Henry A. Giroux
06/02/2025
La reelección de Donald Trump no solo marca un punto de inflexión político, sino el ascenso de un orden cadavérico, una nación que se endurece bajo el peso de su propia decadencia. Su segunda venida es menos una victoria que una marcha fúnebre, una procesión espectral de hombres huecos con corbata roja y andares rígidos: zombis con hielo en las venas. Los vídeos de Trump bailando evocan imágenes de él moviéndose con un estilo entrecortado, sin vida, como si su cuerpo se resintiera del propio ritmo. Una tabla de madera con una mueca pintada, moviéndose al son del himno de la reacción, desalmada y mezquina. Aquí no hay ningún cuerpo en llamas. Ninguna lenta inclinación hacia el deseo, ningún rastro de la gracia flexible que vive en un mundo aún capaz de amar. En cambio, la imagen señala la estética de un nuevo orden de lo crudo, celebrado como la manosfera: cuerpos hinchados, ebrios de esteroides y resentimiento, que exudan el acre olor del sudor y el poder.
Esta es la cultura que ha forjado el trumpismo: despojada de ternura, de improvisación, de alegría. Atrás quedó el mundo que conocí de niño, de clase trabajadora, donde la música se derramaba por las calles, donde las voces —doloridas, desafiantes, indómitas— ponían los cuerpos en movimiento. Etta James llorando, Billie Holiday persistiendo al borde de la angustia, Nina Simone tocando el piano como si estuviera conjurando una tormenta. Little Anthony and the Imperials armonizando en la noche. Este era un mundo de movimiento, de cuerpos encendidos por algo más que rabia: por amor, anhelo, el dolor exquisito de sentir demasiado.
Pero en la América de Trump 2025, los únicos cuerpos que importan son los que marchan al unísono, rígidos y obedientes. Su régimen, sin ataduras a la ley o la moral, ha reconfigurado la maquinaria del Estado en un instrumento de venganza. Los insurrectos del 6 de enero andan libres, aclamados como patriotas. Las agencias federales están destruidas, purgadas de disidencia. Las protecciones de los derechos civiles se borran de un plumazo. Las universidades, otrora santuarios imperfectos del pensamiento crítico, se están transformando en centros de adoctrinamiento cristiano blanco. Y en un acto de crueldad sobrecogedora, miles de inmigrantes esperan ser detenidos en la Bahía de Guantánamo, ese espacio purgatorio del imperio donde la justicia va a morir.
Esto no es simplemente el regreso del autoritarismo; es su evolución: más ágil, más experto en tecnología, más profundamente enredado en el tejido del poder corporativo y digital. Trump no gobierna solo. Es simplemente el líder de una oligarquía brutalizadora que ha abandonado incluso la pretensión de la democracia. La clase multimillonaria —esos hábiles arquitectos de los monopolios de las redes sociales, los señores digitales del capitalismo de vigilancia— han encontrado su vehículo perfecto en su desvergüenza. Niños mimados en cuerpos de hombres haciendo saludos nazis, orgásmicos por su nuevo poder. Esta es la oligarquía de tontos que ahora besa el anillo del estafador inmune por sus crímenes pasados y futuros. El capitalismo sin restricciones ha llegado a su etapa final, en la que la riqueza ya no oculta su desprecio por las masas, sino que lo luce como una insignia.
El espectáculo del teatro político se ha convertido en el elemento definitorio de la estética de Trump. Se ha transformado en lo que Susan Sontag llamó «fascinante fascismo», una forma de poder que «prospera en gestos de provocación». Glamoriza la autoridad desenfrenada, se entrega al placer de la humillación y expresa un desprecio absoluto por «todo lo que es reflexivo, crítico y pluralista». No se trata de un mero espectáculo político, sino del espectáculo de la dominación, escenificado como entretenimiento e ideología. En esta estética fascista, el poder no solo se ejerce, sino que se hace alarde de él, se exhibe en un exceso grotesco, una muestra orquestada de crueldad, embriagada por sus propias ilusiones de renacimiento nacional. Este renacimiento no es nuevo; se inspira en el legado supremacista blanco de la Confederación, envuelto en los símbolos de su pasado y resucitado como un plan para el futuro. Mientras tanto, la prensa tradicional registra el horror, pero con demasiada frecuencia no llega a cuestionarlo o denunciarlo críticamente. Pero esto es más que la pornografía del poder; es un espectáculo excremental, una celebración de la miseria, la violencia y la muerte misma.
El expresidente Biden, en su discurso de despedida, advirtió de la sombra progresiva de la oligarquía, pero no se atrevió a nombrar la verdad: que su propio partido, con su incruento abrazo al neoliberalismo, ayudó a forjar las condiciones para la resurrección de Trump. No se trata simplemente del triunfo de las fuerzas reaccionarias, sino de la consecuencia de una cultura que se ha rendido a sus peores instintos, una cultura que ha abandonado la solidaridad por el espectáculo, la justicia por la crueldad, la esperanza por el declive controlado.
Y así nos quedamos con esto: una desigualdad asombrosa, un estado militarizado, el lento y metódico desmantelamiento de la democracia. Los nuevos oligarcas desprecian la noción misma del bien público. Se burlan de la razón, borran la historia y exigen que el gobierno se desprenda de cualquier obligación persistente de cuidar. Hablan el lenguaje del mercado, donde todo, incluida la vida misma, es simplemente otra mercancía para ser comercializada, explotada y descartada. Trump y sus aduladores son muertos vivientes. Tienen sangre en la boca y anticongelante en el cuerpo. El ritmo que adoptan es el de soldados rígidos que desfilan en los desfiles militares.
Pero recuerdo otro ritmo, otra cadencia, que se niega a morir, sintomático de otra época en la que la política parecía posible como fuerza de justicia, igualdad y esperanza. Cuando era un limpiabotas que trabajaba en clubes negros en Providence, Rhode Island, en los años cincuenta, recuerdo a Etta James, con su voz cruda y atronadora, rompiendo el silencio. Recuerdo los cuerpos en movimiento, desafiantes y libres. En su música, en su historia, en la forma en que rompió las barreras raciales y musicales, había un fuego que ninguna represión podía sofocar. Etta James nunca aceptó el blanqueamiento de la historia. Fue una transgresora que se negó a ser contenida, su música era demasiado poderosa para ser domesticada por una industria que buscaba borrar las asperezas del arte negro. Llevaba consigo el peso de la lucha y la posibilidad de algo más allá de la supervivencia: el amor, la dignidad, un mundo en el que la música aún pudiera tocar el alma en lugar de servir como fondo de pantalla corporativo.
Incluso en sus últimos años, cuando cantó Fool That I Am en el Festival de Jazz de Newport o en Toronto, cuando la vi unos años antes de su muerte, su voz transmitía la misma intensidad, la misma pasión sin complejos. Pero el mundo al que cantaba había cambiado. Cuando Barack Obama fue elegido, no fue Etta sino Beyoncé quien cantó At Last en su toma de posesión. Fue un gesto que hirió profundamente a Etta, un recordatorio de que el mundo que ella había moldeado se había alejado de ella, prefiriendo una versión pulida de la historia a la cruda y desafiante realidad que ella representaba. Las mismas fuerzas que una vez habían temido su poder ahora borraron su legado en favor de algo más aceptable, más comercial.
Este es el destino de todas las voces radicales en una sociedad empeñada en olvidar. Ya sea en la política, la educación o la cultura, las fuerzas del olvido trabajan incansablemente para neutralizar la historia, suavizar los bordes de la lucha, reemplazar la resistencia con el espectáculo. El trumpismo es solo la expresión más grotesca de este impulso, pero no es la única. La universidad neoliberal, la industria musical corporativa, el establishment político: todos participan en la política del olvido.
Y, sin embargo, algo perdura. Una voz que no será silenciada, un ritmo que se niega a callar. En esta era de política zombi, donde los cuerpos se reducen a instrumentos de control y obediencia, aún queda un recuerdo de movimiento, de improvisación, de libertad. Y mientras recordemos, a través de la música, la escritura, los actos de desafío, el fuego no podrá extinguirse. La memoria rescata y por eso se ha vuelto tan peligrosa en la era de Trump.
La primera vez que escuché a Etta James fue en un pequeño sótano en una fiesta con mis compañeros de equipo negros del instituto. No se parecía a nada que hubiera experimentado antes. En los bailes de la Organización Católica de la Juventud a los que había asistido, reinaba la música blanqueada: Pat Boone en lugar de Little Richard, los Beach Boys en lugar de Little Anthony. Las monjas patrullaban el suelo, asegurándose de que nadie se acercara demasiado, advirtiéndonos que dejáramos espacio para la Santísima Virgen María. El deseo era algo que había que vigilar. Los cuerpos debían contenerse.
Pero en aquel apartamento lleno de humo, todo era diferente. Los cuerpos se apretujaban, reían, coqueteaban, se movían con una libertad que yo nunca había conocido. Y de fondo sonaba Etta James, su voz ronca rompiendo el ruido, llenando la habitación con algo crudo e innegable. Transformó el cuerpo de objeto de disciplina a lugar de alegría, creatividad y resistencia. Bailé sin mover los pies, desaprendiendo las rígidas posturas que se me imponían y adentrándome en un mundo diferente, uno en el que la solidaridad y la justicia social estaban entretejidas en la música, el movimiento y el sentimiento. Un momento no de nostalgia, sino que me recuerda el poder de la pasión, el cuerpo en vuelo, la ira transformada en un canto colectivo de lucha. Un momento que alimentó una cultura de resistencia. Un momento por venir, ojalá más pronto que tarde.