El porvenir de la Primera República

Jeanne Moisand

26/02/2023

La breve historia de la Segunda República Española, y sobre todo su trágico final al término de la Guerra Civil, es uno de los episodios más famosos del siglo XX mundial. El contraste entre esta fama y el olvido casi absoluto en que cayó su predecesora, la Primera República Española (1873-1874), es sorprendente. ¿Cómo explicar el desconocimiento del primer episodio republicano español mientras que el segundo, al menos en sus años bélicos, sigue generando un aluvión de publicaciones académicas o de ficción, tanto en inglés como en francés o castellano? En la interpretación más clásica, la Primera República se caracteriza antes que nada por conflictos fratricidas. Según esta lectura, el intenso conflicto social del periodo se reduce a rencillas entre corrientes de notables, o al enfrentamiento entre un inmaduro pueblo en armas y unos gobernantes demasiado flojos para mantener el orden público. Al final, el fracaso del régimen revela la falta de preparación del país para una República proclamada por defecto, tras la abdicación del rey Amadeo I el 11 de febrero de 1873. Este relato canónico provocó el desinterés por un episodio que, sin embargo, es esencial para la historia de la democracia y del socialismo, tanto en España como en Europa. Para el 150 aniversario de la Primera República, es preciso adoptar otro enfoque, intentando entender el porvenir más democrático e igualitario al que aspiraban gran parte de sus contemporáneos.

 

Un paréntesis republicano
Recordemos brevemente los grandes momentos que jalonan esta historia. En septiembre de 1868, una revolución explota en dos polos distintos del imperio español: en la península, una coalición de opositores destrona a la reina Isabel II, que se exilia en París; en Cuba, una de las colonias más ricas del mundo y aún esclavista, se sublevan los independentistas. En 1869, una nueva constitución monárquica introduce el sufragio universal masculino y garantiza amplias libertades políticas en la metrópolis. Pero los nuevos gobernantes no consiguen imponer sus reformas imperiales en Cuba, empezando con la abolición de la esclavitud: los partidarios del statu quo colonial constituyen un poderoso grupo de presión contrarrevolucionario tanto en La Habana como en Madrid. Al mismo tiempo, la politización de las clases trabajadoras españolas se intensifica: los clubes republicanos y la prensa se multiplican, mientras se funda y crece rápidamente la Federación Regional Española de la Internacional Obrera. Dentro de las milicias urbanas, los voluntarios se niegan a devolver las armas que habían utilizado para derrocar a Isabel II. El desigualitario sistema de conscripción, por el cual cientos de miles de pobres se envían al mortífero frente cubano, provoca indignación y movilización. Se suceden dos movimientos insurreccionales dirigidos por republicanos, primero en 1869 y luego en 1872. Al mismo tiempo, los contrarrevolucionarios carlistas se sublevan en el norte y el este del país.

“El hombre que, en 1872, hubiera querido hacer predicciones sobre la situación en España habría concluido que una democracia social iba a triunfar en ese país”, resume el antiguo communard Benoît Malon en La revue socialiste en 1889. De hecho, ante la cascada de conflictos, Amadeo I (elegido por las Cortes en 1870 para reinar sobre la nueva monarquía) acaba abdicando el 11 de febrero de 1873. Ese mismo día se proclama la República. Malon continúa:

La monarquía de Amadeo se derrumbaba visiblemente para dejar paso a la república liberal y reformista que, con Pi y Margall a la cabeza, republicano federalista y mutualista comprometido, tomaría pronto el poder por unanimidad[1].

Francisco Pi y Margall, que llega a la presidencia el 11 de junio de 1873, se había distinguido en los debates de la década de 1860 por sus posiciones socialistas, frente a los republicanos individualistas liderados por Emilio Castelar. También era un teórico destacado del federalismo, que consideraba especialmente adecuado para España, una nación “hecha para ser una república como las de Suiza o Estados Unidos”. Exiliado en Francia en la década de 1860, había nutrido este federalismo leyendo a Proudhon, cuyo Principio Federativo había traducido al español. Retomó la idea de una federación como “pacto de alianza” entre asociaciones obreras, municipios, provincias y luego naciones. Sin embargo, ante la oportunidad de una República ofrecida sin lucha en febrero de 1873, Pi y Margall creyó necesario, no sin contradicción con sus principios,

que en los primeros momentos de toda revolución federal se crease con carácter transitorio un poder central fuerte y robusto que, disponiendo de la misma autoridad y de los mismos medios de que hoy dispone, mantuviese en todas partes la nación y el orden hasta que, reorganizadas las provincias, se llegase a la constitución definitiva y regular de los poderes federales”[2].

A esta constitución de la República Federal desde arriba se oponía el proyecto de las bases republicanas, movilizadas en sus milicias, clubes y secciones obreras. En julio de 1873, estas últimas se constituyen en cantones, es decir, en repúblicas autónomas destinadas a federarse entre sí para constituir la Federación Española desde abajo. Estos cantones, también inspirados en el modelo federalista suizo, son proclamados en decenas de ciudades españolas. Pi y Margall, que se niega a enviar al ejército para reprimirlos, es derrocado. El nuevo presidente Nicolás Salmerón envía las tropas, atando el destino de la República a las voluntades de los oficiales monárquicos del ejército regular. Unas semanas después, Castelar toma la presidencia, aún más decidido a reprimir toda resistencia, cerrando las Cortes y bombardeando, en diciembre de 1873, a los últimos insurgentes cantonalistas en Cartagena. Como era de esperar, los generales monárquicos aprovechan el poder que les habían otorgado los presidentes moderados para derrocar el régimen en dos etapas, en enero de 1874 y luego en enero de 1875, haciendo posible el regreso final de la monarquía borbónica.

 

La Primera República contada por la Segunda
Casi sesenta años más tarde, el 4 de febrero de 1932, la República reinstaurada en España establecía una fiesta nacional para conmemorar a su predecesora de 1873. La propuesta fue presentada a las Cortes por el diputado Ayuso, políticamente muy alejado -a pesar de la homonimia- de la actual presidenta conservadora de Madrid. El diputado Ayuso de 1932 pretendía declarar “fiesta nacional, con el nombre de ‘Fiesta de la República’, el 11 de Febrero”: “en tal día se celebrarán actos oficiales en conmemoración de nuestra primera República de 1873 y de sus apóstoles y gobernantes.” Seguía con el establecimiento de otra fiesta el 14 de abril (día de la proclamación de la II República), llamada “Fiesta de la Soberanía Popular”: “en ese día se dedicarán homenajes a los mártires de la libertad”[3]. La propuesta fue aprobada y se establecieron dos fiestas nacionales para conmemorar las dos Repúblicas españolas.

Una historia contrafáctica nos permite imaginar cuáles podrían haber sido las consecuencias de tal decisión a largo plazo. De no haber muerto la Segunda República en 1939 a manos de los autoproclamados nacionales y sus aliados alemanes e italianos, estas dos celebraciones habrían probablemente arraigado en las prácticas colectivas. La celebración del 11 de febrero podría haberse parecido a la del 14 de julio en Francia, que también se convirtió en fiesta nacional por iniciativa republicana (1881), haciendo de la toma de la Bastilla un hito esencial en la memoria colectiva. Paralelamente a estas celebraciones, el nuevo programa educativo de la Segunda República Española también insistía en 1873 en el aprendizaje de la historia patria. En los manuales escolares, la Primera República era presentada como el alba del ideal republicano finalmente alcanzado en 1931[4]. También daba sentido al pasado: se integraba en el ciclo revolucionario iniciado en 1868 y, más ampliamente, en la larguísima revolución española del siglo XIX. Así lo resumía el republicano conservador Alcalá Zamora en un discurso ante las Cortes Constituyentes en julio de 1931, homenajeando primero a los revolucionarios de 1812, que “en medio de toda su sencillez, sentaban el dogma de la soberanía nacional y ponían límites a la potestad de la Corona”; seguía con los de 1820 que habían restablecido la Constitución; hablaba luego de “aquellas Cortes del 55, en las cuales surgió ya la idea republicana”; y finalmente, de “los constituyentes del 69, firmes en la defensa de la democracia, torpes en la esperanza de que aún era posible la implantación de una monarquía extranjera”, antes de acabar finalmente con “los republicanos de 73”[5].

Este imaginario de la historia democrática del país no sobrevivió a la Segunda República. La historia-patria franquista ignoró al siglo XIX en general, considerándolo demasiado liberal y cosmopolita, y trató de borrar especialmente la memoria de las revoluciones de 1820, 1840-1843, 1854-55 y 1868-73. Posteriormente, los historiadores de la Transición volvieron a tratar esta historia democrática, pero desde el ángulo recurrente de la “trivialización y el menosprecio”, por utilizar las palabras de José M. Jover en un libro de 1991. Criticando esta historiografía excesivamente crítica, Jover buscaba un término medio, calificando también de “ingenua beatería” el comportamiento de “quienes se dieron a la conmemoración oficial o nostálgica del 11 de febrero como si se tratase de una fecha milagrosa”[6]. Esta preocupación por el término medio explica probablemente cómo la historia del siglo XIX español fue poco a poco afinada. El legado de este esfuerzo todavía se nota en las cronologías actuales de los manuales escolares y universitarios. La irrupción de la Primera República queda velada, al igual que la Revolución de 1868, por su inclusión en el “Sexenio Democrático”, cuya división y denominación se impusieron definitivamente en la década de 1970. Las demás revoluciones del siglo XIX español corrieron una suerte similar, desapareciendo bajo los nombres de ciclos repetitivos, cerrados sobre fracasos y acompañados de diferentes adjetivos (“trienio liberal”, “bienio progresista”, etc.). Estas etiquetas, todavía poco usuales a principios del siglo XX, acabaron monopolizando la nominación del tiempo contemporáneo en detrimento de los nombres de revoluciones[7]. En ese proceso, la temporalidad revolucionaria y luego republicana del siglo XIX español se acabó diluyendo. Esta temporalidad tampoco fue reivindicada por los movimientos a favor de la memoria democrática, que no se remontan más allá de la Guerra Civil y el franquismo.

 

La Primera República desde abajo
No obstante, vale la pena recordar la historia de las luchas democráticas anteriores a 1936. Merecen especial atención las experiencias cantonalistas de 1873, que justificaron los juicios negativos sobre la Primera República. El historiador E.P. Thompson recuerda cuán importante es evitar la “inmensa condescendencia de la posteridad” hacia comunidades pasadas que, exactamente como las que se movilizaron en los cantones, fueron derrotadas. La mayoría de las repúblicas cantonales duraron menos de un mes antes de ser abatidas por el ejército. Pero un cantón resistió más tiempo: el de Cartagena, donde decenas de cantonalistas buscaron refugio desde Valencia, Alicante, Murcia y Andalucía. En Cartagena, aprovechando los medios defensivos de la plaza y el amotinamiento de los mejores buques de guerra de la flota española, los cantonalistas consiguieron resistir el asedio durante seis meses (bastante más tiempo que la Comuna de Paris). A partir de diciembre, y durante 43 días, el ejército bombardeó la ciudad, provocando la explosión del depósito de pólvora donde murieron cientos de civiles. Los insurgentes se rindieron y huyeron a Orán en enero de 1874. Los seis meses de resistencia dieron tiempo para experimentar formas políticas y sociales muy distintas de las que imperaban en el mundo de la época.

El logro más importante del Cantón de Cartagena fue, parafraseando a Marx sobre la Comuna, “su propia existencia y su acción”[8]. Esta existencia demostraba que el pueblo podía gobernarse por sí mismo durante varios meses en condiciones extremadamente precarias. Y por “pueblo” hay que entender aquí clases populares, que participaron en el gobierno cantonal mientras que en aquella época solo gobernaban pequeñas élites. Los estudios de las últimas décadas sobre los cantones de Valencia, de Cádiz o de Málaga, o sobre las pequeñas ciudades andaluzas cantonalistas, ya demostraron la implicación de estas clases populares –artesanos y campesinos– en las insurrecciones[9]. Sin embargo, la historiografía siempre exceptuó el cantón de Cartagena, supuestamente movido por notables republicanos en busca de ascensos sociales. Siendo Cartagena el laboratorio más duradero del cantonalismo, esta excepción tuvo consecuencias decisivas sobre la interpretación del movimiento en su conjunto. En realidad, la sociología del cantón de Cartagena era tan popular como la de otros cantones. Si algunos notables republicanos llegaron efectivamente al puerto militar después de su sublevación el 12 de julio, perdieron rápidamente (a partir de septiembre y hasta la derrota) el timón del gobierno revolucionario frente a los líderes populares, campesinos y obreros del arsenal de Cartagena[10].

Estos grupos tuvieron un papel preponderante en la junta, empezando con el más carismático de todos: el huertano Antonio Gálvez. Jefe de partida republicana en Murcia desde la insurrección de 1869, una copla local celebraba su resistencia: “Antonete está en la sierra/y no se quiere entregar…./No me entrego, no me entrego,/no me tengo que entregar,/ mientras España no tenga República federal”[11]. Los observadores de la prensa extranjera se burlaban de su poca instrucción, asociándole con otro jefe de partida campesino: Tomás Bertomeu, alias Tomaset, del pueblo alicantino de Petrel, que integró la junta cantonal siendo miembro de la Internacional. Al lado de estos jefes de guerra rurales y politizados, los obreros del arsenal representaban otra destacada militancia de trabajadores, mucho más cualificados. Los hermanos Roca eran una buena muestra de su implicación en el cantón. El 8 de noviembre de 1873, en las elecciones cantonales para la junta, el segundo insurrecto más votado después de Gálvez fue Antonio Roca, maestro (es decir, obrero muy calificado) en el arsenal de Cartagena. A pesar de haber caído en el olvido más completo, ocupaba en el cantón el puesto estratégico de “comandante de ingenieros del arsenal”, es decir jefe de los obreros que construían y reparaban los buques de guerra, un puesto habitualmente reservado a los oficiales del ejército. Su hermano Pedro Roca había fundado en 1870 el Centro federal de Cartagena, adherido tanto al Partido Republicano Federal como a la Internacional obrera, junto con el carpintero del arsenal y también futuro miembro de la junta revolucionaria Pablo Meléndez. Mientras Pedro Roca, teniente de una compañía de voluntarios, entraba en las sucesivas juntas revolucionarias (siendo elegido en quinta posición en la de noviembre), Baldomero Roca, el ultimo hermano, escribía en el periódico revolucionario (El Cantón murciano), y era nombrado secretario de la “junta examinadora” de las elecciones del 8 de noviembre de 1873. La presencia de algunos intelectuales o pequeños comerciantes en la junta revolucionaria del cantón no debe esconder la fuerte implicación de los trabajadores de la ciudad y del campo en el gobierno cantonal, un hecho inaudito para la época.

Sin embargo, obreros y campesinos no representaban la mayoría de los combatientes. Esta mayoría estaba compuesta de marineros militares, soldados y presidiarios (entre los cuales se contaban tanto criminales como desertores, militares indisciplinados y políticos). Su presencia masiva en la ciudad se explica por el contexto de guerra: encerrados en instituciones disciplinarias, miles de hombres eran enviados a Cartagena desde todas las provincias españolas,y eran empleados como mano de obra en el arsenal antes de ser enviados a Cuba. Después de 1868, esta mano de obra semiforzada y sin cualificación permitió el despido de centenares de obreros asalariados de la maestranza, motivando el descontento de estas categorías. La historia clásica del movimiento obrero pasó por alto a estas categorías más aparentadas al lumpen que al proletariado, y se centró en los trabajadores libres, hombres blancos y asalariados de la industria. Sin embargo, eran trabajadores también, aunque forzados a trabajar por el ejército. En todos los imperios occidentales del siglo XIX, tanto en Europa como en los mundos coloniales, la modernidad se acompañó de concentraciones inéditas de este tipo de mano de obra en instituciones militares y punitivas.

Otro colectivo importante en la organización de la resistencia al asedio fue el de las trabajadoras que se quedaron en la ciudad. En tiempos normales, Cartagena se presentaba como un buen núcleo de empleo para mujeres de clase popular: una nutrida burguesía local empleaba a cientos de criadas y alimentaba la actividad de pequeñas vendedoras. Muchas huyeron después de proclamado el cantón, pero centeneras de ellas se quedaron. En otoño, el diario del cantón dio publicidad a las “ciudadanas” que producían hilas para los heridos del hospital. También se les agradecía la preparación de la sopa colectiva, y la confección de sacos de pólvora en el parque de artillería donde muchas de ellas encontraron la muerte. En última instancia, algunas subieron a las murallas con rifles. Tanto por su participación como por la de los trabajadores semiforzados del ejército, el cantón de Cartagena merece ser integrado a una historia renovada del movimiento obrero en Europa, que incluya a las trabajadoras y trabajadores precarios, forzados y/o no asalariados.

¿Qué buscaban estas categorías? Defender el cantón significaba luchar por la autonomía del municipio dentro de la federación española. El motor no era la defensa del localismo (la inmensa mayoría del pueblo cantonalista venía de fuera de la provincia de Murcia), sino la del municipio como escala adecuada para el ejercicio de una democracia popular inclusiva, y no simplemente representativa. A los pocos días de proclamado el cantón, los insurrectos bautizaron uno de los principales fuertes de la plaza con el nombre de “Comuneros de Castilla”, referencia clave en la larga historia del municipalismo en España[12]. Mientras tanto, el Fuerte de las Galeras, que simbolizaba la tiranía del ejército, pasaba a llamarse “Fuerte de la Vanguardia de la Federación española”. Según los insurrectos, la revolución iba a despertar a los españoles dormidos desde siglos de tiranía, abriendo un futuro en el que se realizaría la auténtica Federación tanto en la península como en las colonias. Éstas seguirían unidas a la metrópolis, pero asociadas como provincias autónomas. La presencia de tres filipinos en la administración cantonal debía dar testimonio de la fe cantonalista en la reforma imperial. Encerrados en el presidio de Cartagena por su participación supuesta en la insurrección de Cavite (1872), fueron liberados y promovidos por el cantón al rango de comisarios de guerra. Mientras tanto, los millares de soldados y marineros militares que se involucraban en la lucha organizaban de hecho una inmensa huelga militar, en contra de la guerra y de la política represiva en Cuba (donde los contingentes de Cartagena eran enviados). Al mismo tiempo, los cantonalistas también afirmaban su nacionalismo, erigiendo por ejemplo como un icono del cantón al buque acorazado Numancia. Conservaron su nombre, que les permitía asociarse con la resistencia más gloriosa de la historia nacional española. “El día que a mí me digan/que la Numancia se va,” decía una copla todavía cantada en Cartagena en las primeras décadas del siglo XX, “mis ojos serán dos ríos/y mi casa un hospital[13].”Buques militares y fuertes de la plaza cristalizaban las emociones y la identidad de los insurrectos. Antonio de la Calle lo justificaba con estas palabras en El Cantón murciano:

Sí; esos castillos, esos fuertes, esas naves, esos baluartes, el pueblo los construyó, con su trabajo, con su sudor, con su sangre; cada piedra nos representa una historia, cada buque nos recuerda una multitud de esfuerzos, esfuerzos del pueblo, del pueblo esclavo[14].

La tarea del cantón consistía en democratizar los castillos, fuertes, arsenal y naves, instituciones clave del ejército y del imperio. Poco después de proclamada la revolución, el mando de estas distintas instituciones militares pasó de los oficiales del ejército a los obreros del arsenal, a oficiales de grado inferior e incluso a contrabandistas. El orgullo de los insurrectos consistía en demostrar al mundo entero sus capacidades para manejar los cañones de la artillería más moderna, cuya puntería requería altos conocimientos matemáticos, o para maniobrar los enormes buques acorazados de vapor, movilizando una multitud de saberes teóricos y técnicos. Querían mostrar que lo hacían mejor que los oficiales de alta extracción social, formados en academias exclusivas en las que no habían podido entrar, y contra los que estaban luchando.

La acción del cantón también consistió en organizar, de manera mucho más pragmática, la supervivencia de unas 10 a 15 000 personas asediadas durante seis meses. Para ello, tomaron el mando de una fábrica de plata de propiedad privada de Cartagena, en la que acuñaron primero su propia moneda, y luego una moneda falsa más fácil de cambiar. Los batallones de milicianos campesinos, que tenían una larga experiencia en la guerra de guerrillas, realizaban mientras tanto incursiones y razzias para coger ganado en el campo. Estas operaciones pronto se extendieron al mar, donde el cantón desviaba los cargamentos de barcos comerciales, intercambiándolos con bonos. También municipalizaron algunos recursos estatales, como los efectos del arsenal (hierros, jarcias, telas…), para venderlos a los capitanes de barcos extranjeros o en la Argelia francesa. Estas prácticas ponían la economía al servicio de la supervivencia comunitaria, según los preceptos de la antigua economía moral. Sin embargo, esta comunidad no tenía rasgos tradicionales. No era una comunidad de vecinos, sino una comunidad nacida de la guerra, del desplazamiento forzoso y de la disciplina militar. Entre insurrectos, el nivel de conocimiento mutuo era bajo al principio. Pero algunas prácticas democráticas circularon desde la milicia cívica, las sociedades obreras del arsenal y los clubes republicanos hasta los quintos y convictos, e incluso hasta las mujeres de clase popular. Aunque los insurgentes de Cartagena no escribieron mucho sobre su proyecto político, estas prácticas dicen algo de cómo concibieron su revolución como una forma de democratizar, a través del municipio autónomo, la vida política y económica, para desde allí participar en la construcción de la federación nacional y hasta imperial.

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A pesar del interés y la originalidad de una historia como la del cantón de Cartagena, el episodio nunca fue integrado en la historia mundial de las revoluciones ni en la del movimiento obrero. El desinterés de la historiografía española y el de los historiadores extranjeros se alimentaron mutuamente, dando como resultado el olvido en el que ha permanecido la Primera República Española y sus cantones. Este episodio es, sin embargo, decisivo para entender los orígenes del republicanismo social, del municipalismo o del socialismo en Europa, y para alejarse de una historia demasiado centrada en las barricadas parisinas o en los bastiones obreros británicos o alemanes. En regiones consideradas más periféricas y a menudo juzgadas como arcaicas, también se experimentó un comunalismo tan interesante de estudiar como el de la Comuna. Las formas imperiales de globalización que se estaban imponiendo en la Europa de los años 1870 tuvieron consecuencias muy diferentes en París y en Cartagena; no obstante, dieron lugar a respuestas en parte compartidas. En el sureste de España, poblaciones particularmente pobres y sometidas a enormes sistemas de coacción consiguieron, durante más tiempo aun que en la capital francesa, recomponer el sentido de su presente para abrir el porvenir.

 


[1] B. Malon, «Le socialisme en Espagne », La Revue socialiste, 1889, 5, T9, N49, p. 525.

[2] F. Pí y Margall, La República de 1873. Apuntes para escribir su historia, Libro primero, vindicación del autor, Madrid, Carlos Bailly-Baillière, 1874, p. 7 et p. 10.

[3] Diario de sesiones de CortesLegislatura 1931-1933. Cortes Constituyentes, 04-02-1932, Nº 111, p. 3624.

[4] A. Garcia-Balañà, «À la recherche du SexenioDemocrático(1868-1874) dans l’Espagne contemporaine. Chrononymies, politiques de l’histoire et historiographies», en Revue d’histoire du XIXe siècle, vol. 52, nº 1, 2016, págs. 81-101.

[5] N. Alcalá Zamora, Diario de Sesiones de Cortes constituyentes, 14-07-1931, n°1, p. 3.

[6] J. M. Jover,Realidad y mito de la Primera República, Espasa Calpe, Madrid, 1991, p. 49.

[7] A. Garcia-Balañà, «À la recherche… », art.cit. J. Moisand, «Transición et movida», en D. Kalifa, Les Noms d’époque: de «Restauration» à «années de plomb», Gallimard, París, 2020, págs. 143-162.

[8] K. Marx, La Guerre civile en France (1871), https://www.marxists.org/francais/ait/1871/05/km18710530.htm.

[9] Un balance historiográfico reciente sobre historia del republicanismo en N. Berjoan, E. Higueras Castañeda, S. Sánchez Collantes (ed), El republicanismo en el espacio ibérico contemporáneo: recorridos y perspectivas, Madrid, Casa de Velázquez, 2021.

[10] Para todo lo siguiente, J. Moisand, Federación o muerte. Los mundos posibles del Cantón de Cartagena, La Catarata, en prensa.

[11] A. Puig Campillo, El Cantón murciano: historia de la primera República española (1932), Ed. Regional de Murcia, Murcia, p. 34.

[12] P. Radcliff, “Las libertades locales: la “tradición municipalista en los discursos de la España democrática contemporánea”, Ayer 123/2021 (3): 165-199.

[13] A. Puig Campillo, El Cantón murciano, op.cit,p. 118.

[14] A. de la Calle, “Victoria o Muerte”, El Cantón murciano, 24/10/1873, p.1

 

es profesora de Historia contemporánea en la Universidad París 1 Panthéon-Sorbonne
Fuente:
Viento Sur, 11/02/23 https://vientosur.info/el-porvenir-de-la-primera-republica/

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