Los últimos zarpazos de Franco (27 de septiembre de 1975)

Pau Casanellas

27/09/2015

El 10 de octubre de 1975, la plaza Sant Jaume de Barcelona acogía una manifestación “patriótica” de apoyo al régimen franquista, en respuesta a la oleada internacional de protestas contra el fusilamiento de cinco antifranquistas el 27 de septiembre anterior. En contraste con la imagen ofrecida por la concentración del día 1 de octubre en la plaza de Oriente de Madrid, llena a rebosar, la convocatoria de Barcelona no concitó la concurrencia esperada. Tres días después, en una reunión con altos cargos policiales, el gobernador civil de la provincia, Rodolfo Martín Villa, reconocía el fracaso de la manifestación y planteaba que habría sido conveniente no organizarla, toda vez que en ocasiones anteriores ese tipo de convocatorias ya habían necesitado nutrirse “en gran parte” de la asistencia de policías de paisano.

La anécdota es reveladora no únicamente del rechazo que generaba el franquismo en Barcelona, sino también de su debilidad general. De hecho, la imagen de la multitud concentrada en la plaza de Oriente era engañosa (las autoridades habían fomentado la participación de todas las formas posibles). La misma decisión de Franco de hacer fusilar a cinco militantes de organizaciones armadas revelaba no la fuerza que conservaba el régimen, sino precisamente todo lo contrario: la necesidad de acudir a la violencia represiva una vez habían fracasado todos los proyectos previos para ampliar las bases sociales de la dictadura.

Crisis y desbordamiento

Ya desde finales de los años sesenta, el franquismo había entrado en una crisis caracterizada principalmente por dos factores, que en realidad eran dos caras de una misma moneda: por un lado, el incremento de las protestas, y, por el otro, y fruto –por lo menos parcialmente– de ello, las crecientes pugnas internas sobre la forma de institucionalizar el régimen y posibilitar su pervivencia más allá de la muerte de Franco. Un momento decisivo en esa crisis fueron los dos últimos años de vida del dictador, contexto en el que la ofensiva antifranquista se intensificó y diversificó en gran medida.

Acosado desde diferentes frentes y cada día más deslegitimado socialmente, el franquismo optó por replegarse y aumentar la represión de forma brutal. Contribuyeron a la adopción de esa vía las presiones de los sectores ultras para dar respuesta a los atentados cada vez más frecuentes de organizaciones armadas, principalmente ETA. La primera víctima de esa deriva represiva sería el militante del MIL-GAC Salvador Puig Antich, agarrotado el 2 de marzo de 1974.

Desde 1963, la dictadura no ejecutaba ninguna pena de muerte contra un preso político. Los costes que esto generaba eran demasiado elevados a nivel internacional, pero también –y contrariamente a lo que sucedía tiempo atrás– en el interior del país. Así lo había demostrado el clamor popular contra el proceso de Burgos, de diciembre de 1970, que obligó a decretar el estado de excepción y a conmutar las nueve penas de muerte dictadas contra seis militantes de ETA. No hacerlo habría supuesto un auténtico desbordamiento de las autoridades, como reconocía en privado el entonces jefe del Alto Estado Mayor, Manuel Díez-Alegría: “No puede haber ejecuciones. Con una sola que hubiera habría que declarar el estado de guerra en el País Vasco y sacar el Ejército a la calle y eso sería gravísimo.”

El País Vasco en excepción

Precisamente con el fin de evitar una situación parecida a la de 1970, pero a la vez disponer de carta blanca para poder dar una respuesta contundente a los diferentes atentados mortales de ETA-pm contra integrantes de los cuerpos policiales llevados a cabo entre finales de 1974 y principios de 1975, a finales de abril de ese último año el gobierno impuso el estado de excepción en Gipuzkoa y Bizkaia. Se trataba de un instrumento al que se había renunciado desde el proceso de Burgos, a causa del rechazo suscitado por la violencia policial aplicada al amparo de las condiciones de excepción. En esta ocasión, sin embargo, se impusieron las ansias represivas.

La medida tenía por objetivo “extirpar de raíz” las acciones armadas –así lo proclamaban las instrucciones policiales– y de aquí que, desde su primer día de vigencia, se llevara a cabo una amplia operación contra ETA-pm, luego ampliada a ETA-m. Pero también se pretendía descabezar en su conjunto al antifranquismo, especialmente fuerte en el País Vasco. Resulta significativo que, justo al día siguiente de la aplicación del estado de excepción, el fiscal militar de la Capitanía de Burgos despachara la petición de pena de muerte contra dos procesados por la muerte de un guardia civil: José Antonio Garmendia y Ángel Otaegi. Como en 1970, el franquismo no era capaz de orquestar consejos de guerra contra militantes de la oposición sin tener que acudir a una nueva suspensión de derechos que pusiera sordina a las reacciones populares.

En esta ocasión, la oleada represiva fue todavía más amplia, todavía más brutal. Sólo en los tres meses de duración del estado de excepción, se efectuaron entre 2.000 y 4.000 detenciones, y siete personas perdieron la vida fruto de actuaciones policiales. En Bilbao incluso se hubo de habilitar la plaza de toros como centro de detención e interrogatorio. Nunca desde la posguerra había habido tantas personas muertas, heridas y detenidas en tan poco tiempo.

Clímax represivo

A lo largo de la primavera y el verano de 1975, la situación se caldeó con nuevos atentados mortales contra policías, principalmente a manos de ETA-m y del FRAP. La detención de varios militantes tanto de esta última organización como de ETA-pm propició nuevos procesamientos. Asimismo, a finales de agosto el gobierno aprobó un decreto ley “sobre prevención del terrorismo” que, en la práctica, ampliaba a todo el territorio español la situación de excepción que se había vivido en el País Vasco desde el mes de abril. De nuevo, se repetía el mismo patrón: el régimen no podía llevar a cabo consejos de guerra sin antes suspender cualquier garantía, en un intento para contener las previsibles protestas.

Entre finales de agosto y mediados de septiembre, once de los procesados serían condenados a muerte. El consejo de ministros del 26 de septiembre decidiría que se ejecutaran cinco de las sentencias, las dictadas contra dos militantes de ETA y tres del FRAP: Ángel Otaegi, Juan Paredes Manot (Txiki), José Luis Sánchez-Bravo, Xosé Humberto Baena y Ramón García Sanz. La reacción de protesta fue inmediata, tanto por parte del antifranquismo como en el exterior. Con todo, la principal medida de presión tomada por los gobiernos extranjeros, la retirada de embajadores, duró bien poco: entre principios y mediados de octubre la mayoría de ellos ya habían vuelto a Madrid.

En el otro lado de la balanza, Franco contó con la complicidad de regímenes amigos, como el Chile de Pinochet, o con las palabras entusiastas de personajes como Salvador Dalí, quien en declaraciones públicas afirmó que las protestas extranjeras habían rejuvenecido al franquismo treinta años y, sobre las penas de muerte ejecutadas, que “habría que hacerlas tres veces más”. Igualmente, Franco conservaba su principal apoyo internacional, los Estados Unidos. En una conversación privada con el ministro francés de Exteriores pocos días después de los fusilamientos, el secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, afirmaba que “no veía base alguna” para criticar oficialmente al gobierno español y que, aunque consideraba un error el carácter militar de los procesos, “se trataba de un asunto interno, y los terroristas habían matado a policías”. Más allá de las palabras, entre octubre de 1975 y enero de 1976 se sellaría el acuerdo marco de cooperación entre ambos países, que ampliaba los pactos bilaterales de 1970.

Y después de Franco, ¿qué?

Los acontecimientos de 1975 supusieron la culminación de la deriva represiva del último tramo del franquismo, pero no su final: ni de la represión, ni de la dictadura misma. El gabinete formado por Carlos Arias Navarro tras la muerte de Franco, con Manuel Fraga como vicepresidente y ministro de la Gobernación, pretendía llevar adelante un proyecto de reforma a medio camino entre las democracias liberales y la “democracia orgánica” franquista, con un Senado corporativo, esquema que quedaba muy lejos del horizonte mínimo aceptable para el antifranquismo. Fue durante ese primer gobierno de la monarquía cuando más fuerza mostró la oposición en general y sus sectores más radicales en particular. Pero el ejecutivo no estaba dispuesto a tolerar ningún tipo de aspiración revolucionaria, como evidenció –entre otros acontecimientos– la muerte de cinco obreros en Vitoria a raíz de la disolución a tiros de una asamblea multitudinaria, el 3 de marzo de 1976.

Tampoco el gobierno de Adolfo Suárez, nombrado en el mes de julio, se mostró en absoluto tolerante con la oposición. Las instrucciones transmitidas a los altos cargos policiales en otoño de 1976 eran bien claras: era preciso aplicar “intolerancia” hacia el Partido Comunista, “intolerancia drástica, rabiosa” respecto a las organizaciones situadas a su izquierda y, “naturalmente, estado de guerra frente a grupos terroristas”. También las órdenes específicas dictadas con motivo de la convocatoria de una jornada por la amnistía en el País Vasco el 27 de septiembre, en recuerdo de los fusilados del año anterior, eran elocuentes: se instaba a actuar “con la máxima energía” contra los piquetes y a intervenir de inmediato ante cualquier protesta, además de sugerir la detención previa selectiva –como había sido práctica habitual de la dictadura ante grandes convocatorias– de los principales líderes de las movilizaciones. A la luz de todas estas y otras disposiciones, conviene preguntarse si la responsabilidad de los alrededor de cincuenta muertos a manos de la policía que hubo entre la muerte de Franco y las elecciones de 1977 fue sólo –como se argumenta a menudo– de unos agentes desbordados y faltos del material idóneo para enfrentarse a grandes concentraciones de gente.

Finalmente, Suárez acabó permitiendo unas elecciones formalmente equiparables a las de una democracia parlamentaria, pero no precisamente por voluntad propia ni fruto de un plan preestablecido y diseñado al milímetro. Una buena prueba de la resistencia gubernamental a establecer un clima de plenas libertades son las aproximadamente 4.700 detenciones por motivos “politicosociales” –según el recuento de las autoridades– efectuadas entre finales de enero de 1977 y el 15 de junio, fecha de los comicios. Entre todas las actuaciones represivas de los meses previos a las elecciones, merece especialmente la pena recordar las cinco muertes provocadas por la intervención de la policía durante la semana proamnistía convocada en el País Vasco en el mes de mayo, justo antes del inicio de la campaña electoral. Se avanzaba al fin hacia un escenario de parlamentarismo democrático, pero a un precio muy elevado.

Todavía en septiembre de aquel año, con Suárez nuevamente como presidente, se transmitía la orden de prohibir las manifestaciones con motivo del aniversario de los fusilamientos de 1975 y de iniciar una “investigación sobre la personalidad de los firmantes” de las peticiones. Es tan sólo una pequeña muestra de las deficiencias democráticas de aquel primer gobierno refrendado en las urnas tras cuatro décadas de dictadura.

es historiador. Ha publicado Morir matando. El franquismo ante la práctica armada, 1968-1977 (Catarata, 2014) y –en coautoría– Gobernadores. Barcelona en la España franquista (1939-1977) (Comares, 2015).
Fuente:
http://directa.cat/ultimes-urpades-de-franco/
Traducción:
Pau Casanellas

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