Katharina Pistor
Max Moran
David Dayen
07/07/2024
Las empresas norteamericana se arrepentirán de haber descartado la democracia
Katharina Pistor
Las grandes empresas norteamericanas están a punto de renunciar a la democracia, o eso es lo que parece. Stephen Schwarzman, de Blackstone, el conglomerado de inversiones inmobiliarias y de capital riesgo, ha sido el último líder empresarial en respaldar la candidatura de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Los presidentes de las principales compañías petroleras han hecho otro tanto, y Jamie Dimon, presidente y consejero delegado de JP Morgan Chase, señaló recientemente que las opiniones de Trump sobre la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la inmigración y muchas otras cuestiones críticas eran "bastante acertadas".
Mucho ha cambiado desde enero de 2021, cuando los seguidores de Trump asaltaron el Capitolio para impedir la certificación de las elecciones presidenciales de 2020. En las semanas que siguieron a la insurrección, muchas empresas se comprometieron solemnemente a no financiar a candidatos que negaran que Joe Biden había ganado limpiamente. Pero estos compromisos resultaron no ser más que palabrería.
Preferir la autocracia
Por supuesto, el mundo empresarial nunca ha mostrado una verdadera inclinación por la gobernanza democrática. Cuando se trata de sus propias operaciones, prefiere la autocracia al autogobierno. Los directivos exigen la obediencia de directivos y trabajadores, y los accionistas, que se supone que están al mando, se apaciguan fácilmente con recompensas económicas y rara vez reúnen el tipo de acción colectiva que se necesitaría para pedir cuentas a los directivos.
¿Qué hace que estos líderes empresariales sean tan poderosos? La respuesta convencional es que controlan los activos de la empresa. A esto se refería Karl Marx cuando afirmaba que el control de los medios de producción permitía a los capitalistas extraer "plusvalía" del trabajo. Desde entonces, los modelos económicos le han dado la razón, demostrando que el control sobre los activos se traduce efectivamente en control sobre el trabajo.
Pero las cosas son un poco más complicadas. Al fin y al cabo, Schwarzman y Dimon no son propietarios de las máquinas de sus empresas ni de los edificios que albergan a los operadores, inversores o personal bancario a los que dan empleo. Pueden poseer acciones de sus imperios empresariales, u opciones para comprar más acciones de sus empresas, pero estas participaciones suelen representar sólo una fracción de todas las acciones en circulación. Y aunque a los accionistas, colectivamente, se les suele describir como propietarios, el capital social no les otorga el control sobre las operaciones de la empresa o sus activos. Más bien les confiere el derecho a votar por los directivos, a negociar sus acciones y a recibir dividendos.
Pero aunque los altos ejecutivos gobiernan como si fueran verdaderos amos, lo hacen gracias a un poder que está consagrado en las herramientas legales que utilizan para construir sus imperios. Pueden apoyarse en leyes empresariales y laborales que privilegian a los accionistas frente a los trabajadores, en normativas financieras que protegen la estabilidad de los mercados financieros y en la generosidad de los bancos centrales y los contribuyentes, que no pocas veces rescatan a sus empresas cuando se les ha ido la mano.
Cómodos acuerdos
Rara vez se reconocen estas dependencias, y menos aún el papel crucial que desempeña la democracia en el establecimiento de la legitimidad y la autoridad de la ley. Los líderes empresariales se sienten más cómodos haciendo tratos consigo mismos que sometiéndose a un autogobierno colectivo, pero también dependen profundamente de la ley y del sistema político que la sustenta.
Al hacer negocios consigo mismos, están reproduciendo la historia temprana de la construcción del Estado, que el difunto sociólogo Charles Tilly comparó con la "delincuencia organizada". En la Europa de principios de la era moderna, los dirigentes políticos se mantenían en el poder cerrando regularmente tratos con sus amigos, que a su vez cerraban más tratos con clientes a los que necesitaban de su lado. El resto de la sociedad servía de soldado raso, un recurso que los poderosos explotaban para financiar el mantenimiento de la paz interna y externa.
Pero aquí está el problema. A diferencia de los acuerdos codificados en la ley, estos acuerdos no son ejecutables. Nada impide que un futuro presidente incumpla las promesas que hace a los líderes empresariales durante la campaña electoral, y Trump ha dejado muy claro que tiene poca paciencia con la ley y las limitaciones que le impone como líder empresarial, presidente o ciudadano privado. Eso le convierte en un socio empresarial muy poco fiable y en un candidato a la presidencia francamente peligroso.
Sin embargo, muchos líderes empresariales hacen la vista gorda ante todo esto. Apuestan por más poder, menos impuestos y menos restricciones legales y reglamentarias. Algunos intentarán llegar a acuerdos para evitar que Trump se vengue de ellos por deslealtades o desaires pasados. Pero lo que todos obtendrán, en última instancia, es inseguridad jurídica, la cual es mala para los negocios.
El síndrome de Hong Kong
Es el síndrome de Hong Kong. Cuando los defensores de la democracia y el Estado de Derecho salieron a la calle en Hong Kong para resistirse al control central del gobierno de China continental, la mayoría de los líderes empresariales (y los jefes de los grandes bufetes de abogados y contables) se mantuvieron en silencio y luego se adhirieron a la ley de seguridad que puso fin a la relativa autonomía de Hong Kong. Es de suponer que temían más al pueblo que al Estado chino, y por ello acogieron con satisfacción el restablecimiento del orden tras la represión de las manifestaciones.
Pero esta estrategia ha resultado contraproducente. El control del Estado l se ha vuelto más estricto no sólo con respecto a los defensores de la democracia, sino también con respecto a las empresas. Las empresas han recurrido a la autodefensa trasladando los centros de datos a otras jurisdicciones, dando a sus empleados de Hong Kong teléfonos de un solo uso y reduciendo de otras formas su presencia en una ciudad que antaño brillaba como mercado mundial y centro financiero.
No comprendieron que la autodefensa individual es más costosa y menos eficaz que la colectiva. Esta última requiere una democracia constitucional dinámica en la que el Estado de Derecho refleje un compromiso genuino con un autogobierno sólido, en lugar de servir de hoja de parra para el gobierno de las grandes empresas. Cuando Schwarzman, Dimon y otros titanes empresariales estadounidenses descubran los costes de abandonar la democracia al sumarse a Trump, será ya demasiado tarde.
Social Europe, 16 de junio de 2024
Señor presidente, el capital no va a devolverle su cariño
Max Moran
El jueves pasado, Donald Trump fue centro de atención de los directores ejecutivos más opulentos de los Estados Unidos en una reunión de la Business Roundtable [Mesa Redonda Empresarial], un poderoso grupo de presión de Washington. Supuestamente, Trump propuso eliminar los impuestos federales sobre la renta y substituir los ingresos por aranceles, una horrible idea que haría a los ricos mucho más ricos, a los pobres mucho más pobres y tal vez hasta deslegitimaría el dólar. A los directores ejecutivos que llevan 40 años subcontratando la producción, los impuestos superelevados sobre las importaciones probablemente tampoco les sonaban tan bien.
Ya en 2021, la Business Roundtable denunció la insurrección del 6 de enero. Hoy, muchos de sus miembros ya han respaldado la campaña de Trump. Tal como escribió David Dayen, de The American Prospect, el viernes [14 de junio], la concentración de riqueza se está unificando detrás de un candidato, desde Wall Street hasta Silicon Valley y el sector del petróleo. Las fuerzas del capital se están alineando detrás del fascista autóctono de los Estados Unidos, que no ha hecho otra cosa que volverse más desquiciado, violento y agraviado desde que bajó por esa maldita escalera mecánica [de la Torre Trump en Nueva York para anunciar su candidatura presidencial] hace casi una década.
Por supuesto, el presidente Biden ha incrementado sus propias recaudaciones de fondos de productores de alto valor, pero hasta ahora estos han sido sobre todo celebridades y figuras de los medios de los medios de comunicación, muchos de los cuales se declararon en huelga el año pasado. Estas personas son ricas, pero no pertenecen a la oligarquía.
De acuerdo con OpenSecrets, el 69% del dinero de la campaña de Trump procede de grandes donantes. Los republicanos han recibido la asombrosa cifra de 508 millones de dólares en contribuciones directas a la campaña y donaciones a super PAC o comités de partido de las 100 familias que más riqueza han donado en este ciclo de campaña, el triple de los 169 millones de dólares que estas familias han emtregado a los demócratas.
En términos políticos, las grandes empresas están seguras de que Trump reducirá aún más sus impuestos, desregulará aún más sus respectivos sectores, atacará aún más duramente a los sindicatos, etcétera. Trump describió incluso su exigencia de un diezmo de 1.000 millones de dólares a las grandes petroleras como "trato" por la destrucción de las protecciones medioambientales norteamericanas. El hombre hace del texto subtexto.
Claramente, la clase multimillonaria no está tan desanimada por la política social de Trump como para no hacer todo lo posible por convertirlo en el hombre más poderoso de la Tierra; de hecho, a algunos de ellos les encanta totalmente el fanatismo. En mi opinión, considerar la supremacía blanca como algo que es tosco, pero no descalificatorio, no redime a nadie. El término adecuado para "apologeta del fascismo" es "fascista".
Joe Biden puede considerar esto una oportunidad electoral, sobre todo teniendo en cuenta que su héroe personal fue Franklin Delano Roosevelt. Se suponía que la primera reelección de FDR en 1936 iba a ser muy reñida, pero se convirtió en una victoria aplastante. ¿Por qué? Millones de estadounidenses de clase trabajadora que nunca habían votado antes se volcaron con Roosevelt, porque éste acogió el odio de los "monárquicos económicos" ultra-ricos. En palabras de un obrero anónimo de una fábrica de 1936, citado en la historia del Partido Demócrata de Michael Kazin: "El Sr. Roosevelt es el único hombre que hemos tenido en la Casa Blanca que entendería que mi jefe es un hijo de puta".
¿Dirían de Joe Biden lo mismo los trabajadores hoy en día? Y si no, ¿por qué?
Recordemos la reunión de la Business Roundtable con Trump el jueves [13 de junio] pasado. Menos comentado -y más revelador de por qué un segundo mandato de Trump resulta tan aterradoramente probable- ha sido que él no fue más que uno de los oradores. Representante del otro bando, y asistente en lugar de Biden mientras éste acudía al G7, figuraba el actual jefe de gabinete de la Casa Blanca, Jeff Zients.
Si el talento de Trump consiste en decir en voz alta lo que piensan los ricos, el talento de Zients consiste en decir en voz alta lo que los ricos quieren oír. Tal como ya he escrito en otras ocasiones para The American Prospect, Zients se hizo multimillonario gracias a la consultoría de gestión, básicamente porque le pagaban por dar permiso a los empresarios para ser crueles. Luego se convirtió en intermediario de la Casa Blanca de Obama para la América empresarial, afirmando en cierta ocasión ante un grupo de directivos: "Son ustedes los clientes" de la política económica de Obama. Zients pasó los años de Trump invirtiendo en empresas sorpresa de facturación médica, y luego se convirtió en el primer zar COVID-19 de Biden en 2021. Fracasó estrepitosamente; ese invierno, Zients dejó a los norteamericanos desabastecidos de mascarillas, pruebas y tratamientos, - todo lo cual podría haber producido internamente la administración a través de la Ley de Producción de Defensa- después de hacer caso omiso de meses de súplicas de los epidemiólogos para hacer acopio temprano.
Biden recompensó los malos resultados de Zients nombrándole jefe de gabinete de la Casa Blanca. El predecesor de Zients, Ronald Klain, fue lo bastante pragmático como para mantener estrechos vínculos con el ala progresista de los demócratas. Como resultado, Klain dirigió el Congreso hacia la aprobación de inversiones históricas en energías limpias e infraestructuras y reducciones de los costes sanitarios, pagadas con subidas de impuestos a las grandes empresas opulentas. Además, empoderó al personal progresista de las agencias reguladoras para que tomaran medidas enérgicas contra las tarifas abusivas y el poder corporativo.
El último discurso presidido por Klain fue uno de los discursos más populistas del Estado de la Unión de la historia de los Estados Unidos. Permitir que Zients ascendiera al puesto de número dos de la Casa Blanca fue un mensaje a las empresas estadounidenses de que los días en que se hablaba así, de forma tan dura, se habían terminado.
Sería tremendamente injusto culpar a Zients de todas, o incluso de la mayoría, de las decepciones de los últimos dos años. La victoria de los republicanos en la Cámara de Representantes en 2022 impidió cualquier legislación positiva. Ucrania y Gaza atrajeron con razón la atención de la opinión pública a la escena internacional. La cámara de eco mediática conservadora sigue siendo una piedra de molino alrededor del cuello de los demócratas para la que el partido sigue sin tener un plan claro. Y el mapa senatorial de 2024 es... desafiante.
Pero, en todo caso, el hecho de no tener poder legislativo debería hacer aún más importante que Biden fuera muy claro sobre sus ambiciones nacionales. Por ejemplo, la Ley PRO, que ampliaría el poder de los sindicatos: no es sólo una buena política, es una política ridículamente buena. Subirles los impuestos a los ricos es todavía más popular en todos los partidos. Si Biden quiere todavía movilizar a la clase trabajadora hacia el Partido Demócrata, como hizo Roosevelt, es por aquí por donde hay que empezar.
Él y su partido deberían estar hablando de la Ley PRO en la campaña electoral, ahora mismo, como paso potencialmente transformador para los trabajadores. "Esta ley mejorará tu vida y cabreará a tu jefe, y sólo nosotros la aprobaremos si tú nos votas". Dada la fría respuesta del público a la "Bidenomics", el presidente debería tratar de abordar los problemas subyacentes de su política económica: alcanzar el pleno empleo es un primer paso clave, pero luego hay que utilizar la palanca que proporciona para cambiar realmente las condiciones de la vida laboral en Estados Unidos.
Sin embargo, la página digital de la campaña de Biden ni siquiera tiene una sección de política. No se oye nada sobre los proyectos de ley que los demócratas tienen en reserva. Ni siquiera se habla de un plan para recuperar el Congreso.
Sus anuncios sobre el aborto, por ejemplo, incluyen una acertada condena de Trump, pero ninguna promesa real de restaurar Roe contra Wade [el dictamen que legalizó el aborto], y mucho menos de hacer de la autonomía corporal un derecho legal básico en este país. Asegura a los espectadores que protegerá lo que queda del derecho a elegir (que ahora es una cuestión a escala estatal en la práctica, por lo que la Casa Blanca no puede hacer mucho de todos modos), pero no que intentará restaurar o ampliar los derechos de nadie a través de una nueva legislación nacional o de enmiendas constitucionales.
Sigo la política más de cerca que la mayoría de la gente. Por lo que veo, la única promesa clara de la campaña es evitar el trumpismo durante unos años más. Para un hombre cuyo lema de campaña es "terminar el trabajo", Biden rara vez parece articular cuál es exactamente el trabajo que hay que terminar.
Ahora bien, la administración de Biden ha tenido algunos éxitos genuinos, incluso populistas, en la era Zients. Pero en su mayoría han procedido de agencias independientes y de sus directores, como Rohit Chopra en la Oficina de Protección Financiera del Consumidor, Lina Khan en la Comisión Federal de Comercio o Jennifer Abruzzo en la Junta Nacional de Relaciones Laborales. Biden los nombró a todos ellos, por lo que puede atribuirse parte del mérito de sus logros. Pero dirigen organismos independientes: Chopra, Khan y Abruzzo no reciben órdenes de la Casa Blanca. Si Zients hubiera desaprobado que se enemistaran con Wall Street y las grandes tecnológicas en vísperas de unas elecciones, no habría podido impedírselo.
Además, Biden ha hecho poco por promocionar estos logros de su equipo. Sus responsables de comunicación se resisten habitualmente a hablar siquiera de medidas contra las grandes empresas. Si con ello se pretendía demostrar a las grandes empresas que Biden no es tan temible como lo pinta el consejo editorial de The Wall Street Journal, está claro que no ha funcionado. Nunca podría funcionar. Está muy claro para el mundo que Joe Biden es un capitalista: está en todos sus discursos, es la razón por la que los moderados se unieron tras él en las primarias de 2020, es algo que podría decirnos cualquiera con un conocimiento pasajero de sus 50 años en la política nacional. Los altos ejecutivos son plenamente conscientes de que Joe Biden no es un socialista empeñado en su destrucción. Les da igual.
Si Zients unió verdaderamente el formidable poder de la industria detrás de Biden en lugar de Trump, o al menos mantuvo las sumas más considerables distribuidas uniformemente en la carrera, tendría yo que admitir a regañadientes que fue eficaz. Tal como afirmó Lyndon Johnson en cierta ocasión: "no hay nada más inútil que un liberal muerto". Pero eso no es lo ha ocurrido. Al igual que durante 50 años, los capitanes de la industria se alinean mayoritariamente detrás del republicano. Sea cual sea su ideología, está claro que Biden piensa que sobre el poder del mundo empresarial debería haber al menos alguna clase de control a veces. Eso basta para que la clase multimillonaria prefiera al fascista.
Teniendo en cuenta todo esto, ¿qué sentido tiene seguir usando guantes de seda en la campaña electoral? A lo largo de dos años, Biden ha guardado silencio sobre aquellas partes más interesantes de su programa nacional con la esperanza de evitar que el capital apoyara a Trump, y no ha conseguido prácticamente nada con ello. Esto ha dejado a Biden con una estrategia electoral de esperar mansamente a que la oposición implosione.
Biden tiene mucho que ofrecer al pueblo norteamericano en 2024. No tiene más que decírselo. La gente que vaya a enfadarse por esto ya está alineada contra él, y alineada contra la gran mayoría de la población de este país tanto en términos de tolerancia social básica como de equidad económica. La triangulación, el centrismo y el mimo empresarial no han dado los frutos prometidos. Es hora de cambiar de estrategia.
The American Prospect, 20 de junio de 2024
El discurso que hubiera pronunciado Roosevelt
David Dayen
Un presidente que está en su primer mandato preside una economía que mejora, pero que sigue padeciendo graves dificultades individuales. Su oponente cuenta con el apoyo casi unilateral de la comunidad empresarial, que pretende recuperar su posición de dominio sin trabas sobre la vida norteamericana. El presidente decide utilizar la preferencia que declaran los magnates empresariales para encuadrar las elecciones, aprovechando cualquier oportunidad para recordarles a los votantes las fuerzas ricas y poderosas que se alzan contra él.
Estamos en 1936, no en 2024, y el presidente es Franklin Roosevelt. A lo largo del año, las encuestas entre Roosevelt y Alf Landon estuvieron relativamente reñidas; una encuesta muy poco científica realizada justo antes del día de las elecciones por The Literary Digest, que había acertado en las cinco elecciones anteriores, predijo una victoria de Landon. Al final, no estuvo nada reñida; de hecho, fue una de las mayores goleadas de la política estadounidense.
La estrategia de Roosevelt de oponerse a los malhechores de la gran riqueza fue sui generis, y no se ha vuelto a repetir ni antes ni después. Mientras que los demócratas se vuelven habitualmente más populistas en época de campaña, la política se ha convertido en un juego de dinero tal que los políticos han aprendido a no tocar el tercer carril de inspirar una revuelta plutócrata. Pero si alguna vez hubo un momento para prestar atención a la retórica rooseveltiana, es ahora.
Los donantes de Wall Street que en su día rechazaron a Donald Trump después del 6 de enero han vuelto a su lado. Los peces gordos de Silicon Valley organizaron una recaudación de fondos para Trump en el corazón de San Francisco la semana pasada. Trump le pidió a los barones del petróleo 1.000 millones de dólares en fondos de campaña a cambio de una relajación regulatoria. Un gestor de fondos de cobertura le prometió cientos de miles de dólares a Trump minutos después de ser condenado por un delito grave; Miriam Adelson, heredera de la fortuna de los casinos, prometió 100 millones de dólares. Hasta Roosevelt se estremecería ante el apoyo abierto al presunto candidato republicano por parte de aquellos que necesitan referirse a la cifra de “mil millones” para describir su patrimonio neto.
Kathryn Wylde, representante de Partnership for New York City, un grupo de presión empresarial que en el pasado ha descrito Wall Street como si fuera la calle mayor de la gente de Nueva York, resumió muy bien el sentimiento de las empresas norteamericanas. "La amenaza al capitalismo de los demócratas es más preocupante que la amenaza a la democracia de Trump", es lo que declaró Wylde a Politico. En otras palabras, soportará cualquier carga con tal de pagar un poco menos en impuestos y cumplir las normativas.
Cuando se habla de cómo manejó Roosevelt un motín similar de los ricos, se tiende a señalar un discurso pronunciado en vísperas de las elecciones de 1936 en el Madison Square Garden, el famoso discurso del “Aplaudo su odio”, en el que se puso abiertamente en contra de "los viejos enemigos de la paz: el monopolio empresarial y financiero, la especulación, la banca temeraria, el antagonismo de clase, el seccionalismo, y el hacer caja con la guerra".
Pero hay otro discurso, mucho más detallado en su discusión de la tiranía económica y los peligros del poder concentrado, dentro y fuera del ámbito político. Fue su discurso de aceptación en la Convención Nacional Demócrata de 1936, pronunciado este mes hace 88 años.
Este fue el discurso que introdujo en el léxico político el término "monárquicos económicos". Roosevelt, en pleno modo didáctico, los definió como los descendientes de los monárquicos británicos de la época revolucionaria, que "gobernaban sin el consentimiento de los gobernados" y "empeñaban la propiedad y la vida del hombre medio a los mercenarios del poder dinástico".
El fin de la tiranía política en 1776, sin embargo, dio paso con el tiempo a una nueva dinastía, una tiranía económica "construida sobre la concentración del control de las cosas materiales". La clase privilegiada convirtió los sistemas económicos en su propio beneficio, y dejó fuera del trato a obreros, agricultores, pequeños comerciantes y a todos los demás.
Y luego Roosevelt da un paso más, y aquí podría estar describiendo 2024: "Era natural y quizás humano que los príncipes privilegiados de estas nuevas dinastías económicas, sedientos de poder, alcanzaran el control sobre el propio Gobierno. Crearon un nuevo despotismo y lo envolvieron en los ropajes de la sanción legal... Las horas que trabajaban los hombres y las mujeres, los salarios que recibían, las condiciones de su trabajo... todo ello había escapado al control del pueblo y lo imponía esta nueva dictadura industrial."
El nuevo despotismo. ¿De qué otra forma se podría describir que Silicon Valley, las grandes petroleras y Wall Street se unan para apoyar a un candidato presidencial transaccional que les promete favores específicos, después de haber reducido sus impuestos de sociedades en un 40% la última vez que fue presidente?
Lo que está haciendo Roosevelt es definir lo que los norteamericanos perdieron cuando su gobierno cayó en manos de los monárquicos de la economía: restricciones a la iniciativa empresarial y a las oportunidades, aplastamiento de los salarios, desigualdad de riqueza y prosperidad. La economía, así controlada, implosionó con la Gran Depresión, y el pueblo buscó otro rumbo. Pero al igual que los Stephen Schwarzmans y los Bill Ackmans de hoy, los monárquicos económicos estaban horrorizados de que alguien elegido por el pueblo pudiera actuar como si tuviera autoridad para llevar a cabo la voluntad del pueblo: "Los monárquicos del orden económico", dice Roosevelt, "han concedido que la libertad política era asunto del Gobierno, pero han mantenido que la esclavitud económica no era asunto de nadie".
Esto, dice Roosevelt, no puede sostenerse. "Si al ciudadano medio se le garantiza la igualdad de oportunidades en el colegio electoral, debe tener igualdad de oportunidades en el mercado. Estos monárquicos económicos se quejan de que pretendemos derrocar las instituciones de América. De lo que realmente se quejan es de que buscamos quitarles su poder".
Casi nunca se oye este tipo de discurso en la política actual. Un presidente norteamericano califica a los titanes de la industria de traidores a los ideales de la democracia, de enemigos de un pueblo libre, que sólo quieren enriquecerse y están dispuestos a apoderarse de los resortes del poder gubernamental para conseguirlo. Roosevelt se pone del lado del obrero y el agricultor corrientes, subrayando específicamente su necesidad de libertad económica, de desarrollar su talento sin que la bota de los monopolistas penda sobre sus cabezas.
En realidad, Roosevelt había encargado dos borradores diferentes para su discurso: uno, un discurso conciliador al derechista Raymond Moley, que había estado cerca de Roosevelt durante los dos primeros años como presidente, y la contundente alocución que optó por pronunciar, obra de su veterano ayudante, Sam Rosenman, y un redactor novato, Stanley High, que acuñaron el término "monárquicos económicos". A Roosevelt le encantó la frase y la convirtió en la pieza central de su discurso.
Roosevelt ganó las elecciones por 523 votos [del Colegio Electoral] a 8 y los demócratas obtuvieron la mayoría más grande de la historia en el Congreso.
Evidentemente, eran otros tiempos. Al intentar de veras hacer algo contra la Gran Depresión -programas masivos de obras públicas y empleo, la creación de la Seguridad Social y la legalización de la negociación colectiva- Roosevelt se ganó la oportunidad de continuar. La retórica por sí sola no consiguió el segundo mandato; lo hicieron las mejoras tangibles. Pero tanto Roosevelt como Joe Biden se presentan como salvadores de la democracia, que tras el colapso económico de 1929 no estaba predestinada a continuar.
Resulta que Roosevelt pronunció su discurso de aceptación del DNC [Comité Nacional Demócrata] el 27 de junio de 1936. El 27 de junio es el mismo día en que debatirá Joe Biden con Donald Trump en la CNN. Aunque a menudo se describe a Trump como un populista con una base de votantes de clase trabajadora, el sobrenombre de "monárquico económico" describe perfectamente la secta de los ricos que está decidida a respaldarle. Con la apuesta de los nuevos monárquicos por Trump, es probable que un segundo mandato de Trump eclipse al primero como espectáculo de pago, en el que se puede comprar al jefe del Ejecutivo para que respalde a candidatos, para que cambie sus opiniones sobre política y para que engrase las ruedas de más recortes fiscales, menos restricciones a las empresas y, en general, todo lo que pidan.
Las ocasionales críticas de Trump a las grandes empresas en 2016 se han desvanecido en los discursos y mítines actuales. Es todo agravio personal, todo el tiempo. Pero eso enmascara una agenda de favores a sus patrocinadores multimillonarios, que se enfurecen al ver su poder disminuido por gente como Lina Khan o Gary Gensler o Rohit Chopra o Jennifer Abruzzo.
Estos monárquicos creen que los derechos de los trabajadores, la protección de los consumidores y los mercados abiertos se entrometen peligrosamente en el orden establecido de las cosas, donde la regulación se establece históricamente en la sala de juntas de las empresas, y todo el mundo se somete a su voluntad. El espíritu antidemocrático, antipatriótico y restrictivo de la libertad que animaba a los enemigos ricos de Roosevelt está más que presente en los superricos enemigos de la administración Biden.
Hoy en día no hay camino hacia los 523 votos electorales, ni siquiera para el propio Roosevelt. Pero sé cómo respondería a este momento, en el que las fuerzas de la riqueza y el privilegio se unen contra él. La elección de Biden radica en si va a describir la situación tal como es, así como la lucha por el poder que hay en su centro.
The American Prospect, 14 de junio de 2024