Guatemala: El dinosaurio y la calle

Ana Cofiño

13/09/2015

En Guatemala la protesta social nunca fue totalmente silenciada, ni siquiera durante las dictaduras más sanguinarias. Las manifestaciones de los últimos meses reactivaron un protagonismo ciudadano perdido desde los ochenta y son la base para creer que “el ciclo de la desgracia” y la impunidad comienzan a ser rotos.

Que Otto Pérez Molina, un ex militar directamente involucrado en la violencia institucional que arrasó con centenares de aldeas indígenas, resultara electo presidente en 2012 no significó que el miedo nos paralizara, al contrario, la acumulación de insatisfacciones aumentó en el primer año del gobierno de mano dura, ante hechos como la matanza de ocho personas por un comando antimotines cuando protestaban por los altos costos del servicio de energía eléctrica.

Marchas campesinas reclamando soluciones para los antiguos problemas de la distribución de la tierra, consultas populares y comunitarias en torno a la minería de metales y las hidroeléctricas, luchas a favor de los derechos humanos y por la memoria, siguieron ocurriendo pese a una presencia militar que fue en aumento, al igual que los niveles de corrupción. Los desalojos violentos, por parte del ejército y la policía, de poblaciones que se oponen a que les impongan un modelo de desarrollo destructor de su entorno y sus comunidades fueron agregándole leña al fuego de múltiples conflictos sociales. Si a eso le sumamos el descaro y la prepotencia con que la llamada “pareja presidencial” y sus secuaces atracaron al Estado, es comprensible todo lo que surgió a partir del destape que hizo la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), al ofrecer pruebas claras de las operaciones fraudulentas de La línea, una estructura criminal incrustada en la Secretaría de Administración Tributaria y Aduanas, con ramificaciones en otras instituciones del Estado.

La indignación fue cundiendo y se hizo viral en las redes sociales. Cada día salían a luz más vínculos entre los delincuentes y los funcionarios de gobierno, socios de negocios sucios que afectaban a la ciudadanía. Las llamadas interceptadas por el Ministerio Público implicaban a “la doña” y “el número uno”, cabos que no fue difícil atar a figuras del más alto nivel. Así salió a luz el caso del Instituto del Seguro Social, donde entre otros desmanes se contrató a una empresa que prestaba servicios de diálisis en condiciones deficientes, lo que causó la muerte de 14 pacientes.

Así las cosas, varias organizaciones sociales, jóvenes que nunca habían participado en política o que jamás habían manifestado, gente de diverso origen y posición se unieron y convocaron a través de las redes sociales, utilizando los hash tags #RenunciaYa, #JusticiaYa, #EstoApenasEmpieza y muchísimos más, a una concentración masiva que llenó la plaza central el 25 de abril. Los de siempre nos juntamos en un parque cercano desde donde salimos acompañados por un camión que llevaba una pancarta que decía “Se robaron mil millones de quetzales”, tambores y silbatos, cada quien con sus banderas hechas a mano, unidos por sentimientos que no se habían expresado con tanta potencia desde los años ochenta.

Los de siempre más muchos

La llegada a aquella plaza inundada de gente que se unía a cantar un himno nacional tan largo que nadie se lo sabe, que afirmaba haber perdido el miedo, que sacó a las calles nuevamente a desaparecidas y desaparecidos, que reivindicó los derechos humanos, que señaló las causas estructurales del empobrecimiento de las mayorías, fue demasiado para nuestros golpeados corazones. Las lágrimas y los abrazos se multiplicaban en encuentros que no acabábamos de creer. Sentíamos que tantos años de apatía y temores llegaban a su fin. El sueño de la revolución volvió a asomarse a las calles.

Si algo fue notorio de estas movilizaciones que sábado a sábado se fueron sucediendo desde abril hasta setiembre fue la creatividad: la poesía, la música, las performances, la pintura usadas como herramientas políticas colectivas. Al calor de las luchas surgieron espacios de reflexión, cada día había foros, debates, conferencias; decenas de artículos de periodismo investigativo; asambleas en los barrios; encuentros entre grupos con reclamos diversos. Un poeta convocó a darnos abrazos y besos colectivos, hubo bailes en la plaza, se hicieron las pancartas más imaginativas y ocurrentes de todos los tiempos. La risa, el humor y la esperanza iluminaron un panorama que hasta entonces no parecía tener remedio, con la ausencia de liderazgos democráticos, con la violencia como sombra cotidiana, sin perspectivas claras para el futuro. Y lo más maravilloso es que en los departamentos, en las ciudades de otros países también había gente uniéndose a la protesta, soñando con que Guatemala volviera a tener la posibilidad de salir del pantano en que la habían sumido.

Abstención activa

Las integrantes de la asociación feminista La Cuerda habíamos iniciado desde meses atrás un proceso de reflexión y discusión para posicionarnos ante las elecciones que debían realizarse este año. En medio de la lluvia de propuestas, que iban desde lo más radical hasta lo más conservador, nos definimos finalmente por el abstencionismo, como una posición ética frente a un sistema corrompido que desde hace mucho tiempo se ha pedido reformar. En esas estábamos un día en la oficina pensando cómo trasmitir ese mensaje, mientras lavábamos los platos del almuerzo, cuando entre todas acuñamos la frase “En estas condiciones no queremos elecciones”. Rápidamente la materializamos en una manta amarilla gigante que se volvió una de las consignas más importantes para quienes coincidíamos en considerar que el proceso electoral era una farsa si continuaba sobre la base de una ley y unos procedimientos anacrónicos, excluyentes y viciados.

Los acontecimientos llevaban un ritmo muy acelerado, y la incertidumbre permeaba el ambiente. Pedíamos la renuncia del presidente y de la vice, pero también de sus ministros, de todas las personas implicadas en la corrupción, exigíamos que los empresarios involucrados fueran señalados, proponíamos que se pospusiera el proceso electoral para llevar a cabo reformas y crear condiciones democráticas para llevarlas a cabo y así iniciar un proceso de transformaciones profundas que con el tiempo trajeran la tan anhelada justicia al país.

Y otra sacudida nos sacaba de nuevo con más energía a la plaza: uno de los ríos más grandes, La Pasión, fue contaminado por una plantación de palma aceitera. Miles de peces, crustáceos y especies de fauna y flora local morían sin que se pudiera detener ese desastre que afectaba a las poblaciones ribereñas que viven de lo que el río provee. Una tragedia que demostró con creces las denuncias que los movimientos hemos hecho acerca de los daños que estas operaciones agroindustriales provocan. La manifestación de ese sábado tuvo un tinte ecologista, en el sentido de que la gente pedía que se detuviera la operación de empresas que provocan daños irreparables y que operan contraviniendo los estándares de protección ambiental.

A todo esto, los grupos conservadores que han ostentado el poder a lo largo de la historia, así como la embajada estadounidense, iban imponiendo sus criterios en negociaciones a las que no fuimos invitadas. Y eso provocó indignación, dudas, rechazo, pero también la sensación de estar viviendo otra vez lo que pasó en 1954, cuando la intervención de la Cia puso fin a una revolución que pretendía traer la modernización al país.

Además de las protestas de los sábados en la rebautizada Plaza de la Dignidad, hubo plantones frente al Congreso, comunicados dirigidos al Tribunal Supremo Electoral, plataformas políticas consensuadas por organizaciones, asambleas populares y hasta huelgas de hambre. Se daban pasos en la dirección de impulsar transformaciones, al tiempo que se seguía exigiendo la renuncia, el juicio y castigo a los responsables del gran atraco al Estado. La renuncia, captura y enjuiciamiento de la pareja presidencial fue un triunfo ampliamente celebrado. Sentíamos que dábamos grandes saltos y que la esperanza podía dar mejores frutos. Pero como se repitió hasta el cansancio, parafraseando al escritor Augusto Monterroso, el dinosaurio seguía allí, y no se pudo detener las tan cuestionadas elecciones.

El sábado 5 por la noche se organizó una marcha fúnebre que daba por muerto al tan manoseado Estado de derecho. De luto riguroso marchamos por las calles del centro de la capital coreando otra de las consignas inventadas para el momento: “Es preciso romper el ciclo de nuestra desgracia, estas elecciones no son democracia”. Así amanecimos el domingo, con unas elecciones impuestas en las que votar por un cómico sin gracia, racista, fundamentalista, respaldado por la Asociación de Veteranos Militares que impulsó la guerra anticomunista, se convirtió en una manera de rechazar a otro candidato que ha saltado de partido en partido para lograr hacerse de la presidencia con apoyo de grupos de narcotraficantes.

Termino esta crónica todavía con la incertidumbre de lo que pueda pasar en los próximos días. La segunda vuelta electoral puede obligarnos a elegir entre la silla eléctrica y la guillotina. Puede ser también que una mujer sea contendiente, todavía no han terminado de dar los resultados que lo confirmen. Lo que sí es cierto y que todavía resuena en las calles es que esto apenas empieza.

Ana Cofiño es antropóloga y militante feminista guatemalteca

 

Antropóloga y militante feminista guatemalteca.
Fuente:
http://brecha.com.uy/, 11 de septiembre 2015

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