Las camisas fantasmas

Mike Davis

07/07/2005

1 de septiembre de 1934: Millones de telares de algodón dejaron de hilar. En todo el sur de Piedmont, los silbatos de los talleres sonaron, pero los trabajadores no se presentaron a sus labores. La fuerza de trabajo industrial más explotada en Estados Unidos -los cabezas de pelusa de las Carolinas, Tennessee, Georgia y Alabama- estaba en huelga.

Mientras los dueños de los talleres exigían histéricos detenciones, gas lacrimógeno y la Guardia Nacional, un vasto ejército pacífico de trabajadores textiles demolía la imagen que tenía el sector laboral sureño de ser culturalmente servil e imposible de organizar. Con voces cortadas a la medida para prodigar belleza en los coros de las iglesias bautistas de la montaña, cantaban ahora poderosos himnos de solidaridad.

Y obtuvieron robusta respuesta (a menudo en portugués, italiano o francés) de los trabajadores de los talleres de Nueva Inglaterra que se unieron a lo que se volvió la primera huelga general en una industria en la década de 1930. También fue la más violentamente reprimida. Antes de que Franklin D. Roosevelt (más preocupado por complacer a los "señores del telar" que por liberar a sus esclavos) engatusara al sindicato nacional de textileros para que pusiera fin a la huelga, miles habían sido aporreados, agredidos con gas y arrestados. Trece -la mayoría en el sur- fueron asesinados a tiros.

Ahora, 70 años después, cuando apenas un puñado de veteranos de ojos húmedos viven para recordar el heroísmo y el dolor de la Gran Huelga Textilera, los telares de algodón en Dixie una vez más han dejado de hilar. Pero esta vez para siempre: las industrias estadunidenses de textiles y del vestido están muriendo. A partir de la toma de posesión de George W. Bush, en enero de 2001, 350 mil empleos textiles -casi la tercera parte del total- se han perdido. Se prevé que otros 400 mil desaparecerán hacia finales de la década.

La manufactura textil en el Piedmont, hoy como en 1934, es en gran parte una monocultura y, a medida que cierran los talleres, los poblados perecen con ellos. Ya muchas calles principales del sur profundo están pobladas sólo por tiendas de baratillo, servicios de apoyo para dejar las drogas y centros de reclutamiento del ejército. La decadencia paralela de la industria del vestido erosiona en forma similar la economía de subsistencia de recientes inmigrantes latinos y asiáticos en los distritos llenos de vecindades del centro de Los Angeles, Nueva York y Miami. Pronto hasta los talleres de trabajo semiesclavo serán recordados con nostalgia.

Así, otro gran segmento de la clase trabajadora industrial estadunidense se ve desplazado a gran velocidad hacia ese mundo feliz que Kurt Vonnegut predijo con tan misteriosa clarividencia en su novela Player Piano, en 1952: una sociedad de trabajadores de desecho cuya única opción es alistarse en las legiones imperiales que libran guerras por el petróleo y otros recursos en fronteras distantes. (Fahrenheit 9/11, la cinta de Michael Moore -en particular las escenas de los reclutadores de la Marina echando las redes para captar jóvenes desempleados en Flint, Michigan- es, por supuesto, Player Piano en tiempo real.)

Esta tragedia casi invisible -¿quién habla de cierres de fábricas en Fox News o CNBC?- es parte de una catástrofe global del empleo que es consecuencia de la liberalización del comercio. Las últimas barreras arancelarias que protegían los empleos textiles y del vestido en Estados Unidos serán desmanteladas en enero próximo. A partir de la entrada de Pekín a la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001, sus exportaciones blandas a Estados Unidos se han duplicado, y el Financial Times británico predice que China se adueñará de la parte más grande del mercado global en una restructuración que con frenética rapidez eliminará millones de empleos en todo el mundo, desde Danville hasta Dacca.

La principal ventaja comparativa china, como señaló la AFL-CIO en marzo pasado en una petición dirigida al representante comercial estadunidense para que promoviera los derechos de los trabajadores fabriles chinos, surge de la "incesante represión de los derechos de los trabajadores" y la despiadada explotación de unos 100 millones de inmigrantes rurales. De hecho, un artículo reciente en Monthly Review afirma que la desigualdad económica en China, que alguna vez fue de las menores en el mundo, se ha elevado a "niveles cercanos a los de Brasil y Sudáfrica".

El gobierno de Bush, de modo nada sorprendente, rechazó el llamado de la AFL-CIO a aplicar los convenios centrales (no vinculatorios) de la Organización Internacional del Trabajo. Tampoco pueden los trabajadores esperar mucha solidaridad de un Partido Demócrata que se enorgullece del TLCAN y de la OMC. Cierto, John Edwards puede adoptar algunas poses heroicas afuera de plantas textiles cerradas en su estado natal de Carolina del Sur, pero eso no significa que, para citar un absurdo lema de campaña, "la ayuda está en camino". La línea dominante en ese partido, según señaló en fecha reciente en las páginas editoriales de The New York Times William Gould IV (quien fue presidente del Consejo Nacional de Relaciones Laborales en tiempos de Clinton), es más bien "mantener las normas laborales fuera de los acuerdos de comercio".

A los ojos de los destacados demócratas, el logro histórico de los años de Clinton fue llevar al partido la riqueza y el glamur de la nueva economía. No hay ninguna posibilidad, pues, de que una Casa Blanca encabezada por Kerry-Edwards ponga en riesgo los derechos de propiedad intelectual en biotecnología o las lucrativas regalías de Hollywood en la nueva China capitalista por causa de algunos cabezas de pelusa en Georgia o inmigrantes indocumentados de Los Angeles.

A la vista de este Leviatán del libre comercio, los trabajadores sindicalizados de los textiles y el vestido (agrupados desde 1995 en un solo sindicato llamado UNITE) se fusionaron este verano con HERE, el dinámico sindicato de trabajadores hoteleros. Si bien UNITE HERE [ uníos aquí] promete dedicar la mitad de su presupuesto a actividades de organización, puede que sea demasiado tarde para salvar los empleos que están en peligro inminente por la liberalización comercial. Edna Bonacich, coautora de Behind the Label: Inequiality in the Los Angeles Apparel Industry [Detrás de la etiqueta: la desigualdad en la industria del vestido en Los Angeles] es a la vez una destacada experta académica y una activista respetada. Le pedí una opinión franca sobre la situación. "Probablemente UNITE pierda una parte muy importante de sus miembros", me dijo. "El sindicato ha dejado de dar prioridad a los trabajadores del vestido, pues considera inútil organizarlos a causa de la emigración de la industria hacia plantas situadas fuera del país.

"Sin duda Los Angeles, como centro e imán para inmigrantes, sufrirá severas consecuencias", añade. "Las víctimas tenderán a ser los más nuevos y más pobres de los inmigrantes. Es seguro que lo que quede de la industria en Estados Unidos operará con los niveles más bajos de protección laboral."

Bonacich cree que las luchas heroicas pero localizadas contra el cierre de plantas están condenadas al fracaso. "Es un asunto demasiado grande para manejarlo por pedacitos", concluye, pero concede que la fórmula para la resistencia globalizada de los trabajadores al capital global -a la cual define como "la cuestión política de nuestros tiempos"- sigue eludiendo a quienes intentan encontrarla.

Mike Davis es autor de Dead Cities and Other Tales (Ciudades muertas y otros cuentos), y de Ecology of Fear (Ecología del miedo), y coautor de Under the Perfect Sun: the San Diego Tourists Never See (Bajo el sol perfecto: el San Diego que los turistas nunca ven), entre otros libros. Es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO

Fuente:
La Jornada 28 agosto 2004

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