Julio Martínez-Cava
08/03/2024
Manuel Romero (IECCS): Julio Martínez-Cava es filósofo, aunque me atrevería a decir sin riesgo de equivocarme que la suya es una formación abundante y transdisciplinar, y forma parte del Comité de Redacción de Sinpermiso, revista de pensamiento republicano y socialista. Hace unos años se doctoró en la Universitat de Barcelona con un trabajo de investigación titulado Gorros frigios en la Guerra Fría. El socialismo republicano de E.P. Thompson. Como se puede ver, Julio es un estudioso de la obra y la figura de E.P. Thompson y, además, ha dedicado numerosos artículos a algunas cuestiones relacionadas con el surgimiento de la New Left, el marxismo, la renta básica o el republicanismo, y, ocasionalmente, al análisis de la actualidad política.
En el año 2019, la editorial Capitán Swing reeditó Costumbres en común. Estudios sobre la cultura popular, un volumen que recoge algunas de las aportaciones fundamentales del historiador británico y que cuenta con un texto de introducción, un preámbulo espléndido y completísimo, a cargo de Julio. Este libro es uno de los grandes clásicos de la historiografía del siglo XX y de la renovación del pensamiento marxista, junto al otro proyecto sobresaliente de E. P. Thompson: La formación de la clase obrera en Inglaterra, también en el catálogo de Capitán Swing. Además, actualmente, con la reedición de Miseria de la teoría en la editorial Verso, Julio ha tenido la amabilidad de ofrecernos un prólogo en el que enmarca el contexto de la polémica con el filósofo francés Louis Althusser.
Antes de comenzar, debo decir que, allende los méritos académicos y las publicaciones, Julio es un militante y un amigo, una persona entrañable y comprometida con la elaboración de pensamiento crítico y la lucha por mejorar las condiciones de vida de las mayorías más golpeadas. Quiero agradecerle enormemente que haya dedicado parte de su tiempo a responder a preguntas para inaugurar esta serie de cuadernos de formación sobre la nueva izquierda y los estudios culturales.
En primer lugar, antes de comenzar con los contenidos teóricos más sesudos, me gustaría hacerte una pregunta de carácter más personal. ¿Por qué el interés por E.P. Thompson? ¿Qué fue lo que te empujó a dedicar nada más y nada menos que una tesis doctoral a su obra y su pensamiento?
Julio: Antes de empezar, Manu, permíteme que aproveche para agradeceros el trabajo que estáis sacando adelante desde el IECCS. Veo mucha gente joven motivada en torno a vuestro instituto y me parece una noticia fantástica en un momento político en el que nos hace mucha falta. El vuestro es, además, un formato de institución y de intervención política en cierta manera similar al que practicamos en Sin Permiso, salvadas las diferencias, pero es similar en el sentido de que construye y siembra espacios intelectuales de debate y pensamiento anticapitalista, de los que buscan cierta originalidad y evitan encastillarse en dinámicas sectarias o autocomplacientes. Barriendo para casa, son espacios como los que proponía el propio Thompson: «los intelectuales socialistas deben ocupar un territorio que sea, sin condiciones, suyo: sus propias revistas, sus propios centros teóricos y prácticos; lugares donde nadie trabaje para que le concedan títulos o cátedras, sino para la transformación de la sociedad; lugares donde sea dura la crítica y la autocrítica, pera también de ayuda mutua e intercambio de conocimientos teóricos y prácticos, lugares que prefiguren en cierto modo la sociedad del futuro». Podríamos mencionar otros espacios similares, como la Fundación de los Comunes o el Institut Sobiranies… pero ya me entiendes: autonomía política, honestidad intelectual y vocación de intervenir en nuestro presente para empujarlo en una dirección socialista desde distintos frentes.
Vamos a lo que me preguntabas. La verdad es que mi descubrimiento de Thompson fue bastante tardío, ahora veo a estudiantes de carrera leyendo el Making y pienso «quién pudiera…». Yo vengo de una facultad de filosofía (en la Complutense de Madrid) donde discutíamos hasta los últimos rincones de las obras de filósofos con una pasión y un enamoramiento que me ha sido difícil encontrar después en otros lugares. Nos sacábamos los ojos en las discusiones de la cafetería por la interpretación de tal o cual pasaje, lo disfrutábamos como enanos y aprendimos alguna que otra cosa sobre el rigor a la hora de construir un argumento. Pero fue también —al menos durante los años en los que estudié, 2008-2013— una facultad que tendía a estar un poco ensimismada, no diré anquilosada, pero sí ensimismada, con cierta dificultad para dialogar con otras disciplinas que no fueran la propia filosofía, y en cierta medida moviéndose en unos métodos de micro-hermenéutica de autores y de una historia intelectual a la vieja usanza, donde parecía que las ideas saltaban en trampolín en el tiempo de la cabeza de un filósofo a otro y parecía que para entender un problema contemporáneo bastaba con leer al filósofo o la filósofa que hubiera dicho algo sobre ese tema. No quiero sonar injusto porque esa facultad ha parido algunos de los mejores cuadros del ciclo político pasado, produce investigaciones de mucha calidad y porque ha tenido y sigue teniendo un profesorado excelente. Lo digo convencido y no por cumplir. Pero en algún momento mis inquietudes me llevaron fuera de allí… Yo creo que la filosofía es un saber de segundo grado —es decir, que no aporta conocimiento directo sobre el mundo, sino que elabora, articula, tritura y recompone los materiales que obtiene de otras fuentes—, y claro, desde esa perspectiva empecé a echar en falta otros enfoques. Jacobo Muñoz, que fue el gran filósofo marxista de la UCM y con el que tuve la suerte de compartir una pequeña parte de su tiempo, me repetía machaconamente que para hacer buena filosofía tenía que leer mucha historia. Así que en cierto momento Rodrigo Amírola me convenció de que nos fuéramos un año a Barcelona a estudiar con una gente que había montado un postgrado que pintaba interesante… era el postgrado de Sin Permiso, que dirigía para entonces Antoni Domènech y donde pudimos escuchar a grandes historiadoras como Florence Gauthier, economistas como Alejandro Nadal o filósofas como Maria Julia Bertomeu. Toni me hizo ver que Thompson era un socialista «orgulloso del gorro frigio», que había entendido que el socialismo era una tradición que bebía y heredaba lo mejor del legado del republicanismo democrático, esa fue una idea fundamental que la Guerra Fría quiso dejar bien enterrada… O sea que, de alguna manera, Thompson fue mi puerta de entrada (quizás no la más obvia) a la gigantesca tarea de recuperar la historia del republicanismo y sus conexiones con el socialismo, un tema que me apasiona y en el que sigo trabajando. Yo estaba además muy obsesionado con la cuestión de clase. En aquellos años de hiper-militancia en el movimiento estudiantil, el 15M, Juventud Sin Futuro (y después el ciclo Podemos y Ahora Madrid), habíamos empezado a debatir sobre las nociones de «precariado» y «clase social», lo hacíamos de formas torpes y bastas, pero nos sirvió para entrar en cuestiones a las que el historiador británico había dedicado su tiempo. Así que fueron la pura curiosidad intelectual y la necesidad política las que me llevaron a él. Que mi pasión por el viejo cascarrabias tomara la forma de una tesis doctoral es lo menos importante, creo que la clave fue empezar a leerle y dejarme atrapar por su época y sus debates que, en muchos sentidos, diría que todavía son los nuestros. En Thompson encontré una mirada sobre la historia contemporánea que me apasionó, y desde entonces no me he alejado mucho de él… ¡Uno se siente menos solo en el mundo cuando piensa con un tipo como este a su lado!
M.: Apuntaba Eric Hobsbawm que «lo difícil no era ser comunista antes de 1956, lo difícil fue seguir siéndolo después». Cuentas en el prólogo del libro Costumbres en común (Capitan Swing, 2019) que Thompson fue uno de los protagonistas del nacimiento de la Nueva Izquierda, con la participación en proyectos como The New Reasoner o, después de su matrimonio con Universities and Left Review, en la fundación de la conocidísima New Left Review. Todo esto, además, después de haber sido sancionado y haber abandonado su afiliación al Partido Comunista de Gran Bretaña (PCGB). El objetivo fundamental de la nueva izquierda era el de reinventar el compromiso político comunista después de la ruptura con la «izquierda oficial», y hacerlo atendiendo a los nuevos desafíos que proponía la sociedad británica de posguerra. Te quería preguntar varias cosas sobre este punto. En primer lugar: ¿cómo definirías a esta Nueva Izquierda y cuáles dirías que son algunas de sus principales características?
J.M.C.: Veamos, la Nueva Izquierda fue un movimiento internacional que surgió a mediados de los años cincuenta en varios países de Europa como reacción ante el nuevo orden social de postguerra. A veces se confunde con la izquierda «sesentayochista», también llamada «nueva izquierda», porque esta última despegaba a partir de las contribuciones de la primera. Pero me parece útil diferenciarlas, porque hay puntos de continuidad, pero también fuertes rupturas. Los orígenes de la «primera» Nueva Izquierda pueden rastrearse en una coyuntura marcada por varios factores: primero, la desafección política de unas sociedades que habían visto como quedaba atrás la pobreza y el feroz desempleo de los años treinta, pero que también experimentaron cómo la vida política se empequeñeció, quedando restringida a los debates parlamentarios en sistemas mayoritariamente bipartidistas donde las alternativas para votar no parecían diferenciarse demasiado en algunas cuestiones centrales (como la OTAN). Aunque las izquierdas transformadoras habían conseguido muchas cosas, su tiempo parecía haberse desvanecido, no fueron buenos tiempos para los que quisieron seguir siendo revolucionarios después de los años treinta… (solo Italia y Francia tenían movimientos comunistas de masas). Se había edificado un pacto social que hacía a las clases populares «beneficiarias pero no arquitectas» de aquel pacto, usando la afortunada expresión de Selina Todd que describe la renuncia a lo que fuera la gran demanda del periodo de entreguerras: democratizar la esfera económica. Eran los años grises de la «gran apatía» como la llamaban Perry Anderson o Thompson, en los que algunos autores hablaban del «fin de las ideologías» y en los que el viejo movimiento obrero europeo se integró de forma subordinada al capitalismo reformado a cambio de mejores salarios y Estados de bienestar (al mismo tiempo que se desataba una caza de brujas que perseguía como «comunista» a todo el que se saliera de la línea). Pero la «apatía» no significaba siempre resignación… y pronto el malestar acumulado vino a juntarse con el shock internacional que estaban provocando las luchas de liberación nacional de las antiguas colonias, y a todo eso se le añadió el terremoto de 1956, la crisis del comunismo internacional provocada por la revelación del Informe Jrushchov y la invasión soviética de Hungría, que demostraron no solo que el estalinismo había sido mucho peor de lo que las izquierdas habían pensado y querido pensar, sino que además ese estalinismo seguía vivo aunque Stalin ya no lo estuviera. De ese magma brotaría la Nueva Izquierda.
En la Europa oriental, aprovechando los vientos de deshielo y como reacción a las formas despóticas del sovietismo, se desató una oleada de protestas que sacudió los cimientos de esas sociedades, aunque sus esperanzas de cambio terminarían pronto sofocadas bajo las ruedas de los tanques de Moscú. Por su parte, en la Europa occidental se dio una fructífera coincidencia entre los desencantados con ese comunismo ortodoxo y los desafectos con la sociedad de postguerra. Así, en los mismos años te encuentras a miles de comunistas occidentales como Thompson, Doris Lessing y John Saville en Inglaterra, pero también Aimé Cesaire y Jean Paul Sartre en Francia, que deciden salir del partido comunista oficial o romper los lazos que tenían con este. Y te encuentras a su lado a una joven generación, la de Stuart Hall o Charles Taylor, politizada con las cuestiones internacionales y el conflicto racial, que acudía en tromba a las manifestaciones, como la que tuvo lugar en Trafalgare Square por la crisis del canal de Suez. Piensa que el bloque occidental no pasaba por sus mejores momentos de legitimidad, son los años de la guerra de Vietnam, Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles en Cuba…. En una palabra: el delicado equilibrio de fuerzas que se había creado en 1947 como solución pactada para un nuevo orden mundial estaba saltando por los aires, o al menos mostraba brechas profundas, aunque en cada país esto se manifestara en años y ritmos diferentes. En su autobiografía Rossana Rossanda cuenta cómo desde Milán sentían que en los sesenta se estaba resquebrajando algo, algo muy hondo como las placas de hielo en los grandes ríos, y no era sino el preludio de la tormenta que estaba por venir. Así que los que no estaban conformes empezaron a organizarse por fuera de las reglas de juego marcadas para la política tradicional. Pensaron que se había abierto un espacio político para la izquierda entre el conformismo socialdemócrata atlantista y la ortodoxia filosoviética, y lo llamaron «nouvelle gauche» en Francia, extendiéndose el nombre a otros países.
Fijándonos en el caso británico, que es el que conozco mejor, se ve fácilmente la fuerza que tuvo el movimiento. Nunca dejó de ser una minoría política y como movimiento social tuvo una vida corta (1956-1963), pero consiguió crear 45 clubs por todo el país y su revista, la New Left Review, tuvo una suscripción de 9.000 personas; lideró el movimiento pacifista de la Campaign for Nuclear Disarmament que movilizaba a decenas de miles en las famosas marchas a Aldermaston; influenció en los congresos del Partido Laborista; y participó en diferentes frentes de lucha, como por ejemplo su intervención para proteger a la población negra durante los disturbios racistas de Nothing Hill en Londres. A diferencia de las organizaciones tradicionales, la NL quiso articularse de forma plenamente democrática, evitando el vanguardismo y las estructuras de sindicato o partido. Como decía Peter Worsley, la democracia tenía que llegar «a todas las esferas de la vida cotidiana». Thompson llegó a sostener que el hilo aglutinador de este movimiento era «la cuestión del poder», y ciertamente pensaron el poder en muchas de sus dimensiones, y lo hicieron con una mirada muy republicana (un hilo que intenté rastrear en mi tesis). Una de las ideas del socialismo del XIX que quisieron rescatar me resulta interesante todavía hoy, quizás especialmente hoy. Thompson fue el que encontró la mejor manera de contarla: «Debemos romper con los conceptos constitucionales y cerrados de partido sobre la agitación política y tratar de reestablecer las tradiciones abiertas del siglo XIX (las mejores), donde ningún partido, sino más bien las personas en su conjunto eran vistas como el campo de lucha; los grupos de presión y los programas se hacían en torno a temas particulares y urgentes; la propaganda se extendía masivamente entre la gente, y la presión directa e implacable se cargaba hacia el Parlamento». No es que estuvieran en contra de las elecciones, incluso podían apoyar a ciertos candidatos o impulsar algunos propios (como ocurrió en el West Fife), ni tampoco pensaban que lo que hacía falta era acumular una «fuerza social» que después se traduciría en resultados políticos. Más bien querían dejar claro que sería el contexto global el que dictaría las condiciones para la emergencia de buenos políticos, y los socialistas tenían que dedicarse a construir ese contexto. Había una suerte de generosidad en su manera de mirar la acción política que les permitió intentar resquebrajar las fronteras de lealtades de los partidos de izquierdas.
Ahora bien, si hablamos de la NL me parece igualmente productivo pensar en las limitaciones de su estrategia: la ausencia de jerarquías institucionales se tradujo en un cierto caos organizativo, donde los clubs locales le pedían al centro una línea política clara sobre cada tema pero este no quería darla; la falta de burocracia y reglas provocó una predominancia de las luchas personalistas, y la ausencia de una cristalización institucional acabó implicando que el movimiento no fuera lo suficientemente resistente como para sobrevivir al propio ciclo de movilización que lo vio nacer. Por otro lado, la NL fracasó en echar raíces en el movimiento sindical, aunque fuera particularmente influyente en introducir en la agenda la idea del control democrático del proceso productivo y la defensa de los derechos del consumidor. Su estrategia de «un pie dentro, un pie fuera» en la política parlamentaria también falló: ni tuvieron fuerza suficiente para armarse en una tercera alternativa a los Tories o los Laboristas, ni tampoco consiguieron cambiar sustancialmente la dinámica del Palacio de Westminster. Me parece interesante pensar los orígenes de los Estudios Culturales desde ese contexto de pequeñas victorias y derrotas en las que se vieron plenamente inmersos tipos como Raymond Williams, Stuart Hall o el propio Thompson. Creo que tenemos que estudiar a los pensadores y las pensadoras desde esta perspectiva, analizando los contextos sociales y políticos en los que crece su pensamiento, y no como setas nacidas por generación espontánea o absurda genialidad.
Si lo que te interesa es desenterrar las raíces ideológicas y programáticas de estos militantes, uno de los fenómenos menos conocidos y poco señalados de la NL que siempre me fascinó es que esta buscó atraerse al ala izquierda de la socialdemocracia («los socialistas de izquierda» los llamaban). A veces se tiende a resaltar demasiado la novedad de este movimiento y se olvida de que una parte de su fuerza vino porque supo alimentarse de las teorías y la infraestructura que habían heredado de la generación de socialistas anterior. Sin ir más lejos, los creadores de Universities & Left Review —Stuart Hall, Raphael Samuel y Charles Taylor— se conocieron y empezaron a trabajar juntos gracias a su asistencia a los seminarios de postgrado de teoría e historia política que impartía G. D. H. Cole en Oxford, de los que nació el Socialist Club, el precedente inmediato de la ULR. Y Cole era, sin duda, uno de los intelectuales líderes del ala izquierda del laborismo, creador del Guild Socialism y en contacto directo con los líderes y los pesos pesados del marxismo de entreguerras. Pero también si lo miras desde el lado de los creadores del New Reasoner, encuentras esos vínculos. John Saville decía que la influencia de Harold Laski durante sus años de estudio en la London School of Economics había sido determinante para su formación ideológica, como también lo fue para Ralph Miliband, otro de sus discípulos directos. Y Laski no era sino otro de los principales intelectuales de la izquierda del laborismo, un tipo brillante. El propio Thompson escribiría en 1960, en plena cresta de la ola de la New Left, que Laski y Cole eran los dos teóricos no-comunistas más destacados del campo socialista. Les profesaba un profundo respeto, porque hicieron de puente entre dos generaciones de socialistas. Creo que es importante conocer estas cosas para evitar lecturas creacionistas, que solo destacan los factores de ruptura y tienden a olvidar que no se cosecha sin sembrar. Recientemente un historiador joven llamado Terence Renaud ha construido un argumento muy sólido en esta línea para el caso alemán en un librito titulado New Lefts. The Making of a Radical Tradition (Princeton University Press, 2021). Me siento muy cómodo con su visión de las continuidades entre el socialismo de entreguerras y la NL europea.
M.: Continuando con el enunciado anterior y con tu respuesta: ¿cuál dirías que fue el papel que cumplió la nueva izquierda en la renovación del pensamiento marxista en los años sesenta? ¿Y qué clase de rol interpretó el propio Thompson en la reconfiguración teórica del marxismo a la hora, por ejemplo, de otorgar una nueva centralidad a la cultura o la relevancia que le imprime en su activismo a su lucha contra el desarme nuclear y el pacifismo?
J.M.C.: ¿En qué medida esta corriente permitió renovar el marxismo? Esta es una pregunta difícil porque la respuesta cambia según el país del que hablemos. Pero empezaría diciendo que no se entiende en absoluto la Nueva Izquierda si no se mira a fondo el fenómeno del Humanismo Socialista, que fue una corriente filosófica que quiso renovar el socialismo y el marxismo, y que es sobre todo conocida por dos aportaciones: sus reflexiones sobre el concepto de «alienación» y su rescate de la importancia de los textos del joven Marx. Hoy en día es habitual señalar que exageraron indebidamente la importancia de un joven Marx «filosófico» frente al Marx maduro de la crítica de la economía política, pero en esas circunstancias de Guerra Fría creo que fue un fenómeno de renovación y creatividad (especialmente frente al marxismo soviético), y creo que nos engañaríamos si lo contáramos de otra manera. Siempre me ha resultado muy curiosa la historia de la recepción fragmentada y por fases de la obra de Marx, que marca iniciativas y rupturas políticas más o menos acordes a las nuevas lecturas. Algo parecido pasaría poco después con el boom de los Grundrisse, publicados en plena Segunda Guerra Mundial y realmente no re-descubiertos hasta los años sesenta, ya de la mano de la segunda Nueva Izquierda, como explicó Martin Nicolaus. O sea, como primera idea general, diría que la NL sirvió para fomentar la lectura de textos menos atendidos de Marx y nutrir así los debates del marxismo, haciendo que este no se enquistara aún más.
Sobre los resultados teóricos que pudieran producirse estos años, creo que no habría tiempo ni espacio aquí para valorarlo, pero me atrevo con una segunda idea: no fue moco de pavo, porque dentro de la corriente del Humanismo Socialista encuentras nombres como G. Lukàcs o A. Heller en Hungría, L. Kolakowski y A. Schaff en Polonia, el grupo Praxis en Yugoslavia, R. Dunayevskaya y C.L.R. James en EEUU, W. Abendroth, E. Fromm, H. Marcuse y E. Bloch en Alemania y, por descontado, E. P. Thompson en Gran Bretaña… Son intervenciones bien diferenciadas y en algunos casos puede que incompatibles, pero todas se nutrieron de un diagnóstico y de un momento político parecido, y además estaban en contacto entre ellas (se puede ver la dimensión internacional en los números del New Reasoner por ejemplo, disponibles en línea en el Amiel Melburn Archive). Y más allá de la valoración teórica, creo que hace falta calibrar qué supuso todo esto para la política concreta. Si somos marxistas, tenemos que mirar también la historia del marxismo desde el punto de vista de los vínculos que se establecen entre la teoría y la práctica, y en este sentido me parece que el Humanismo Socialista hizo bien para la renovación del campo socialista (especialmente en Europa del Este, de la que solemos olvidarnos con rapidez). En algunos países esta tendencia filosófica fue más allá del campo teórico y se convirtió en un manantial que alimentó y lideró movimientos sociales, mezclándose con esa NL de la que ya hablamos, como en el caso de Gran Bretaña, donde los mismos «humanistas socialistas» son los fundadores de la NLR y son algunos de los cuadros dirigentes del movimiento pacifista de la Campaign for Nuclear Disarmament.
Para el caso de Thompson, y vamos con el final de tu pregunta, diría que su proyecto de renovación del marxismo tiene varios frentes. Pero antes de analizarlos me gustaría hacer un par de advertencias. La primera es que Thompson no es un pensador sistemático, no encontraremos un corpus al que acudir buscando una teoría política que recoja sus opiniones sobre el marxismo de forma ordenada. Como buen historiador tremendamente apegado al detalle tenía cierto pavor por las generalizaciones y el razonamiento abstracto-filosófico (sus discusiones con la obra de Anderson, Nairn o Althusser venían precisamente porque sentía que estos recortaban la realidad como el lecho de Procusto para que encajara en su preconcebido esquema teórico). Así que en no pocas ocasiones sus pasajes más teóricos tienden a la ambigüedad y la fragmentación. Él era plenamente consciente de esto, ¡y lo explicitaba como una de sus debilidades confesadas! Sin embargo mostró una potencia creadora, unas intuiciones morales y un rigor intelectual de un calibre que no temo equivocarme al decir que hablamos de uno de los marxistas más relevantes e inspiradores del siglo XX.
Por otro lado, y aquí la segunda cautela, Thompson creía que la esencia de Marx estaba en la concepción materialista de la historia, que «esta es la base de la cual emerge toda teoría marxista, y a la cual debe retornar al final». Es decir, que desconfiaba de teorías marxistas abstractas, y tendía a ver el marxismo más bien como un vasto programa de investigación incompleto que tenía que estar siempre sometido a la autocrítica constante y al diálogo inclemente con la experiencia. Era un enfoque para el conocimiento, era un programa de investigación con dimensiones praxeológicas y era un compromiso con más gente de izquierdas no necesariamente marxista («nosotros tendemos a ver el marxismo no tanto como un sistema autosuficiente, sino más bien como una influencia creativa fundamental dentro de una tradición socialista más amplia»).
¿Cuál fue entonces su contribución específica al campo marxista? Para ser esquemáticos, podemos dividirla en dos frentes: el político y el cultural. Empecemos con el primero. Thompson estaba firmemente convencido de que hacía falta una renovación política del marxismo. Una de las cosas que me motivó para hacer la tesis fue constatar cómo a lo largo de toda la obra de Thompson uno puede ver que reivindica los valores y los autores de la tradición radical o republicano-democrática con la misma o mayor frecuencia con la que reivindicaba a los autores románticos o a los marxistas, pero esto no se había estudiado. ¿Y de dónde venía esta obsesión? Estudiando los archivos desclasificados del MI5 (el servicio de inteligencia secreto del Estado británico que espió a Thompson entre 1943 y 1963), pude comprobar su enorme preocupación por cómo el Partido comunista británico de los cuarenta y los cincuenta, a pesar de su retórica oficial, parecía considerar los derechos y libertades básicos como algo instrumental y secundario, como «libertades burguesas», como si lo único importante fueran las bases materiales, los derechos sociales. A fin de cuentas, esta ha sido una crítica habitual desde las izquierdas: los discursos sobre libertad e igualdad y las instituciones que los ponen en práctica, sin acompañarlas de recursos materiales, no solo pueden convertir los derechos civiles y políticos en papel mojado (como ocurre a menudo) sino que además contribuyen a enmascarar el hecho de que nuestras sociedades son profundamente desiguales, injustas y liberticidas. Pero es fácil deslizarse desde esa crítica a la idea de que los derechos civiles y políticos no valen nada si no se acompañan de la provisión de recursos materiales. Desde una posición así, era más fácil que las barbaridades del socialismo soviético no provocaran un cortocircuito moral en la militancia. Pero Thompson estaba convencido de que el pueblo británico, y los propios comunistas, habían sacrificado su tiempo, su salud y hasta sus vidas por la conquista de estos derechos políticos y civiles. Son constantes en su obra las referencias a los Levellers y Diggers de la Revolución Inglesa, a los jacobinos ingleses, a los cartistas o a las sufragistas (por citar sus ejemplos más usados), y esas referencias motivan por ejemplo toda la primera parte del Making donde nos habla del «árbol de la libertad». Esos son los hilos rojos de la tradición republicano-democrática en el Reino Unido. No me quiero detener más aquí, pero permíteme simplemente recordar que todo esto tenía mucho que ver con su imagen del marxismo. En la última entrevista que realizó en vida, en el año 1992, recordaba cómo había descubierto el marxismo estudiando la historia del republicanismo democrático inglés a través del libro de Christopher Hill The English Revolution, 1640 y del ensayo que escribió Bernstein en su exilio en Londres sobre la Revolución inglesa, Cromwell and Communism. Existen pocos pasajes donde Thompson exponga su visión global del asunto, pero de lo que se puede colegir de ellos es que consideraba que, por muchas razones, el socialismo era una tradición que había nacido de las preocupaciones y principios del republicanismo democrático adaptándolas a la sociedad de mediados y finales del XIX, y que ese socialismo había ido degenerando lentamente, desde el economicismo de la II Internacional hasta sus peores variantes con el comunismo estalinista. Su apuesta por «volver» a las tradiciones propias no se hacía porque considerase que estos orígenes fueran inmaculados o que bastara con invocar al «Freeborn Englishman» para volver a unas «esencias puras», sino —y esta es mi lectura— porque creía que si uno quería seguir diciéndose socialista o comunista después del estalinismo, tenía que saber desgranar lo valioso de lo errado, no hacer un totum revolutum por el que Marx lleva a Lenin y Lenin lleva a Stalin. Al enfocarlo así se intenta ganar una distancia crítica respecto al propio pasado para poder orientar la práctica futura. Sin ir más lejos, esto es absolutamente fundamental para comprender sus intervenciones políticas, especialmente las de los años setenta y ochenta, como los escritos recogidos en Writing by the Candlelight (1980) donde analiza la pérdida de derechos humanos que supuso la transformación autoritaria y neoliberal del Estado británico, el punitivismo que asumieron hasta los laboristas, la pérdida de los juicios por jurado…, o el famoso epílogo de Whigs and Hunters (1975) donde hace una defensa cerrada del «rule of law». Ahí encuentras un Thompson pensando con claves que, un poco atropelladamente, podríamos llamar «marxistas republicanas».
Hay algunos especialistas en la obra del historiador que han considerado que este apego por el radicalismo británico era «liberal» (como diría Anderson), o que era «irrelevante o autocomplaciente», que era «problemático» e incluso determinante en sus fracasos políticos, o que estaba totalmente fuera de lugar. Yo opino exactamente lo contrario: creo que fue precisamente su recuperación de la tradición republicana, su reivindicación de los orígenes radicales del movimiento obrero y del primer socialismo lo que le permitió configurar lo que Josep Fontana llamaba un «socialismo con derechos humanos», que recuperaba los ideales democratizadores del socialismo de entreguerras y que consiguió asomar la cabeza entre las dos ortodoxias asfixiantes de la Guerra Fría, nutriendo las esperanzas y motivaciones de su incombustible activismo.
El segundo frente de renovación del marxismo que nos ofrece Thompson, al que apuntabas en tu pregunta, tiene que ver con la cuestión cultural. Thompson venía de una familia liberal y progresista con un enorme capital cultural, así que desde que era pequeño se había enfrascado en la lectura de los clásicos de la literatura. Hizo sus amagos de poeta, y dedicó gran parte de su vida investigadora al análisis de los románticos, que claramente eran sus favoritos. Uno podría pensar que esto era algo así como un «hobby» de un intelectual formado en un entorno de élites culturales, pero lo cierto es que para él iba mucho más allá. Si uno mira su experiencia como educador de adultos en Yorkshire trabajando con el movimiento Worker’s Education Movement (una experiencia crucial que también vivieron Raymond Williams o Richard Hoggarth), salta a la vista que la literatura no se empleaba en sus clases a mero modo de ejemplo o «gancho» para el estudiante. Thompson realmente creía que las producciones culturales daban un acceso diferenciado al mundo, normalmente complementario y en ocasiones más real y sólido que las formas del ensayo humanístico o el informe científico. Hay por ejemplo una reflexión moral en The Romantics. England in a Revolutionary Age, una obra tardía e injustamente desatendida —¡ni siquiera tiene traducción!—, donde uno ve la finura del Thompson maduro analizando textos de Carlyle, Wordsworth o Thelwall mientras destila sus implicaciones políticas, y después se eleva a otro plano de discusión para hacer comentarios sobre las subjetividades derrotadas y las formas de sobrevivir a las derrotas políticas (claramente pensando en el presente desde el que escribe y en el problema de la figura del apóstata que tanto le preocupaba). Esta consideración de los productos culturales como algo esencial para comprender el desarrollo histórico era algo que compartían en mayor o menor medida los miembros del Grupo de Historiadores del PCGB. De sus años como educador de adultos se ha dicho que proviene la raíz de los Estudios Culturales… Stephen Woodhams cuenta que el propio Williams diría que eso de «estudios culturales» era una etiqueta que se habían inventado unos tipos de una universidad cuando intentó explicarles qué es lo que hacía en sus clases de educación para adultos…
En este sentido, Thompson empieza ya a bregar con su incomodidad con algunos marxismos en la biografía de William Morris publicada en 1955, cuando todavía estaba en el PCGB, pero donde uno puede ver ya algunos elementos que apuntan más allá del marxismo del partido y otros que lo mantienen dentro, en una suerte de tensión no resuelta. Su implicación en el Humanismo Socialista será claramente un momento de hacer el «ajuste de cuentas», y aquí vendrá a decir que en Marx hay un «silencio» sobre ciertos temas que necesita ser remediado, y que puede ser salvado acudiendo a otros autores socialistas, como el propio Morris. Por eso en su polémica con C. Taylor de 1957 dirá que no bastaba con «un simple retorno a la tradición original» de Marx sino que también se debía «involucrar una crítica de los valores del comunismo marxista». Había algo que no estaba en Marx, ergo había que buscarlo en otra parte. Thompson llega a llamar «idea central del socialismo» a la noción de que el ser humano es capaz de transformarse a sí mismo en un sentido moral, más allá de la ciega necesidad económica, y por tanto que la idea socialista no puede reducirse a la socialización de los recursos productivos, sino que debe consistir también en una transformación radical del modo de vivir. Su preocupación general quedó bien reflejada en una entrevista de 1976:
«Esta preocupación se refiere a lo que yo considero un verdadero “silencio” en Marx, silencio que se encuentra en el ámbito que los antropólogos llamarían sistemas de valores. No es que Marx dijera algo que haga imposible llenar este “silencio”, pero hay un “silencio” en relación a las reflexiones de tipo cultural y moral, a los modos en que el ser humano está imbricado en relaciones especiales, determinadas, de producción, al modo en que estas experiencias materiales se moldean en formas culturales, a la manera en que ciertos sistemas de valores son consonantes con ciertos modos de producción, y a la manera en que ciertos modos de producción y relaciones de producción son inconcebibles sin sistemas de valores consonantes. Una no depende de la otra. No existe una ideología moral perteneciente a una “superestructura”; lo que hay son dos cosas que constituyen las dos caras de la misma moneda. Esta preocupación ha estado presente siempre en mi trabajo. Me ha hecho rechazar explícitamente la metáfora “base/superestructura” y buscar otras metáforas. En mi trabajo me han interesado especialmente los valores, la cultura, el derecho, y esa zona donde se hace manifiesta esa elección que normalmente llamamos elección moral. Fue la ausencia total de un lenguaje para tratar la moral y los valores lo que constituyó una característica distintiva del estalinismo (…) Lo que yo examino es la dialéctica de la interacción, la dialéctica entre “economía” y “valores”. Esta preocupación se encuentra en todo mi trabajo histórico y político».
Esta línea de renovación del marxismo en relación con lo cultural no fue un esfuerzo aislado de Thompson, aunque su contribución fuera seminal, sino que formaba parte de cómo se estaba pensando el problema en todo el entorno de la New Left. Sus militantes consideraron que las izquierdas (laboristas o marxistas) no estaban sabiendo analizar los grandes cambios de fondo la sociedad británica de posguerra, y que para poder comprenderlos, hacía falta crear un concepto de cultura nuevo, alternativo, más potente que las visiones tradicionales que se habían sostenido hasta la fecha. Creo que ahí se juega gran parte del éxito de los creadores de los Estudios Culturales, que sin dejar de leer la sociedad en términos de clase, la cultura ya no era vista como una superestructura que se superponía a una dinámica supuestamente más básica (la económica), sino que las clases mismas se formaban y reformaban a través de procesos culturales. Aunque las referencias clásicas para esto sean Williams, Hoggart o Hall, creo que esto se ve muy bien en Thompson también, por ejemplo en The Making of the English Working Class. Era una obra destinada a explicar la aparición del movimiento obrero y de la sociedad de clases moderna en Gran Bretaña y que sorprendió a todo el mundo porque no empezó explicando la Revolución industrial, las cifras de la estructura económica o el desarrollo tecnológico, sino que empezó por las tradiciones políticas y culturales del siglo XVII y XVIII para explicar cómo los cambios estructurales de la Revolución industrial se impusieron sobre unos seres humanos que siempre parten ya de estar inmersos un tejido de relaciones económicas y culturales previas desde las que forman su sensibilidad y sobre la que tienen capacidad de reflexionar y actuar. En una palabra, que en vez de leer lo cultural como algo separado y superpuesto a lo económico, ontológicamente secundario a la clase, la New Left comprendió que los debates culturales, la literatura, la prensa, el cine, la poesía, etc. juegan un rol fundamental en la propia formación de la clase. Esto abrió un campo de investigación gigantesco, aunque algunos autores como Armand Mattelart señalan que la perspectiva de clase tan central para los de Birmingham se perdería en los estudios culturales posteriores.
M: Cuando uno lee textos de Thompson como «La economía moral de la multitud», le resulta imposible no acordarse todo el tiempo de las notas de Gramsci en ese Cuaderno 25 titulado «Al margen de la historia. (Historia de los grupos subalternos)». Por mi propio interés y el de mi investigación, como imaginarás, quería preguntarte por la relación de Thompson con los escritos de Gramsci (desconozco si ya lo había leído y trabajado a la hora de escribir sus obras más importantes) y, también, sobre su relación con el marxismo en general, ya que él fue un tipo de marxista, por decirlo de alguna manera, muy sui generis.
J.M.C.: Thompson disfrutaba de su posición en los «márgenes», así que solía provocar definiéndose como un «marxista romántico» —en referencia a un William Morris que presentó como el menos romántico de los románticos— o, incluso, como un «marxista muggletoniano» —aludiendo a una pequeña secta religiosa casi del todo desaparecida con la que es probable que William Blake, un icono para Thompson, se hubiera identificado. Era como ponerse una etiqueta colectiva que solo servía para designar a un individuo, él mismo, lo cual claramente era una provocación, es como si hubiera dicho: «—¿Tú eres marxista? —Sí, mira, yo soy marxista thompsoniano». Pero estas extravagancias pensadas para atizar a las cabezas apergaminadas y animarlas a despegarse del dogmatismo al que tienden muchos marxismos no deberían hacernos olvidar la importantísima contribución que hizo al campo de la historia marxista. Todavía me sigo sorprendiendo cuando escucho a algún despistado decir que «Thompson no era marxista». ¡Es increíble! Y me resulta divertido constatar una coincidencia aquí: que los que van repartiendo carnés de marxismo desde sus acartonados esquemas teóricos en los que no les cabe un genio como Thompson, curiosamente acaban defendiendo lo mismo que aquellos para los que Thompson no es marxista porque rompe con el economicismo (los que quieren «sacarle» del marxismo porque lo consideran tan valioso que no pueden aceptar que sea marxista). Pues lo siento, señores, Thompson era marxista y el marxismo es una tradición gigantesca y variada que alberga joyas como esta. Josep Fontana escribió que cuando uno se pone a mirar lo que suelen llamarse «marxistas heterodoxos» no se encuentra un «archipiélago de islas desconectadas» sino algo «sólido y coherente». Si uno se pone a hacer la lista de los llamados «marxistas heterodoxos» esta acaba siendo tan grande que igual deberíamos preguntarnos si esta dicotomía «ortodoxo-heterodoxo» sigue siendo de utilidad, y si no va siendo hora ya de quitarnos de la cabeza esa imagen caricaturizada del marxismo que construyeron sus rivales y que se ha repetido como un mantra hasta la saciedad. Si me dieran cinco céntimos cada vez que escucho a alguien decir que la tradición marxista (así, en general) es determinista y reduccionista a lo económico, ya podría haber comprado una edición completa de las obras de Marx para regalársela a esta misma gente…
Respecto a Gramsci, me temo que puedo decir muy poco aquí, porque nunca rastreé en profundidad los vínculos entre Gramsci y Thompson. Pero hay algunas claves que son interesantes. Harvey Kaye señalaba en La educación del deseo que el Grupo de historiadores del PCGB (que existió entre 1946 y 1956) había llegado a ideas muy similares a las de Gramsci, pero de forma independiente, porque para entonces no lo habían leído. Si miras las fechas creo que Kaye tiene más o menos razón: Christopher Hill parece que ya empezó a leer al sardo a finales de los cincuenta porque en 1958 publica un articulito en The New Reasoner sobre él. Por su parte, creo que Hobsbawm sería de los primeros en descubrirlo, en parte por sus viajes a Italia a principios de los cincuenta y su amistad con Pietro Sraffa, que además de amigo cercano de Gramsci era uno de sus albaceas testamentarios. De forma similar, en una carta de 1959 a John Saville, Thompson le dice que ha empezado a leer a Gramsci ese año (sabemos que manejaba Il materialismo storico publicado en Turín en 1955), pero en el artículo «Las peculiaridades de lo inglés» (1965) reconoce que su manejo del italiano es pésimo, y que se ha apoyado sobre todo en un artículo sobre el concepto de hegemonía de Gramsci publicado por Gwyn A. Williams en 1960. Aunque leyendo bien este texto del sesenta y cinco da la impresión de que algo había rumiado, porque en su polémica con Anderson y Nairn les acusa precisamente de haber «deseconomizado» el concepto de hegemonía de Gramsci, de haberlo desligado del análisis de clase. Si quieres perseguir ese hilo, recomiendo mucho leer esa polémica, es un texto maravilloso, de los mejores de Thompson. Años más tarde escribirá de pasada que tenía en sus manos la traducción al inglés de los cuadernos de la cárcel que salió publicada en 1971. Sea como fuere, si uno lee sus artículos «Patrician society, plebeian culture» de 1974 o «Eighteenth-Century English Society: Class Struggle without Class?» de 1976 se encuentra un análisis histórico en términos de hegemonía que encaja muy bien con Gramsci.
En fin, aunque no lo hubiera estudiado a fondo, Thompson era consciente del valor de Gramsci, ni que fuera porque el PCGB lo había defenestrado por «heterodoxo» en los años más duros de la Guerra Fría y eso indudablemente llamó su atención. En un artículo en el que hace repaso del sofocante ambiente intelectual del partido en los años cuarenta-cincuenta, explicaba que cuando se produce la polémica Caudwell o cuando condenan a Jack Lindsay por «haber caído» en los Manuscritos del 44 y por haberse atrevido a mezclar a Marx con Freud, también se condenaba a Gramsci:
«Esa época produjo una de las mayores congelaciones mentales que yo recuerde en la izquierda. Las fuerzas vitales se resecaron y los libros perdieron sus hojas. Fue en este momento cuando el Partido bloqueó la publicación de la traducción de Hamish Henderson de los cuadernos de la cárcel de Gramsci: se había descubierto, se nos dijo, que Gramsci era culpable de alguna “desviación” innombrable»
Ya te digo que conozco muy poco el tema, pero seguro que si empiezas a tirar de los hilos saldrían cosas muy reveladoras…
M: Te voy a lanzar una pregunta sobre el libro Costumbres en común, que defines en el prólogo como «la obra más acabada de Thompson». A lo largo de los textos que la componen se exponen algunos de los conceptos más potentes del conjunto de su trabajo, como el de «economía moral» o «cultura plebeya». El autor intenta explorar los rasgos de continuidad entre las formas de resistencia de la multitud y la lucha de clases posterior, y esboza el advenimiento del capitalismo, tal y como lo hizo Marx en el capítulo sobre la acumulación originaria, como un proceso violento de expropiación de los bienes comunes y sumergido en conflictos permanentes. Para ello, el historiador británico revela una forma particular de compromiso, de hacer historia «desde abajo», de ir más allá de la mera composición descriptiva o sociológica en el análisis de las clases sociales. ¿Podrías hablarnos de manera breve sobre esta manera propia de Thompson de abordar el desarrollo histórico?
J.M.C.: El «compromiso» de Thompson como intelectual socialista tiene varias facetas. Primero, es importante empezar recordando que nunca se consideró a sí mismo como un académico al uso. En una carta a su asistente Ernest Dodd, un historiador local que le ayudaba a hurgar en los archivos, le decía «no soy un académico y cuanto más los veo más me convenzo de no convertirme en uno de ellos». Así que su enfoque, necesariamente, no podía ser el de un profesor universitario bien establecido. Solo trabajó de forma estable como asalariado de una universidad durante sus años en Warwick, y ni siquiera eso terminó bien, porque acabó formando parte de las luchas contra la mercantilización de la universidad y dimitiendo de todos sus puestos. Thompson sabía que esto era una decisión muy personal: muchos de sus amigos trabajaban en la universidad (Williams, Hobsbawm, Hill, Saville, su propia mujer Dorothy que fue una historiadora fantástica del cartismo, etc.). Su objetivo, sobra decirlo, no era disolver la academia, sino resolver mejor la dialéctica entre lo que él llamaba la experiencia vivida y la educación formal, y conseguir que esta última no se convirtiera en un simple medio de promoción social o de adquisición de competencias para entrar al mercado laboral, y sobre todo, que la educación superior no intentara «monopolizar» el saber, es decir, presentarse como un comité de expertos ante el cual la gente sin títulos tuviera que callar y escuchar de forma pasiva. Podríamos entonces decir que la primera forma en la que se expresa su compromiso es esta: sus escritos intentan siempre dialogar con el «gran público».
Thompson era, además, como decíamos antes, un marxista, y eso implica siempre una suerte de vínculo entre tu labor investigadora y tus objetivos de transformación social. Es una relación de ida y vuelta: en la tradición marxista encontró herramientas de análisis con una dimensión práctica y en su experiencia militante halló formas de comprender la realidad que le permitirían adentrarse con mayor lucidez en el pasado. Pero que su trabajo intelectual estuviera «comprometido» no significa que creyera en una especie de «ciencia marxista» que tuviera unas reglas de juego propias y totalmente distintas precisamente por estar «comprometida», como si se tuviera que hacer ciencia siguiendo unas normas separadas de las de la ciencia normal o «burguesa». En 1985 escribiría que «la historia radical no debería pedir privilegio alguno. La historia radical pide los niveles más exigentes de la disciplina histórica. La historia radical debe ser buena historia. Debe ser tan buena como la historia puede ser». Así que su contribución es una historia «diferente», si quieres, pero cae dentro de la disciplina histórica y sus reglas de control. De hecho, fue un crítico implacable de los que intentaron hacer una «ciencia marxista» basándola en criterios epistemológicos privados que solo los marxistas pudieran compartir. Esas «ciencias privadas» no eran sino pseudo-ciencias, porque la ciencia es por definición razonamiento público. Tiene algún escrito de juventud contra la teoría de Lysenko, y toda su polémica contra Althusser en Miseria de la teoría se tiene que leer en parte también desde aquí, como un alegato contra las elaboraciones teóricas que se autoedifican como «teorías búnker», inmunes a la prueba falsadora, y por lo tanto que no llegan ni siquiera a ser verdaderas o falsas, porque incluso les faltan las condiciones para poder ser comprobadas como verdaderas o falsas.
Ahora bien, esto no quiere decir que Thompson hiciera una historia diferente simplemente porque escribiera para el gran público o porque sintiera que debe existir un vínculo entre teoría y práctica. Si Thompson está considerado uno de los mejores historiadores del siglo XX es porque contribuyó a revolucionar el campo de la historia al perfilar y dar a luz a una versión particularmente productiva de lo que se conoce como «historia desde abajo». ¿En qué consiste esta? Lo contábamos Xavi Domènech y yo hace poco en una entrevista que nos hicieron los compañeros argentinos de Sociedad Futura. Se trata, por un lado, de hacer el esfuerzo por incorporar al relato histórico a todas aquellas personas que tradicionalmente habían quedado olvidadas o aparecían de forma subordinada, a las que los historiadores habían condenado a lo que Thompson llamaba «la enorme condescendencia de la posteridad». Para hacerlo, los historiadores franceses de los Annales y los marxistas británicos renovaron también las metodologías de investigación: acudieron a fuentes nuevas; lanzaron nuevas preguntas; replantearon los viejos relatos. Dieron siempre mucha importancia al papel de la «agencia» de los sujetos subordinados en el decurso histórico, la gente «de a pie» (common people) aparece ahora en las explicaciones históricas como un factor de cambio, como un sujeto con pleno derecho a estar ahí y jugar su rol. Aunque hoy en día todo esto nos pueda parecer algo obvio y evidente, no lo es en absoluto, llegar a esto implicó un cambio de mentalidad gigantesco, algo que solo pudo ocurrir a mediados del siglo XX cuando las clases populares dejaron su mayor impronta en el mundo político. Y además es mucho más difícil de plasmar en la escritura, porque implica fijarse en cosas que no son tan fáciles de rastrear, donde las fuentes suelen escasear o deben deducirse evidencias de forma indirecta.
Pero esto es solo una parte de la explicación, porque la historia «desde abajo» no es solo una historia «de los de abajo», como si de lo que se tratase fuese de rellenar un vacío que la historia tradicional hubiera dejado ahí por haberse concentrado exclusivamente en la parte «alta» de la sociedad (los reyes, ministros, intelectuales, líderes de grandes organizaciones, los discursos oficiales, etc.). La buena historia desde abajo es un replanteamiento de las bases mismas del relato histórico, es una manera de reconstruir el relato general de lo que ocurrió considerando cuál fue el peso y la incidencia que tuvieron los sujetos subordinados en ello. En esta entrevista que te mencionaba, Xavi le daba un vuelta más y estoy de acuerdo con él, que Thompson va un poco más lejos aún y nos dice que debemos fijarnos no solo en las contribuciones realizadas de las clases populares a la historia, sino también en todas las potencialidades que quedaron sin realizar, en los proyectos inacabados y las promesas incumplidas, en las preguntas que no se cerraron, porque si lo hacemos salimos de una visión determinista de la historia (normalmente guiada por una teleología del progreso heredada de los marcos mentales del siglo XVIII) y nos hacemos cargo de la profunda contingencia que existe en las sociedades humanas. Un movimiento muy benjaminiano.
Así que, resumiendo, yo diría que Thompson forma parte de ese grupo de genialidades que nos han enseñado con su práctica que la objetividad y el máximo rigor en la ciencia social no tienen por qué estar reñidos con un apasionado compromiso político por transformar la sociedad, sino que incluso, y en no pocas ocasiones, las mejores investigaciones han venido motivadas por unas intuiciones morales y unos principios de compromiso social.
M: Entre algunos de los antagonistas principales de la obra teórica de Thompson se encuentran el economicismo y el estructuralismo marxista de Althusser. Lo que ambos tendrían en común es que reducen la lucha de clases a un proceso mecánico guiado por determinaciones objetivas. Es decir, sendas narrativas le otorgan al sujeto un papel subordinado en la historia. Frente a esta visión reduccionista de la estructura de clases y el cambio social, Thompson afirma que «las determinaciones objetivas no se proyectan en un material desnudo y en blanco sino en seres históricos activos y conscientes». Para estudiar la experiencia vivida de los sujetos, la clase como una relación social en perpetuo movimiento, introduce el concepto de experiencia o experiencia común. ¿Cuál es la forma en la que el historiador británico entiende la clase social y cuál sería el rol de la «experiencia común»?
J.M.C.: La crítica del «economicismo» es algo que Thompson aprende de diversas fuentes, y en parte la hereda del Grupo de Historiadores del PCGB. Ya en 1932 uno de los miembros fundadores del Grupo, Maurice Dobb, había publicado un panfleto titulado «On Marxism Today» donde decía que «un marxista no tiene la intención de erigir una separación abstracta de eventos en “materiales” e “ideales” (…) en la medida en que las “ideas” son parte de la historia, son “hechos” de experiencia histórica tanto como las invenciones mecánicas o las relaciones de propiedad, y entran en el proceso histórico en la misma medida en que lo hace cualquier otro “hecho”». Entre los factores políticos, los morales, los económicos, etc., decía Dobb, no cabía establecer una primacía causal a priori: «eso solo puede determinarse de forma empírica (…). Es más, entre una época y otra la importancia de unos factores y otros puede cambiar». Dobb apuntaba, además, la línea de la agency que hemos comentado ya, cuando definía la «experiencia histórica» como «un proceso en marcha en el cual el hombre mismo es un agente activo». En esta época esto era como bajar hasta el cuarto de máquinas del Diamat y poner ahí en los cimientos un C4… ¡y encima hacerlo en nombre del marxismo! Sobra decir que este gesto tuvo un alto precio: la prensa del partido le acusó de pequeño burgués, la ejecutiva le exigió que se retractara de lo dicho y sus camaradas de la sección local de Cambridge le pusieron tanta presión encima que el tipo acabó echando la pota en un lavabo de la universidad por pura ansiedad. Pero el paso ya estaba dado… Y los seniors del Grupo, como Dona Torr, Arthur Leslie Morton o el propio Dobb conseguirían crear un grupo de estudio con bastante autonomía respecto a las líneas oficiales (en la medida en que no investigaran sobre el siglo XX parece que les dejaban hacer) donde se filtraban textos «prohibidos» y donde la crítica al economicismo era habitual. Thompson mama de todo esto y lo pone a funcionar en su obra, que si uno lee cuidadosamente es un ejemplo de manual de cómo se puede ser marxista prescindiendo de la metáfora «base-superestructura», quintaesencia del economicismo y del mecanicismo, una metáfora engañosa y que tuvo la mala fortuna de haber quedado divinizada en algunos escaparates marxistas.
El concepto de «experiencia» de Thompson fue justamente su intento de reventar esa metáfora. En Miseria de la teoría, que es donde intenta sistematizarlo, lo define como un «concepto de empalme» entre el ser social y la consciencia social. Pero pocos años más tarde reconocía que el talón de Aquiles de esta obra era su fracaso a la hora de haber definido el concepto. En una entrevista que le hicieron Josep Fontana y Enrique Ucelay da Cal en los años ochenta en una de sus visitas a Barcelona les confesaba que había utilizado «el término “experiencia” de una manera muy central en este estudio sin definirlo de forma aceptable. Ahora me doy cuenta de que “experiencia” se puede utilizar de dos formas muy diferentes: por un lado, en el sentido que la encontramos en nuestro trabajo histórico, de acontecimientos reales que afectan a la vida de la gente, su experiencia “vivida”; y por otro lado en el sentido de la experiencia experimentada, es decir, como se interpreta la experiencia vivida. Y entre los dos sentidos hay un gran vacío». En otro lugar reflexionaba también sobre ese «vacío» cuando sostenía que los historiadores estudian eventos del ser social que a menudo ocurren a espaldas de la consciencia de los agentes, pero que siempre generan una «experiencia vivida», que sin embargo no irrumpe instantáneamente como «experiencia percibida». Yo creo que Thompson dejó este problema sin resolver a nivel filosófico, que es ciertamente complicado, pero apuntó algunas cuestiones importantes que me parecen insoslayables, como que el historiador no puede prescindir de la categoría de «experiencia» del sujeto, y que aquí está la clave para obligarse a acudir a ver qué pensaron, sintieron y reflexionaron los individuos, que ese debe ser el punto de partida, lo cual te lleva al menos a descartar algunas formas de macroexplicaciones estructuralistas o funcionalistas. Tomar la «experiencia vivida» como punto de partida del historiador es una manera de comprometerse con la idea de que la historia la hacemos los seres humanos de carne y hueso, y no las abstracciones (el Partido, el Estado, la Clase, el Pueblo, etc.). Las reflexiones sobre su propia práctica como historiador me siguen pareciendo lo mejor de Miseria de la teoría.
Vamos con el concepto thompsoniano de «clase». Esta es una de sus mayores contribuciones a las ciencias sociales, aunque a su propia versión del concepto le ha ocurrido lo que él mismo decía que le pasaba a la idea de clase en general, que ha sido de las más «torturadas, atormentadas y deshistorizadas». Es muy sintomático que algunos le acusaran de haber defendido un concepto «economicista» de clase (como hicieron Gareth Stedman Jones, Patrick Joyce, William H. Sewell o Johan W. Scott) mientras otros le acusaban de haber defendido una noción «culturalista» (como hicieron Gerard Cohen, Perry Anderson o Richard Johnson). Mi opinión es que el historiador puede sortear ambos frentes de críticas, que se basaron más bien en lecturas sesgadas de su obra. Pero vamos por partes.
La batalla conceptual de Thompson se libró en dos frentes, uno académico y otro político, debatió en ambos a la vez. Si se quiere entender lo novedoso que implicó su concepto de clase, hace falta además enmarcarlo en el momento histórico en que se formuló. Visto desde el mundo académico, desde la Segunda Guerra Mundial fue ganando peso una rama de la sociología centrada en el análisis de clase a través de los trabajos de autores como R. Dahrendorf, D. Lockwood, S. M. Lipset o H. Braverman, que separaron la cuestión de la «acción de la clase» y la cuestión de la «estructura de clase» —entendiendo por «estructura» conjuntos de agregados de empleos cuantificables— como dos campos que podrían investigarse de forma totalmente paralela. La historia económica en boga por aquella época, el funcionalismo de Parsons y Smelser o el estructuralismo posterior vinieron a reforzar esta separación. Al mismo tiempo se desarrollaban estudios más «cualitativos» de clase donde la agencia volvía a la palestra, pero que no solían ir más allá del estudio de caso particular y que tendían a minusvalorar la dimensión estructurante de las clases. Visto desde el mundo político, el concepto de clase venía ligado a las organizaciones socialistas y se entendía, para unos, como una forma para hablar de la desigualdad social entendida a modo de «escalones» que las políticas públicas tenían que disminuir; y por otros, marxistas, como un concepto económico que apuntaba al corazón del capitalismo en la medida en que definía el lugar del «conflicto esencial» (poseedores o no poseedores de los medios de producción), establecía que de los centros de producción emanaba la lucha de clases y que esa «base» explicaba el resto de esferas de la sociedad como la política o la cultura.
Thompson hace saltar todo esto por los aires. Primero, desliga la noción de «clase» de la Primera y Segunda Revolución industrial: el capitalismo empezó antes que estas revoluciones, así que hablar de clase necesariamente no puede ser solo hablar de obreros industriales. De fondo en este razonamiento estaba contenido otro: que las configuraciones de clase cambian con el paso del tiempo, así que no podemos esperar que las clases sean las mismas en contextos geográficos o históricos distintos. Si cambia la estructura ocupacional, no desaparecen las clases, tan solo se reconfiguran. Thompson estaba discutiendo aquí con todos los que, consciente o inconscientemente, defendían una noción «estática» de clase entendida, además, en términos «puramente económicos», un enfoque del tema que él mismo consideraba que era un triunfo cultural del capitalismo (¡incluso muchos marxistas reproducían nociones «burguesas» de clase social sin percatarse!).
¿Cómo salir del atolladero? Primero, rompiendo la noción estática: el concepto marxista de clase, nos dice, es un «concepto histórico», es decir, que no se lo inventan los profesionales de la academia de forma arbitraria, sino que se deriva del estudio de la realidad social a lo largo del tiempo («sabemos que hay clases porque las gentes se han comportado repetidamente de modo clasista»). Esto tiene que ver con su segunda contribución y quizá la más conocida, que fue romper esa barrera artificial entre acción y estructura al sostener que el concepto marxista de clase considera «la interacción de los determinantes tanto objetivos como subjetivos». Esto significaba reconocer dentro del concepto de clase la agencia humana, que son los hombres y mujeres particulares los que en su vida producen las clases sociales, viven constreñidos por esas relaciones, pero también las modifican con su acción. Tercero, señala como un hecho que, dados los determinantes objetivos, ha existido una tendencia frecuente (no axiomática) a que diferentes individuos con posiciones similares respecto a las relaciones productivas detecten sus intereses en común y se organicen para defenderlos frente a otros grupos de interés, dando lugar a las clases en tanto que sujetos colectivos. Pero estas formaciones colectivas están siempre en un hacerse y rehacerse continuo. Es por ello que los mecanismos de explotación capitalista no producen clases con fronteras totalmente demarcadas que puedan ser capturadas mediante clasificaciones sociológicas, sino que más bien generan «campos de fuerza» (lo cual no quita que los estudios sociológicos sean útiles, pero nos ofrecen más bien una fotografía, una imagen de la máquina parada, y «una clase no es esta o aquella otra parte de la máquina, sino la forma en que funciona la máquina una vez se ha puesto en marcha; no este interés o aquel otro, sino la fricción de intereses, el movimiento mismo, el calor y el ruido ensordecedor»). La capacidad de agencia de los sujetos explotados es probablemente la dimensión más política del concepto de «clase», en tanto que reconoce la capacidad de los individuos para evaluar moralmente y responder (individual o colectivamente) a su dominación. Prescindir de ella puede llevarnos a despolitizar el concepto de clase.
Hay más aspectos enriquecedores de la noción de clase de Thompson que merece la pena mencionar. Una aportación interesante, aunque no es el único en hacerla, es que saca la clase del centro de trabajo. Ya en 1959 escribía que «no tenemos un “antagonismo básico” en el lugar de trabajo, ni una serie de antagonismos remotos o mitigados en la superestructura social o ideológica, que son, de alguna manera, menos reales. Tenemos una sociedad dividida en clases, en la cual los conflictos de interés y los problemas entre ideas capitalistas e ideas socialistas, valores e instituciones se dan a lo largo de toda la línea. Se encuentran tanto en los servicios de salud, como en los espacios comunes, y aún —en raras ocasiones— en las pantallas televisivas o en el Parlamento, así como en el puesto de trabajo». En sus escritos de los años setenta y ochenta aplica esta idea a su estudio de la sociedad inglesa tradicional, y nos habla ahí del juego del «teatro» y el «contrateatro», en suma, de la lucha de clases entendida en pleno sentido, que incluye las muchas formas en las que se reproduce lo que llamó el «entramado hereditario», el conjunto de ventajas y desventajas socialmente heredables que pasan no solo por las acumulaciones de renta y riqueza sino también por el mundo de las influencias, la promoción en los cargos, la compra de destinos profesionales, o las cualificaciones educativas y el exclusivismo profesional. Pero es que incluso atendiendo al centro de trabajo, incluso para la versión más prototípica y manida de la clase como pueda ser el obrero en la fábrica en su conflicto con el patrón, no podemos olvidar que los individuos no son mentes-en-blanco sobre las que se imprima un molde económico. Más bien son agentes creativos con todo un background de experiencias y tradiciones previas del que disponen como fondos de recursos con los que comprender la realidad. De hecho, no podemos ni empezar a describir lo que serían esas relaciones de clase sin hacer referencia a los códigos culturales y a los valores implicados en tales relaciones. El error de algunos marxismos ha sido precisamente eludir este problema, y tratar de otorgar una primacía política y explicativa a una supuesta clase social definida ad hoc en términos estructurales y puramente económicos (como meras posiciones en las relaciones productivas). De todo esto escribí en su momento, en 2018, para la revista Nous Horitzons, y aunque pudiera matizar alguna cosa, no he cambiado sustancialmente de ideas.
Sería injusto no señalar también las grietas y los problemas de este enfoque. Hay un problema muy debatido de la propuesta de Thompson, porque parece que restringe el uso de «clase» en sentido propio al momento en el comparecen los factores subjetivos-activos, a aquellas situaciones en las que podamos rastrear las huellas de las clases como agentes colectivos. Yo creo que esto es un criterio útil desde el punto de vista del historiador. Es decir, si uno se ocupa de explicar el proceso de cambio histórico, la existencia de determinadas relaciones de producción no explica nada por sí misma: es necesario dar cuenta de cómo los individuos (que son los verdaderos y únicos sujetos en la historia) viven y experimentan esas relaciones y se organizan (o no) para transformarlas. Solo la acción colectiva puede explicar la provisional unidad del sujeto colectivo partiendo de situaciones productivas tan heterogéneas. En ningún caso cabe presuponer la existencia de las clases como sujetos colectivos «a la espera» de ser invocados por el conjuro adecuado, porque estas solo comparecen tras un proceso de «lucha de clases» en el que los individuos crean una «consciencia de sí» que puede adoptar multitud de formas, nunca la misma. Pero desde el punto de vista del sociólogo o de otros análisis científico-sociales, puede ser útil buscar las huellas de las clases incluso allí donde no comparecen los sujetos colectivos clasistas (las últimas décadas de gobiernos neoliberales que trituraron las organizaciones tradicionales de clase llevaron a muchos a declarar precipitadamente que la clase ya no existía o que tenía una importancia menor… ¡y dijeron eso en plena ofensiva de clase!). Me gusta la noción que emplea Ellen Meiksins Wood de «situaciones de clase», y el propio Thompson coqueteaba con esta noción más «estructural» cuando hablaba del concepto de Raymond Williams de «límites y presiones estructurantes». Pero entonces, ¿cuándo podemos hablar de «clase»? Yo intento argumentar que me parecen nociones compatibles (la centrada en el sujeto colectivo y la más estructural) aunque la primera es la más completa, y considero necesaria la segunda siempre que se recuerde que las estructuras son creaciones humanas que no anulan la agencia, que por eso mismo son históricas y se ven alteradas por las propias personas que las viven, y que esto último nos obliga a mirar patrones de largo recorrido que solo son comprensibles con herramientas de las ciencias sociales, sí, pero especialmente de la historia.
Lo que en ningún caso creo que debe hacerse es confundir la apuesta de Thompson por estudiar la formación de clase en su componente cultural con la idea de que las clases solo existen como «identidades colectivas». Y no puede hacerse por muchas razones, empezando porque él mismo criticó a los que confundieron clase con identidad. Aquí su aportación parece que se olvidó muy rápido, porque algunos de los teóricos de los nuevos movimientos sociales y algunos postmarxistas acabaron, no ya negando la existencia de las clases, sino entendiéndolas así, como meras identidades colectivas, como una cuestión de procesos de subjetivación o de reconocimiento. Desde este paradigma, solo se podría hablar del papel de la clase en el mundo político cuando se encontrasen en la realidad formaciones con plena consciencia e identidad de clase, y eso difícilmente ocurre, si es que ha ocurrido alguna vez…
Perdona que me haya extendido tanto aquí, pero debatir todos estos vericuetos y detalles del concepto de clase no me parece un asunto menor. Comprender las dinámicas y estructuraciones de las relaciones capitalistas, que son las clases sociales, es un paso necesario y fundamentalísimo para la acción política socialista. Cualquier movimiento progresista que busque triunfar en una sociedad capitalista tiene que resolver de alguna manera el problema de cómo drenar la fuente de beneficios del capital que es a su vez la principal fuente de su poder político, y tiene que resolver de alguna manera también el problema de cómo construir sujetos colectivos partiendo de los límites y presiones diferenciados según nuestro origen social. Me parece que, en todo ello, E. P. Thompson sigue siendo un buen primer punto de partida, porque es una cura epistemológica contra determinadas explicaciones simplistas de la clase.
M: Trayendo la conversación al presente, nosotras entendemos los Estudios Culturales a la manera en la que lo concebían algunas de sus figuras más representativas de la década de los sesenta: como una herramienta política y militante orientada al análisis para la transformación social. Este era también el compromiso de Thompson, el de recuperar las potencialidades que fueron interrumpidas pero que aún puede arrojar algo de luz sobre nuestro presente. ¿Cuál dirías que puede ser el papel de las ciencias sociales (historia, sociología, estudios culturales…) en un contexto político como el de nuestro tiempo?
J.M.C.: Como marxista yo me siento cómodo con el formato de conocimiento que hemos comentado, es una forma de trabajo que intenta hacer ciencia social rigurosa (destinada al conocimiento del objeto siguiendo lo más de cerca posible las reglas epistemológicas de la disciplina de la que se trate) pero que en diversas dimensiones, como la elección de los temas que trabaja, los valores que laten de fondo en toda la investigación o la forma de hacer las preguntas a la realidad, muestran ya esa pulsión por intentar hacer comprensible la sociedad con la intención de cambiarla. Sin duda, esto no es algo exclusivo del marxismo ni mucho menos, pero sí es algo que creo que todo marxista acepta de entrada. Entre otras cosas, creo que esto implica dedicarle tiempo y atención a los formatos de la intervención política o de la divulgación de los resultados alcanzados en la labor investigadora.Esto me lleva a una reflexión sobre el mundo académico actual. Para los que estamos intentando sobrevivir en la academia eso de la divulgación se te puede convertir en un pequeño palo en la rueda, porque ya sabes que la vida académica está configurada como una rueda de hámster que busca disciplinarnos, forzar nuestra salud mental y física hasta el límite para que nos prestemos al absurdo juego de la silla donde casi no quedan sillas y donde «correr» consiste en convertirte en una máquina fordista de producción artículos para revistas indexadas que no se leerá casi nadie. Pero aún con todo, y partiendo del hecho de que las ciencias sociales y las humanidades han jugado y seguirán jugando un rol esencial para el debate público y para fundamentar los programas y estrategias de las izquierdas, me parece que tenemos que reconocer que la mayor parte del conocimiento científico se sigue produciendo en el seno de las universidades, ¡así que algo habrá que hacer ahí! Yo creo que la universidad sigue siendo un lugar por el que merece la pena luchar para hacerlo más habitable y más nuestro, sigue siendo además una institución —cuando hablamos de las públicas— donde se cruzan vidas de orígenes sociales muy distintos (eso es un mecanismo igualador ya de por sí) y sigue siendo un lugar donde se forma una parte considerable de los cuadros políticos de movimientos y partidos de izquierdas. A corto y medio plazo, no veo una alternativa a esto, aunque me alegro al ver que proliferan nuevas revistas, centros de formación autónomos, escuelas de verano de organizaciones de izquierdas, los cursos de formación que se multiplicaron tras el confinamiento, etc. etc. Es cierto, tendremos que pensar cómo contrarrestar el hecho de que la grandísima parte de los votantes y militantes de los partidos de extrema izquierda tienen educación superior, y que las personas con títulos universitarios no llegamos al 40% de la población en España, está claro que ahí hay un problema para los que queremos movilizar por las causas de la justicia social y la libertad. Pero no creo que esta crítica deba hacernos abandonar el proyecto de conseguir una universidad democratizada.
Así que, contestando directamente a tu pregunta, diría que tenemos que intentar aprovechar las instituciones de producción del saber reglado para armarnos hasta los dientes para las batallas políticas que libramos a la vez que experimentamos con formatos híbridos o autónomos. Este es el enfoque que le dimos al curso de postgrado de Sin Permiso “Análisis del capitalismo contemporáneo”, una suerte de alianza con una universidad pública para ofrecer formación científica y militante desde un colectivo independiente. Evidentemente, uno no aprende en clase a ganar un debate televisivo o a reclutar nuevas compañeras de lucha, ni tampoco, repito, las universidades son los únicos centros de producción de saber o donde tengamos que jugarnos toda nuestra apuesta, esto es una obviedad. Pero sí creo que si queremos fortalecer los puentes entre la producción de conocimiento y el cambio social tenemos una gran tarea pendiente a la hora de intentar salvar las distancias entre los conocimientos que producen las universidades y la gran masa de personas que no accede a ellas por las razones que sean. Se podrían discutir muchos problemas en relación con esto, pero me permitirás que le dejemos el tema a los que conocen bien el sistema educativo. Hay sin embargo un problema que quiero tocar y que ya hemos mencionado: el de las dificultades para divulgar la buena ciencia social. Un ejemplo clásico que se escucha mucho en el campo de la historia es que los libros de Pío Moa, César Vidal o Elvira Roca Barea consiguen ser bestsellers ahí donde los estudios más serios difícilmente consiguen romper las barreras del público académico o especializado. Yo me pregunto, ¿podemos pensar alguna respuesta colectiva a este problema que vaya más allá de jugárnoslo todo a la solución individual, al genio de ciertos escritores de izquierdas que de alguna manera consiguen pulsar la tecla correcta y viralizan su contenido? Creo que la derecha no se lo juega todo al azar del «genio individual», quizás no le estamos dando las vueltas necesarias… En una conferencia tardía (publicada con el título «Reflections on Jacoby and all that») Thompson decía que se había hecho muy difícil crear puentes entre la academia y el público no especializado. Eso era y es un gran problema en el que sale perdiendo todo el mundo.
Por otro lado, me gustaría remarcar que el conocimiento científico tiene muchas formas de existencia. No creo que todo el conocimiento tenga que asumir este formato de «compromiso» que algunos buscamos… sería como si le pidiéramos a todas y cada una de las personas existentes que se comportaran como activistas. Existen motivaciones y formas de trabajar en el mundo intelectual que no responden, ni tienen que responder, al deseo de transformación social y que son perfectamente legítimas. Hay una vieja tendencia en las izquierdas a intentar ver toda producción social o cultural como algo que necesariamente va ligado o bien a la subversión o bien a la reproducción del orden social. Y las cosas son más complicadas. En primer lugar, porque la creación de conocimiento presupone siempre la curiosidad, y la curiosidad es ese impulso por conocer lo desconocido, ¿y qué clase de compromiso vas a asumir con algo que no sabes ni lo que es? Así que la dialéctica entre conocimiento e interés la tenemos que armar bien o podemos acabar por perder el polo del conocimiento en el camino. Probablemente en esta entrevista ya haya patinado fuera varias veces, no es un tema que haya trabajado en profundidad y me veo a mis amigos filósofos afilando los colmillos...
M: Para finalizar, voy a hacerte una pregunta que quizá no se adapta al marco general de las conversaciones sobre la obra de Thompson, ya que no es uno de los temas más relevantes o que haya trabajado en profundidad en sus escritos, pero creo que puede ser importante formularla al calor de nuestro presente. Una de sus grandes fuentes de inspiración fue el socialista británico William Morris, que dedicó parte de su trabajo a la literatura utópica, como podemos observar en su libro Noticias de ninguna parte (Capitán Swing, 2011). Thompson encontró en esta forma de «realismo utópico» la potencialidad para generar un extrañamiento del tiempo presente y, a la vez, hacer una proyección normativa y especulativa de una sociedad comunista en el futuro, la posibilidad, en palabras de Thompson, de «enseñar al deseo a desear». ¿Crees que puede tener algún interés recuperar el «utopismo científico» al hilo del reverdecimiento actual del pensamiento utópico como una forma de potenciar la imaginación política y proyectar nuevos horizontes?
J.M.C.: Las expresiones de «realismo utópico» o «utopismo científico» me gustan por lo que tienen de contradicción provocadora. Es cierto que hay una suerte de deuda pendiente por parte de la tradición marxista con la cuestión de la utopía. Esto no es casual. Los socialistas pre-marxistas más conocidos, como Charles Fourier o Robert Owen, eran tipos que renegaban de las revoluciones y estaban moralmente espantados por la violencia de la lucha de clases, fueron críticos muy duros de determinados conflictos laborales, por ejemplo. Estaban motivados por una desconfianza ancestral en la iniciativa popular y por eso promovieron formas de sociedad que tenían algunos puntos democratizadores pero una fuerte columna vertebral autoritaria o tecnocrática, en muchos casos ligada a su propia personalidad como figura líder. Hasta 1848, estos socialistas tendían a posiciones antipolíticas y fueron críticos del sufragio universal, y en algunas ocasiones sus teorías se basaban en supuestos morales discutibles o sencillamente conservadores. Eso cambió enormemente desde la Primavera de los Pueblos, cuando el grueso del socialismo se «republicanizó». Pero no es sorprendente entonces que Marx y Engels dedicaran una buena parte de su vida a intentar que el socialismo fuera más allá de esos primeros pasos —aunque entre sus críticas suele pasar desapercibidas las enormes deudas y herencias que tienen respecto a los socialistas premarxistas, como se puede apreciar en la preciosa obra de William Clare Roberts, Marx’s Inferno (Princeton University Press, 2016). En su esfuerzo por empujar al movimiento democrático y socialista un paso más allá, por ejemplo asentando la idea de que hacía falta conocer científicamente el desarrollo social para poder plantear objetivos realistas desde las condiciones existentes de partida (y no especulando desde principios puramente abstractos), creo que Marx y Engels perdieron de vista una dimensión utópica que sí que estaba presente en estos primeros socialistas, que entre otras cosas se atrevieron a pensar la cuestión de género de formas que algunos marxismos posteriores no supieron hacer. Thompson consideraba que el impulso utópico se había desvanecido también a finales del XIX y por eso valoraba tanto la apuesta de Morris por recuperarlo.
Podemos estar de acuerdo con la crítica tradicional que dice que es autoritario, arbitrario y contraproducente diseñar al milímetro las sociedades futuras, pero reconociendo esto no tenemos por qué irnos al otro extremo y dejar de diseñar las sociedades futuras en absoluto. Algunos historiadores del socialismo del XIX y del XX apuntan que este ha sido uno de los talones de Aquiles de esta tradición: que el diseño institucional no ocupa un lugar preminente. Y resulta que eso de «pensar la utopía», que estoy intentando aterrizar con la idea del «diseño institucional», es algo absolutamente esencial por diversas razones: primero, porque nos permite ensanchar nuestra imaginación política, como ocurre en Noticias de ninguna parte de Morris o en las novelas de Ursula K. Leguin (donde la utopía es además autocrítica y más realista), que nos invitan a pensar otras formas de vida y de relacionarnos que se asoman débilmente en nuestras sociedades actuales. Segundo, porque pensar las formas de vida social que queremos es crucial para prepararnos para gobernar, para no preocuparnos exclusivamente por cuestiones como la construcción del sujeto político o la estrategia discursiva, pero encontrarnos luego vacíos de ideas en una posición de poder desde la que solo podamos repetir cansinamente aquello de que «haremos lo que proponga la sociedad civil y los movimientos sociales» o «hemos venido a mejorar la vida de la gente». En tercer lugar, porque debatir y llegar a acuerdos sobre las instituciones futuras que queremos es además una forma de minimizar las consecuencias indeseadas de nuestras políticas, porque toda acción política provoca efectos no previstos que pueden acabar anulando los efectos previstos. Así que cierta planificación no solo es razonable, sino fundamental para no pegarnos un tiro en el pie. Y, para acabar, porque estudiar y diseñar «utopías reales» como las llamaba el marxista analítico Erik Olin Wright es clave porque nos permite ofrecer algo concreto por lo que luchar de cara a la articulación de los sujetos colectivos que protagonizarán el cambio. Aquí podemos decir claramente que Thompson solo percibió una parte del problema, y quizás sea esta una de sus principales limitaciones como intelectual socialista (no como historiador). Supo ver la necesidad del pensamiento utópico para enriquecer nuestra mirada sobre el mundo y nuestras luchas por el poder, pero no dedicó espacio ni tiempo en su vida a pensar en profundidad sobre problemas institucionales concretos. Hay una pequeña excepción, que son sus artículos de prensa sobre los jurados populares y la deriva autoritaria del Estado británico en los setenta y ochenta, pero uno se queda con la sensación de que ahí se quedó mucho potencial sin desplegar.
En todo caso, hay algo que Thompson sí que supo ver. En la tensión entre los principios y la realidad, el deseo y la necesidad, en esto era un crítico del hiperrealismo mequetréfico, es decir, de esas actitudes tan preocupadas por la realpolitik que flexibilizan tanto nuestros principios morales que acaban por usarlos como mera retórica, vaciados ya de todo contenido categórico. Aquí cae del otro lado, de la familia de lo que a veces se llama «prefigurative politics», de los que entienden la política en el día a día como una forma de poner en marcha ya los principios e instituciones que nos gustaría que gobernaran la sociedad que queremos. Te doy un ejemplo: yo siempre recuerdo que el principal motivo que llevó a Thompson a abandonar el PCGB fue la falta de democracia interna y de respeto del pluralismo en el partido. Era un tipo realmente preocupado por el tipo de personas y las formas de organización que tenían que edificar las izquierdas. Ahora bien, del hecho de que Thompson fuera de los «moralizadores» que buscaba prefigurar la sociedad futura no se sigue que fuera un «moralista» de los que se eligen a sí mismos como buenas personas para poder condenar al mundo por impuro desde su torre de marfil de pureza. Leyó la tensión, y yo creo que la leyó muy bien: «La acción política consiste en influenciar y cambiar la vida de la gente. El espacio de la opción política está limitado por la terca naturaleza de las cosas con las que debemos trabajar. Y el valor del utopismo debe encontrarse, no en alzar los estandartes en el desierto, sino en ofrecer a la gente una imagen de las potencias de su propia vida, en evocar sus aspiraciones de tal manera que desafíen las viejas formas de vida, y en influenciar de tal manera las elecciones sociales que hay en la dirección de lo que se desea. El utopismo y el realismo no deberían ser rivales; deberían confrontarse en una forma constructiva en el corazón del mismo movimiento».
En todo caso, nos engañaríamos si no reconociéramos que la historia de Thompson es la historia de una acumulación de sucesivas derrotas. De algunas pequeñas victorias, sí. Pero sobre todo de muchas derrotas: la del Espíritu del 45, la de la New Left, la del autoritarismo neoliberal de Estado y, en menor medida, la del movimiento por la paz que no consiguió el desarme unilateral o la disolución de la OTAN una vez acabada la Guerra Fría. Thompson no vivió un contexto revolucionario. Era, como lo fue su apreciado Morris, un «revolucionario sin revolución». Para los que vivimos en un mundo en descomposición en el siglo XXI sin muchas perspectivas de cambios sustanciales, y que quizás nos hemos acostumbrado demasiado a una retórica impaciente de la victoria total o de que todo lo que sucede es «histórico», quizá las reflexiones de alguien tan curtido por la paciencia puedan enseñarnos alguna que otra cosa. La catadura moral de este comunista sin partido que dedicó su vida a fomentar la revuelta donde triunfaba en gran medida el conformismo es algo que siempre me pareció muy inspirador, ¿no crees?