Almut Rochowanski
23/03/2025
Los expertos en seguridad y los líderes norteamericanos han estado diciéndole a los aliados europeos de la OTAN que aumenten su gasto en defensa durante al menos un cuarto de siglo, al principio con suaves codazos, luego con más insistencia, una insistencia que ha crecido hasta alcanzar un estruendo ensordecedor tras la elección de Trump.
La infame conferencia de prensa de la Casa Blanca con el presidente Volodimir Zelenski el 1 de marzo sacó finalmente a los europeos de su complacencia y les abrió la cartera, según analistas norteamericanos que parecen encantados de conocerse.
Pero este enfoque pone el carro del gasto militar como porcentaje del PIB delante de los bueyes de una evaluación dinámica de las amenazas a las que se enfrentan realmente los países europeos. Gastar a lo loco para alcanzar un porcentaje arbitrario del PIB o una cifra aleatoria de miles de millones de euros para comprar sistemas de armamento favorecidos por los grupos de presión, pero de dudosa relevancia, es un mal substituto de una estrategia global para la seguridad europea.
Una estrategia de seguridad europea que merezca este nombre tendría que incluir esfuerzos políticos y diplomáticos: una diplomacia que acabe con las guerras a corto plazo, seguida de un mecanismo de consulta en caso de crisis que debería suponer el comienzo de una nueva arquitectura de seguridad europea consistente en regímenes recíprocos de control de armamento, fomento de la confianza y eventual desarme.
Una mirada más atenta a Europa muestra también que se ha apoderado un nuevo belicismo de las élites del continente y se ha disparado en las últimas semanas. En ningún lugar ha sido más pronunciada que en Alemania esta nueva marcialidad, donde los líderes políticos y una nueva cosecha de «expertos militares» se alientan mutuamente.
Estos últimos se han equivocado de modo abismal en sus predicciones sobre la victoria segura de Ucrania y el derrumbe de Rusia una y otra vez, pero sin embargo dominan los programas de debate de máxima audiencia del país. La semana pasada, se les dijo a los alemanes que el próximo verano será el último que pasemos en paz, porque Rusia, al amparo de unas maniobras en Bielorrusia, invadirá territorio de la OTAN.
Los funcionarios alemanes han venido hablando del término «Kriegstüchtigkeit» -un substantivo compuesto que significa «ser bueno en cuestión de guerras»-, que no sonaría fuera de lugar en un añoso noticiario del Wochenschau de 1940, pronunciado con la dicción ronca y pomposa de aquella época. Ha hecho falta un general de brigada retirado para recordarles a los alemanes que se trata de una ominosa desviación de la nomenclatura anterior, «Verteidigungsfähigkeit», o «capacidad de defensa».
Sin embargo, los actuales oficiales superiores en servicio activo dibujan flechas en los mapas de la zona rusa de Kursk, con uniforme de gala, en los videos internos en YouTube de la Bundeswehr. Tras suspender el servicio militar obligatorio en 2011, ha habido un llamamiento generalizado de todo el espectro político para reinstaurarlo y extenderlo a las mujeres, en medio de la preocupación de que los jóvenes alemanes son demasiado blandos para la guerra.
Este nuevo militarismo europeo carece curiosamente de pensamiento estratégico y de análisis basados en hechos. Y mientras que ni siquiera la administración Biden jamás llegó a esperar que Ucrania ganara la guerra, los líderes europeos parecen seguir creyendo en una victoria ucraniana hasta el día de hoy. En la conferencia de seguridad de Múnich del mes pasado, la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, hablaba de que Ucrania ganaría la guerra mientras estaba sentada en la misma mesa redonda que Keith Kellogg, enviado especial de Trump para Rusia y Ucrania.
El influyente grupo de expertos Bruegel de Bruselas sostiene que Rusia puede atacar Europa en tan sólo tres años, simplemente porque el país tiene x piezas de este y aquel material militar. Extrañamente, la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, ha sugerido que Ucrania no debería ser miembro de la OTAN y quedar, sin embargo, cubierta por el Artículo 5, mientras que el presidente finlandés Stubb propone la adhesión a la OTAN no ahora, sino desencadenada en el momento en que Rusia ataque de nuevo a Ucrania, una vez finalizada la actual guerra.
La maníaca cumbre lanzada por Macron y Starmer es todo ruido y furia: ha producido una serie de propuestas inviables que se están planteando, lo cual es revelador, a los EE.UU., no a Ucrania, y mucho menos a Rusia. Estas cumbres tampoco tienen base en las instituciones de la UE o de la OTAN.
De hecho, la nueva política militarista de Europa socava ya sus instituciones y leyes democráticas. En Alemania, un Parlamento ya de salida está modificando a toda prisa la Constitución para permitir el endeudamiento público, una medida dudosa en términos de legitimación democrática. Supone también una bofetada en la cara de la opinión pública alemana, a la que se le ha dicho durante 15 años que el freno de la deuda inscrito en la Constitución alemana constituye una ley inmutable de la naturaleza, y que invertir fondos en colegios, puentes, trenes que funcionen con puntualidad o atención sanitaria llevaría a la ruina a Alemania.
En la reunión del Consejo Europeo del 6 de marzo, los gobiernos de la UE acordaron un instrumento de préstamo de 150.000 millones de euros para facilitar el gasto en defensa de los Estados miembros. Esto de inmediato da la impresión de ser algo ilegal: el tratado fundacional de la UE prohibe explícitamente el gasto en cualquier cosa relacionada con la defensa y el ejército.
Se supone que los Estados miembros recaudarán otros 650.000 millones de euros para sus compras de armamento, para lo cual estarán exentos de los estrictos límites de endeudamiento de la UE. Los ciudadanos de la UE, que han visto cómo se esquilmaba a sus respetivos Estados del Bienestar y se saqueaban sus activos públicos en nombre de la disciplina fiscal impuesta por Bruselas, tienen motivos de sobra para sentirse traicionados.
Mientras tanto, Eldar Mamedov, antiguo funcionario de la UE y miembro no residente del Instituto Quincy, observa que «brotan como hongos los grupos de presión armamentista en Bruselas».
Como era de esperar, este nuevo gasto en defensa ha venido acompañado de nuevos llamamientos a recortar todavía más el gasto social. Tal como ha demostrado la economista Isabella Weber, estas medidas políticas dogmáticas de austeridad han sido la principal razón del auge de los partidos antidemocráticos de extrema derecha. Un rápido rearme acompañado de austeridad con esteroides podría llevar a lo impensable: la AfD alemana quiere también volver al servicio militar obligatorio. Y armas nucleares alemanas.
El frenesí belicista de Europa puede estar inducido por el miedo, pero no por el miedo a que Rusia lleve realmente la guerra al corazón de Europa. La sugerencia de que Rusia derrotará y ocupará toda Ucrania, marchará luego a través de Polonia y poco después cruzará la puerta de Brandenburgo contradice la realidad militar observable.
Por el contrario, parece que las élites europeas temen perder poder y estatus, la posición de dominio global que disfrutaban vicariamente en la sombría comodidad del paraguas nuclear norteamericano. La perspectiva de tener que tratar con otras naciones como iguales, como tendrán que hacer en el orden multipolar reconocido por [Marco] Rubio, les horroriza.
El primer ministro polaco Tusk ha dejado claro lo importante que es «ganar», declarando que «Europa es [...] capaz de vencer en cualquier enfrentamiento militar, financiero, económico con Rusia…somos sencillamente más fuertes», que Europa «debe ganar esta carrera armamentista» y que Rusia «perderá como la Unión Soviética hace 40 años».
Macron, en su reciente discurso al pueblo francés, hizo hincapié en cómo las capacidades europeas son lo suficientemente fuertes como para hacer frente a los Estados Unidos, pero aún más y especialmente, a Rusia. En esta mentalidad, debe ser que Europa no es superior en este ni en todos los aspectos.
Las mentes pensantes norteamericanas en materia de política exterior han demostrado que la búsqueda de una competición militarista entre grandes potencias ha resultado perjudicial para la seguridad, la democracia y el bienestar interno de los Estados Unidos y han aconsejado formas moderadas de política exterior y de defensa. Una de sus recomendaciones -totalmente apropiada- se cifra en reducir el compromiso militar norteamericano con Europa. Sin embargo, celebrar por ello la reciente noticia de los 800.000 millones de euros destinados a la defensa europea resulta incoherente.
Europa parece dispuesta a gastar enormes cantidades de dinero sin ton ni son, sin tener en cuenta los nuevos y espectaculares avances tecnológicos y tácticos en el campo de batalla ucraniano, por no hablar de una evaluación consolidada de las amenazas y de cómo podrían afrontarse éstas más eficazmente mediante una serie de medidas no violentas de política exterior.
Si ha sido malo el militarismo para los Estados Unidos, que ha conducido a guerras prolongadas que no aportaron mayor seguridad, al agotamiento del bienestar de la sociedad estadounidense, a la captura de su política por parte de grupos de presión armamentistas y a la erosión de su democracia, ¿por qué iba a ser bueno ese militarismo para Europa?