual alberga hoy una base naval rusa, clave, la de Sebastopol, y la gran mayoría de los rusos consideran hoy que es territorio nacional ruso.

Ningún gobierno ruso podría aceptar la entrega de Crimea, salvo que se produjera una completa derrota militar. Hasta el líder de la oposición, Alexei Navalni, ha hablado únicamente de la posibilidad de un nuevo referéndum para confirmar el deseo de sus habitantes de unirse a Rusia. Y cualquier gobierno que renunciara a Crimea viviría a partir de entonces como un régimen de derrota y rendición. Es muy poco probable que un gobierno así durase mucho tiempo.

Los comentaristas occidentales (y liberales rusos) que creen en la posibilidad de un sucesor prooccidental de Putin están cometiendo en algunos aspectos el mismo error que los que exigen que Rusia se convierta en un "Estado nacional normal". Están ignorando el poder del nacionalismo, que domina en todo el antiguo bloque soviético. Toda la expansión hacia el este de la OTAN y la Unión Europea desde el final de la Guerra Fría, así como la reconstrucción de estados que eso ha supuesto, se ha visto impulsada en gran medida por los nacionalismos étnicos locales; que en algunos casos (Polonia y Hungría), con la protección occidental asegurada, se han vuelto virulentamente hostiles a la cultura democrática liberal occidental contemporánea.

Rusia, tanto con Yeltsin como con Putin, heredó, por el contrario, el nacionalismo de Estado de la URSS (e incluso del imperio ruso que la precedió). Esto ha tenido efectos malos y buenos. En el lado malo, ha significado que Rusia ha heredado el carácter imperial y las ambiciones de esos estados. Por otro lado, ha significado que dentro de Rusia, a diferencia de Hungría, Polonia o los Estados bálticos, el Estado aún no se ha convertido en un nacionalista étnico estrecho, lo que ha sido una gran suerte para las minorías étnicas y religiosas de Rusia.

En un ensayo publicado en 2012, el propio Putin escribió que Rusia era un Estado intrínsecamente multiétnico y multirreligioso (aunque con la lengua y la cultura rusas como elemento central), y advirtió que el chovinismo étnico ruso destruiría la Federación Rusa. De acuerdo con esta creencia, el régimen de Putin y sus principales élites económicas han sido completamente multiétnicos, y se han respetado las tradiciones culturales de las repúblicas autónomas de Rusia. No hay garantía de que esto siga siendo así bajo el sucesor de Putin.

En cuanto a las relaciones con Occidente, es evidente que Putin ha pasado a adoptar una posición extremadamente hostil. Sin embargo, no era este el caso anteriormente. Durante mucho tiempo, Putin trató de presentar a Rusia como una especie de "tercer Occidente" (junto a los dos Occidentes de América y Europa); cultural y políticamente distinto, pero parte del mundo occidental.

Por encima de todo, Putin trataba de apelar a Francia y Alemania en contra de los Estados Unidos, algo que, en opinión de los partidarios de la línea dura dentro del régimen ruso (ahora ampliamente llamado "el Partido de la Guerra"), le llevó a actuar en 2014 con mucha más moderación militar hacia Ucrania de lo que debería haber actuado. Hoy en día, se dice que estas mismas personas abogan por una aterradora escalada de la guerra en Ucrania. Si substituyeran a Putin, esto no resultaría mejor para nadie.

Los partidarios norteamericanos del cambio de régimen deberían recordar tanto los imprevisibles y a veces terribles resultados de los cambios de régimen inspirados por Estados Unidos en otras partes del mundo como el historial absolutamente horrendo de los Estados Unidos en su intento de gestionar los asuntos internos de Rusia en la década de 1990. Ese esfuerzo contribuyó a producir el régimen de Putin. Una repetición de ese comportamiento podría producir algo todavía peor.

Responsible Statecraft, 25 de mayo de 2022

 

Putin: Temerario y despiadado, sí; loco, no.

Anatol Lieven 

Hay una serie de cosas sobre la invasión de Ucrania por parte de Putin que están fuera de toda duda: que ha sido un acto profundamente criminal, que ha ido acompañada de una enorme brutalidad sobre el terreno, que se basó en datos de inteligencia extremadamente defectuosos, y que, en consecuencia, implicó errores de cálculo políticos y estratégicos extremadamente graves.

En cierto modo, estaría bien pensar que esto refleja la locura de Putin, pero la locura absoluta en los asuntos internacionales es, gracias al cielo, poco frecuente. Por otro lado, los errores de cálculo graves basados en lo que en su momento parecían buenas evidencias resultan bastante comunes, aunque la mezcla que llevó a los errores de cálculo en serie de Putin sobre Ucrania fue inusualmente tóxica, y en ella influyeron factores privativos de la relación ruso-ucraniana.

La diferencia entre error de cálculo y locura resulta una distinción extremadamente importante. Retratar a los adversarios como gente impulsada por una compulsión insana inclinada a la agresión temeraria es algo a lo que se ha recurrido una y otra vez para bloquear las negociaciones con esos adversarios, y para argumentar no sólo en favor de las respuestas más militarizadas de los Estados Unidos, sino para enfrentarse también a esos adversarios en cualquier parte, independientemente de la importancia de las cuestiones reales implicadas.

Durante los últimos años de la Guerra Fría, esta línea se utilizó, de forma absurda, en relación con los ancianos y grises burócratas de la dirección Brezhnev. Pero debemos recordar que, cuando se abrieron los archivos soviéticos tras el final de la Guerra Fría, resultó que la mayor parte del tiempo los dirigentes soviéticos estaban al menos tan asustados de nosotros como nosotros de ellos, como de hecho había señalado George Kennan en el memorándum suyo que sentó las bases de la estrategia de "contención".

Creo firmemente que, a la vista del cambio climático, dentro de un siglo más o menos la mayoría de las ideas preconcebidas básicas que subyacen a las estrategias de las principales potencias mundiales serán consideradas por nuestros descendientes como algo profundamente irracional. Otra cosa es si considerarán que la obsesión del régimen ruso por Ucrania ha sido más irracional que la obsesión de los dirigentes chinos por Taiwán o la obsesión de las tecnológicas norteamericanas por la primacía mundial. 

Ciertamente, el deseo de mantener a una alianza militar hostil lejos de las fronteras de Rusia debería ser algo que comprendiera todo estratega norteamericano, aun cuando los rusos (al igual que muchos analistas de los Estados Unidos) hayan exagerado las amenazas concretas que implicaba. Los motivos de Rusia para dominar Ucrania son tanto nacionalistas como estratégicos, y en esa medida son emocionales, pero también lo son los motivos indios respecto a Cachemira y los chinos respecto a Taiwán, que tratamos como hechos geopolíticos.

El miedo de la clase dirigente rusa a Occidente contribuyó a una larga serie de errores de cálculo en relación con Ucrania, a los que también contribuyeron las ideas preconcebidas históricas sobre la relación ruso-ucraniana y la información errónea sobre la política y la sociedad ucranianas.

En cuanto a la secuencia de acontecimientos que condujo a la guerra actual, el primer error se cometió en 2013, cuando el gobierno ruso persuadió al presidente Yanukóvich de Ucrania para que se uniera a la Unión Euroasiática, dominada por Rusia. Con esto se desencadenaron las protestas en Kiev que condujeron finalmente a la revolución de 2014, respaldada por Estados Unidos, que derrocó a Yanukóvich y llevó a la mayor parte de Ucrania al campo occidental.

Esta política rusa constituyó claramente un craso error que subestimó por completo la profundidad y el alcance del deseo de muchos ucranianos de acercarse a Occidente. Tanto yo mismo como muchos otros analistas advertimos públicamente en la década de 1990 que cualquier intento de llevar a Ucrania al campo ruso o al occidental dividiría al país y conduciría a una guerra civil. 

Sin embargo, no se trató de un error completamente irracional por parte de Putin. Al fin y al cabo, no sólo la mitad de los ucranianos (más o menos) han votado en todas las elecciones celebradas desde la independencia a favor de las buenas relaciones con Rusia -incluida la elección del presidente Yanukóvich-, sino que, hasta 2014, la ayuda rusa a Ucrania en forma de gas subvencionado había superado con creces la ayuda de Occidente. Además, la ayuda rusa llegaba por adelantado, mientras que la Unión Europea sólo ofrecía como competencia una vaga forma de asociación sin ninguna promesa de adhesión final.

Cuando se produjo la revolución ucraniana, la respuesta del régimen de Putin implicó dos errores de cálculo muy graves, pero uno de ellos, curiosamente, fue un error de cálculo en un sentido de moderación. Por un lado, Putin se anexionó Crimea (en lugar de ocuparla simplemente para "defender a la población rusa"), con lo que Rusia se equivocó de lleno en lo que respecta al Derecho internacional y a la opinión pública mundial.

Por otra parte, en lugar de enviar al ejército ruso a ocupar toda esa mitad de Ucrania que había elegido al presidente Yanukóvich, y declarar que seguía siendo el presidente legal de Ucrania, el régimen de Putin optó por dar un respaldo semiclandestino a una revuelta separatista limitada en la región de Donbás. Putin ejerció esta moderación, a pesar de que en 2014 la resistencia militar ucraniana habría sido mínima, y de que incidentes como la matanza de manifestantes prorrusos en Odesa habrían dado a Rusia una excelente excusa para intervenir.

Para entender la invasión de este año, es importante comprender que hay sectores del estamento de seguridad ruso que se han arrepentido desde entonces de no haber aprovechado esa oportunidad entonces (y han culpado en privado a Putin de este fracaso). Si Putin no lanzó lo que habría sido una invasión exitosa en 2014, las razones clave parecen ser, en primer lugar, su creencia de que muchos ucranianos seguirían identificándose permanentemente con Rusia, y que esta desilusión con Occidente, así como la profunda disfunción política y económica de Ucrania, harían que Ucrania volviera a ser amiga de Rusia.

En segundo lugar, Putin no estaba dispuesto a romper del todo con una esperanza que había configurado la estrategia rusa desde el final de la Guerra Fría: que se pudiera convencer a Francia y Alemania de que se distanciaran de los Estados Unidos y llegaran a compromisos con Rusia sobre seguridad europea. Esta esperanza resultó ser vacua: pero el patrocinio alemán y francés del acuerdo de paz de Minsk II sobre el Donbás en 2015 pareció darle vida continua, al igual que la tensión entre Europa y los Estados Unidos resultante de la presidencia de Trump.

Y aunque la frustración rusa fue creciendo a medida que París y Berlín siguieron sin hacer nada para que Ucrania aplicara realmente el acuerdo de Minsk, Putin parece haber seguido creyendo hasta enero de este año que el presidente Macron podría vetar una nueva ampliación de la OTAN, lo que le otorgaría a Rusia una victoria diplomática y provocaría una ruptura entre París y Washington. La enorme decepción de Rusia con París y Berlín fue un factor clave para precipitar la invasión rusa.

En cuanto a la propia invasión rusa, ahora parece increíblemente imprudente, y sin duda se basó tanto en la exageración de la amenaza occidental a Rusia como en una inteligencia terriblemente pobre sobre la capacidad y voluntad de resistencia de Ucrania; pero hay que recordar que la mayoría de los analistas militares occidentales también esperaban que Rusia obtuviera una victoria relativamente rápida. Una de las razones del fracaso fue, obviamente, el plan excesivamente ambicioso de intentar capturar Kiev y derrocar al gobierno ucraniano mientras se atacaba simultáneamente en otros frentes diversos, lo que significaba que las fuerzas rusas eran demasiado débiles en todas partes.

Sin embargo, una vez más, no se trataba de una estrategia completamente irracional. Al comienzo de la guerra, Estados Unidos se ofreció a evacuar al presidente Zelenski. Si de hecho hubiera huido, el gobierno ucraniano se habría fragmentado y la resistencia ucraniana habría quedado muy debilitada.

Sin embargo, cuando el ejército ruso se presentó en las afueras de Kiev, Putin no continuó lanzando las fuerzas rusas contra la capital, al estilo irracional de Hitler en Stalingrado o de los generales del frente occidental durante la Primera Guerra Mundial. Su respuesta fue racional. Retiró sus fuerzas del norte de Ucrania, las reagrupó en el este y redujo drásticamente los objetivos políticos rusos.

Este historial nos muestra a un líder ruso extremadamente despiadado, e indiferente tanto al Derecho internacional como al terrible sufrimiento humano resultante de sus acciones. También puede verse que los errores de su política hacia Ucrania se han visto influidos por prejuicios emocionales nacionalistas y culturales comunes entre los rusos en general. Sin embargo, no indican la existencia de un líder entregado a una agresión universal ciega, que no tenga en cuenta los riesgos o los verdaderos intereses rusos en juego. Tampoco hay pruebas de que las compulsiones emocionales particulares de las actitudes de Putin y de los rusos hacia Ucrania se extiendan al resto de Europa.

Responsible Statecraft, 3 de mayo de 2022

 

Es una apuesta arriesgada proporcionar a Ucrania información de inteligencia sobre generales rusos

Anatol Lieven

Una información del New York Times, según la cual los Estados Unidos han estado proporcionando información de inteligencia en tiempo real al ejército ucraniano con el propósito específico de matar a generales rusos, acerca a los Estados Unidos con una larga zancada a una guerra de verdad con Rusia. 

Esto significa asimismo un riesgo de guerra nuclear que es ahora mayor que nunca, quizás incluso que más durante la crisis de los Misiles de Cuba. El gobierno de Biden y el estamento de poder norteamericano deben hacerse una sola pregunta: si la situación fuera al revés, ¿cómo reaccionarían los Estados Unidos ante un tercer país que ayudara deliberadamente a matar a comandantes estadounidenses? 

Si Rusia fuera ganando en Ucrania, el Kremlin podría ignorar este tipo de ayuda estadounidense a Ucrania. Pero la invasión rusa del norte de Ucrania se ha visto derrotada y abandonada, y hoy las fuerzas rusas consiguen sólo un progreso glacial en el este de Ucrania. Según se ha informado, las bajas rusas han sido enormes, debido en gran parte al armamento de la OTAN proporcionado a Ucrania. Entre estas bajas se incluye una docena de generales muertos, según ahora parece con ayuda directa de los Estados Unidos.

El artículo del NYT contiene el siguiente pasaje

 "Algunos funcionarios europeos creen que, a pesar de la retórica del Sr. Putin de que Rusia está luchando contra la OTAN y Occidente, hasta ahora se le ha disuadido de iniciar una guerra más amplia. Los funcionarios norteamericanos están menos seguros y llevan semanas debatiendo por qué Putin no ha hecho más por intensificar el conflicto”.   

Como esto indica, hay de hecho muchas maneras en las que Rusia puede abandonar la contención observada hasta ahora y tomar represalias por el asesinato de sus generales: ataques cibernéticos contra infraestructuras occidentales clave (ampliamente predichos, pero hasta ahora inexistentes), ataques con misiles y aviones no tripulados a oficinas y personal de los Estados Unidos en Kiev, asesinato de diplomáticos, personal militar y oficiales de inteligencia estadounidenses en otros países, y disparos de advertencia dirigidos a las líneas de suministro de la OTAN en Polonia.

Cualquiera de estas acciones provocaría una feroz reacción en los Estados Unidos y, sin duda, renovaría los llamamientos a favor de una zona de exclusión aérea, reforzada por cazas que salieran de las bases de la OTAN en Polonia. Estas bases serían entonces objeto de ataques con misiles por parte de Rusia, aun cuando los aviones estadounidenses sobre Ucrania fueran derribados por misiles con base en la propia Rusia. También es muy probable que Rusia declarase su propia zona de exclusión aérea sobre gran parte del Mar Báltico. Probablemente ocurrirían entonces dos cosas: Estados Unidos y Occidente irían a trompicones hacia una aniquilación nuclear mutua; y viendo esto, Francia, Alemania y otros miembros de la OTAN romperían filas con Washington y buscarían un acuerdo de paz.

Para alejar esta amenaza, la administración Biden debe actuar inmediatamente para asegurarle a Rusia que la estrategia de Estados Unidos consiste en ayudar a defender a Ucrania, pero no a imponer una derrota completa a Rusia y utilizar esto para debilitar o destruir el Estado ruso.

El primer paso debe consistir en que Washington declare públicamente que apoya una solución diplomática a la cuestión del estatus de Crimea y el Donbás, y que si Rusia cesa en su ofensiva en Ucrania y acepta un alto el fuego, los Estados Unidos respetarán ese alto el fuego. Por supuesto, esto no debería implicar el reconocimiento por parte de los Estados Unidos de las reivindicaciones rusas sobre estos territorios. Simplemente implicaría que la administración Biden diera su apoyo público a la declaración previa del gobierno ucraniano de que está dispuesto en principio a "compartimentar" las cuestiones territoriales y dejarlas para una futura negociación.

Esta medida de la administración Biden sería recibida con los habituales gritos de "apaciguamiento" por parte de los loritos halcones. Pero estos críticos deben preguntarse lo siguiente: ¿fueron "apaciguadores" Eisenhower, Kennedy, Nixon, Reagan y otros presidentes estadounidenses de la Guerra Fría? Sugerirlo resulta absurdo. Sin embargo, todos estos hombres, a la vez que actuaban con gran firmeza contra la agresión y el expansionismo soviéticos, se preocuparon por dar una respuesta norteamericana que minimizara el riesgo de guerra nuclear. Lo hicieron no por ninguna simpatía o debilidad hacia la Unión Soviética, sino porque habían jurado preservar y defender los Estados Unidos.

ACTUALIZACIÓN, 5 de mayo: El Pentágono ha negado la información según la cual los EE.UU. están proporcionando información a Ucrania destinada a matar a generales rusos. Durante la sesión informativa del jueves, el portavoz del Departamento de Defensa John Kirby declaró lo siguiente:

"No proporcionamos información de inteligencia sobre la ubicación de los líderes militares de alto rango en el campo de batalla ni participamos en las decisiones sobre los objetivos de los militares ucranianos...”

"Ucrania combina la información que nosotros y otros socios proporcionan con la inteligencia que ellos mismos están reuniendo, y luego toman sus propias decisiones y emprenden sus propias acciones".

Cuando se le preguntó si el informe del NYT era inexacto, declinó hacer comentarios, diciendo: "Desde este atril no voy a referirme a lo que es compartir datos de inteligencia".

Responsible Statecraft, 5 de mayo de 2022

periodista y analista británico de asuntos internacionales, es profesor visitante del King´s College, de Londres, miembro del Quincy Institute for Responsible Statecraft y autor de "Ukraine and Russia: A Fraternal Rivalry". Formado en la Universidad de Cambridge, en los años 80 cubrió para el diario londinense Financial Times la actualidad de Afganistán y Pakistán, y para The Times los sucesos de Rumanía y Checoslovaquia en 1989, además de informar sobre la guerra en Chechenia entre 1994 y 1996. Trabajó también para el International Institute of Strategic Studies y la BBC.
colaborador de Responsible Statecraft, es columnista de política exterior e historia norteamericana en Antiwar.com
Fuente:
Varios
Traducción:
Lucas Antón

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