Landon Storrs
17/09/2022Este post forma parte de un simposio sobre el libro de Beth Popp Berman Thinking Like an Economist: How Efficiency Replaced Equality in U.S. Public Policy [Pensando como un economista: Cómo la eficiencia sustituyó a la igualdad en las políticas públicas de Estados Unidos]. Puedes leer el resto de posts en el blog Law and Political Economy.
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En Thinking Like an Economist, Elizabeth Popp Berman rastrea el surgimiento y la difusión de un "estilo económico de razonamiento" a través de las agencias gubernamentales y los ámbitos de diseño de políticas públicas. Este estilo prioriza la eficiencia a expensas de valores como "los derechos, el universalismo, la equidad y la limitación del poder corporativo". A diferencia de los estudios sobre el ascenso del neoliberalismo que han hecho hincapié en el poder de la derecha, el relato de Berman se ocupa del centro-izquierda. "Una y otra vez", escribe, "el estilo económico fue introducido en la elaboración de políticas por tecnócratas asociados al Partido Demócrata que querían utilizar el gobierno para resolver problemas sociales".
Al leer este libro como historiadora, me sorprendió sobre todo hasta qué punto se sigue subestimando el impacto duradero del temor rojo y el anticomunismo en la política social de Estados Unidos. No podemos entender bien la adopción del "estilo de razonamiento económico" por parte de los demócratas en la década de 1960 sin tener en cuenta las secuelas políticas de las décadas anteriores. En los años 60, las acusaciones de ser "blando con el comunismo" seguían siendo una poderosa herramienta para desacreditar a los defensores de las políticas sociales de izquierdas. Y para los expertos en este ámbito al servicio del gobierno, las cicatrices de las acusaciones de deslealtad todavía ardían. En un campo tras otro – seguridad social, derechos laborales y civiles, protección del consumidor, asistencia pública, energía pública, vivienda pública – las acusaciones de deslealtad siguieron obstaculizando las políticas socialdemócratas al impedir que los defensores del gobierno abordaran las tensiones entre el capitalismo y la democracia, o incluso reconocieran que dichas tensiones existían. Adoptar argumentos orientados a la eficiencia, "racionales" y "objetivos" ofrecía un antídoto contra las representaciones de la derecha del izquierdismo como algo no americano.
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Aunque Berman sitúa el surgimiento de una nueva clase de economistas gubernamentales en la década de 1960, traza brevemente las bases establecidas por cohortes anteriores. Los economistas institucionales, que estaban a favor de "reformas entre progresistas y socialistas, con un fuerte papel para el Estado", se establecieron en las agencias gubernamentales en los años 20 y 30 y estuvieron entre los asesores más cercanos de FDR. Después, la macroeconomía keynesiana ocupó el centro de la disciplina y de algunos ámbitos políticos. Los primeros miembros del Consejo de Asesores Económicos (creado en 1946) "tendían al institucionalismo", pero pronto "el CEA se definió por el 'growthmanship'": el aumento del nivel de vida a través del crecimiento económico, evitando así los desafíos políticos de la redistribución y la regulación. Según Berman, la división de los macroeconomistas en torno al molesto problema de la inflación acabó debilitando su influencia, creando espacio para los enfoques microeconómicos que se afianzarían en la burocracia gubernamental y que han limitado las opciones políticas desde entonces.
Pero los economistas institucionales y los keynesianos sociales no pasaron simplemente de moda académica, ni se volvieron irrelevantes para los problemas que se planteaban. Muchos se vieron obligados a abandonar la administración pública o a acercarse al centro político por acusaciones de deslealtad al gobierno de Estados Unidos, a veces en los titulares pero más a menudo a puerta cerrada bajo los auspicios del programa de lealtad de los empleados federales. Este programa tiene sus raíces en los últimos años del New Deal, cuando los conservadores del Congreso acusaron a los comunistas y a los "burócratas locos y radicales" de dirigir la Junta Nacional de Relaciones Laborales, la Oficina de Administración de Precios y otras agencias que desafiaban a los poderes empresariales. Las investigaciones de la Comisión de Servicio Civil y del FBI desacreditaron inicialmente las acusaciones de influencia comunista, pero a medida que se intensificaba el conflicto con la Unión Soviética, acusaciones similares cobraron más fuerza.
Después de que el tema de los "comunistas en el gobierno" produjera enormes ganancias republicanas en las elecciones de mitad de período de 1946, Truman formalizó el programa de lealtad a través de la Orden Ejecutiva 9835, que exigía a las agencias ejecutivas la creación de comités de lealtad para evaluar la información despectiva sobre empleados o solicitantes de empleo. Los empleados sobre los que se pudieran establecer "motivos razonables para creer en la deslealtad" eran despedidos. Los empleados federales debían rellenar formularios con una lista de las organizaciones a las que pertenecían y explicar cualquier asociación con grupos incluidos en la recién publicada Lista de Organizaciones Subversivas del Fiscal General; mientras tanto, sus comités de lealtad solicitaban comprobaciones de nombres y, en ocasiones, una "investigación completa sobre el terreno" por parte del FBI. La definición de "información incriminatoria" era vaga, y gran parte de ella procedía de informantes anónimos y de los archivos del Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes.
Más allá de la asociación con grupos o personas sospechosas, los investigadores buscaban la correlación entre las opiniones de un acusado y la "línea del Partido Comunista", exigiendo una explicación, por ejemplo, de cualquier crítica pasada al sistema capitalista o a la supremacía blanca. También observaban las "tendencias subversivas", como la "simpatía por los desvalidos", la adhesión a muchas causas o que una mujer no adoptara el apellido de su marido. Sin que los acusados lo supieran, el FBI comprobaba los registros de inscripción de votantes; aquellos que se habían inscrito en el Partido Socialista o en el Partido Laborista Americano pero que trataban de convencer a los comités de lealtad de que nunca habían tenido opiniones izquierdistas, perdían credibilidad. Entre 1947 y 1956, más de cinco millones de trabajadores federales se sometieron a un control de lealtad, que dio lugar a unos 2.700 despidos y 12.000 dimisiones.
Estas cifras subestiman el impacto del programa. Por un lado, excluyen a los miles de funcionarios que fueron autorizados sólo después de insoportables investigaciones –interrogatorios, audiencias, apelaciones y, a veces, meses de espera sin sueldo para una decisión. Además, la autorización a menudo sólo representaba una prórroga temporal: incluso sin nuevas acusaciones, miles de casos se reabrían a medida que los criterios de lealtad se volvían más restrictivos con el tiempo. Además, incluso después de que el programa de lealtad se redujera a finales de la década de 1950, el FBI siguió vigilando a los antiguos acusados de lealtad, que a menudo se enteraban de esas investigaciones. "Nunca puedes ser absuelto", se lamentaba un economista. Durante los gobiernos de Kennedy y Johnson, los anticomunistas de carrera buscaron la oportunidad de revivir las viejas acusaciones, bloqueando algunos nombramientos y poniendo sobre aviso incluso a los candidatos que habían tenido éxito (entre otros, Wilbur Cohen, de HEW, la asesora de asuntos del consumidor Esther Peterson y la directora de la Oficina de la Mujer de EE.UU. Mary Dublin Keyserling, todos ellos protagonistas de los debates de sobre la Great Society que Berman explora).
Los expertos en política que querían estar al servicio del gobierno se volvieron muy, muy cautelosos. No sólo evitaban asociarse con cualquier causa o persona que pudiera estar bajo sospecha, sino que, fundamentalmente, ajustaban el lenguaje (y a veces el contenido) de sus recomendaciones. Los economistas del gobierno de Berman no fueron una excepción, pero no fueron los únicos.
Un ejemplo destacado es Leon Keyserling, el abogado y economista del New Deal que posteriormente presidió el Consejo de Asesores Económicos de Truman. He escrito extensamente sobre las prolongadas investigaciones de lealtad a las que se enfrentaron Leon y su esposa Mary Dublin Keyserling, economista del Departamento de Comercio. En el caso de él, su primer ascenso a la fama fue la redacción de la Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935, que favoreció el auge del sindicalismo industrial, mientras que ella comenzó como activista de los consumidores. Como pareja, representan adecuadamente los movimientos sociales cuyos avances movilizaron a la derecha anticomunista a finales de la década de 1930. Bajo la presión de la investigación, ambos Keyserling moderaron su retórica y sus propuestas políticas. Anteriormente, habían denunciado la desigualdad, habían declarado que la empresa privada era incapaz de satisfacer las necesidades sociales y abogaban por programas sociales amplios en lugar de específicos. Pero después de que el caso de lealtad de Mary llegara a una audiencia en 1948, se convirtieron en anticomunistas declarados y comenzaron a referirse respetuosamente a la "libre empresa". Desde su posición en el CEA, Leon empezó a pedir crecimiento en lugar de redistribución – ahora ridiculizaba como una "teoría económica de la escasez" carente de fe en la economía estadounidense – e instó a aumentar el presupuesto militar para derrotar al comunismo. Fuera del gobierno durante la presidencia de Eisenhower, los Keyserling se convirtieron en leales al Partido Demócrata; durante los años de Johnson, Leon asesoró a Hubert Humphrey, y Mary, como directora de la Oficina de la Mujer, hizo que la Guerra contra la Pobreza respondiera mejor a las mujeres. Ambos instaron al movimiento obrero a apoyar la política de Johnson en Vietnam. A lo largo de su carrera, los Keyserling lucharon por elevar el nivel de vida de todos los estadounidenses, pero para mantener su influencia política durante el largo “temor rojo”, abandonaron posiciones que podrían interpretarse como críticas con el capitalismo.
Los ejemplos de otros ámbitos políticos abundan. Catherine Bauer, que ayudó a redactar la Ley de Vivienda de 1937, abandonó su compromiso con la vivienda pública universal en la década de 1950, después de que su marido, un arquitecto, perdiera su autorización de seguridad –y, por tanto, sus contratos de construcción con el gobierno– a causa de unas acusaciones sobre ella. El economista Wilbur Cohen, que ocupó puestos clave en la Administración de la Seguridad Social y dirigió su sucesor, el Departamento de Salud, Educación y Bienestar, adoptó durante el mandato de Johnson enfoques más conservadores en materia de asistencia pública –tratando el desempleo y la pobreza como un fallo de los individuos y no del mercado laboral– después de una serie de acusaciones en la década de 1950 contra él y, menos públicamente, contra su esposa. En palabras de la experta en asistencia social Elizabeth Wickenden, las acusaciones de simpatías comunistas "se convirtieron en una especie de miasma que se cernía sobre todo el gobierno y, en particular, sobre las agencias del New Deal donde había más izquierdistas". Ese miasma perduró, al igual que sus efectos en la política pública.
Este fue el contexto histórico que subyace al atractivo del “estilo económico” para los demócratas liberales, así como su longevidad en las agencias gubernamentales. Argumentar a partir de valores como el universalismo, los derechos y la igualdad había metido en serios problemas a muchos de los expertos en política de las Roosevelt y Truman, perjudicando sus carreras pero también las causas a las que se dedicaban. No es de extrañar que abrazaran un marco aparentemente "neutral y tecnocrático para la toma de decisiones", cuyos objetivos de eficiencia parecían "intrínsecamente inobjetables, y sus métodos (...) objetivos y apolíticos".
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Otra pieza del contexto histórico que falta en el relato de Berman está relacionada con el papel del género en el desarrollo de las ciencias sociales y la política pública de Estados Unidos. Los historiadores han producido una enorme literatura sobre estos temas, a la que no puedo hacer justicia aquí. En resumen, desde finales del siglo XIX, los científicos sociales a menudo discrepaban en función del género sobre la "toma de partido" frente a la "objetividad" como metas profesionales, siendo las mujeres más propensas que los hombres a adoptar la reforma social como algo fundamental para sus objetivos. A su vez, a lo largo del siglo XX, el protagonismo de las mujeres como defensoras de las reformas para la construcción del Estadopermitió a la derecha movilizar a la opinión popular contra las políticas progresistas, tachándolas de subversivas para la familia americana.
Además, como la administración pública federal se abrió a las mujeres (de todas las razas) antes que el sector privado o el mundo académico, no sólo las políticas gubernamentales, sino también sus administradores, fueron fácilmente caracterizados como desviados de género y moralmente sospechosos. Desde los años 30 hasta los 50, los congresistas de derechas se quejaban de las burocracias federales dirigidas por "mujeres de pelo corto y hombres de pelo largo" que socavaban el individualismo americano promoviendo políticas de seguridad "desde el vientre hasta la tumba" y mimando a aquellos que no podían competir en el mercado libre a costa de los trabajadores contribuyentes.
Ese es el contexto en el que la administración Kennedy se esforzó por proyectar dureza y virilidad en el extranjero y en casa; sus asesores querían neutralizar décadas de representaciones de izquierdistas como hermanitas de la caridad y bienhechores que muy posiblemente eran homosexuales. Al posicionar a los expertos en política gubernamental como "cabezas duras, tomadores de decisiones racionales", el "estilo económico de razonamiento" puede haber ayudado a los izquierdistas de la Guerra Fría a distanciarse de las cualidades feminizadas de emocionalismo e idealismo que la política del temor rojo había asociado con el antiamericanismo.