Alberto Tena
01/05/2020El debate sobre el Ingreso Básico Universal (IBU) —asegurar el derecho al ingreso como un derecho de ciudadanía— ha vuelto con fuerza durante esta crisis. Desde el Papa al Financial Times, pasando por el vicepresidente del Banco Central Europeo, lo han apoyado como una de las políticas posibles y deseables para afrontar esta situación. Estas declaraciones son sólo la punta del iceberg de un debate público profundo, al mismo tiempo nacional e internacional, sobre qué tipo de medidas económicas pueden ser más efectivas en esta coyuntura y en el mundo que viene. El IBU parece en este contexto que es capaz de responder tanto a quien sólo está pensando en términos de “excepcionalidad” como quien propone nuevos cambios estructurales. Cada vez parece más claro que la vuelta a la “normalidad”, con una crisis y recuperación en forma de V, será como mucho la excepción de algunos sectores y países. Empieza a ser evidente que necesitamos nuevos acuerdos que nos ayuden a sostenernos en un escenario que parece ser sólo la avanzadilla del tipo de incertidumbre permanente que nos espera. Un nuevo panorama que debería obligarnos a asumir la fragilidad e interdependencia mutua como un punto de partida esencial para cualquier paso. Las grandes crisis del pasado han demostrado que se puede generar una gran oportunidad para repensar consensos sociales antes sólo en el horizonte.
Desde la perspectiva puramente económica parece también que estamos transitando hacia un nuevo consenso que podríamos llamar Neokeynesiano. La experiencia internacional de la gestión de la crisis de 2008, el agotamiento de buena parte de las herramientas de política monetaria tradicionales, dentro de una estructura económica global de “estancamiento secular”, hacen que nos estemos planteando nuevas preguntas. Las políticas contracíclicas, tanto del lado de la oferta como de la demanda, dominan el nuevo menú de propuestas económicas que se nos está ofreciendo en casi todos lados. México no es una excepción, sobre todo cuando sabemos que las consecuencias económicas de esta crisis pueden ser especialmente graves. El país se encuentra en medio de la gestión de la crisis petrolera, con una exposición muy alta a la interrupción de las cadenas globales de valor, y un sector turístico de una gran envergadura. Todos factores clave que hacen que la probabilidad de encontrarse entre los grandes perdedores de esta crisis en el medio plazo sea muy alta.
Aunque buena parte de las medidas en el muy corto plazo es posible que necesiten estar centradas en “congelar” la economía del lado de la oferta (como está haciendo Europa y como proponía recientemente el subgobernador del Banco de México, Gerardo Esquivel), hay un diagnóstico más o menos compartido de que vamos a vivir esencialmente los complejos efectos de una crisis de liquidez. Es evidente que esto hace que la idea de repartir dinero de alguna manera sea atractiva ahora para muchos economistas y politólogos. Todo esto nos coloca en un escenario especialmente propicio para debatir sobre esta propuesta. ¿Pero debería estar el IBU en la agenda política transformadora de la izquierda global y mexicana? ¿Es el momento de hablar de cómo garantizamos la existencia de las personas como un derecho de ciudadanía? ¿Es una política para la “excepcionalidad” o puede ser una propuesta de horizonte concreto?
La aparición de este debate, con esta fuerza y estas características desde la India hasta EE. UU, pasando por Sudáfrica y casi toda Europa, señala que este va a persistir durante largo tiempo. Ya no se tratará por lo tanto de si queremos instalar en la agenda un debate sobre el derecho al ingreso, sino que va a estar en la agenda queramos o no. La crisis ecológica está ahí, estamos en un escenario de transición forzada hacia algo distinto de lo que tenemos. Una transición que al contrario de lo que pudieron haber imaginado los socialistas del siglo XX, no es necesario generar, porque se está dando de todos modos con o sin nosotros. La pelea parece más bien ser sobre cuál es el sentido político que vamos a poder darle a esta transición. Silicon Valley y muchos sectores de la nueva Inteligentia empresarial global llevan varios años apostando por un IBU de forma nítida. Son conscientes del impacto que están generando en el mundo —y en los mercados de trabajo en especial— y saben que son necesarios mecanismos para sostenerlo. No son pocas ya las propuestas concretas que se están haciendo desde esta perspectiva empresarial a algún tipo de IBU. Recordemos que Milton Friedman tenía en la cabeza la posibilidad de sustituir todas las políticas de protección social por un sistema de impuesto negativo sobre la renta que funcionaría en gran parte como un IBU. Un sistema pensado de esta manera podría ser funcional en todo momento a las necesidades empresariales del mercado de trabajo: no generar ningún desincentivo a los bajos salarios, y podría funcionar estructuralmente como sistema de disciplinamiento de la fuerza laboral en un largo periodo de transición. Podemos hacernos una idea pensando en cómo funcionaron las Leyes de Pobres en la Inglaterra del siglo XVIII-XIX, período de “transición” del feudalismo al capitalismo.
Es muy importante insistir que el IBU, en tanto que “idea” y herramienta política de transferencia de ingresos, puede en realidad convertirse en muchas cosas diferentes. Parece que las necesidades estructurales del capitalismo pueden ponernos ante el escenario de que sea necesario instalar algún tipo de política de este tipo en los próximos años. Aquí va a haber una tarea militante que es definir cuál debe de ser exactamente el sentido del IBU. Si queremos que sea una herramienta de redistribución radical de la riqueza, así como la base para una sociedad que se sabe vulnerable y que por lo tanto necesita sostenerse colectivamente, o un nuevo mecanismo de disciplinamiento de la fuerza laboral en esta era del post-capitalismo. Llevamos varios años de intensa movilización feminista que nos está obligando a ampliar la mirada sobre lo que consideramos riqueza social y sus formas de retribución. Existen grandísimas cantidades de trabajo no “valorado” socialmente que es fundamental para que las sociedades funcionen y que hemos considerar retribuir de alguna manera. La tradición republicana ha conseguido llevar hasta nosotros la propuesta de un IBU entendido como una pieza fundamental del derecho a la existencia. Una propuesta recuperada del jacobinismo más radical donde surgió históricamente la propuesta de la pluma de Thomas Paine como forma para redistribuir los beneficios de la propiedad común original de la tierra. Una tradición que miraba a profundizar en la necesidad de mantener de forma estrecha derechos políticos y derechos económicos que la revolución francesa no llegó a culminar. Un horizonte “jacobino” con el que en realidad vivió Karl Marx casi toda su vida.
Pero volviendo a la coyuntura, ¿sería factible un IBU en un país como México? Un argumento muy recurrente es que esta puede ser una política válida para países ricos, pero no para los periféricos. En realidad hay bastantes pruebas para defender exactamente lo contrario. La economista premio nobel de economía de 2019, Esther Duflo, basándose en una extensa recolección de evidencia empírica, defiende que en realidad las transferencias de renta incondicionales son especialmente efectivas en los países en “vías de desarrollo”. Son políticas que funcionan especialmente en entornos poco institucionalizados, con apenas derechos contributivos, donde los mercados de trabajo informales dominan las relaciones salariales de las personas. En México cerca del 60% de la población trabaja en el sector informal de la economía y dentro de estos una mayoría son mujeres. Una política como el IBU, al contrario que la tradicional protección social contributiva existente mayoritariamente en Europa, funcionaría como un sistema de seguridad social realmente inclusivo para esta mayoría de mexicanos. La tensión a la que se está sometiendo al gobierno de AMLO en estos momentos tiene que ver precisamente con el hecho de que hay una gran parte del país que no se vería beneficiado directamente por las políticas sobre “la oferta”: sostenimiento de la economía “formal” empresarial, al contrario de lo que sí está sucediendo (en parte) en Europa. En España por ejemplo es precisamente el enfoque “productivista” de muchas de las políticas de emergencia ya en marcha, la que está desplazando el debate del IBU hacia una vuelta a las rentas mínimas asistencialistas para “pobres” para quien queda fuera del sistema. En el caso de México el hecho de no tener una estructura de “welfare” tan desarrollada es en realidad una ventaja enorme a la hora de plantear la posibilidad de un IBU. El gobierno ya ha dado pasos buscando universalizar las pensiones para adultos mayores que existían en la Ciudad de México. En realidad el IBU no es otra cosa que la generalización de esto a toda la población. Se trataría más bien de acelerar ese proceso combinándolo con una reorganización de todas las políticas de transferencias de renta condicionada ya existentes en el país con objetivos parciales. Un gasto que, según ha calculado la Dr.Araceli Damian, movilizaría entorno all equivalente del 8% del PIB para México. Una cantidad importante pero que apenas ubicaría al país en la media de gasto público de los países de América Latina y el Caribe (28,6%), pero todavía lejos de países como Uruguay (35%) o Brasil (34,9 %). (Datos del Banco Mundial).
La evidencia empírica ha demostrado además que al contrario de lo que uno podría pensar, recibir un ingreso de forma incondicional en estos contextos no desincentiva la activación laboral. Más bien genera un desplazamiento hacia sectores de mayor productividad y ayuda a las personas a insertarse en el mercado laboral formal con mayores garantías de no ser explotado. Todo esto mejorando de forma clara diferentes aspectos vinculados a la salud física y mental y ampliando el tiempo de educación para los más jóvenes. El IBU en términos estructurales funcionaría como un “estabilizador automático” en casos de shock de la misma forma que funcionan los estados de bienestar europeos. La pregunta sobre cómo se va a financiar el conjunto de las políticas necesarias para aguantar el impacto del COVID, tiene que poner antes o después encima de la mesa la cuestión de una reforma radical de la fiscalidad en el país. Un IBU financiado a través del sistema fiscal es fundamentalmente un mecanismo de redistribución radical de la riqueza en uno de los países más desiguales del mundo. Se trataría de una prestación universal que recibirían todos los Mexicanos como derecho de ciudadanía, pero en el cómputo final de la redistribución fiscal habría ganadores (los más pobres) y perdedores (los más ricos) netos. Seguro que tensaría a los sectores más poderosos, pero en esta coyuntura, ellos también deben de ser conscientes que son necesarias políticas que permitan sostener el consumo sin el cual no tendrían tampoco beneficios empresariales. Quizás pagar un poco más de impuestos sería un buen compromiso a cambio de una economía sana donde poder hacer negocios. Cuando el mundo entero se derrumba también quienes más tienen son conscientes de que su riqueza se basa en que exista una sociedad y una economía que los sostenga. Tras la Segunda Guerra Mundial, los más ricos de EE. UU. estuvieron dispuestos a aceptar impuesto de casi el 90% sobre sus ingresos.
Liberar a las personas de la dependencia extrema con respecto a los empleadores ha sido siempre el objetivo prioritario de las organizaciones de izquierdas. Las grandes conquistas del movimiento obrero siempre han estado asentadas en esta idea de aumentar el poder de negociación de las personas respecto al “mercado”. El IBU, en tanto que herramienta política para sostener un derecho al ingreso como un pilar esencial del derecho a la existencia, debería ser un objetivo político-éticamente deseable, económicamente viable y políticamente factible en estas circunstancias. El hecho de que sea esencialmente una “idea” en disputa por muchos sectores distintos solo hace que su potencial de generación de consensos amplios en nuestra sociedad sea mayor. La idea del IBU lleva con nosotros prácticamente desde los orígenes del capitalismo: al eliminar en su gestación la posibilidad de una vida vivible fuera del mercado, generó la necesidad de crear una alternativa sobre la que podía sostenerse la vida. Vivimos en una época de transición hacia un algún lado que por fuerza debe de ser distinto a lo que imaginamos y construimos en el siglo XX y que funcionaba como un piso de seguridad en nuestra imaginación política. Esta seguridad ha estallado por los aires. Generar algún tipo de certeza, la de tener unos ingresos al final de mes, como un derecho de ciudadanía debería ser una de las grandes batallas políticas del mundo que viene.