Nuria Alabao
04/01/2025(I): Soberanistas en un mundo global
Las guerras de género se han globalizado y son impulsadas por un poderoso movimiento social, político y religioso de carácter transnacional. Con “guerras de género” hacemos referencia aquí a los conflictos políticos y culturales que están centrados en cuestiones de género y sexualidad –temas como los derechos sexuales y reproductivos, los derechos de las disidencias sexuales, la educación sexual o la violencia de género, entre otros–. Por supuesto, estas batallas no son meras cortinas de humo, sino que son inherentes a la lucha por el poder y a los intereses de los proyectos políticos que los impulsan que, en definitiva, son funcionales a una relegitimación de las jerarquías de clase, género y raza.
Una nueva ola de activismo ultraconservador global ha establecido el “género” como un frente de batalla definitivo. El movimiento “antigénero” es lo suficientemente flexible como para incorporar una variedad de objetivos, pero lo suficientemente coherente como para ser un movimiento y no solo una serie de campañas sin relación. Aunque en muchos lugares puede vestirse con los ropajes de la oposición al neoliberalismo y en otros, abrazarlo plenamente.
¿Quiénes son los actores que se coordinan?
Los agentes internacionales que impulsan estas guerras de género son muy diversos. Por un lado, tienen un papel destacado las instituciones religiosas. La derecha cristiana internacional es en realidad la más productiva respecto de la movilización de recursos, sus redes organizativas, la construcción de identidad y la producción cultural del movimiento. En este sentido, los actores religiosos funcionan plenamente como cualquier otra organización política. Aquí podemos incluir a iglesias y clérigos, comunidades laicas de activistas, así como centros de investigación, universidades y ONG transnacionales que dicen basarse en la fe.
El universalismo que propugna la identificación colectiva cristiana se ha demostrado un recurso útil para la transnacionalización. La Iglesia católica, por ejemplo, tiene gran influencia en varias zonas del globo gracias a su estructura centralizada, aunque también dispone de sus propias organizaciones que superan lo nacional –y que son religiosas y seglares–: Opus Dei, Kikos, Legionarios de Cristo, organizaciones antiabortistas, redes universitarias propias, etc. Las iglesias ortodoxas en Europa del Este por su parte basan su incidencia política y social básicamente en su estrecha relación con los Estados –donde gobiernan opciones ultras–, algo muy evidente en el patriarcado de Moscú.
En las últimas décadas, también hemos asistido al crecimiento del poder del evangelismo, sobre todo del estadounidense –con fuertes vínculos políticos con la derecha republicana e importantes recursos económicos–, como ha ocurrido recientemente en las elecciones estadounidenses con su apoyo a Trump. De hecho, este candidato mostró reiteradamente ser un maestro en echar balones fuera al ser preguntado por su posición sobre el aborto, temeroso de que pudiese restarle votos en un país que, a pesar de todo, se muestra mayoritariamente favorable a este derecho –sobre todo en el caso de las mujeres–. Sin embargo, tuvo que dejar de gambetear y asumir sus compromisos con sus financiadores evangélicos, que también mueven muchos votos, así que acabó aclarando que se opone a las leyes más permisivas con el aborto, con argumentos como el de que en algunos estados demócratas incluso “se puede ejecutar al bebé después de nacer”.
La derecha cristiana estadounidense tiene, además, una poderosa capacidad de acción en Europa, como recogimos en un artículo anterior. Estas bien financiadas organizaciones estadounidenses –como ADF Internacional o ACLJ– realizan campañas legales y de lobby en la UE con el objetivo de influir en las legislaciones sobre derechos de las mujeres y las disidencias sexuales.
Los evangélicos, sobre todo una parte significativa del neopentecostalismo, tienen una creciente influencia en América Latina, donde intervienen activamente en política institucional, tratan de quitar y poner presidentes o apoyan directamente a determinados candidatos como sucedió con Jair Bolsonaro en Brasil.
Otros actores relevantes son los políticos ultraconservadores y de extrema derecha, muy disímiles entre sí, pero que en ocasiones cooperan internacionalmente para apuntalar determinados bloques de poder. Muchas veces sus intereses no confluyen, agudizadas sus diferencias por el nacionalismo del que hacen bandera, pero son capaces de agruparse con más facilidad cuando hablan de cuestiones de género, que parece el pegamento definitivo. Las cuestiones de género son, de hecho, el principal espacio de coordinación discursiva y material de esta pluralidad de agentes. En los textos que producen o en declaraciones de políticos y miembros de las diferentes iglesias se percibe una similitud radical en términos de lenguaje, símbolos y narrativas. Hay autoras que utilizan el concepto de “coalición discursiva” para analizar estas formas de articulación política, donde actores con puntos de vista ideológicos, filosóficos y religiosos dispares pueden comunicarse y producir intervenciones significativas si comparten ciertas narrativas. Esa es la función principal de conceptos como “ideología de género”, la “defensa de la familia natural” o de los “valores tradicionales”.
Tenemos que recordar que son nacionalistas que no siempre se encuentran en el mismo bando en los frentes internacionales en disputa. Por ejemplo, en el Parlamento europeo hay dos grupos diferentes que reúnen a las extremas derechas, y que a veces se enfrentan entre ellos. Otro caso: el conflicto bélico en Ucrania. Después de la invasión rusa EEUU y Europa se sitúan en el frente de batalla opuesto a Rusia cuando, hasta esa guerra, se había producido una fuerte alianza de intereses entre evangélicos estadounidenses y empresarios rusos ortodoxos. Algo similar sucede con la religión: la internacional reaccionaria ha producido alianzas inesperadas entre religiones, no solo dentro del propio cristianismo –católico, ortodoxo o neopentecostal– sino incluso estableciendo acuerdos contingentes con el Islam, pasando de puntillas por la contradicción de que muchos de los partidos europeos de extrema derecha tengan propuestas claramente islamófobas.
Cronología de una intervención global
Las guerras de género no son un fenómeno nuevo. Aunque hay precedentes anteriores, es a partir de la década de 1970 en Estados Unidos cuando empiezan a utilizarse de forma similar a la actual con el ascenso de lo que se llamó la Nueva Derecha, que aupó a Ronald Reagan. Sin embargo, hasta mediados de la década de 1990 no se produjo el despegue de su dimensión transnacional.
El cambio de milenio vio crecer progresivamente la articulación de una vasta red internacional de actores que se originó como una forma de reacción contra el movimiento por los derechos de las mujeres. Esto sucedió a partir de la década de 1990, cuando los organismos internacionales, como la ONU, asumieron la promoción de los derechos sexuales y reproductivos. A partir de entonces, se produce un progresivo impulso de las organizaciones antiderechos en estas sedes internacionales de derechos humanos que priorizarán acreditarse como fuentes consultivas oficiales para aumentar sus posibilidades de intervención.
Si bien cada movimiento nacional fue desencadenado por debates propios de cada contexto, las primeras guerras de género con resonancias internacionales giraron en torno al matrimonio homosexual y la igualdad de derechos de las disidencias sexuales en Europa –entre 2010 y 2015–. El precedente fueron las marchas religiosas y políticas contra el matrimonio homosexual en España, en 2005, seguidas por el éxito de la Manif pour Tous en Francia –en 2012–. A partir de ahí, se produjeron movimientos “ciudadanos” parecidos en países como Alemania, Italia, Polonia, Rusia o Eslovaquia. De 2010 en adelante, también se desarrolló el movimiento antigénero en América Latina –Argentina arrancó en 2010, Brasil en 2013 y otros países latinoamericanos a partir de 2016, como Colombia, México, Chile o Bolivia–. Además, estos actores han ido impulsando los mismos discursos en África y Asia a partir del concepto comodín de la “ideología de género”.
En esa misma década del 2010 se aceleró la dimensión transnacional junto con la propia intensidad de las guerras de género cuando opciones de ultraderecha, o con posiciones de género muy reaccionarias, ganaron elecciones o asumieron posiciones institucionales de relevancia. Así, Viktor Orbán se convirtió en primer ministro en 2010, Donald Trump en 2017 y Bolsonaro en 2019. Putin comprende su importancia política en 2013 y empieza a hablar de valores tradicionales y ese mismo año aprueba la ley contra “la propaganda” homosexual.
Además de la influencia rusa y estadounidense, podríamos hablar de conexiones europeas, por ejemplo la que vincula a los grupos antiderechos de España y América Latina. Vox trata de convertirse en un puente entre las ultraderechas de ambos lados del Atlántico, así como lo hacen una miríada de asociaciones entre las que destaca CitizenGo –la rama internacional de Hazte Oír–. Por tanto, no se pueden separar las cuestiones de género del impulso a determinados candidatos de derecha o ultraderecha y la lucha “contra el comunismo” en la región –muchos de estas opciones políticas son centrales para sostener proyectos extractivistas o neoliberales. Como ejemplo, la Fundación Valores y Sociedad, fundada en 2011 por Jaime Mayor Oreja, exministro del PP, que trata de influir en América Latina apoyándose en la Red Política por los Valores –Political Network for Values–, responsable de la cumbre ultra que tuvo lugar recientemente en el Senado español.
Esta organización está presidida por el candidato presidencial chileno en 2023, José Antonio Kast, un ultraconservador que ha hecho declaraciones como: “La píldora que privilegia el placer sobre todo, es la píldora del egoísmo; es la píldora que hace vivir la sexualidad con miedo a un ser indefenso que está por nacer…” o “La familia jamás le ha hecho daño a ninguna sociedad en el mundo; no podemos decir lo mismo del divorcio”. Esta red se presenta como una versión europea del Congreso Mundial de la Familia, probablemente la principal organización global de grupos conservadores, del que recibe financiación.
A pesar del importante despliegue de medios y conexiones globales, no hay que perder de vista que, pese a su propaganda –que normalmente sobredimensiona su propia capacidad–, estas redes internacionales no son omnipotentes. La existencia de recursos materiales y sus redes sirven para impulsar sus ideas, sin embargo, necesitan encontrar un ecosistema cultural favorable y se crecen allí donde los movimientos sociales son más débiles. Hay pues una batalla en curso.
(II): Herramientas de una ofensiva
En el primer artículo de esta serie desgranábamos los principales actores que impulsan las guerras de género, pero es necesario también analizar algunas de sus formas de intervención.
Por un lado, están las tareas de lobby, sobre todo el que se realiza en organismos supranacionales como la ONU o las instituciones europeas. Pero estos agentes internacionales también utilizan el derecho como un arma, por ejemplo cuando usan el litigio estratégico. A veces, incluso llegan a entrometerse en la política nacional de determinados países para impulsar la aprobación o modificación de leyes. Aquí descubrimos que, si la oposición a los derechos de las mujeres y los derechos de las disidencias sexuales fue primero de carácter reactivo –el trabajo estaba enfocado en reaccionar a avances como sucedió con el matrimonio igualitario–, hoy también implica impulsar normas propias, por ejemplo de “protección” a la libertad religiosa. Pero también existen intentos “preventivos” de constitucionalizar posiciones antiderechos como cuando se trata de definir legalmente el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer –entendidos como “biológicos” y no de forma transincluyente–. Sobre esta cuestión analizaremos el caso del referéndum rumano de 2018 que permite comprender cómo construyen sus campañas.
Tareas de lobby
El trabajo que realizan los grupos de presión está asentado desde hace años y puede ser realizado a nivel de los parlamentos nacionales o las instituciones internacionales. Se da en la ONU, pero también en el Parlamento Europeo, el Consejo de Europa, la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE en Viena o la Corte Europea de los Derechos Humanos en Estrasburgo.
Desde 2010, las instituciones europeas han registrado un aumento muy significativo de la actividad de los grupos de presión religiosos. Las iglesias y organizaciones confesionales han mantenido más reuniones políticas en Bruselas que grandes empresas como Google o la tabaquera Phillip Morris. Los datos reflejan la preponderancia del cristianismo –incluye a católicos y protestantes–, cuya capacidad de influencia está respaldada por un sólido soporte económico. El lobby de la Comisión de las Conferencias de Obispos de la Comunidad Europea (Comece), contaba en 2019 con un presupuesto de más de un millón de euros, según los datos del Registro de Transparencia de la UE.
Además han conseguido algunos privilegios que les permiten influir en las instituciones de la UE sin necesidad de hacer pública esta actividad, aunque el resto de grupos de presión sí están obligados. Algunos de los lobbys más destacados son el español Profesionales por la Ética, C-Fam, European Dignity Watch, New Women for Europe, el Observatorio de la Intolerancia y Discriminación contra los Cristianos en Europa o los vinculados con el fundamentalismo cristiano estadounidense –la Alliance Defending Freedom estadounidense y el European Center for Law and Justice–.
El derecho como arma ofensiva
El movimiento estadounidense fue el primero en utilizar el derecho de esta manera. Recordemos que se activaron para luchar contra los avances feministas/LGTBIQ sobre todo a partir de los años ochenta y de manera internacional en la década de los noventa. Tienen pues ya treinta años de experiencia y conocimientos técnicos que pueden ir adaptando a los contextos locales. Así como todo un desarrollo argumental que puede traducir sus posiciones ultraconservadoras al lenguaje de los derechos e, incluso, de los derechos humanos. Es significativo a este respecto el concepto de “libertad religiosa”, utilizado profusamente por la derecha estadounidense y que, junto con la “libertad de expresión”, han ido cobrando importancia en los últimos años. En lugares como EEUU han conseguido redefinir ambas libertades para permitir a los fundamentalistas saltarse las leyes antidiscriminatorias en la esfera pública, particularmente contra las disidencias sexuales, como explica Wendy Brown. De manera que si alguna empresa se niega a ofrecer un producto o servicio, por ejemplo a una pareja homosexual, pueden alegar que esa acción forma parte de su derecho a la libertad de expresión o religiosa. Ese argumento se usa, asimismo, para defender a los grupos antiabortistas que se hacen pasar por centros de planificación familiar para tratar de convencer a las mujeres de que no aborten, incluso con información falsa. Para Brown, el triunfo de estos argumentos legales en los tribunales estadounidenses nos habla de un mundo plagado de fake news, en el que el cristianismo conservador, la propiedad y la riqueza son disfrazados de libertades para atacar la democracia política y social.
El peligro es que aquí se están amenazando derechos civiles fundamentales y, más allá de EEUU, ya se están produciendo casos en Estrasburgo en los que estos grupos impulsan litigios estratégicos presentándose como víctimas de la discriminación. Cada vez se usan más conceptos como el de “cristofobia”, con el que tratan de argumentar que en el mundo occidental se les impide desarrollar su vida según su fe y valores. También estamos viendo cómo instrumentalizan en su favor los llamados “delitos de odio”, que supuestamente se impulsaron para proteger a las minorías.
En este marco, aluden a un supuesto “consenso progre” que les estaría discriminando, por ejemplo, cuando defienden a políticos que se niegan a celebrar matrimonios homosexuales. O en un célebre caso sucedido en Suecia, donde una matrona se negó a ayudar a dar a luz a una mujer lesbiana. Además, mediante estos mismos argumentos, amplían el derecho de los profesionales de la salud a negarse a participar en actividades que violen sus creencias religiosas o morales –como un farmacéutico que se niega a vender anticoncepción de emergencia–. Las leyes que originalmente estaban destinadas a proteger a las minorías religiosas ahora se manipulan para sortear las legislaciones antidiscriminatorias o la justicia más elemental.
Un referéndum en Rumanía
Vayamos con el ejemplo de Rumanía y su referéndum del 2018 sobre la reforma constitucional. El objetivo era cerrar la posibilidad a futuro de la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo –y otros derechos asociados como la adopción– por lo que se intentó incluir en la Constitución una definición del matrimonio como “la unión entre un hombre y una mujer”. Para ello se lanzó una iniciativa legislativa popular –otra de sus herramientas preferidas– que consiguió las tres millones de firmas requeridas. Fue promovida a partir del 2015 por un grupo de la sociedad civil llamado Coalición por la Familia, que se declaraba como “no religioso” y que consiguió el apoyo de la coalición en el gobierno encabezada por el Partido Socialdemócrata (PSD).
La maniobra del PSD puede enmarcarse en la clásica guerra de género como estrategia coyuntural para ganar respaldo popular en momentos difíciles. Por un lado, por su pertenencia a la socialdemocracia, este partido estaba ligado simbólicamente a la izquierda, es decir, al universo del antiguo partido comunista, según los esquemas políticos de la región. Apoyar los derechos de las disidencias sexuales se relaciona allí con la adhesión al marxismo, que produce rechazo en una parte importante de la población. Por otro, se supone que en las zonas rurales, donde más apoyo tiene el PSD, las personas muestran valores más conservadores y es a ellos a quienes se dirigía esta medida. En ese momento, Liviu Dragnea, presidente del Congreso, estaba involucrado en varios casos de corrupción, por lo que se enfrentaban a un problema de falta de legitimidad y pérdida de apoyo popular. Unos meses antes, había habido fuertes protestas que habían sido reprimidas con dureza. Al mismo tiempo, la UE acusaba al gobierno de atentar contra la división de poderes por su presión sobre el poder judicial –enmarcándola en los ataques que también se estaban produciendo en Polonia y Hungría–. En ese contexto, los agentes antigénero impulsaron la iniciativa del referéndum constitucional que el gobierno se prestó a apoyar. Este incluso llegó a modificar la ley electoral para disminuir los requisitos de participación necesarios para cambiar la Constitución: estos pasaron de un 50% a un 30%.
La Coalición por la Familia era una plataforma compuesta por organizaciones fundamentalistas de diverso signo, sobre todo por la APOR –una Asociación de Padres a favor de la religión similar a la CONCAPA española– vinculada a la Archidiócesis de Bucarest, es decir, contó con el apoyo de la Iglesia Ortodoxa –mayoritaria en Rumania–. También participaron otras ONG de carácter religioso como la Asociación de Familias Católicas Rumanas y otras agrupaciones ultras antiaborto como Vita București y Alianța Familiilor –favorables además a las terapias de conversión–. La plataforma tuvo un fuerte respaldo de las organizaciones vinculadas a la derecha cristiana estadounidense: Alliance Defending Freedom (ADF), Liberty Counsel, el World Congress of Families (WCF) y el European Center of Law and Justice (ECLJ). Estas organizaciones proporcionaron argumentación jurídica para el proceso legal, patrocinaron varios conferencias en el parlamento, impulsaron campañas propias e hicieron tareas de lobby a favor del cambio.
AFD y el Liberty Counsel presentaron sendos documentos de asesoramiento a la Corte Constitucional –Amicus curiae–, que tenía que pronunciarse sobre la constitucionalidad del referéndum. El de Liberty Counsel tenía 68 páginas y proporcionaba un listado de casos con argumentación legal destinada a demostrar que el “matrimonio tradicional” es una institución anterior al derecho y “no puede ser modificada por la ley”. Se apoyaba en toda la producción sobre lo que se ha llamado “ideología de género”, incidiendo en argumentos supuestamente extraídos de la ciencia y de carácter irrefutable. Explicaba que negar que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer implica renunciar a la verdad en favor de una “construcción social artificial de carácter ideológico (…) Esa ideología, a su vez, está basada en la experimentación humana, específicamente en el abuso sexual de niños, y en una concepción de la demografía sesgada destinada a cambiar el orden social establecido”.
Su informe señalaba “los efectos nocivos del ‘matrimonio’ entre personas del mismo sexo en el puñado de naciones que han probado este experimento social” y hablaba contra la revolución sexual. Estos argumentos fueron fundamentales para refutar los informes presentados por varias organizaciones internacionales del activismo LGTBIQ, como ILGA Europa y Amnistía Internacional. También desplegaba toda la panoplia de argumentos habituales contra lo que denominan “colonialismo ideológico”: “Rumania y otras naciones tradicionales de Europa se han visto sometidas a una creciente presión extranjera para que abandonen su herencia, tradiciones y soberanía en favor de la agenda homosexual impulsada desde el extranjero”, explican en su web.
La campaña fue encarnizada y en ella se mezclaban las fake news y los pánicos morales sobre la infancia amenazada: “Si no vas a votar, dos hombres podrían adoptar a tu hijo”, decía la propaganda de Coalición por la Familia. Sin embargo, el proyecto de reforma no llegó al mínimo necesario de participación. Solo votó el 21% del electorado, de manera que no fue aprobada. Desde entonces, referéndums parecidos han sido impulsados en otros países de la región como el de Eslovenia, en 2015, con apoyo de la ADF. En este caso tampoco pasó –algo más el 63% votó en contra y solo el 36,5% a favor–. Sin embargo, aunque las propuestas ultras no salgan adelante, las guerras de género lanzadas en estos procesos son útiles para impulsar el marco conservador y dominar la agenda todo el tiempo que estas duran. Además, introducen en el debate público representaciones negativas de las disidencias sexuales e impulsan su deshumanización, de manera que estas personas pueden ver agravadas las discriminaciones cotidianas que sufren que pueden vivirse también en forma de violencia individual o colectiva –como sucede en los casos protagonizados por movimientos neonazis y similares que se ven respaldados por este marco del debate público.–